miércoles, 28 de mayo de 2008

El muchacho de Aguas Blancas, Constanza, Republica Dominicana

Mientras Jennifer me espera fuera del supermercado, la aborda un muchacho de alrededor de 17 años. Le explica que necesita pagar una vacuna antitétánica y le pide dinero. Jennifer no cree el cuento, desconfía, y lo aleja.

Salgo de la tienda y empezamos a caminar. Entonces se vuelve a aparecer el mismo muchacho, un mulato fuerte que anda en huaraches y trae una camiseta blanca con el lema de una organización, que en español criollo de vocales atropelladas me explica lo mismo que a Jennifer. Me dice que no quiere dinero. Que quiere la vacuna. Por la contigüidad del evento durante la preparación del viaje, viene automáticamente a mi mente el hecho de el acceso a nuestras vacunas fue relativamente simple: bastó con hacer espacio en la agenda para acudir al hospital. Mientras lo escucho, pienso que debe ser jodido necesitar una y no poderla tener.

Siento el impulso de ayudarlo, pero la mirada de Jennifer me invita a ser cauto: aún tenemos poco en la isla y no sabemos interpretar los signos y las formas de esta cultura. Me dice que el muchacho la abordó a ella hace un momento y que se negó. Me habla con énfasis, como si me quisiera hacer recordar que en cada cruce de la Ciudad de México hay un mendigo con un cuento semejante que trata de transar al primer tonto que se deja.

Su reserva me hace recordar las palabras de Raquel –mi analista—en nuestra última sesión antes de partir: “A diferencia de algunas de las personas que te son cercanas, no siento zozobra alguna por tu viaje. Sé que tienes experiencia y encuentras la forma de manejar las cosas, de hacer que caminen a tu favor, y generalmente en beneficio de todos. Si algo me preocupa, sin embargo, es tu tendencia a idealizar. Es difícil encontrar en ti el rastro de la malicia. Es como si pensaras que la gente es buena y la maldad fuera sólo un accidente, una circunstancia que deriva de la frustración. Pero las intenciones agresivas existen. La enfermedad mental existe. En todo caso, confío en que llegado el momento sabrás subsanar tu carácter ingénuo con el conocimiento que tienes de estas otras fuerzas, de estas otras intenciones. Sabrás cuidarte.”

Disuado entonces al muchacho. Le digo que lo siento, pero necesita continuar buscando. Nos alejamos. Continuamos nuestro camino rumbo al hotel.

Apenas hemos avanzado cien metros, nos alcanza.

-- “Usté no entiende, señó. Yo no quielo dinero. Es lantitetánica (pronuncia de corrido). Es para mi que está en el hospital. La vende la falmacia pero es más bará en la botica. La seño de la botica, ya le dí la plata. Dos de cien y tré monedas (hace los ojos hacia atrás como contando). Y me dijo que no jalcanza. Me lo puso en un papelito (me enseña una nota que dice $151). Usté me lo da y ya está. Si quiere vamos a la botica.”

El sol del atardecer le cae justo en los ojos cafés. Tiene la mirada clara de quienes dicen la verdad…; o de quienes no sienten culpa de mentir, pues están habituados a hacerlo…

Dudo. Volteo a ver a Jennifer. Se encoge de hombros. Me inclino por creer que hay algo genuino en su determinación, en su gesto de tocarse la cabeza, en el aire de merolico con el que vierte la historia. Pienso además que, después de dos negativas, un estafador auténtico ya habría desistido, pues el truco no sale si requiere demasiado esfuerzo.

Le digo al muchacho que vayamos a la botica, que lo sigo.

Se echa a andar. Va diez metros delante de nosotros… Por inverosímil que parezca, esta dinámica de andar la vereda trae a mi mente el recuerdo de la Caperucita Roja. Voltea de vez en cuando, como para que no nos arrepintamos. Pienso que cualquier lobo feroz sabe que el banquete se disfruta tres veces – cuando se lo prepara, cuando se lo come y cuando se acuerda…

Llegamos a la botica. Está cerrada. La cortina de acero está abajo. El muchacho la mira con incredulidad. Se rasca la cabeza.

-- Señala lo obvio -- “Está cerrá”.

-- “Ni hablar”, le digo.

-- “Espela, -- me detiene antes de que me eche a andar -- yo sé vive la señó”.

-- “Tienes tres minutos” – contesto.

Sale corriendo.

La espera hace que arriben a mi cabeza imágenes sombrías: un par de vándalos. Una navaja en mi cuello. Una bodega oscura. “Nuestro viaje entero malogrado por un pinche instinto altruista… voy a creer, Arturo, eres un imprudente, un pendejo…”. Desde ahí nace el que los tres minutos se pasen rápido para que tengamos un pretexto para marcharnos de una vez por todas antes de que él regrese.

Otra parte de mí quiere que todo sea verdad. Que doble la esquina acompañado de la boticaria. Que paguemos la vacuna e inyecte a su mamá. Esa parte quiere que el tiempo sea elástico. Alargo los segundos mientras los cuento en mi cabeza.

De pronto, regresa por el lado contrario del que se fue. Esto no ayuda para generar certidumbre y bajar la ansiedad. Viene sólo.

- “¿Qué pasó? – le pregunto.

- “La mujé está ya en su casa y dice que hasta mañá. Pelo hay un hombre que puede lleveale el dinero y traieme la vacú…”

- “Nada, sin boticaria no hay dinero” – le digo.

Silencio.

– “Si quieres vamos al hospital y hablamos con el doctor” – le digo.

- “Es que yo lo que no quielo es bajá al hospitá. Es lejos"… -- responde.

Silencio.

- “Pelo vamo, pué…” – dice finalmente.

Arrancamos.

Ahora estoy claro de que tantas vueltas son signo de que está en crisis. Su cabeza no funciona bien. Toda su energía está concentrada en resolver el siguiente paso y deja de pensar más allá. Con esta certeza, podría ya simplemente darle el dinero y dejar que se arregle con su suerte, pero después de tantas vueltas, sería incongruente no llegar hasta el final y hacer la verificación.

Me le emparejo -- “¿Qué le pasó a tu mamá?”

- “Se coltó con una asada (pronuncia jasada) mientras trabajá la tierra”.

Se señala el antebrazo.

