domingo, 30 de noviembre de 2008

El personaje viajero

Durante este viaje hemos tenido la oportunidad de convivir y conocer a muchísimos otros viajeros. Casi siempre, para romper el hielo, se comienza a hablar sobre lo que evidentemente tenemos en común: el viaje. Se intercambian puntos de vista, se sugieren rutas, se conversa sobre las experiencias, se puntualizan los sitios favoritos… Pero el diálogo que se está dando en el fondo, muchas veces, tiene tintes más bien de comparación -en el mejor de los casos- o de competencia, en el peor.

¿Quién ha recorrido más kilómetros? ¿Quién ha tenido las experiencias más significativas? ¿Quién ha conocido los sitios más recónditos? ¿Quién se ha atrevido a explorar las rutas menos turísticas?

Tengo que aceptar que yo soy de las primeras en sentir el demonio de la comparación reptando sobre mí ser. Inevitablemente, comienzo a dudar si nuestro viaje está siendo “todo lo que podría llegar a ser”. Si estamos viviendo todo lo que hay por vivir en estos países o si estamos dejando cosas interesantísimas de lado.

De tanto estarlo pensando, o más bien atormentándome con esta duda exigente, me di cuenta que en realidad no era yo quien tenía esos deseos comparativos, sino mi “personaje viajero”.

El personaje viajero, un ser imaginario, exigente y demandante, habita dentro de cada uno de nosotros y sale a relucir especialmente cuando estamos de viaje. El personaje viajero no tiene tanto que ver con nuestro ser real, con nuestros anhelos y aspiraciones, sino con el personaje que quisiéramos ser al estar viajando. El que queremos mostrar a los demás. El que se enorgullece de antemano al imaginar la reacción que tendrán sus palabras al regreso.

Este personaje viajero es el que te permite o no te permite hacer, el que te impone una forma de vestir, de actuar, de comer, de apreciar el viaje. Todos los “debos” que nos ponemos al estar viajando: debo interesarme por todos los museos y sitios arqueológicos; debo probar la comida típica de cada lugar; debo levantarme temprano para aprovechar cada centésima de segundo que transcurre durante el viaje…

¿Y qué pasa si tengo ganas de quedarme todo un día en el hostal, leyendo y tomando café?

¿Y que sucede si en lugar de probar el rocoto relleno prefiero una hamburguesa de McDonalds?

¿Y qué pasa si no tengo ganas de ver un solo museo?

Ahí, es donde aparece la voz del personaje viajero: venir hasta acá, ¿y no subir al Machu Pichu?

A pesar de que en México Arturo y yo tuvimos muy clara la noción de que no nos íbamos a dejar llevar por el “tengo que” y más bien dejaríamos que el viaje fluyera hacia donde quisiéramos ir, hay muchas veces en las que me siento movida por las garras de mi personaje viajero, que además, nunca termina por estar completamente satisfecho. Siempre, a la vuelta de la esquina, “estoy seguro”, dice el personaje: “hay algo más interesante que hacer”.

El personaje viajero exige y reprime. Permite. Censura. Impone. Ordena. ¡Qué difícil escucharse a uno mismo dentro de tantas demandas! Qué curioso que aún estando de viaje, cuando uno se pensaría más libre y ligero de obligaciones, aparezca este personaje a imponernos un estilo de vida. ¿Cuántas personas no regresarán a sus casas agotadas, después de un viaje sometidas a la vigilancia extrema de su personaje viajero?

Me he dado cuenta que el personaje viajero se exacerba especialmente en los sitios más turísticos –como Cusco. Rodeada de cientos de carteles anunciando opciones, experiencias, actividades, sitios… mi personaje comienza a crecer hasta tomar formas monstruosas. Como si se alimentara de toda esta información, se va hinchando, volviéndose más poderoso para taladrarme al oído sus demandas. Me deja varias noches sin dormir pensando cómo hacer para apretar en una semana tantas cosas.

Ruinas, pueblos, mercados, cabalgatas. Visitas a la selva, ceremonias de Ayahuasca, caminatas por las montañas, viajes en globo. Tiendas de artesanía, masajes relajantes, aguas termales. Comida típica, música andina, figurillas de barro, acuarelas, camisetas con las líneas de Nazca. Fotos de la llama, fotos de la catedral, fotos de las calles. Cascadas, ríos, volcanes, trenes. Parapente, paragliding, sandboarding, trekking, snorkeling, biking, surfing, canopy, rafting. La lista es interminable al igual que el hambre voraz de mi personaje viajero.

Abrumada dentro de este bombardeo consumista, trato de detenerme. De volver a mi misma. Me acuerdo del propósito de nuestro viaje. Me recuerdo que ya llevamos seis meses viajando. Que estamos cansados. Que es válido pasarse la tarde tomando café y leyendo. Que esto también es parte del viaje.

Y, lo más importante, que uno en su viaje puede hacer ¡lo que le da la gana! Pues para eso salimos de viaje, ¿no? Para eso decidimos salir de la rutina. ¿Y que caso tiene salir del frenesí del trabajo para refugiarse en el frenesí del viaje consumista? ¿Realmente necesito todo eso que me están ofreciendo para que mi viaje sea significativo?

Por lo menos yo prefiero un viaje pausado, que de tiempo para disfrutar de los momentos, que me permita no solo viajar por fuera sino por dentro. Prefiero conocer pocos sitios, quedarme con la sensación de que los viví, que atiborrar mi itinerario con cientos de ciudades y pueblos que sólo podré recordar al ver las fotos y leer con cuidado el nombre escrito a su lado. Prefiero darme el tiempo para elegir una o dos experiencias interesantes que llenarme de cientos de actividades que a duras penas podré disfrutar y asimilar.

Cuando logro detenerme, puedo ver a mí alrededor e identificar a otros viajeros que han sido víctimas de su propio personaje exigente. Los veo partirse la cabeza creando itinerarios que con sólo oírlos queda uno agotado.

Estamos viviendo uno de los momentos en donde viajar se ha vuelto más sencillo, accesible y económico. Tenemos al alcance de la mano cientos de actividades y experiencias a las que antes sólo podían acceder unos cuantos. Sin embargo, creo que hemos perdido un poco del romanticismo del viajero antiguo. Cuando no existía la Lonely Planet ni la agencias de viajes. Cuando no había listas de “los diez sitios más hermosos del planeta”. Cuando no había rutas prefabricadas. Cuando uno salía de viaje sin expectativas previas, sin fotografías mentales sobre el sitio a visitar.

El reto del viajero contemporáneo está en aprender a discernir entre todo lo que existe y elegir lo que realmente quiere. Darse cuenta que cada viajero es único, por lo tanto, cada viaje es irrepetible.

Ahora, cada vez que vea una frase que comience con “lo que no te puedes perder…” trataré de que mi personaje viajero no salga al ataque, pues sé que esas son las típicas frases con las que se relame los bigotes. Y yo, no quiero seguir alimentándolo.



sábado, 29 de noviembre de 2008

El oasis de Huacachina



La Laguna de Huacachina es un verdadero oasis. Como esos que aparecen en los relatos de Las mil y una noches. Una pequeña laguna, rodeada de grandes dunas de arena, palmeras, tranquilidad y una brisa suave.

Por azares del destino, pues en principio nuestra ruta jamás contempló rodear hasta Ica, terminamos pasando una noche en este sitio encantador. Llegamos a ella cansados, como si fueramos beduinos del desierto. Nos dejamos envolver por su calor y sus colores intensos, que al caer la tarde incendian el cielo...



