viernes, 25 de abril de 2008

En torno a la despedida II

Quedan poco menos de tres semanas antes de partir al viaje. Menos de dos días de trabajo... Despedidas de clientes, de compañeros, de amigos...

¿Qué decir?

Toda la semana reiteradamente han venido a mi mente dos sensaciones:

- La sensación que experimentaba de niño al regresar de vacaciones, cuando en familia nos despedíamos del nuevo sitio que habíamos conocido, y sentíamos la nostalgia de ignorar si algún día regresaríamos juntos a ese lugar. Hay mares, playas, ciudades, personas, canciones, charlas, que quedaron fijadas a ese registro melancólico en mi memoria, conforme tomábamos el camino de vuelta a casa en el coche familiar.

- Una sensación que experimenté de jóven durante el periodo en que participé en Colonias de Vacaciones IAP: Campamentos para niños de escasos recursos, de los barrios marginales de la Ciudad de México, en donde por siete días, en la finca de Santa Teresa Tenancingo, aportábamos algo a su desarrollo, jugando, cantando, haciendo trabajos manuales, viviendo la naturaleza. Esa época es también un referente melancólico, pues nuestro compromiso con los chicos estaba acotado en una semana de trabajo, y la despedida -- la asimilación de la despedida, como le decíamos -- implicaba toda una disciplina.

De aquella época, de una animadora que conocí despúes cuando ella encabezaba un área de Amnistía Internacional en México, traigo a colación esta historia:

La longitud de la esperanza
Arturo Ignacio Peón Barriga

Más triste aún que el momento de la despedida, le parecía a Lola, la noche anterior: la intuición del horizonte sepia, y de aire, apenas un hilo.

No fue distinto el verano del 73, cantando alrededor de la fogata con los niños, en la víspera de su partida:

¿Por qué perder las esperanzas de volverse a ver?
¿Por qué perder las esperanzas de volverse a ver?
No es más que un hasta luego,
No es más que un breve adiós,
Muy pronto junto al fuego,
Nos reunirá el señor.


Así se fueron de vuelta al Barrio de la Estrella después de una semana en el campo con los güeros. Lola pensó: “¿qué se puede hacer con la verdad de que todo el mundo esté un poco triste y solo?”

Quizá por eso Lola dejó de ir a los campamentos. Era, en efecto, muy corto el amor para tan largo olvido; demasiada realidad para una pizca, apenas, de fantasía.

Queriendo vencer esa ausencia, Dolores encontró su vocación: se volvió palabra para los sinvoz; ¡Ya basta! para los oprimidos; para los llenos de amargura, amnistía; para los sinalas, camino.

Una reunión de zapatistas llevó a Dolores, veintiséis años después, de vuelta al Barrio de la Estrella. Quiso el azar que llegara temprano y que tuviera tiempo para curiosear entre los puestos montados fuera del mercado. En eso estaba, cuando súbito una mujer cruza la calle y se dirige justo hacia donde ella se encuentra. “¡Lola, Lola!” grita la mujer. Dolores, levanta la vista. Nada familiar encuentra en el rostro iluminado de quien la llama. “¡Lola, Lola!” repite emocionada la mujer. Dolores espera desconcertada. “¿Te acuerdas de mí?”, pregunta la mujer tomándola del brazo. Dolores sonríe, hace un esfuerzo, pero no la reconoce. “¡Recuerda!”, dice, “Hace años. Yo era niña.”. Silencio. Canta: “¿Por qué perder las esperanzas de volverse a ver?”

miércoles, 16 de abril de 2008

Mirada hacia adentro I -- El reconocimiento

Escribe mi jefe, un correo a toda la oficina explicando los movimientos de talento que han ocurrido a últimas fechas en la firma. Después de una introducción en que habla de lo difícil que es despedirse, da una perspectiva sobre cómo al final es inevitable aceptar que vamos y venimos, y cada quien tiene su destino. Se refiere después en particular a cada caso:

"Arturo nos avisó desde el año pasado que a partir del Mayo de 2008 hasta Septiembre de 2009, interrumpirá su vida laboral para dedicarse a viajar por Centro y Sudamérica; escribir un libro; presentar en distintas ciudades su espectáculo de cuentos y realizar un proyecto fotográfico. Quiénes lo conocemos, sabemos de estas otras facetas de la vida en la que él está interesado.