Llegamos finalmente al hospital, una especie de clínica rural. Lo sigo mientras camina por un pasillo hasta un cuartito donde vio por última vez al doctor. Toca. Esperamos pero nadie abre. Me asegura que ahí estaba. En su cara leo un signo de desesperación, pues se le han negado todas las pruebas que confirman su historia, y en mi cara se asoma aún un pequeño resquicio de duda de que el asunto sea verdad.

Me toma de la mano para que lo siga.

Me lleva a un cuarto grande, como un galerón de orfanato. Está lleno de mujeres en camas y personas alrededor. Hay poca luz y el aire está pesado. Se mezcla el olor a humanidad y el olor a medicina. Cruzamos el cuarto. Se hace un silencio. Soy el único blanco en el cuarto. Además, no traigo puesta una bata.

Me lleva hasta el pie de la cama de una señora. La señora está dormitando. Abre los ojos cuando siente nuestra presencia. El muchacho le hace una seña. Ella se descubre y me muestra ambos brazos. Una herida fresca de un lado y una línea de suero del otro.

Asiento con la cabeza. Me despido. Le digo que tiene un buen hijo. Un hijo que la quiere mucho.

Salimos al pasillo. Le doy el dinero. Le deseo suerte.

Me siento un poco avergonzado de haber llegado hasta aquí. Necesito respirar aire fresco.

Jennifer me espera afuera. Está cansada.

No van ni cien metros de caminata en silencio, cuando vuelve a aparecer el muchacho.

Quiere más dinero. No podrá recuperar el que le dio a la boticaria sino hasta el dia siguiente y quiere llevarse a su mamá de vuelta al pueblo esa misma tarde. – “Ya no quielo que esté en el hospital. Usté vió la jaguja que tié en la vena”.

Para estas alturas estoy entrampado: Yo sé, que él sabe, que yo le daré los quinientos pesos que necesita. Ha emergido sutilmente, la trama de manipulación: si ya ví, y ya ayudé una vez, se asume que la nueva ayuda debe ser otorgada. Pues por definición yo tengo, y porque tengo, estoy en deuda. Y si no doy, eso me convierte en un hijo de puta…

Ya desde ese momento empiezo a destilar los corolarios de una lección que hace tiempo conocía, pero que en este caso elegí ignorar: la ayuda que asegura la subsistencia en el corto plazo mutila la capacidad del ayudado para resolver el largo plazo, haciéndolo cada vez más dependiente del benefactor. Al mismo tiempo, junto a la gratitud que nace por la “leche” que alimenta, el beneficiario experimenta envidia hacia la capacidad omnipotente de la "teta” que provee.

Nos despedimos.

El se va contento, con su billete que vale por una antitetánica, suero y motoconcho.

Nosotros, con una bendición en lengua criolla, y con la conciencia de la dificultad de ser extranjero en este continente pues inevitablemente, en algún momento, la historia de asimetrías impulsará nuevamente a alguien a creer que algún sitio de nuestro back pack se esconde la piedra filosofal o el dorado -- amuletos mágicos, paraísos definitivos -- por los que más de un hombre ha fatigado infructuosamente las jornadas de su vida...

Constanza, Republica Dominicana

Santo Domingo pronto nos cansa. La dedicación de Jennifer para comerse la guía de viajes nos conduce a Constanza, un pueblecito alejado del turismo en un valle alto en el centro de la isla.


Llegamos primero a Jarabacoa en un autobús de línea. El siguiente trayecto lo hacemos en una gua gua – una pickup estaquitas – que no levanta arriba de los 50 kilómetros por hora en un camino deteriorado y con segmentos de terracería. Vamos ocho personas y un bebé apretujados dentro de la cabina. En la canasta viajan al menos cinco más junto con nuestras mochilas. Jennifer hace meditación para lidiar con la claustrofobia. A mi las vistas y el olor a pino me ponen alegre.

Constanza es un valle verde rodeado de montañas boscosas. El aire es templado y transparente. Está lleno de campos arados. La ciudad vive de la agricultura.


Llegamos a Altocerro, un hotelito con cabañas. Cada cabaña tiene un balcón con vista al valle, chimenea y cocineta con un refrigerador.

Por la noche platicamos sobre cómo cada uno visualiza que conoceremos gente. Llegamos a la conclusión de que no debemos forzar la entrada. Los encuentros ocurren con naturalidad azarosa.



Al dia siguiente, mientras buscamos alguien que nos auxilie para conectarnos a la red inalámbrica, inesperadamente conocemos a Noboru Hojo. La pantalla de su laptop es dos veces más grande que la nuestra y exhibe grafos ilegibles.


Noboru es un profesor nipón que después de años de enseñar Business en Tokio, ha ingresado en un programa de voluntarios que el gobierno japonés financia para ayudar a promover el turismo en Dominicana. Lleva ya cuatro meses de los dos años que pasará en Constanza. En pleno rol de promotor turístico, no pierde tiempo para hablar con cariño de este terruño, mientras nos muestra las fotos que ha tomado de la ciudad y sus alrededores. Más tarde comentaremos Jennifer y yo cómo las cosas se vuelven lindas cuando son vistas a través de los ojos de quien las ve lindas.

El relato de Noboru es animado – se conoce que hace meses no tiene oportunidad de charlar con alguien, pues el inglés de los locales es pobre, y su español, incipiente. Nos cuenta las cosas que le han llamado la atención de República Dominicana: la cantidad de agua que la gente gasta en limpiar – todos riegan la banqueta y la fachada de sus casas con singular alegría; los tonos de colores chillones y brillantes que los dominicanos eligen para sus casas; el que haya montes verdes sin árboles, pues en Japón toda la orografía está cubierta de pequeñas agujas.

Noboru nos cuenta la historia de Constanza: En 1952 los gobiernos japonés y dominicano suscribieron un acuerdo de cooperación. El gobierno japonés invitó a 200 familias de campesinos japoneses a emigrar a este valle. La propaganda lo presenta como una pequeña maravilla secreta enclavada en el Caribe. Cuando los inmigrantes arriban, descubren que la zona dista del paraíso prometido -- la tierra es dura para arar y terca para producir. Defraudados, reclaman al gobierno japonés. La burocracia se desentiende. Algunos deciden regresar a Japón, otros van hacia el sur y se establecen en Brasil. Poco más de la mitad deciden quedarse y trabajar la tierra.