Perú o el Viaje de los Sentidos

Gastón Acurio, el príncipe de la cocina peruana

Ya lo hemos dicho: Perú como México, Guatemala y como otros países latinoamericanos que hemos visitado en el viaje, tienen complejos mosaicos culturales, sociales y económicos, y sufren una potente crisis de identidad. Hay una dificultad endémica para identificarse con el pasado y para mirar hacia el futuro. A veces uno se siente inclinado a exclamar: ¡Pobres pueblos tristes perdidos en un laberinto sin salida! En que sus intelectuales, sus políticos, sus líderes son tan impotentes para crear condiciones de revitalización, de reconstrucción…

Frente a tan gris panorama, es sorprendente entonces encontrar que un personaje consigue trascender raza y clase social, e incidir potentemente en la conciencia de su pueblo. Reactivar su imaginación. Disipar la vergüenza de su origen. Lanzar a su pueblo a un viaje sorprendente hacia el futuro y hacia el resto del mundo a la vez que rescata sus raíces.

El personaje es Gastón Acurio. Un cheff… Uno siente casi la tentación de decir “Un simple cheff…”

Pero sin embargo, todos los peruanos hablan de él. Todos comen su comida. Todos ven sus programas de televisión. Todos quieren ser como él. Desde Gastón, hasta los cocineros de mercado usan gorritos estilizados de cheff. Y un dato para medir su impacto. Antes de él, en este país se consumían treinta whiskies por cada Pisco Sour. Después de él, la relación se ha invertido.

Gastón Acurio es un personaje improbable, casi un antihéroe como los hobbits de J.R.R. Tolkien: simpaticón, parlanchín, bajito y rechoncho. Más aún, Gastón es como el Remy de Ratatouille, alguien que desafió el destino que su familia le había asignado como alumno de derecho en Madrid, para heredar las glorias del padre que había sido un gran político peruano.



Según cuenta en el prólogo de uno de sus libros, la historia es interesante, pues antes de ser el embajador de la comida peruana que hoy es, él mismo no se salvó de cierto reflejo malinchista que valora lo extranjero por sobre lo local: en su primer restaurante, todo era francés, desde los ingredientes hasta la carta…

Pero poco a poco, a fuerza de ir al mercado a buscar los imposibles ingredientes que la carta del Cordon Blue le exigía, fue topándose con la esencia de la comida peruana, de sus ingredientes, de sus platillos, de sus cocineros. Una aventura de descubrimiento que poco a poco ha transformado la comida en el Perú, integrando la cadena de valor que va desde el productor hasta el consumidor. Al punto que hoy día ha conquistado el reconocimiento en el mundo entero y de hacer que el sueño de que la comida peruana sea tan reconocida como la mexicana, la francesa o la italiana, no sea un sueño irrealizable.

Además, como el héroe que es, sabe que su discurso trasciende la comida. No tiene empacho en abanderar lo que considera la tarea de su generación: romper el estereotipo de que su país nació para vivir en el tercer mundo; pues es justamente la misma creatividad e inventiva que demanda la cocina, la que hace que los pueblos crezcan, se dinamicen, encuentren riqueza más allá de lo que está enterrado bajo la tierra…

Norma y extremos del espectro culinario del Perú

En la norma de la cocina peruana está la papa, don del dios Wiracocha a los Incas. Se han inventariado más de 4000 especies de papa, y casi no hay platillo que no integre a uno de esos pequeños tubérculos, ya sea como plato principal o como acompañamiento.


En la norma está también el pescado, que según nos cuenta Briscila, nuestra segunda anfitriona en Lima, es extraordinario, pues frente a las costas del Perú chocan la cálida corriente del Niño que va de norte a sur, y la fría corriente de Humboldt, que sube de sur a norte, creando un entorno perfecto para la reproducción de la vida marina.

El pescado se come crudo, con limón, sal cebollita y rocoto (chile) para producir un riquísimo cebiche. El calamar que se empaniza y se fríe para dar lugar al chicharrón. Los mariscos se comen también con arroz, en un plato que no le pide nada a la paella.

En el extremo de la comida peruana está la carne de Alpaca, ese simpático camélido que no sólo dona su abrigo para sweateres, chalecos y bufandas, sino que además se ofrece para ser degustada. Todavía más cerca del tope de la curva está el Cuy, pequeña ratita que se come en Cuzco, asada y aderezada; y por si hiciera falta en alguna región sureña del Perú se come gato, igual que en algunas regiones de Corea.

El prejuicio de estar comiendo un animal doméstico tan cercano al corazón del hombre no debiera ser tan agudo, cuando sabemos que en México, en cualquier descuido y sin que uno alcance a distinguirlo, le recetan una barbacoa de perro para chuparse los dedos. Pero aún así, hay algo en la elegancia y el orgullo del felino que vuelve la posibilidad de comérselo del todo repudiable…

En nuestra estancia en Lima, Waiqui nos lleva a comer anticucho de res, que no es otra cosa que el corazón de la vaca… Como correspondía a los viajeros recién llegados, era imposible negarnos, pues no sólo hubiéramos insultado a nuestros anfitriones, sino que además, habríamos pasado por falsos viajeros.


Para salir airoso del trance, me sugestiono trayendo a mi mente las lecciones de mis maestras de biología en secundaria – Marisela y Male – que insistían que existen dos tipos de músculos en el cuerpo: músculo estriado, como en nuestras nalgas, o en nuestro bíceps; y músculo liso, como en el corazón. Propiedad gracias a la que justamente puede actuar como bomba hidráulica…

Los comensales peruanos que degustan junto con nosotros el músculo liso, encuentran mi ocurrencia singular, pues a fin de cuentas -como lo repito una y otra vez mientras paso los bocados- ¿qué diferencia puede haber entre esto y un buen bife de chorizo?

El precio de tener una mesa en el huarique

La revolución culinaria del Perú hace que cada persona sea un pequeño gourmet en potencia— cazador de sabores, explorador de condimentos, catador de sutiles esencias. Gambusinos de comida que reclaman un sitio en el arte del paladar…

Quienes entran en este aventura saben que el recinto último de la cocina es lo que se conoce como huarique. Huarique significa agujero en quechua, pero específicamente se refiere a esos restaurantes ubicados en zonas poco conocidas de Lima donde se preparan platos extraordinarios conocidos como "tesoro de autor”.


Si uno logra dar con un huarique y llegar a tiempo para conseguir mesa, por unos cuantos soles (moneda peruana) uno puede acceder al paraíso por vía de la lengua; participar del organón universal que hasta antes de esta revolución reclamaban exclusivamente para sí los amantes de las drogas; experimentar inesperadas convulsiones de placer; o, simplemente quedar feliz y satisfecho…

Wayqui -que como testimonian estas crónicas fue un infatigable informante-, nos cuenta una pequeña anécdota-leyenda-urbana que reseña el tremendo magnetismo que los huariques limeños:

En un recóndito sitio de Santa Catalina, dentro de la ciudad de Lima, está el huarique del Chef Wong: Sankuay. Javier Wong no tiene carta y siempre cocina lo que la inspiración le indique en el momento: de una sola mirada decide lo que el comensal requiere, y sólo se limita a preguntarle si quiere algo frío o caliente. En menos de diez minutos confecciona un platillo irrepetible. El asunto cobra un ribete claramente mágico cuando uno repara que en la cocina de este artista no hay más que un par de sartenes, una hornilla, un par de cucharas, cuchillo y tabla de picar.