La evidencia de la capacidad de Arturo queda clara en la velocidad como se desarrolló dentro de la firma hasta el punto de asumir el liderazgo de la práctica de Liderazgo y Talento. Nos deja huella su creatividad y capacidad para conceptualizar y crear nuevos enfoques. Hechos que trascendieron a clientes y en otras oficinas de la firma. Su empuje y profesionalismo fueron determinantes para conseguir, desarrollar y, en algunos casos, recuperar a clientes importantes como Pemex, Cemex, Banxico, Novartis, Henkel y Molinos Modernos entre otros, sin olvidar tampoco su contribución en los Magnos Eventos."

Confieso que el correo me afectó. Las dos veces que lo leí en voz alta se me quebró la voz y tuve que parar la lectura.

Tanto afecto concentrado genera curiosidad. Obviamente todos necesitamos reconocimiento. Pero hay algo más... ¿Qué es lo que se mueve con tanta fuerza?

Aventuro la mirada hacia adentro:

Acaso primero está lo objetivo, lo actual. Desde que le avisé a mi jefe que saldría, con un año de anticipación --aposté por dar tiempo para preparar a la organización y minimizar el impacto de la salida, dar tiempo para lidiar con el duelo y mantener abiertas las puertas al regreso-- nuestro diálogo no ha sido fácil. Ha transcurrido en buena medida entre enojo y silencio. Las actitudes y consecuencias que han acompañado ese tono emocional han puesto a prueba la consistencia de mi dicho y mis intenciones.

Al márgen de que íntimamente continúa enojado y que el comunicado tiene un carácter político -- sería poco inteligente no tratar bien públicamente a quien ha contribuido a la firma --, el que se exprese generosamente es una consecusión no menor. Sus palabras son como el signo de llegada a una meta -- un estándar ético y de responsabilidad autoimpuesto -- que no ha sido fácil alcanzar...

Pero sin duda el evento toca algo que tiene profundidad en mi historia. Me remite a los seis años de edad:

Por un arbitrio de mi mente infantil elegí el futbol de una terna en la que figuraban el karate y la natación. Entré a la Liga de Mascotas, a un equipo que se llamaba Los Osos. Al términar el primer partido, en el que difícilmente habré tocado la bola, pregunté a papá ¿dónde está mi medalla?... Todos teníamos mucho que aprender en ese primer año. Yo, a patear la pelota... Mamá, se hizo la vocal del equipo, encargada de las naranjas al medio tiempo y de cargar un banderín, labor que fue premiada al final de la temporada cuando Miguel Marín le entregó personalmente el trofeo del equipo. Papá... Papá se volvió legendario con sus matracas...

Llegamos a la final contra ´Las Jirafas´ del Vermont. Desde temprano recuerdo que papá me dió un sorbito de su café negro, para que estuviera yo como gallito durante el partido. Tengo la memoria de su mano, de su voz y sus consejos mientras caminamos el empedrado en el Seminario Mayor de Moneda rumbo a la cancha. Papá había mandado a hacer una matraca con el carpintero que estaba a la vuelta de la casa, en Luz Aviñón. Se había agenciado una bacinica de metal que usaría como tambora, con el atributo adicional (según me confió en voz baja) de convocar la risa de los niños contrarios, para que yo metiera un gol mientras ellos estaban distraídos.

Transcurrió la final y nos mantuvimos empatados hasta los penalties. Nuestro portero, Juan Carlos, saufrió un ataque de pánico tan intenso que literalmente se cagó a medio partido. Con el gallito alebrestado -- sin que en mi vida hubiera jugado de portero -- me propuse para cubrir la valla.

Paré tres de los cuatro penales que me lanzaron. Metí el último de nuestro equipo. En medio de cada uno, mi papá, de forma inversosímil, interrumpió el juego, me cargó en hombros y dió una escandalosa vuelta semiolímpica, corriendo alrededor de la cancha.

Tres veces, bajo la mirada inmóvil (y supongo que molesta) del resto de los papás, tuvo el árbitro que esperar para reanudar el partido.