Logran arrancar al valle las primeras cosechas, sólo para descubrir que en Dominicana no se comen vegetales. Aquí la gente come puerco, pollo, res y lo acompaña con frijol, arroz, plátano verde y yuca. Se proponen entonces educar a la gente a comer vegetales, con la dificultad adicional de que no hablan español. Los dominicanos miran con extrañeza a estos raros campesinos de ojos rasgados que les proponen ingerir hierbas con sal. Sin embargo la curiosidad es mayor. Poco a poco, demostración tras demostración, los orientales consiguen crear en la gente un gusto por la lechuga, la espinaca, el pepino, la zanahoria.

A la vuelta de los años todas esas familias pioneras han prosperado. Forman una colonia de casas grandes cuyo éxito es medido en el pueblo por la presencia de sus antenas parabólicas. En varios casos se han mezclado con los dominicanos. La tercera generación habla un español fluido.

Pero acaso su herencia más impresionante sea el hecho de que el 75% de la producción entera de vegetales que se consumen en la isla proviene del Valle de Constanza.

Más tarde, mientras comemos en la Fonda Luisa (Luisa es una lugareña cincuentona y malencarada que tiene un sazón de hada indiana) Jennifer y yo discutimos la pobreza en la variedad de grupos alimenticios en la dieta dominicana. “Detrás de estas caderas descomunales, estas nalgas de campeonato de las dominicanas está sin duda la afición al chicharroncito de puerco y los tostones fritos” – comento mientras mastico un bocado de res guisada y arroz blanco. “Debe ser” – responde Jennifer --, sin embargo, pudiera haber una explicación alterna para estas protuberancias que pudiera resultar aún más interesante…” – agrega, como hace siempre cuando se dispone a contar una historia:

“Íngala, mi maestra de Constelaciones Familiares, trabajó mucho tiempo en comunidades Brazileiras y Caribeñas. Algún día expuso la existencia de una tesis bioenergética para explicar la forma y postura corporal de estas mujeres. La explicación es contraintuitiva, pues uno supondría que sacan las nalgas para seducir al macho: en realidad, al hacerlo, esconden el pubis entre las piernas. Lo hacen así como un reflejo inhibitorio de la expresión sexual, de la posibilidad de entrar en un contacto sexual pleno, real… El efecto es entonces de seducción histérica: “te muestro, pero no te doy; ofrezco, pero no otorgo; de lejos te calientas, pero si te acercas te enfrío…”

Si no fuera porque soy psicólogo, creería que Jennifer me ha inventado un cuento para que deje de mirarle el trasero a las dominicanas…

Santo Domingo, Republica Dominicana

Santo Domingo


Nos hospedamos en Santo Domingo, en el Hotel Beaterio, en la calle de Duarte # 8, en la zona colonial.

El hotel lo atienden hombres haitianos y mujeres dominicanas. Son serios y taciturnos. No se siente en ellos amabilidad o alegría.

Tampoco hay amabilidad en las calles. En general la gente es intrusiva – nos abordan para vendernos cosas, pedirnos para un pan pues tienen hambre --, recelosa – nos miran un poco como si fuéramos un par de marcianos que aterrizaron en la zona colonial (cierto es que contrasta la piel blanca y damos un espectáculo cómico con nuestras mochilas) –, y un poco convenenciera – sólo nos hacen fiestas en la medida en que vamos a comprar algo. En cuanto ven que no habrá transacción abandonan todo rasgo de amabilidad y se alejan.

De inmediato la ciudad nos apabulla un poco. Los dominicanos son ruidosos – de todos los colmados (tienditas de abarrotes) sale una bachata estridente; los automovilistas se empeñan en usar el claxon para realizar cualquier tipo de señalización; los hombres y las mujeres gritan, hablan con prisa y se comen letras. La ciudad es bastante sucia: a la entrada de la ciudad pueden verse algunas playas tapizadas de basura; todo alrededor del centro hay charcos y cascajo en las aceras; las calles huelen a diesel, tanto que recuerdan el olor de la Ciudad de México de la infancia.

Con todo, cuentan que los dominicanos son mucho más limpios y cuidadosos que los Haitianos, los otros habitantes de la Isla Hispaniola. Desde la época de la conquista, la parte occidental de la isla (hoy Haití) fue destinada al cultivo de la caña de azúcar, mientras la parte oriental (Dominicana), a la crianza de ganado. Acaso desde ahí se explique que los bosques fueran depredados para abrir tierras de cultivo. Lo interesante es que al parecer hay algo de esa depredación que quedó instaurado en la cultura: en Haití no existe una conciencia de la necesidad de renovar los recursos. Hace algún tiempo, algún dominicano me contó con el puntillismo que le reservan a sus vecinos que los haitianos son capaces de comer madera. Si te descuidas un poco, tus mesas y tus sillas desaparecen. También me contó que cuando Jacques Custeau – el famoso francés explorador marino – estuvo en el Caribe, encontró que del lado de Haití no había peces, pues los haitianos ya se los habían acabado todos. Cosa poco verosímil (a menos que hayan terminado con el ecosistema coralíneo que atrae a los peces), pero que revela bien el talante irónico del dominicano hacia el haitiano.


Lo cierto es que en países tan pobres como estos es patente la escasez de recursos, y se hace especialmente evidente cómo en el banquete de la globalización, estos son los últimos. Hace pocos días hemos visto una revuelta en Haití, y no sería extraño encontrar réplicas en otros países de la región. Lo que ocurre es que a últimas fechas una serie de circunstancias -- el incremento en el consumo de granos por China e India, el elevado costo de los energéticos, el destino de tierras de cultivo al maíz para producir etanol, la pérdida de cosechas por el cambio climático-- ha puesto por las nubes el precio de los alimentos básicos. En estos países donde del ingreso diario de una familia se destina 60% a la alimentación, una subida de precios como la que se ha visto, afecta irremediablemente el nivel y la calidad de vida. Hay cosas que la gente dejará de hacer para poder seguir cubriendo sus necesidades de alimentación. Y eventualmente, hay gente que dejará de comer. Otra forma de ponerlo es que para que los chinos y los indios coman tres veces al día, los latinoamericanos deben de dejar de comer una…

Pero volvamos a Dominicana… La historia de ellos es una impresionante secuencia de episodios de sometimiento a una potencia extranjera – España, Francia, el pirata Francis Drake, Estados Unidos – o a los designios del dictador en turno – Trujillo, Balaguer…

A propósito de los dictadores, hay infinidad de historias curiosas, historias terribles:

Durante la época de Trujillo, como ocurre con la mayoría de los dictadores, todo fue rebautizado: Santo Domingo fue nombrado Ciudad Trujillo, el Pico Duarte – que fue así nombrado en honor del escritor que encabezó el movimiento de independencia y que es el monte más alto del Caribe – fue nombrado el Pico Trujillo. Cuentan que siendo 3,087 m. la medida oficial de la montaña, un geógrafo quiso adular a Trujillo, incrementando su altura. Hoy en día varios textos de geografía local consignan sus 3,175 m.