Cuentan que en las épocas del gobierno de Fujimori, se presentó un día a comer al huarique Wong quien fuera el brazo derecho del dictador: el siniestro Vladimiro Montesinos, por cuyas maquinaciones, según señalan versiones, miles de peruanos murieron. Un personaje al que nadie podía negar nada, so pena de amanecer hecho cachitos en una bolsa de basura en algún tiradero de las afueras de Lima.

El Chef Wong lo vió, lo reconoció, y le indicó que no había lugar. Que si quería comer en su huarique, tendría que esperar como todos.

Y Montesinos se aguantó, y esperó de pie más de tres cuartos de hora para poderse sentar a degustar una de las fugaces creaciones.

Pues hasta los superpoderosos –los que desde su aura de impunidad saben que nada es imposible para ellos— saben reconocer cuando alguien tiene un talento superior. Alguien que como Wong, fue tocado por la divinidad…

Vida sexual de los prehispánicos

Puede sonar a herejía, pero a nosotros no nos causa rubor alguno reconocer que durante el viaje han sido más bien escasos los museos que visitamos, y más aún, que de ser posible, los evitamos. Por un lado, porque en el viaje preferimos poner nuestra energía en desentrañar la Latinoamérica viva, la que se mama en las calles y en las charlas con la gente. Por otro -todos lo hemos vivido-, cuando nos ataca la fiebre museográfica e ingresamos al segundo museo del día, inevitablemente entra uno en una mecánica automática, en la que deja de apreciar la obra que tiene enfrente. Frente a la posibilidad de empacharnos e indigestarnos, hemos elegido viajar más bien ligeros…

Sin embargo, estando en Lima, fue difícil resistir la sugerencia de Wayqui de que visitáramos el Museo Larco Hoyle. Teníamos un tiempo muerto antes de tomar un bus, el museo estaba realmente cerca de su casa, y sobre todo, como pícaramente lo sugirió nuestro amigo, “podrán ver la colección de figurillas eróticas que las tribus preincaicas manufacturaron en barro.”

Será por puro interés antropológico; o porque todos los que estudiamos psicología conservamos algo del estudiante de tercer semestre de la carrera que inmaduro aún, deforma hasta la herejía a Freud y a todo le ve tema de sexo y forma de falo; o simplemente porque cualquiera tiene su corazoncito curioso, que decidimos darnos un paseo por ahí…

La colección es interesante. Más allá del valor que obviamente tiene como registro histórico del costumbrismo prehispánico, las figurillas revelan una faceta frecuentemente omitida cuando se piensa en estas culturas. Pues acaso nuestra concepción está viciada de orígen: demasiado acostumbrados estamos a las estampas de monografías en las que aparecen los grandes dirigentes, ataviados de un estrafalario ornamental aureo y coronados con extravagantes penachos plumíferos; demasiado cruzada nuestra visión de estos pueblos por la sensación de pequeñez que experimentamos frente a las inmensas pirámides.

En nuestra valoración solemos pasar por alto que estas tribus estuvieron fundamentalmente compuestas por personas comunes y corrientes.


Hombres y mujeres que no estaban exentos de humor. Que encontraban un cierto goce en la picardía de confeccionar una taza en la que el comensal estuviera forzado a beber directamente del enorme pene, en simulada felación, so pena de derramar el líquido si intentaba acometer la bebida por otro sitio…

Hombres y mujeres, iguales que nosotros, que sabían que en la vida nada hay tan bueno como dormir bien, comer bien, y, sobre todo… echar un buen polvo



Democratización y perplejidad del sexo, según Vargas Llosa

Durante nuestra estancia en Arequipa mi cuerpo da muestras de que los seis meses de viaje no han pasado en vano. Una tremenda gripa me ataca y nos fuerza a quedarnos encerrados en el hostalito sin poder recorrer la ciudad o trepar el volcán Misty.

Nos resignamos también a no visitar el famoso Cañón del Colca, donde el cóndor andino sigue presentándose puntualmente cada mañana a pesar de la turba de turistas que se arremolina para presenciar su majestuoso vuelo y festejar su aparición con los flashes de sus cámaras a la voz de “¡Coundour!”…

Así que, armado de kleenex, penicilina, paracetamol y jarabe, me dispongo a utilizar las pocas energías que me quedan para leer. Elijo a Vargas Llosa, acaso el más prolijo –su prosa es extraordinaria— y controversial –su carrera y posición política lo marcó y fragmentó el afecto que le tenían los compatriotas- de los escritores peruanos.

Para efectos de este texto en el que pretendo celebrar la fiesta de los sentidos que hemos testimoniado durante nuestra estancia en este país, encuentro las opiniones de Vargas Llosa alrededor del tema del sexo particularmente interesantes: él es claramente un vocero de una generación entera. Nadie puede negar que de su pluma se desprenden imágenes y atmósferas vívidas y precisas. Y por si faltara más justificación su propia historia amorosa y su aprendizaje del sexo, según lo consigna en sus novelas autobiográficas y en sus memorias, es todo menos convencional: en la escuela militar participó de extraños rituales autoeróticos en los que los muchachos competían en las categorías de velocidad y distancia; no se libró de la trampa de algún padrecito que lo tocó y trató de bajarle la bragueta mientras le mostraba una revista con fotografías de mujeres encueradas; descubrió las artes del amor en los prostíbulos de la Lima de los cincuentas; se casó en primeras nupcias con su tía Julia que le llevaba cerca de trece años; más tarde se casó con Patricia, su prima hermana…

Ahora bien, vale la pena también señalar que la cita que a continuación consigno no está excenta de cierta chocantez, pues algo en ella no termina de sonar auténtico, cae rápidamente en la nostalgia-lugar-común de que “todo tiempo pasado fue mejor” y su valoración de la sexualidad en las nuevas generaciones es demasiado parcial y limitada.

Aún así, he aquí el testimonio, en la que no es improbable que un cierto sector se sienta bien representado:

“Mi generación vivió el canto del cisne del burdel, enterró a esa institución que iría extinguiéndose a medida que las costumbres sexuales se distendían, se descubría la píldora, pasaba a ser obsoleto el mito de la virginidad y los muchachos empezaban a hacer el amor con sus enamoradas. La canalización del sexo que eso trajo consigo es, según psicólogos y sexólogos, muy saludable para la sociedad, la que de este modo, se desahoga en abundantes represiones neuróticas. Pero ha significado también la trivialización del acto sexual y la extinción de una fuente privilegiada de placer para el ser humano contemporáneo. Despojado del misterio y de los tabúes religiosos y morales seculares, así como de los elaborados ritos que rodeaban la práctica, el amor físico ha pasado a ser para las nuevas generaciones lo más natural del mundo, una gimnasia, un pasajero entretenimiento, algo muy distinto de ese misterio central de la vida, de ese acercarse a través de él a las puertas del cielo y del infierno que fue todavía para mi generación. El burdel era el templo de aquella clandestina religión, donde uno iba a oficiar un rito excitante y arriesgado, a vivir, por unas pocas horas, una vida aparte. Una vida erigida sobre terribles injusticias sociales, sin duda –a partir del año siguiente, yo sería consciente de ello y me avergonzaría mucho de haber ido a burdeles y haber frecuentado a putas como un despreciable burgués—, pero lo cierto es que aquello nos dio, a muchos, una relación muy intensa, respetuosa y casi mística con el mundo y las prácticas del sexo, algo inseparable de la adivinación de lo sagrado y de la ceremonia, del despliegue activo de la fantasía, del misterio y la vergüenza, de todo eso que Bataille llama la transgresión.”