Fuimos campeones. Fuí el héroe.

Esta anécdota tiene muchas aristas en mi vida. Una de ellas es que acaso desde entonces, el acto, el juego en sí, quedó equiparado en su importancia, al reconocimiento. El reconocimiento, que debiera ser el postre, adquirió carácter de plato principal.

Pero también hay una trama más profunda que no es evidente a primera vista. En aquella linda liga de mascotas, los padres de todos los niños, durante los juegos de futbol, en su rol de porristas sabatinos, actuaban la intensidad y la energía de sus propios dramas personales: arengaban al equipo de los hijos, insultaban contrarios, amenazaban árbitros, sufrían infartos con los goles en contra. Recuerdo por ejemplo a A., el papá de un amigo que me parecía inmenso, que solía lanzarse a toda velocidad encima del árbitro y corretearlo cuando sus decisiones eran imprecisas.

En aquella mímica apasionada de los papás habia también una tremenda dosis de narcisismo -- Los éxitos y los fracasos del hijo son los del padre -- el orgullo y la verguenza se suscitan como si no hubiera separación entre uno y otro. En esa línea recuerdo al papá de R., un general del ejército, gritarle a su hijo desde la banda, desaforado, que esa noche lo cocería a cintarazos por sus fallas en el campo. R. era torpe y descoordinado como un potrillo recien nacido.

Papá mismo me contó que él al principio encontraba difícil de contener los golpes de adrenalina que sentía en la tripa cada vez que yo abanicaba la pelota. Me contó que cuando se dió cuenta, mejor optó por tomar distancia, guardar silencio y contenerse. Concentrarse sólo en señalar cuando yo tenía un acierto. Sólo reforzamiento positivo. Y luego, canalizar la fiebre, el calor, a través de la matraca, del ruido. Y vaya que las matracas eran grandes...

Ciertamente uno puede constatar el efecto pigmalión, el modelaje, que en mi caso configuró una vocación por la excelencia, por la excepcionalidad, por el heroismo. Pero en el reverso de toda historia de reconocimiento hay también siempre un enojo posible, una molestia; la potencial decepción, la frustración de expectativas. La transformación en su contrario contiene una amenaza implícita...

Sin duda que este es uno de los dramas connaturales a la paternidad, al desarrollo... Y en cada caso, la solución educativa del reconocimiento trae sus beneficios, y sus costos consigo... En este momento de autoconciencia, en que puedo contarme estas historias, es posible discriminar: por un lado puedo hacerme cargo de los costos que las elecciones educativas de mis padres tuvieron en mi vida -- todos los días trabajo contra la pequeña tiranía que es el heroismo; he encontrado también varios caminos para que el acto, el juego, el trabajo en sí, vuelva a ser el plato principal, con sus disfrutes y sus delicias. Puedo, por otro lado, agradecer por los beneficios que me aportaron --y que me acompañan siempre-- entre otros, una fortaleza, una capacidad de persistir, de responder... Poder pararme frente a los penalties, y no tener miedo de ganar el partido...

Y aquí vuelvo al inicio del texto... En una dimensión, esta historia explica también un perfil de mi sensibilidad, pues en el fondo mi relación con mi jefe está cruzada por un gran afecto. Me duele que le cueste trasponer la distancia, superar el paradigma que le hace sentir que he defraudado sus expectativas y persista la molestia. Por que al final, yo también, humanamente, esperaba que él pudiera tomar con madurez y con amplitud de miras el significado que el viaje tiene para mí. Y apoyarme, impulsarme...

Aceptar que no será así, y dejar que la cosa sea como es, me ha costado un trabajo bárbaro (como supongo que a él, desde su lado de la historia, también)... Pero al final, he aquí un pedacito de cura analítica. El plato principal es la vida misma. Y si logramos liberarnos de ambas caras del reconocimiento -- el cielo y el infierno -- encontramos una nueva vitalidad, que puede ser vivida con la libertad que traen las elecciones personales.

Y mis elecciones me han traído aquí, a esta cita con un banquete lleno de platos que se antojan deliciosos: los lugares misteriosos, los descubrimientos, las caminatas y las charlas, los nuevos amigos, la alegría de Jennifer, los cuentos, las mil palabras que se desplegarán en la textura de las hojas de los cuadernos de viajero...