Balaguer, por su parte, que apareció en la escena política como un demócrata, contendiendo y perdiendo en las primeras elecciones libres de Dominicana en 1962, se mantuvo en el poder desde el 66 hasta el 2000, cuando a sus 93 años, aún contendió en las elecciones.

Involuntariamente entre ambos llevaron a cabo un proyecto arquitectónico ignominioso por su inutilidad, la cantidad de recursos requerida y la afectación a los habitantes de la zona: el Faro a Colón. Cuentan que una maldición cayó sobre el faro que tardó más de dos terceras partes de un siglo en ser terminado. Dos días antes de ser inaugurado fue visitado por la hermana de Balaguer, quien murió horas después. Ante tal signo, Balaguer evadió asistir a la inauguración, que de cualquier manera de alguna forma se habría perdido pues para estas alturas de su vida ya estaba ciego.

Siendo un pueblo pobre y por lo que a primera visa aparece, no demasiado inclinado al trabajo fuerte, no sorprende que la mayor aspiración colectiva consista en convertirse en pelotero de las grandes ligas en “Nuevayor”. Es decir, elocuentemente, resolver la vida entera de un batazo que saque la bola del parque. Hasta los anuncios de leche explotan esta fantasía: “Dale a tu hijo Rica Leche, para que llegue hasta las grandes ligas”.

Este carácter mágico de conseguir en una transacción inmediata todo aquello que se desea, lo verificamos más tarde en una tiendecita donde se comercian cuadros coloridos y joyería. La mujer nos habla de una piedra azulada de propiedades seductoras: Larimar – la piedra del amor. Es una especie de San Antonio de bolsillo: “Si no tiene, la consigue. Si ya tiene, la retiene”… Fácil promesa de atracción amorosa que pasa por alto la realidad elocuente de esta piedra, que en su estado natural es del tamaño de una pelota de tenis, grisácea y con la textura de una piedra pómez. Sólo la paciencia y el trabajo del artesano logra sacar la nuez color caribe que alegra los corazones y deslumbra los ojos...

Nos despedimos de Santo Domingo, en busca del clima fresco de las montanas...

viernes, 16 de mayo de 2008

Crónica de la preparación II -- La vida después del Blackberry

Tiene poco más de una semana que regresé el Blackberry al trabajo. Después de años de estar conectado cada segundo del día -- disponible a cualquier hora, separado apenas por una transacción electrónica de una red de algunos cientos de personas alrededor del mundo que podía contactarme casi con sólo desearlo-- de pronto, hoy, amanezco sin celular, sin correo electrónico instantáneo, sin acceso al internet en cualquier momento y en cualquier sitio...

Si a esto sumamos que hemos dejado el trabajo, vendido ambos coches y dejado el departamento, es decir, nos hemos desprendido de varios referentes espaciales, temporales y sociales -- trabajo, casa, coche y comunicación-- a partir de los cuales uno se concibe como individuo, en una cierta sociedad, en una cierta clase socioeconómica, en este momento histórico, etc., etc

Si además se considera que para minimizar los riesgos en un viaje de este estilo, ha sido inevitable ponerse a pensar en contingencias mayores (enfermedad, robo, secuestro, muerte), y hacer algún tipo de planeación o trámite mínimo (seguros, códigos de contacto y comunicación, un primer esbozo de voluntad testamentaria,etc.)...

A partir de esos tres datos, no será difícil entender que desde ahí se experimentan sensaciones ambivalentes: una sensación de mutilación -- como si faltara un apéndice, una extensión del cuerpo; una a sensación de estar rodeado de una especie de burbuja de silencio -- una expecie de sordera o mutismo autoimpuesto; una sensación de estar parado al márgen de la carretera donde el mundo avanza a gran velocidad -- una especie de liviandad, de ligereza fantástica; la potente oportunidad de ver y pensar sobre tu vida desde fuera, como si fueras otro -- como si se tratara de un cuento de Charles Dickens; El vértigo alucinante de haber salido de la MATRIX, en una palabra...

Desde ahí, me cuestiono una serie de problemas que son lugares comunes para cualquiera de nosotros que vive el mundo posmoderno, más desde la experiencia concreta de estos días que desde una posición retórica, filosófica:

-¿Qué tanto la tecnología nos cerca, nos amarra, nos reduce los espacios, nos fuerza a estar volcados hacia afuera, a costa de perder contacto con lo que está adentro, a escuchar nuestra propia voz?

-¿Qué tanto el paradigma de aspiraciones burguesas nos envuelve y lentamente adormece el músculo del deseo; qué tanto nos entregamos a una estructura social que en aras de incrementar nuestra percepción de seguridad nos va quitando poco a poco la capacidad y el coraje para optar por nuestros sueños individuales?

Sería obviamente prematuro (apenas van dos semanas de esta condición), cínico (pues ciertamente seguimos conectados a esta estructura a través de la computadora, o bien hay una serie de activos financieros y decisiones de seguridad virtual que hemos elegido conservar), y sobre todo chocante (pues nada hay más chocante que la prédica o el consejo no solicitado), aventurar respuestas a estos cuestionamientos que a cada uno le corresponden en su fuero interno. Me limito a compartir un par de reflexiones (de alcance personal) a partir de la experiencia de los últimos días:

Alguien me cuenta en estos días algo que puede ser una leyenda urbana sobre el orígen del nombre Blackberry: Blackberrys son las marcas negras que dejaban en las muñecas de los esclavos norteamericanos los grilletes que los encadenaban...

Volteo a ver mis muñecas. Tengo las marcas. Creo que pasarán meses antes de que des-aprenda el instinto de despertar por la mañana y verificar si el foquito rojo del aparato está parpadeando con algún mensaje de algún cliente o colega; meses antes de que desaparezcan los rastros que han dejado en mis tripas los chisguetes de angustia adrenalínica de los requerimientos urgentes, o de los informes de complicaciones inesperadas...