La cita desemboca en una parte que me parece hermosa, y cuyo fragmento referido a la mujer, suscribo:

Tal vez sea bueno que el sexo haya pasado a ser algo natural para el común de los mortales. Para mí nunca lo fue, no lo es. Ver una mujer desnuda en la cama ha sido siempre la más inquietante y turbadora de las experiencias, algo que jamás hubiera tenido para mí ese carácter trascendental, merecedor de tanto respeto trémulo y tanta feliz expectativa si el sexo no hubiera estado, en mi infancia y juventud, cercado por tabúes, prohibiciones y prejuicios, si para hacer el amor con una mujer no hubiera habido entonces tantos escollos que salvar.”

La suerte del brichero

En un plano, el imaginario colectivo latinoamericano se enciende fácilmente alrededor de la posibilidad de tomar revancha del extranjero que lo conquistó y durante siglos lo subyugó. Cuando de chingarse al gringo o joder al gachupín se trata, el humor latinoamericano encuentra harta tela de donde cortar, y en los chistes en los que los caracteriza como bobos y lerdos, encuentra una enorme satisfacción, aunque sea sólo a través de una trasacción de la ficción.

A casi ningún latinoamericano le es difícil identificarse con el negrito caribeño aquel –semi-encuerado y con un simpático sombrero de palma— que en un enorme póster se apuesta frente a la embajada norteamericana en La Habana, y despreocupado desafía al gigante continental: “Señores imperialistas: no les tenemos absolutamente ningún miedo…”

Le parece al latinoamericano que derrotar a sus añejos señores, por ejemplo, en los deportes, es una compensación para los innumerables ultrajes históricos. Así a todos se nos inflama el pecho y vibramos al ritmo verdeamarela de Brasil o el celeste de la Argentina, cuando sus equipos de fútbol –sencillos muchachos de las fabelas de Río, bajitos y orgullosos porteños de los barrios pobres de Buenos Aires—bailan en el campo de juego a los portentosos gladiadores europeos.

En México hay quien en un juego de humor nacionalista niega la terrible realidad de aquellos que, con infinitos resgos y penurias, movidos por la pobreza y la falta de oportunidades, se ven obligados a dejar su tierra y se lanzan a cruzar ilegalmente la frontera con los Estados Unidos, cuando afirma que de facto se está materializando la Venganza de Moctezuma. Pues, explica orgulloso el interfecto, “somos ahora nosotros los que los estamos invadiendo y retomando para nuestro pueblo las tierras que algún día pertenecieron fueron nuestras…”

Pero, tal como nos cuenta Briscila, es posible que uno de los casos más coloridos de este fenómeno de reivindicación frente a la afrenta histórica, sea el del brichero.

En Perú el brichero es el nacional que en los centros turísticos más relevantes –Cusco, por ejemplo— no deja pasar la ocasión de aprovechar el hecho empírico de que a las turistas europeas y gringas, sus rasgos indígenas, su piel morena y su lengua con rastros de quechua, parecen removerles un torrente de hormonas y transtornarles hasta el infinito. (En México está también bien documentado el fenómeno del lanchero acapulqueño que hasta altas horas de la noche hace las delicias de las gringas en el Disco Beach).




Visto el fenómeno desde el lado de la turista europea o gringa, es posible conjeturar que la excentricidad reside en que asumen que en el fondo de esos hombres palpita todo el orgullo, toda la sabiduría y toda la potencia de la raza de bronce –azteca o inca– según sea el caso…

Ahora bien, los co-nacionales experimentamos con ambivalencia el fenómeno del brichero. Mientras lo vemos desfilar desenfadadamente por el centro de la ciudad de la mano de su gringa, una parte de nosotros se avergüenza frente a lo que es a todas luces producto del oportunismo.

Sin embargo, muy por lo bajo, otra parte de nosotros se alegra –como si fuéramos hincha en tribuna de estadio que se desborda en admiración— y no tiene empacho en declarar, como dicen aquí en Perú: “¡Este tipo es un gran pendejo!” (¡Un gran cabrón, un chingón…!)

Ayahuasca, viaje de curación

Cucha del Águila, la cuentera, nuestra entrañable amiga que pasó su infancia en Tingo María, en la Amazonía Peruana, lo sabe: la selva es un sitio misterioso.

La selva tiene presencias. En la selva existen más cosas de las que se ven a simple vista. La selva es el sitio en donde por definición los sentidos son rebasados:

“En la selva suenan los peces, los insectos, tantos animales que han aprendido a hablar y a pensar. Pero más que nada suenan los pasos de los vegetales, los pasos de los animales, los pasos de las aves, los pasos de las piedras que cada humano ha sido. Y en la noche de la selva, lo que más suena es uno mismo, en nuestros recuerdos, todo aquello que hemos escuchado a lo largo de la vida: bailes bífalos, promesas, mentiras, miedos, confesiones, alaridos de guerra, y gemidos de amor. Todo eso suena en la noche de la selva, y mucho más, porque, en la selva hasta el silencio suena…”

En la selva crece la Ayahuasca, planta mágica, metáfora y metonimia de la selva entera. Puerta a otro mundo. Alma de la selva. Llave a otros estados de conciencia. Vínculo con otras voces más sabias. Puente delicado al que sólo accede quien está preparado. Planta ceremonial de tradición milenaria entre los chamanes de la selva.

En Cuzco, enclave peruano de los Andes, universo del todo ajeno a la Amazonía, nos topamos sin embargo con la banalización del rito sagrado de la Ayahuasca, derrotero inevitable de la globalización del turismo.



En plena calle encontramos sitios que programan el viaje de Ayahuasca como si fuera estación de buses, terminal de la ADO. Sitios que detrás de la droga ofrecen los más preciados tesoros a los turistas hambrientos de experiencias intensas y a bajo costo: la sabiduría, la sanación y el autoconcimiento.

Tristes personajes que se aprovechan de la ilusión desesperada de los turistas, y que de alguna manera los defraudan, ocultándoles que el viaje hacia los valores que tanto anhelan no tiene atajos posibles; que uno no puede engañarse a sí mismo y saltarse etapas; que crecer, sanar, conocerse, son tareas arduas, misiones fatigosas de una vida entera que son imposibles de resumir en un golpe alucinante, pues aún esa visión fantástica y colorida que desvela la droga, esa sensación de haber pisado el paraíso, se diluirá de la misma forma que los sueños empiezan a escapársenos apenas asoma la luz del día; no les ayudan a entender que sólo es transformador lo que puede ser articulado en términos prácticos y compatibles con nuestra vida cotidiana y los desfíos que nos presenta...

Por lo demás, la experiencia de la droga a mí nunca me ha interesado realmente… Hasta el momento -parafraseando a Savater- tengo bastante con la emoción y el pensamiento, venenos realmente potentes…

jueves, 27 de noviembre de 2008

Postales desde Paracas






























Azar histórico del Perú y otros divertimentos

Quizá una de los aspectos más ricos de esta vida viajera es escuchar. Escuchar a quien quiera contar. Y a la gente le encanta hablar de su país.

Así nos vamos encontrando con pequeñas historias. Algunas son ciertas. Otras van mezcladas sin duda con imprecisiones, a las que indefectiblemente se agregarán las imprecisiones de nuestra memoria.

Quien tenga en alta estima la historia, considerará esta suerte de teléfono descompuesto una falta de respeto a la memoria de los países por los que transitamos. Sugiero a esos lectores que tomen estas referencias por un entremés que los lleve a investigar con mayor amplitud lo que aquí se reseña.