En torno a la despedida I

La inminencia del viaje suscita divergencias sobre el tema de la despedida:


  • Nuestro destino es dejar atrás las cosas. Para crecer hemos de aprender a soltar, a dejar atrás estos parajes para descubrir nuevos horizontes.
  • Apenas llegamos al mundo estamos lléndonos. Por más que nos aferremos a las cosas habremos de seguir nuestro camino.
  • Desde que nacemos estamos empezando a separarnos, de nuestros padres, de nuestros hermanos, de nuestros amigos, de nuestros socios, de nuestra pareja. La vida entera es un ensayo para la despedida final.
  • La constatación de que todo es efímero es terrible. Nada ni nadie se conserva para siempre. Aunque caminemos juntos un rato el camino, al final estamos solos.
  • La pura idea de la separación hace que algo se nos agolpe en la garganta, que el corazón se encoja. Nos sentimos tan impotentes frente a los límites.
  • Estamos tan necesitados del otro; tan necesitados de amor, de seguiridad, de cuidado, de continuidad. ¡Tenemos tánto miedo al abandono!
  • Tan titánica es la tarea de la despedida, que a veces es más fácil agredir, pelearse, que despedirse. Es una forma menos dolorosa de poner distancia. En una transacción instantenea, al convertir al otro en un villano, en un diablo, negamos la importancia que el otro tuvo para nosotros, para nuestra vida.
  • Sin embargo, tendríamos que tenerle menos miedo a soledad, pues a fin de cuentas todos los días, antes de dormir, volvemos a ella. Regresamos al cuerpo que nos contiene. Volvemos la mirada hacia adentro, a la penumbra roja que ilumina tras los párpados. A escuchar esa otra voz que habla adentro.

  • Recuerdo la primera práctica que tuvimos en la carrera: "Desarrollo psicoafectivo infantil". Trabajamos con niños de Santa Fé, una población en conflicto -- altos índices de migración a los Estados Unidos, mamás solteras que tienen que trabajar, niveles generalizados de alcoholismo, niños semiabandonados que juegan en el patio de la selva de asfalto. Nosotros no sabíamos casi hacer nada todavía, y por lo tanto la práctica tendría dos ejes relativamente sencillos: el primero era básicamente jugar y reflexionar, estar observante de lo que pasaba con los niños y con uno, lo que eso suscitaba internamente. El segundo eje, el más importante, giró alrededor del tema de la despedida, de la elaboración del duelo, de aportar a la restitución de la confianza básica asociada a la constancia en una relación; al final, nuestra presencia ayudaría a que los niños internalizaran un mensaje: no es lo mismo abandonar y despedirse. Para ello, cada sesión avisábamos, casi obsesivamente, cuántas clases nos separaban de la despedida: Quedan 24 sesiones... quedan 10 sesiones... Quedan tres sesiones... Queda una sesión. Y luego, simplemente estar ahí. Tolerar los sentimientos que eso sucitaba en los niños. La negación, el enojo, la tristeza.
  • En la práctica, al final, todos sufríamos una especie de compulsión por dejar a nuestros pacientes un regalo, o bien a permitir que ellos lo hicieran. El supervisor --Ariel Saltiel-- estableció un encuadre en donde eso estaba prohibido, pues de lo contrario podría impedirnos ver lo escencial, el universo emocional que se despierta. Pero además nos ayudó a entender cómo ese reaseguramiento es innecesario, pues lo importante ha ocurrido más allá de los objetos tangibles: nos hemos internalizado. Nos llevamos ya el uno dentro del otro. Nuestro encuentro nos ha transformado, nos ha enriquecido.
  • Ahora, la voz que nos habla dentro tiene un poco de la voz del otro. Si sabemos escuchar, nos daremos cuenta de que, al final, nunca estamos solos...

domingo, 6 de abril de 2008

Perseguir los sueños II

La tenacidad de los sueños

Cuando faltan menos de dos meses para arrancar el viaje, cada vez más conscientes de lo que dejaremos atrás al partir, empezando a experimentar la nostalgia que las despedidas traerán consigo, seguimos caminando juntos, paso a paso, con la tenacidad de los sueños...