Un poco en el mismo sentido, viene a mi mente una de mis películas favoritas: Sueño de fuga. En ella se retrata poéticamente un fenómeno que experimentan los presos de la carcel después de años tras las rejas: la institucionalización. Hombres que han vivido tantos años en la cárcel de Shawshank que toda su psique ha acabado por ser asimilada a las pautas del presidio. Enajenados, han perdido la esperanza, la capacidad de soñar. A tal grado han desarrollado una dependencia, que frente a la perspectiva de volver a vivir en el mundo de afuera, prefieren seguir viviendo en la cárcel.

La angustia frente a la libertad readquirida (no sólo en su acepción de capacidad de movimiento, de liberación, sino en su sentido de voluntad, de capacidad de elección, de la fuerza requerida para hacer prevalecer el deseo indiviual frente a las demandas de la realidad) tiene una potencia tremenda. En la trama vemos a Red, el personaje que interpreta Morgan Freeman, en los primeros días tras la revocación de su condena: trabaja como cerillo en un supermercado envolviendo las compras. Pide permiso para ir al baño. El gerente le comenta que no tiene que pedirle permiso cada vez que quiere ir al baño. Cuando sienta ganas, simplemente puede ir. Mientras va al baño con una actitud vigilante y temerosa, escuchamos la voz en off de Freeman, que ilustra la esencia de la institucionalización: "Durante años tuve que pedir permiso a los guardias para ir al baño, al grado que ni una gota de orina me sale si no he recibido permiso...". He aquí la fuerza de la inercia enajenante, que poco antes en la trama hos había sido ya presentada con contundencia: al ser liberado, un viejo amigo suyo, el bibliotecario de la cárcel, había optado por el suicidio, pues es incapaz de vivir en el "mundo de afuera.

En la película, Freeman permite que la esperanza / el deseo (hope) vuelva a habitarlo. Se abre nuevamente a desear: ver el azul del Oceano Pacífico y reencontrarse con su amigo Andy Dufresne en pequeño pueblito de la costa mexicana, y ahí , ayudarlo a montar un hotelito, charlar, reir, salir a pescar en un bote sin remos, ver el ocaso, jugar ajedrez. "Zihuatanejo... is the name".

En la vida real, nuestro viaje tiene obviamente su intención de luchar contra la institucionalización. Sin embargo, ojalá y sepamos hacer que esta opción trascienda la coyuntura del viaje y se instale en mí como una capacidad permanente...

Por lo pronto, hacia allá vamos: Un pequeño pueblito en la zona más austral del mundo. "Ushuaia is the name"...

domingo, 11 de mayo de 2008

Homenaje I -- El sabor de Tlacoquemécatl

¿A donde va lo común, lo de todos los días?
¿El descalzarse en la puerta, la mano amiga?
¿A donde va la sorpresa, casi cotidiana del atardecer?
¿A donde va el mantel de la mesa, el café de ayer?
¿A donde van los pequeños terribles encantos que tiene el hogar?
¿Acaso nunca vuelven a ser algo?¿acaso se van?
¿Y a donde van? ¿a donde van?
Silvio Rodríguez, ¿A dónde van?


Cada uno sin duda desarrolla una cierta relación con el sitio que habita, un sense of place como decía mi maestra de literatura inglesa de secundaria. En nuestro caso este vínculo nos liga al barrio de Tlacoquemécatl, el escenario donde han transcurrido los últimos dos años.

Al marchar, queda en el recuerdo una estela de olores, de sabores, de sonidos, de imágenes de este sitio entrañable:
  • El parque que algún día fue el jardín de la Hacienda Santa Anita con sus sonidos de pueblo -- las campanadas de la Iglesia del Buen Despacho, el claxon de los cochecitos de feria, las risas de niños, el silbato del jefe de boyscouts los sábados por la tarde, el bote de las pelotas, los cohetes en los días de festejo.
  • Las tiendas de barrio -- la zapatería, la verdulería, la vidriería, la pollería, la tortillería, la paletería-- que resisten al paso del tiempo, y que son atendidas por los mismos hombres y mujeres que han estado ahí desde hace décadas, y a los que todos los vecinos se dirigen con el prefijo don y doña.
  • La Fonda Margarita y Los Chamorros de Tlacoquemécatl, donde se libra diariamente una batalla contra la tiranía del fast food, y se cultiva la muy mexicana tradición de los platillos con harta salsa y harta grasa.
  • El Tutti Amicci donde Alessandro y Sabina -- un par de jóvenes que desembarcaron en Puerto Escondido y de ahí vinieron al "Defe"-- ofrecen Insalata Sensuale, Paninni New York, Penne Arrabiata, y terminan los intercambios con las palabras Grazie y Prego.
  • El puestito de elotes y esquites que se pone frente a la puerta de la iglesia, donde hay una Doña que cada noche, cuando pasamos en la ronda nocturna con Olivia, nuestra perrita golden, trata de inducirme con la misma letanía: "¿Qué pasó jovencito? ¿Ora no va a querer su tostado? Anímese jovencito..."
  • Los puestitos que se ponen fuera de la iglesia los domingos, todos con sus sombrillas azules para protegerse del sol, y donde conviven un par de monjitas de 1.40 de alto por 2 de diámetro que venden merengues y rompope, una pareja madura y cana que vende estampitas de la vírgen empotradas en marquitos de madera, un hombre que hace diges con monedas pulidas, y un poco más allá, en un reconocimiento geográfico de su marginalidad, el puesto de películas piratas...
  • La comunidad de los dueños de perros, personas amigables que por razones presumiblemsente asociadas al narcisismo eligen perros que tienen su mismo semblante (el cachetón elige un bull-dog, la anoréxica un galgo, la histérica, un french poodle de ladriditos desesperantes...) que se reúnen a platicar en el centro del parque sobre la vida de sus mascotas, y que con sus relatos emocionados construyen cotidianamente un universo paralelo en donde los bichos gozan de una existencia humana.
  • El jardín del arte, donde cada domingo se junta un grupo de pintores -- entre ellos, un querido tío mío que ha tomado el nombre artístico de Gitano Pintor-- a exhibir sus cuadros, dar clases de dibujo y pintura a los niños y a tener charlas bohemias sobre el color y el sentido de la vida. Entre ellos, la solidaridad comunitaria parece estar por encima de la preocupación por la calidad estética de sus cuadros.
  • El sitio de taxis, en donde el gremio agota las horas a la espera de la llamada de los clientes, entre fútbol y películas mexicanas semipornográficas de mujeres de pechos impresionantes y hombres generalmente cobardes e impotentes. A un costado, como es previsible, hay un pequeño altacito a la virgen de guadalupe, quien según ellos creen, les protege el negocio: manteniendo la infraestructura de transporte público en la ciudad en estándares de insuficiencia e ineficiencia; y asegurándose que los políticos del DF continúen creyendo que el programa hoy no circula es la panacea.