Ahora bien, el que encuentre a la literatura más cerca de su corazón acaso encontrará natural la mezcla que la realidad y la ficción adquieren en nuestro relato, y no por ello encontrará las anécdotas menos valiosas.

Lima, la gris

El cielo de Lima, casi invariablemente aparece con un persistente color gris, que pincha de tristeza el corazón de quien por primera vez está ahí. Tratándose de una ciudad capital con poco más de diez millones de habitantes uno podría atribuir el fenómeno a la contaminación, como ocurre en México, D.F., sin embargo la rareza se debe, según nos cuenta Cesar y nos confirma después Priscila, a un fenómeno microclimático. Tan característico es de estas tierras que el fenómeno tiene su nombre: el cielo de Lima es de un gris panza de burro.


El microclima produce otros fenómenos singulares. En Lima prácticamente nunca llueve. Y tal confianza tienen los limeños en que no verán caer agua del cielo que –según una versión no confirmada de un taxista— la ciudad carece de sistema de alcantarillado.

En cambio, Lima goza de una constante garúa. Una lluviecita que recorre el espectro que va desde neblina húmeda de pequeñas gotitas ínfimas de agua hasta lo que en México se conoce como chipi chipi – aquella lluvia tan fina, que a pesar de no serlo todo lo humedece.

Retumban los tambores…

Ese clima gris contrasta con los intensos cielos azules de la provincia. Bajo este cielo azul, en el trayecto entre las ruinas de Huari y un festejo en la Pampa Chacra, Raúl nos deleita con un pequeño recorrido por la historia de la zona.

Nos cuenta que varias de las etnias preincaicas fueron de una vocación guerrera indomable. Algunas de ellas vivieron en las inmediaciones de Ayacucho. Me transmite una imagen que se me queda revoloteando en las tripas unos días:

Los guerreros de estas etnias procuraban capturar a algunos líderes de los ejércitos contrarios temprano en la confrontación. A continuación, los desollaban. Trataban la piel de tal forma que la conservaban en una sola pieza. La curtían y la empotraban, tensa, sobre el marco de un tambor. En la parte superior empalaban la cabeza del prisionero.

Los días siguientes, durante la batalla, caminaban hacia los ejércitos contrarios golpeando el tambor recién fabricado. Emitiendo sonidos secos y profundos hacia el frente de guerra. Con aquellas estampas terribles como estandarte. Con aquello ecos que se extienden hasta el último confín del imperio.


La imagen, presenciada por el contingente de soldados contrarios habrá sido totalmente desmoralizante. La vista de sus líderes así profanados se habrá instalado en las entrañas de los adversarios como una anticipación de la crueldad con que sus enemigos los tratarían. Entraban a la batalla con el ánimo decaído y los brazos les habrán fallado a la hora en que más los necesitaban.

Me cuenta Raúl que la ferocidad de estas tribus les hizo resistir todo intento de ser sometidas. Rechazaron en algún momento al imperio Inca – que fue además un fenómeno político y social bastante efímero antes de la llegada de los españoles— y que resignados a no enfrentar a estos grupos, pues anticipaban una derrota, optaron por incorporarlos a sus ejércitos ofreciéndoles posiciones de mando en el cuerpo militar.

Me cuenta que varias de estas tribus nunca fueron estrictamente subyugadas por los españoles durante la conquista. Y que siglos más tarde, son varios de los descendientes de estos los que mantienen una tradición de rebeldía, que a fuerza de coraje ha sobrevivido a la negligencia del gobierno, a la influencia de la guerrilla.

El imperio de la lengua escrita

Durante nuestra estancia en Arequipa, el día 16 de noviembre, se cumplieron 476 años del encuentro del Inca Atahualpa con el padre Valverde en Cajamarca, Perú.

La anécdota la escuchamos en la conferencia sobre El discurso de la calle que Víctor Vich ofreció en la Alianza Francesa, en el marco del II Festival Nacional de Narración Oral, Déjame que te cuente:

En 1532 se encuentran el gran Inca Atahualpa y Pizarro. Junto al conquistador está el fraile Vicente Valverde que lleva en la mano derecha una cruz, y en la izquierda la Biblia. El fraile presenta al indio el libro divino y le invita a entregarse a él, pues en él reside la verdad y la vida. Fuera de la buena nueva del evangelio, todo lo demás es burla.


El Inca responde que él no adora sino al Sol, que nunca muere. Prudente sin embargo, pide el libro, un objeto que le resulta del todo extraño. Lo mira. Lo toca. Lo voltea. Lo acerca a su oído, pues si en verdad Dios habla a través de él, escuchará sus palabras.

Sin embargo el libro permanece en silencio. No pronuncia palabra alguna.

Como el libro no le ha hablado, lo arroja al piso.

No bien ha caído el libro sobre el polvo cuando suenan los arcabuces, a la voz del Padre Valverde que arenga a los soldados de la corona española: "Acudan aquí caballeros, estos indios gentiles están contra nuestra fe".

Desde ese instante y por los siglos que suceden a ese hecho, la oralidad queda subordinada a la lengua escrita. La tradición oral –la cultura indígena entera-- quedará marginada frente al saber letrado del europeo que aparece cifrado en signos visibles.

Por el pecado de no saber leer y no saber escribir, Atahualpa y todos los suyos llevarán en su frente el estigma de los ignorantes. La historia les reservará el mismo sitio que a los animales.

Quinientos años después, en Latinoamérica, nos seguimos preguntando por qué razón nuestros pueblos no leen; por qué el proyecto de libro es un proyecto fracasado; por qué el analfabetismo persiste a pesar de cuanta cruzada se lanza para vencerlo.

En buena medida –sostiene Vich— esto se debe a que el libro está asociado al poder; el libro es el símbolo de la conquista. Aún hoy, el reflejo cultural prevalece. Quien lee Conversación en la Catedral de Vargas Llosa se viste de prestigio. Quien va por el camino de mitología indiana –cuyo último reducto es siempre la memoria, la voz de los viejos— se arriesga a la devaluación, al olvido…

El señor de los milagros

Y si ciertamente la conquista es un ejercicio de imposición, sabemos que en realidad la imposición poco consiguió, y fue en realidad el mestizaje, el sincretismo, lo que permitió finalmente la asimilación de los mensajes europeos y católicos.

En ocasiones el sincretismo es simplemente un producto; en ocasiones es más bien una estrategia; a veces una casualidad…

Así me lo parece a mí en el caso del Señor de Los Milagros, el Cristo al que el pueblo peruano adora, pues es su protector contra los sismos. Valga la pena decir que existen distintas versiones sobre el culto…

Resulta que una de las grandes deidades a las que se adora en algunas tribus preincaicas es el Dios Pachacamac, señor de la tierra, señor de la fuerza, “aquel que mueve al mundo”. Los sismos, los terremotos, los temblores son su presencia visible en el mundo…



Ocurrió que a la ciudad de Lima fueron llegando distintos pobladores. Algunos negros, provenientes de África se radicaron cerca del sitio de Pachacamac. Uno de ellos dibujó en el muro de la iglesia un cristo moreno, que fue bautizado como el Cristo de Pachamamilla.

Un sismo azotó a la ciudad, cayeron infinidad de edificios. Murieron infinidad de personas. Inclusive la iglesia que resguardaba al Cristo de Pachamamilla cayó. Sólo quedó en pie el muro en que el Cristo estaba pintado.