Sin embargo, el verdadero sentido de pertenencia se ha construído en un sitio más íntimo:

El momento del atardecer y el verde de los árboles del parque que entra al departamento desde la terraza; el café del domingo por la mañana-- que se guarda en una lata de aluminio en el refrigerador; las columnas de Cohelo los lunes, de Villoro los viernes, y de Vargas Llosa los domingos durante el desayuno en el comedor; el saludo de Leonardo --el portero-- al regresar del trabajo; las plantas que fuimos comprando y nombrando una a una -- Yeyis, Cotopaxi, Palmita, Boston, Lila Downs, Carlitos, Anaí, Árbol, Bicolor--; la vecina, Chela, que a los setenta y dos años acaba de conseguirse un novio que la visita enfundado en camisa de lino, bien perfumado y engominado; la combinación de música celta y colombiana de Jennifer; Olivia roncando sobre su tapete en el pasillo que da al cuarto; la alegría de Flor, la muchacha del servicio; el cuartito de tele alfombrado y acogedor donde nos echamos interminables maratones de Gray´s Anatomy y Sex in the City; la frescura del viento que circula en verano por las ventanas del departamento; el calorcito que guarda en invierno; Olivia asustada con los cohetes que se esconde en el rincón del cuarto del fondo, junto a la cama; la pasta con verduras a la Boni Brandani, en donde Jenifer ha recuperado el contacto con el espíritu de sus ancestros italianos; el asador que imaginé antes de llegar aquí , y que ha sido un motivo alrededor del cual se han dado tantas charlas con buenos amigos -- Manolo, Rosy, las Jimenas, Andrés, Sebastán, Carlos, Tamara, Gaby, Ernesto, Pablo; los cuadros de fotografías de Collada en blanco y negro, imágenes de Cuba, Barcelona y Marruecos; la regadera donde sale un chorro de presión irregular; las lámparas -- una que parece araña en el comedor, otra que parece de minero en el pasillo-- que pertenecen a la viejita que antes vivía al departamento y que no vienen al caso con la decoración; el rincón del gourmet, donde se guarda una botella de tinto "Montes de Oca" que me regaló Rafael, mi cuñado el día que me mudé, y se guardan otras delicias para el que nos visite -- papas, chocolates, aceitunas, pistaches, pasta, galletas crocantes; el baño de color rosa que está en el cuarto principal y al que mi sobrina Ana Carla de seis años piensa que yo no voy, pues el rosa es de mujeres; la siesta en el futón de la sala los sábados por la tarde; el ritual de caminar el viernes por la tarde, después de las terribles semanas de trabajo entre el parque de tlaco y el parque de pilares, y en donde poco a poco nos vamos desintoxicando y entrando en el ritmo del fin de semana; los martes de curso de cuentos y movimiento de Jennifer y sus alumnas Marta, Deborah y Mari; los libros de fotografía; el revistero; las pizzetas de pan ácimo y salsa de ragú que saqué del recuerdo de aquellas que los días especiales se hacían en el kinder de mi escuela; el colchón del cuarto, al que finalmente nunca le pusimos una base y nos acostumbramos a dormir como hippies o como monjes zen; el poster en mi cuarto donde está escrito el poema de Las Causas de Borges; la barra de la cocinita alargada donde cenamos Jennifer todas las noches, y le damos a Olivia gajos de naranja; la sensación de seguridad al cerrar la puerta por la noche; la sensación de que esta es nuestra casa; la certeza de que aquí, en Tlaco, Jennifer, Olivia y yo, empezamos a ser una familia...

domingo, 4 de mayo de 2008

El espacio creativo virtual

Cada quien tiene una forma de apropiarse del espacio de trabajo. La nuestra se materializa en gran medida en las imágenes que nos acompañan en los corchos de nuestras respectivas oficinas.

A partir de hoy, cuando viviremos como nómadas, gitanos, itinerantes, he aquí nuestro espacio creativo de trabajo virtual...

Corcho de Jennifer
Corcho de Arturo

sábado, 3 de mayo de 2008

Referentes Pre - históricos III

Por alguna razón, algunos de mis amigos descreen que genuinamente la semilla de este viaje haya nacido en mi corazón. Por lo bajo existe la convicción --no del todo expresada-- de que o bien Jennifer (que tiene una reputación de viajera consumada) me infundió esta idea, o bien de que yo, en el fondo, he accedido a esta loca aventura por amor, pues literalmente la seguiría hasta el fin del mundo.

Estas leyendas no me molestan en absoluto porque algo de verdad contienen: aciertan al atribuir a mi deseo por construir un proyecto amoroso y de pareja una dimensión astronómica...

Sin embargo, las versiones son imprecisas por la simple razón de que a mí fue a quien se me ocurrió la idea del viaje una noche de cuentos, quesos, besos y vinos en San Cristobal de las Casas. Debo reconocer que siempre cabe la posibilidad de que -- como ocurre con las mujeres demasiado inteligentes como Jennifer -- por algún artificio, ella haya conseguido hacerme creer que yo fuí el de la idea, cuando en realidad fue ella quien concibió este proyecto antes de que yo siquiera lo olfateara. Eso, como todo lo que tiene que ver con los misteriosos recursos que tienen las mujeres para seducir a sus hombres, es imposible de desentrañar.

Ahora bien, como sabemos bien los psicólogos, un recurso siempre disponible cuando lo actual es insuficiente para entender algo, consiste en recurrir al pasado: al orígen, a la identidad. En mi caso, hay una leyenda fundante que resulta plenamente significativa, pues en la medida en que me he peleado y reconciliado con ella, y he terminado por hacerla parte de mi propia leyenda personal, encuentro que esta historia habla de mí mismo, de mi naturaleza mística, romántica, aventurada, desafiante, curiosa por el fenómeno humano (sus aspectos sublimes y sus aspectos abyectos).