A pesar de la terrible muerte que se sumaba a los sufrimientos de los pobladores de la ciudad, el fenómeno les pareció a los habitantes de Lima milagroso. Bautizaron desde entonces a la efigie como el Señor de los Milagros.

El culto convoca a finales del mes de octubre, desde aquel lejano siglo XVII, a todos los fieles a salir a las calles de Lima en procesión, a pedirle protección al Dios, pues él, en su omnipotencia, es “la fuerza que mueve al mundo”, y cuya inmensa sabiduría separará a quienes mueran aplastados de quien tenga la gracia de salvarse en la siguiente catástrofe terrena…




Alud en Huarás

En la víspera de un viaje que nunca realizamos a Huarás, nuestro amigo Ukumari nos relata una historia ligada a la actividad volcánica de la impresionante Cordillera de los Andes, y que bien podría formar parte de la larga tradición del Señor de los Milagros:


Cerca de Huarás es día de fiesta. Los niños van disfrazados al colegio según la tradición lo indica, para participar en las celebraciones. Pasado el medio día, la tierra se simbra y cuartea el fondo de la laguna que yace en el cráter del Monte Harascán. Un enorme alud de lodo y piedras se desgrana por la ladera del monte.

El pueblo, alarmado, corre despavorido a resguardarse al panteón, que se encuentra en la parte más alta del pueblo, pues saben que si hay una posibilidad de salvarse es ahí, con sus muertos, sobre las lápidas blancas de las tumbas. Todos corren desaforados en medio de la tronadera que va desgajando todo a su paso. Los maestros corren al frente de sus alumnos. Los padres cogen a sus hijos. Todos ayudan como pueden a los viejos. Algunos hacen por salvar lo que pueden sobre el lomo de sus mulas.

Sólo algunos logran llegar al panteón. El resto queda sepultado.

Entre los que se han salvado hay un hombre que ha rescatado a su pequeña hija de cinco años de en medio de una parvada despavorida de niños que salía del colegio. La tomó del brazo y la cargó como si fuera un bulto en su pecho, y corrió tres kilómetros ladera arriba, a punto de explotarle los pulmones y salírsele el corazón.

Cuando cesa el peligro, sentado sobre un mausoleo de criptas superpuestas, el papá afloja el abrazo con el que atenaza a su hija contra su pecho, para besarle el rostro y agradecer a dios por el azar que le ha permitido salvarla del desastre.

Siente que los pulmones se le revientan y el corazón se le sale del pecho cuando descubre que la niña que ha cargado no es la suya. En la prisa y el caos, ha confundido a su hija con una de sus compañeritas, que esa mañana llevaban disfraces semejantes al de su niña.

El horror que le invade ante tan mala suerte es pronto superado por la ternura que le invade desde el núcleo de su frágil humanidad, pues así como el ha perdido a su niña y a su esposa bajo el alud, así también, la niña –pequeño bultito indefenso a quien la providencia de sus brazos salvó de la muerte-- ha perdido a sus padres y a sus hermanos.

El hombre adopta a la niña, y sella en su corazón un juramento. Mientras él viva, a ella no le faltará amor, comprensión o recursos para devenir en todo lo que ella pueda y quiera ser; para encontrar el amor y cuando llegue el día, dar también vida. Pues –así lo ha decidido la montaña, así lo ha decidido el Señor de los Milagros— él es el padre de esa niña, si no por razones de sangre, si por obra de aquello que los hombres designan con la palabra espíritu.

Simetrías…

Hemos ya mencionado en algún sitio que de todos los países por los que hemos pasado en el viaje – Caribe, Centroamérica, Colombia y Perú—es este último el que nos parece que tiene un paralelismo más importante con México.

Varios rincones de Lima tienen sabores semejantes a los del distrito federal; el primer cuadro de varias ciudades es prácticamente idéntica; varias expresiones del lenguaje son compartidas; hay incluso algunos paralelismos culinarios…

Obviamente todo ello se explica en parte porque ambas tienen orígenes semejantes: sangre india de innumerables etnias, sobre las que prevaleció un imperio –Azteca e Inca— que sería conquistado por los españoles y su tradición católica.

Habrá sido que de ese paralelismo se desprenden una serie de coincidencias simétricas: Como aquella de la leyenda urbana que cuenta que la majestuosa catedral que engalana el zócalo de la Ciudad de México está ahí por error, pues su destino original era haber sido construida en la Ciudad de Lima. Cuentan que el error se debió a que algún funcionario novohispano tuvo a bien traspapelar los planos de ambas iglesias.



De la misma forma – nos cuenta el Chato Miguel— la gran estatua que se erige cerca del palacio municipal de Lima en honor al Pizarro, y que es una de las tres que existen en el mundo –una en Trujillo, España, donde nació, y otra en Búffalo, Estados Unidos—tiene dos pecados. El primero, es que resulta irónico que se honre a aquel que subyugó a todo un pueblo, aquel que mató a sus hombres y violó a sus mujeres. Acaso por ello en el 2003 a la estatua le fue impuesta la penitencia de ser retirada por el alcalde de la ciudad y reinstalada en el Parque de la Muralla.

El segundo pecado, nos cuenta, es que esa efigie no es la de Pizarro, sino en realidad es la de Hernán Cortés. Esto es posible verificarlo físicamente, asegura, por ciertos detalles de la indumentaria, pues la estatua tiene algunas insignias que revelan en el personaje cierta formación militar de carrera – como fue en el caso de Cortés – y que hubieran sido imposibles en Pizarro, que no fue otra cosa que un criador de cerdos en su juventud, y fue sólo su arrojo y el deseo de aventuras el que lo trajo a la América.

Los chismes de la historia parecen confirmar esta apreciación, y consignan 1929, la viuda del escultor, un tal MacDonald la ofreció al gobierno de Lima, una vez que el gobierno mexicano la rechazó, pues es de suponerse que los instintos nacionalistas del recién instaurado gobierno revolucionario, jamás tolerarían ensalzar la figura del conquistador.

Surrealismo…

Durante el viaje hemos empezado a verificar que por alguna razón, la vida de las estatuas está plagada de pequeños accidentes y desventuras…

Chato mismo nos cuenta otro detalle surrealista, ahora de la estatua de San Martín. Según nos dice, le fue solicitado al artista encargado que en el pedestal del monumento al generalísimo don José de San Martín esculpiera a una mujer representando a la libertad –semejante a aquella que se encuentra en la Bahía de Nueva York y que escupió Bartholdi— y que portara en sus manos una "llama votiva".

El artista no escuchó bien la indicación. O no la entendió. O la entendió como mejor pudo… y, en vez de la "llama votiva", una flama ígnea, una antorcha de fuego, esculpió una “llama nativa”, un pequeño camélido sobre la cabeza de la mujer que representa la libertad…



La anécdota me hace evocar una de México, que podría ser apócrifa: André Bretón, el padre del surrealismo, visita México. Mira con asombro el trabajo de los artesanos que tallan la madera con sutileza y perfección. Se acerca a uno de ellos, y le pregunta si sería posible que elaborara una silla con garigoles y detalles que siempre ha estado en su mente. El artesano asiente. Bretón entonces hace un pequeño esquema de la silla en un papel. La dibuja en perspectiva.

Cuando regresa un mes después a recoger su encargo descubre con sorpresa que el artesano ha “malinterpretado” el croquis; ha interpretado a la letra los ángulos de la perspectiva con la que dibujó el mueble, de tal forma que en esta silla disfuncional el asiento se encuentra inclinado, y unas patas son más largas que otras, tal como aparece en el dibujo. Bretón exclama entonces que México es en efecto un país surrealista…

Y aunque Monsivaes siempre tomara el calificativo como denigrante, por buenas razones, desde una perspectiva más ingenua, la frase bien aplica también para el Perú…

lunes, 24 de noviembre de 2008

Parpadeos alrededor de Perú

Anochecer en la costa limeña


Plena tarde en la costa limeña


Beso en el Parque del Amor


Nostalgia de otros tiempos cerca de Huari


Vereda pueblerina en Aquino


Catedral de Aquino


Don del desierto



Doña del desierto


Casitas en el desierto


Atorón en Chincha


Una mirada en Pampa Chacra

domingo, 23 de noviembre de 2008

Fiesta con la Tropa Cósmica

A mi papá y a los tíos Peón,
y su vocación por la fiesta,
con un vaso de Pisco en todo lo alto

En Wasi Wayqui (En casa de César)

Los primeros días en Lima los pasamos en un hostalito en el barrio de Miraflores. Pero pronto, César, nuestro amigo, insistió que era una tontería tirar el dinero, y que además, viviendo en el barrio pituco de la ciudad nunca conoceríamos al Perú verdadero. Así que había que ir a su casa, en el Callao, un barrio, que por estar cerca del puerto en donde se originó Lima, es posible tener un verdadero saborcito de este pueblo.



Llegamos a su casa el sábado por la noche, en la víspera de la fiesta que había organizado para celebrar su cumpleaños. Ya nos habían apartado un cuartito, en donde otros amigos suyos han pasado algún tiempo en sus respectivos recorridos por el Perú y Sur América.

“Ese cuarto tiene magia”, nos dijo. “Quien se aloja en él, inevitablemente vuelve a Lima.” También nos contó que incluso en ese cuarto una pareja de amigos españoles engendraron a su hijito. Y como para azuzarnos, bromeando comentó que en el transcurso de la semana nos llevaría al mercado del Callao a comer concha negra, un molusco que tiene fama de ser un afrodisiaco endiablado.

Esa noche nos recibió su mamá, que desde el primer momento se tomó muy a pecho la tarea de compensar el efecto que las penurias de la vida viajera suelen tener en el peso y silueta de los nómadas, e insistió en que todos los días comiéramos al menos doble ración de los platillos peruanos que cariñosamente nos preparó: papa a la huancaína, causa, ají de gallina, carne de res aderezada con algún ají de rocoto, sopa de ajo, postres hechos con un almíbar de harina de papa…



La tropa cósmica

A eso de las once de la noche empiezan a llegar los invitados. Muchos de ellos vienen de los distintos ámbitos de César. Amigos del trabajo (César trabaja para una firma de consultoría)… Amigos del mundo de los cuentos… Amigos de la universidad…

Pero sin duda, los más extravagantes de todos son los amigos de La Tropa Cósmica.


La Tropa Cósmica es un grupo heterogéneo y pintoresco, compuesto por personas de todos los orígenes, clases sociales, razas, orientaciones y profesiones, cuyo denominador común consiste en ser intensos aficionados a la música de Silvio Rodríguez.

El grupo que tiene presencia alrededor de todo el mundo, inició curiosamente con un grupo de cuatro personas dispersas por Latinoamérica – México, Cuba, Perú y Colombia – que se conectaron y empezaron a compartir su delirio por la trova en los albores del Internet. Cuando Silvio se enteró de su existencia, del improbable vínculo que habían establecido a través de lo que entonces parecía un etereo invento, una red mágica, Silvio comentó: “Ustedes son como una tropa cósmica…” Y de ahí se quedó el nombre.

Así es cómo, de manera inverosímil, Jennifer y yo terminamos cantando las coplas de aquel cubano de voz tipluda que tanto hemos amado, en compañía de una tropa de personas que de otra forma difícilmente se habrían encontrado -- una cajera de banco, dos ingenieros, una secretaria, una maestra de inglés, un músico profesional, dos intendentes que trabajan para una universidad, un par de policías, un piloto profesional de autos...


Historia de los tres hermanos

De entre todos los troperos, hay tres que constituyen el corazón de la fiesta, pues llevan la voz cantante, tocan la guitarra y acompañan con ritmos de cajón peruano. Tienen voz ronca y alegría inagotable. Son hermanos. Dos de ellos son policías de profesión.



Durante la fiesta platico con uno de ellos. En su trabajo de vigilante, le toca resguardar la entrada a una de las minas que se encuentra en alguna lejana y fría parte de la cordillera de los andes. Le ha tomado diez horas llegar a Lima namás para la fiesta. Y otras diez de vuelta, para estar puntualito el lunes por la madrugada en su caseta de vigilancia. “Pero por la fiesta y los amigos, bien vale la friega”, me dice.

Me cuenta la historia de cómo se hizo fan de Silvio hace más de treinta y cinco años. Su historia entra en la categoría de las historias que a mi papá le gusta que se cuenten al pie de la fogata en las fiestas familiares: historias de hermanos.

Los Atoche somos tres hermanos varones que en algún punto entre la infancia y la adolescencia, un tío, hermano de mi mamá, nos regaló un aparato de radio peculiar pues captaba cuatro bandas, en una de las cuales era posible sintonizar Radio Cuba.

Mi hermano mayor pronto se declaró dueño de la radio. Nunca la soltaba y decidía que es lo que se escucharía en el cuarto que compartíamos los tres hermanos.

Y él no escuchaba otra cosa más que Silvio Rodríguez. ¿Qué podíamos hacer nosotros? Teníamos que escucharlo a Silvio.

Es lo mismo que yo le conté a Silvio, cuando lo conocí: que tenía que escucharlo a él a punta de trompadas. Y él me contestó que menos mal que mí me había agradado, porque hay otros que por esa razón terminan odiándole. Y la verdad es que de pequeño yo también lo odiaba, pues no escuchábamos otra cosa.

Luego, crecimos, mi hermano se casó y se fue. Y ya hubo otra radio, y pude escuchar otras cosas. Sin embargo siempre quedó aquella música, ya la tenía grabada en la cabeza…

Y fue por esas épocas que mi hermano menor se inscribió en la tropa peruana. Entonces, por un lado y por otro, a dos fuegos, estaba yo frito. Por un lado, el menor me contaba interminablemente de las andanzas de la tropa, y por otro, el mayor, con los discos y los cassettes…

Y yo, ¿qué hice? Me compré un cancionero con las melodías de Silvio, aún cuando no tocaba guitarra… Y alguien me dijo que el librillo traía las notas para que yo las tocara. Entonces me metí a la iglesia. En la iglesia te enseñan porque tú tocas en la misa. Y ahí, en el coro, aprendí a tocar la guitarra. Y entonces, como ya sabía las notas, lo trasladé a la música de Silvio.

Y ahí le fui dando, le fui dando… No fue fácil, porque la guitarra que me compré, tenía cuerdas de metal, y los dedos me quedaban con unas tremendas ampollas, que me sangraban…

Pero yo tenía un objetivo… Yo quería complacer a mi hermano, porque él quería escuchar a Silvio en la guitarra. Y lo peor de todo es que era exigente… ¡quería que la toque igual que Silvio! ¡Ni siquiera un poquito… algo, por lo menos, no! ¡Él quería que si Silvio hacía un pulseo, yo también lo hiciera…!