Es una historia de mis padres que, desde siempre, es una historia mía:

Humana fauna I. La función de la sal
Arturo Ignacio Peón Barriga

Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más para que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. (Mt 5,16)

Arturo y Rebeca, un par de locos de atar, escucharon en esta invitación un mensaje, desde que por primera vez se encontraron. Buena parte del noviazgo, cuando decidieron que estarían juntos para siempre, se dedicaron a fabricar un sueño y un engaño: dijeron a todo mundo, especialmente a la madre Rebeca –que tenía una particular inclinación por el glamour—que viajarían en su luna de miel a destinos lujosos y paradisiacos. Empezaron a fraguar, sin embargo, en el más completo secreto, un plan alterno: iniciaron correspondencia con el padre Margarito, un cura que había agotado su vida, hundido en la soledad de la Sierra del Nayar, evangelizando una comunidad de indios Guajicoris. Queriendo ser sal de la tierra, Arturo, ingeniero, les ayudaría a construir fosas sépticas y algún otro artificio nacido del ingenio tecnológico. Rebeca, lingüista que había participado en la reforma de la educación indígena en los setentas, dedicaría sus días a alfabetizarlos.

Cuando por fin llegaron allá, después de cruzar mil cumbres, Margarito les entregó su cámara nupcial improvisada: pasaron sus primeras noches descubriendo los secretos del amor en una cama vieja disimulada por una sábana que dividía el cuarto de la sacristía.

No está claro cuál fue el resultado de sus intervenciones profesionales. Naturalmente no lograron hacer mucho: tres semanas de dos enamorados pesan poco contra siglos de marginación y olvido: la sal adereza sólo cuando la comida de base es buena. Fueron, seguramente, a pesar de todo, sal para un viejo cansado, envuelto en la monotonía del mismo plato de su ardua comida. Le habrán permitido acaso, al hacerlo parte de su propio sueño, renovar el significado de su tarea.

Fueron también --cuando la vida se tomó la libertad de que su sueño fuera de otra manera-- depositarios de una dato contundente sobre la sal, la lingüística y la tecnología:

El tesoro más valioso que tienen los indios Guajicoris es la sal. Gracias a ella sobreviven. La sal les permite conservar sus alimentos en un lugar donde la diosa tecnología de la refrigeración no ha atinado a voltear sus ojos. Sin embargo, los indios Guajicoris, analfabetas, monolingues, cambian toda su sal por una edición del Alarma: una revista de prensa amarillista que muestra a todo color los cuerpos violados, mutilados, destripados, de la última víctima del último homicidio del último de los hombres sin sal y sin sueño.

jueves, 1 de mayo de 2008

Crónica de la preparación I -- El amor en los tiempos de la fiebre amarilla

Para viajar a Sur América tiene uno por fuerza que detenerse en algún centro de salud en donde le administren a uno todos los remedios preventivos para evitar que alguna calamitosa enfermedad acabe malogrando la expedición.

Nuestras exploraciones para cubrir el expediente médico, nos llevan al Instituto Nacional de Nutrición. De inmediato me siento abrumado al llegar a las inmediaciones de un hospital público de estas dimensiones:
  • Rápido cobro conciencia de la cantidad de gente que requiere servicios de salud y que entrará en un laberinto interminable de trámites y barreras discriminatorias antes de llegar a la ansiada atención médica -- el policía de la entrada agobia a la mayoría de las personas con una metralla de preguntas y requisitos, mientras a mí y a Jennifer nos deja pasar como si fuéramos los dueños del hospital.
  • Más tarde, junto a mí, mientras hago la fila para pagar el servicio, infinidad de personas caminan en silencio, como si fuera una procesión --tristes y ojerosos hombres y mujeres para los que la enfermedad, propia o de alguien cerccano, es la coordenada en la que transcurre su vida.
  • Mientras recorro la fila para pagar la consulta, desfilan cientos de muchachos en batas blancas. Asumo que todos ellos compiten por una plaza para ser médicos. Pienso que inevitablemente varios terminarán de comerciantes o taxistas.

Este ánimo de pesadez se disipa cuando finalmente llegamos al departamento de medicina del viajero. Nos recibe un joven galeno en bata blanca. Algo en su complexión delgada y bajita, y en sus formas nerviosas mueve a risa. Yo, por alguna razón, no puedo dejar de pensar en Paspartú, el compañero de Phileas Fogg, en "La Vuelta al Mundo en 80 días" de Julio Verne. Nos dice que por lo menos tendremos que dedicar una hora y media a la consulta, pues nuestro viaje está demasiado complicado y él se sentiría responsable si a nosotros nos pasara cualquier cosa. Nos aplicará además el más riguroso estándar de salud pública -- el que usan en Suecia o Dinamarca para orientar a sus ciudadanos, y no los laxos criterios que prevalecen en las prácticas tercermundistas de nuestros países latinoamericanos.

Con cadencia de merolico guanajuatense que cuenta el cuento del callejón del beso, aborda desde ya el asunto que le parece más urgente: el riesgo de contraer paludismo o malaria, una enfermedad transmitida por picadura de mosquito, y que requiere las más estrictas precauciones y engorrosos tratamientos farmacológicos.

Frente a su tono contundente y tufillo pedante, yo siento una cierta indulgencia magisterial (de inmediato lo imagino como si se tratara de uno de los asociados jr. de mi equipo de consultoría que está haciendo sus primeros pininos frente a nuestros clientes, en donde siempre hay un reto inicial de ganar credibilidad y reconocimiento), a Jennifer le irritan sus formas. Ni tarda ni perezosa le deja caer un cuestionamiento: "Yo tengo una amiga bióloga que ha vivido dos años en una reserva de la amazonia ecuatorial, y nos ha prevenido de tomar las medicinas contra la malaria, pues son del todo inútiles y contraindicadas por los potenciales efectos secundarios. Tenemos información además información de algunos campamentos y reservas que explícitamente desincentivan el uso de medicación para estos efectos". El doctor se muestra contrariado, como si hubiera escuchado una herejía.

Con súbita palidez y un visible temblorcillo contesta: "Yo respeto todas las profesiones, pero yo soy médico y ella es bióloga. Los doctores de las reservas son además irresponsables, pues no quieren asustar al turismo." Refiere entonces sus credenciales profesionales: nos hace saber que ha realizado su especialidad de epidemiología en el Laboratoire de Parasitologie - Mycologie del Pavillon Laveran de Paris. Asume que esa mención basta para continuar su monólogo, sin exponer ningún argumento concreto para explicar su posición con respecto al tratamiento recomendado en relación con la malaria y responder la objeción de Jennifer.