Y ha sido un largo proceso… Bueno, no toco como Silvio, pero da para cantar, para juntar a la tropa, y ustedes ya lo han visto, ¿no? Nos divertimos…

Y también cuando nos encontramos con Silvio, él me dijo que nosotros éramos como la historia de su canción de Los tres hermanos…

Pero al revés, le dije yo, porque nosotros –a diferencia de los de tu canción que caminan separados— vamos a todos lados juntos.”


La endina

No pasó demasiado tiempo en la fiesta antes de que el amigo Wayqui encabezara al grupo en sus coros para que el mexicano cantara algo…

En un relámpago mi mente hace un registro del escaso repertorio de lo que podría cantar. Evoco las canciones que guardo en un rincón nostálgico de mi corazón, y que la familia de mi papá suele cantar en las fiestas del Timbirimbo, lugar mágico en donde se reúne periódicamente el clan, y donde se realizan las fiestas famliares– “El tiempo” que el tío Luis Antonio canta como los ángeles, la habanera de “La bella Lola”, mi favorita, que canta el Tío Álvaro, “Las golondrinas yucatecas” que mi abuelo cantaba en ocasiones especiales, y mi papá solía acompañar con tonos melancólicos.

Sin embargo termino por decidirme por una canción que viene de otro universo de mi corazón: La Endina. Una canción que incluso, últimamente, he cantado en algún espectáculo de cuentos aquí en Perú. La canción se la escuché por primera vez a Don Nachito, un singular personaje urbano de la ciudad de México, que solía cerrar con canciones tradicionales mexicanas las noches de cuentos en el Tapanco de Enanos –el cafecito de la colonia Roma en donde los martes por la noche empecé a escuchar cuentos hace más de dieciséis año.

Justo fuimos Jennifer y yo a escuchar cuentos un domingo a la Plaza Santa Catarina, en Coyoacán dos semanas antes de salir del viaje. Don Nacho cantó La Endina al final de la función. En realidad, La medio cantó, pues por momentos la voz se le hacía un hilito. Un hilito también se le hizo la memoria. Olvidó varias estrofas. A los que estábamos ahí presentes se nos hizo un nudo en la garganta. Pues la vejez viene a veces acompañada de una estela de olvido. Y cuando eso ocurre, está claro que la persona está empezando a morir un poco, pues ¿qué somos nosotros sino el frágil núcleo de recuerdos que se nos anida en algún sitio entre la cabeza y el corazón?

Canto la endina esa noche como homenaje a Don Nacho, pues acaso es cierto también que no estamos muertos del todo cuando alguien nos recuerda…



Me dijo la muy endina, que conmigo se casaba…
Pero tenía que cargar, con su papa y con su mama…
Vámonos pues, le dije, no me hagas repelar,
Cargaremos con tu papa y con tu mama… ¡pero ya vámonos a casar!

Entonces dijo la endina, que hasta nos daríamos vuelo…
Pero tenía que cargar, con su abuela y con su abuelo…
Vámonos pues, le dije, no me hagas repelar,
Cargaremos con tu papa y con tu mama, con tu abuela y con tu abuelo… ¡pero ya vámonos a casar!

Entonces dijo la endina, que me daría sus ojitos…
Pero tenía que cargar, con su primor de cuatitos…
Vámonos pues, le dije, no me hagas repelar,
Cargaremos con tu papa y con tu mama, con tu abuela y con tu abuelo, con tu primor de cuatitos… ¡pero ya vámonos a casar!

Entonces dijo la endina, que me daría mil besitos…
Pero tenía que cargar, con Calixto El Nopalito…
Vámonos pues, le dije, no me hagas repelar,
Cargaremos con tu papa y con tu mama, con tu abuela y con tu abuelo, con tu primor de cuatitos, con Calixto El Nopalito… ¡pero ya vámonos a casar!

Reflexionando le dije, ¿quién es ese Nopalito?
Y me contestó la endina, “El papa de los cuatitos”
¡Hija de la guayaba, qué soba me iba a dar!
Qué se quede con su papa y con tu mama, con tu abuela y con tu abuelo, con tu primor de cuatitos, con Calixto El Nopalito, y toda su parentela… ¡yo ya no me quiero casar!


Baile con Pisco

El Pisco, bebida nacional de Perú, corre toda la noche.

No falta quien nos cuente la disputa que corre entre los chilenos y los peruanos por la titularidad del Pisco, pues ambos pueblos se señalan a sí mismos como los inventores del licor.

Como es previsible, los peruanos nos hacen saber que lo de Chile es una impostura, pues está bien documentado que el pueblo chileno de Pisco, que ellos señalan como la cuna de la bebida, fue bautizado de esa manera de forma posterior a la controversia, y no hay una tradición real…

Y para que la nostalgia no nos invada, César saca de algún closet recóndito, un tequila que tenía reservado desde su viaje a México, para un momento como este.

Los invitados bailan. Hace rato la música de Silvio dio paso a alegres tonos andinos.

La gente da vueltas. Ríe. Más de uno tropieza.


Entre brindis vuelan las confidencias. Se reitera la amistad perpetua. Se celebra la coincidencia de estar juntos.

Los amigos se abrazan, las parejas bailan, los amantes se besan…



Se brinda por César, por que tenga una vida llena de logros y alegrías.

Se celebra en últimas, que estamos todos alegres y vivos…

Y con esa imagen Jennifer y yo nos vamos a dormir, en el cuartito al fondo de la casa, en el que desde luego, nos llevará un rato conciliar el sueño pues la música de la fiesta retumba…

Fin de fiesta

La fiesta termina de madrugada, cuando el mayor de los Atoche escucha en la frecuencia de la policía que ha habido un accidente automovilístico en una de las vías de alta velocidad de Lima.

Ha muerto el muchacho que venía al volante. El mayor de los Atoche confirma que el nombre corresponde a uno de los invitados a la fiesta. Uno de los troperos –el piloto profesional de automóviles— que apenas hacía una hora había estado sentado bailando y festejando, y se despidió para dejar a la novia en su casa.

El muchacho iba sobrio, pero al parecer, a exceso de velocidad. Tomó tarde una bifurcación en el camino y se dio de frente contra un bache de concreto. El auto dio una vuelta de campana y murió aplastado cuando el techo se hundió al tocar el concreto.

La novia, a pesar del impacto, sobrevivió. Le aguardan años enteros en los que le acompañará el vértigo de haber estado patas para arriba atascada en el coche junto al cuerpo de su amado.

Al enterarse de la noticia, César y sus amigos deciden ir al lugar del accidente para ayudar con los trámites y facilitar la recuperación del cuerpo, pues la familia del muchacho vive en alguna provincia del Perú, de donde él es originario. Y en Lima, son ellos –la Tropa Cósmica— la única familia que tiene.

Salen de la casa. Con una sombra sobre la cabeza y un dolor atravesado en las entrañas.

En el asiento de atrás de la patrulla de los Atoche los acompaña el fantasma de Silvio. El fantasma va cantando bajito. Con una voz de susurro. Aguda, lastimera voz en la que confluyen todas las nostalgias del universo:

Si me dijeran pide un deseo,
preferiría un rabo de nube,
un torbellino en el suelo
y una gran ira que sube.
Un barredor de tristezas,
un aguacero en venganza
que cuando escampe parezca
nuestra esperanza.
Si me dijeran pide un deseo,
preferiría un rabo de nube,
que se llevara lo feo
y nos dejara el querube.
Un barredor de tristezas,
un aguacero en venganza
que cuando escampe parezca
nuestra esperanza.