Como es obvio que prevalece cierto grado de excepticismo en su audiencia, desliza frente a nosotros una circular del departamento de salud francés (que constituye una especie de arma secreta en contra de pacientes refractarios) en donde se clasifican en tres grupos los países con riesgo de paludismo. Inicia entonces una serie de preguntas retóricas: "¿Ustedes creen que Honduras no tiene riesgo de paludismo?... Pues vean ustedes... Grupo 1... ¿Ustedes creen que el Salvador?... Grupo 1...". Desde luego ha pasado por alto el hecho de que Jennifer es una contrincante admirable: le señala el renglón en el que Mexique aparece también en el grupo 1, y que sin embargo, ningún ciudadano en su sano juicio se sometería a los tratamientos preventivos que él sugiere... El hombre refunfuña, fuerza una sonrisa, murmura algo sobre Veracruz, Tabasco y Chiapas, y continúa con su exposición como si nada...

Vuelve a a rolar los ojos hacia arriba y dejarlos en blanco cuando Jennifer hace gala de su afición adolescente al juego de maratón y le señala que la Quinina -- elemento contenido en la medicina que nos sugiere -- produce ceguera. "Claro -- contesta -- sólo si se toma indiscriminadamente, de forma diaria, por más de seis meses, cosa que ustedes no harán..." .

Satisfecho el espíritu desafiante de Jennifer acordamos, en un gesto cómplice, que lo dejaremos hacer de ahí en adelante. Ya luego nosotros podremos consultar otras oponiones o tomar nuestra decisión. A decir verdad, el hombre acaba convenciéndonos de usar un cierto tratamiento en los países de riesgo 3, sobre todo para cuando visitemos la selva del Amazonas, en la reserva Palmarí. No deja de ser interesante enterarse que el medicamento que usaremos, la Mefluoquina, está en el mercado desde que el ejército estadounidense empezó a usarlo en los setentas en el Vietcong. No se debe usar este medicamento si uno tiene convulsiones neurológicas, tendencia a la depresión, o escazos recursos, pues cada dosis semanal cuesta alrededor de 15 dólares, y el tratamiento se prolonga por cerca de siete semanas (por cada visita a la zona de riesgo 3).

El resto de la consulta transcurre para mí con una mezcla de interés literario por las palabras exóticas que usa el médico pues todo lo que habla suena a novela de Gabriel García Márquez. Siento también una especie de asombro infantil por redescubrir el cuerpo a través de las posibles afecciones que nos amenazarán en el viaje. Literalmente tomo nota en mi cuaderno de viajero de cada una de estas pequeñas joyas:

  • Para el dengue nada sirve más que usar un repelente contra insectos con una concentración de DEET mayor a 30%.
  • El riesgo de fiebre amarilla queda sanjado con una vacuna que será formalmente registrada en una cartilla que parece pasaporte, y que habremos de mostrar en las oficinas aduanales al entrar a varios países.
  • Debemos evitar sumergirnos en cualquier depósito de agua dulce corriente (ríos, lagunas, cascadas) debajo de la línea del Ecuador, pues corremos el riesgo de contraer Esquistosomiasis, un parásito microscópico que devora lentamente la piel.
  • La Larva Migrans, una especie de lombriz que puede ser vista mientras se mueve debajo de la piel es otra de las razones por las cuales debemos evitar cualquier escena erótica al estilo "La Laguna Azul" mientras viajemos en SurAmérica.
  • En caso de diarrea grave (abundante, muy frecuente o acompañada de fiebre y/o sangre) uno debe tomar (entre otras cosas) dos tabletas de pepto bismol cada hora y por 8 dosis, que causarán que las evacuaciones se tiñan de ¡color negro!
  • La posibilidad de morir por ataque de jaguar o mordedura de anaconda en el amazonas son infinitesimales, pues en realidad no existen casos documentados. Lo de Jennifer López y Marc Anthony es otro mito creado por Hollywood...


A estas alturas, empiezo a sentir franca ternura por este individuo de naturaleza inverosímil. Nos propone enviar por correo electrónico una serie de documentos que ha logrado extraer subverticiamente de la embajada estadounidense para prevenir riesgos. "En estos documentos se enterarán -- dice con aire de autoridad -- que los riesgos más importantes a la salud en un viaje como el que realizarán son los accidentes en actividades de riesgo como el buceo, la escalada o el viaje en parapente. No se debe descartar la influencia del crimen en la región, que ve en el viajero, un bocado apetitoso y seguro". Termina su largo discurso con una sentencia: "Deben cuidarse, pues nadie querría que una experiencia de aprendizaje vital y expansiva como la que ustedes están a punto de emprender, terminara envuelta en una disgracia".

Ya para despedirnos, el aire familiar con el que nos tratamos despúes de casi dos horas de diálogo, me lleva a preguntarle al doctor por su vocación como especialista en "Medicina del Viajero", pues no parece ser una inclinación común. A pesar de que nada en su apariencia o su actitud lo indica, en mi pregunta estoy asumiendo que ha elegido esta temática por alguna afinidad vital, por algún interés en los viajes y en las aventuras (en mi mente no descarto que su abuelo haya sido alguno de los padres de la antropología mexicana que convivió con los Tzetzales en la selva lacandona, o algo por el estilo). "Nada más lejos que eso -- contesta. Despúes de Acapulco, París es lo más lejos que me he aventurado... Mi historia es simple. La Secretaría de Salud Pública necesitaba abrir este departamento. No había nadie que quisiera tomar el trabajo. A mi me eligió el jefe de epidemiología arbitrariamente de entre todos los médicos que formábamos parte de la unidad...".

Su contestación viene acompañada con una risilla que revela un cierto orgullo de burócrata defeño que está plenamente conforme con los riesgos normales de su vida normal: resbalarse con un jabón en la tina de baño, coger una tifoidea fulminante en los taquitos de suadero que venden fuera del Metro Universidad, morir atropellado por un microbusero en el cruce de Tlalpan y Periferico, o recibir un disparo por uno de los asaltantes que circulan a plena luz del día en la esquina de Viaducto y Vertiz.

Su respuesta plana y aburrida es lo de menos, pues al final -- ese es el encanto de la fantasía-- lo he convertido en un personaje de esta crónica en construcción, este diario de viajes por la América Ignota, como le llama mi amigo Gonzálo Soltero...