viernes, 26 de diciembre de 2008

El Altiplano boliviano -- De Tupiza a Uyuni -- Día 2

Antes de que amanezca, a las cuatro y media de la mañana, estamos ya en pie para visitar el pueblo abandonado de San Antonio de Lípez, un pueblo que nació en 1530, como enclave para explotar el mineral de plata que estaba enterrada en las entrañas del Volcán Uturunco.

El pueblo, que en la época de la colonia tuvo hasta 1200 habitantes –800 soldados y 400 esclavos—está hoy está abandonado y parece un pequeño Machu Picchu de casitas abandonadas sin techos, pues dado que la madera es un bien escaso en el altiplano, los habitantes se la llevaron consigo al salir. Ahora sólo vive aquí una comunidad de viscachas unos pequeños marsupiales (una especie de conejos-canguros) que pulula entre las ruinas.




El pueblo, azotado por vientos del Pacífico que hacen bajar las temperaturas hasta 25 grados bajo cero, es un pueblo fantasma. Según nos cuentan, por las noches se escuchan los sonidos de niños llorando y una mujer que llora, purgnado el sufrimiento de todos los indígenas que aquí fueron esclavizados y separados de su familia, y después tragados por la montaña, carcomidos por la silicosis, antes de cumplir los treinta.

Hasta que no hubo un vehículo motorizado en este pueblo, la gente solía tardar 10 días para llegar a Tupiza, en caravanas a lomo de burro. Ahora todo el pueblo es propietario de una 4x4 y pueden hacer el recorrido en poco menos de un día. La camioneta fue producto de un trueque con el sacerdote de Tupiza, un tal Casimiro, que vivamente se las canjeó a cambio de tres pinturas antiquísimas que estaban en la iglesia de San Antonio desde la época de los Españoles. Viendo que los habitantes ignoraban el valor de los cuadros, y sabiendo que en cuanto él los tuviera en resguardo, los cuadros quintuplicarían su valor, se apresuró a formalizar el trueque en un contrato. Se cuenta que otras tres pinturas fueron robadas por tres ladrones argentinos.

Avanzamos hasta entrar en la Reserva bautizada en honor de Eduardo Avaroa, que fue un héroe en la Guerra del Pacífico en la que Bolivia perdió el acceso al mar frente a Chile.

Avaroa, ingeniero minero de profesión, personaje quijotesco que se presentaba en la batalla acompañado de un escudero, murió heroicamente: cuando se vio sitiado por el regimiento comandado por el coronel Villagrán, solo y su alma, causó al menos 100 bajas a los chilenos antes de verse definitivamente acorralado. Entonces, el coronel lo conminó a rendirse, a lo que él contestó: “¿Rendirme yo? ¡Que se rinda su abuela, carajo!” A lo que siguió una lluvia de balas.

El haber perdido el acceso al mar a finales del siglo XIX sigue siendo motivo de lamento para los bolivianos. El asunto está tan vivo, que afuera de los campos militares del ejército pueden verse consignas para recuperarlo. A los niños en las escuelas se les alecciona al respecto, e incluso, todas las mañanas, antes de tocar el himno nacional, puede escucharse la misma consigna: “El mar es nuestro, recuperarlo es un deber”.


En el pueblo de Quetena Chico hacemos una parada para auxiliar a uno de los amigos de Mario que conduce un Jeep que ha tenido una avería.

Sentados en la plaza del pueblo pronto nos rodean una pequeña turba de niños curiosos. Jennifer y yo platicamos con ellos. Les enseñamos las postales que hicimos en Dominicana y algunas que nos sobraron con animales exóticos de Costa Rica. Uno de ellos, Samuel, me pide que lo fotografíe y que le muestre la foto. Le cuesta trabajo asomarse a la mirilla de la cámara, pues eso implica coordinar para mantener un ojo abierto y el otro cerrado. Se acercan sus dos hermanos. Son hermosos. Están muertos de la risa y juegan en derredor nuestro.


Después damos una vuelta por el pueblo. Una pelota vuela por encima de la barda de la escuela y cae a mis pies. Un par de niños asoman la cabeza y me la piden. Tomo la pelota y trato de hacer jueguitos, de dominarla. Pero está claro que entre las botas, la rodilla y los años, la maña futbolera ha menguado. Tengo que aventárselas con la mano, como si fuera gringo.

Me distraigo rápido de este momento depresivo, pues al pasar junto a la barda de la escuela tengo ocasión de constatar parte de la filosofía educativa. Miro con deleite la consigna destinada a fortalecer la autoestima de las niñas, apuntalada en principios de neurolingüística, y que seguramente alguna maestra bien intencionada les hará repetir todos los días antes de entrar a clases: “La suerte de la fea, la bonita la desea…”



Mario nos cuenta que los hombres de este pueblo viven del turismo, pues son estas familias las que son dueñas de los pequeños refugios en los que duermen los turistas. Ganan dinero también como guardaparques y como guías de montaña.

Entonces llegamos a la parte sustantiva del día. En la cara nos explota la belleza terrible, inhumana, del paisaje boliviano. Escenas imposibles que uno supondría propias de la luna o de Marte. Paisajes surrealistas que terminan en un segundo con cualquier originalidad que uno haya supuesto en la obra de Salvador Dalí. Paraíso de Geólogos. Explosión de color. Tesoro inabarcable de elementos desperdigados por la tierra.

Aquí las palabras se agotan, y sólo el silencio es posible. Cinco horas de silencio. Meditación hasta el centro mineral del ser. Y más allá del lugar común, uno comprende, en efecto, que no es más que una pequeña mota de polvo insignificante, en medio de las eras y las vastedades del mundo.

El blanco bórax de la laguna de Kollapa



Los mixtura de verdes, blancos y azules del agua tibia en el borde de Aguas Calientes



Los rojos de hierro en las montañas bordeando la Pampa Hara



El verde turquesa de la Laguna Verde al pie del Volcán Licancabur



Y los grises rojizos y amarillentos de los Geisers del Sol de Mañana




Después de poco más de 12 horas continuas de traslado en el Jeep, llegamos finalmente a dormir a Waina Hara que en quechua significa “donde el viento descansa”, pues aquí también, en las frías noches de invierno, la temperatura sobrepasa los veinte grados centígrados bajo cero.

A pesar de que estoy cansado, me alisto para aprovechar las tres horas de energía eléctrica que la reciente instalación fotoeléctrica les provee a los habitantes de este sitio.

En una de las sencillas mesitas, y al lado de un grupo de ingleses que juega cargas, me instalo para trabajar, pues el fin de semana es el festejo del sesenta cumpleaños de mi papá, y me he propuesto enviarle un regalo: una historia por cada uno de sus años de vida.

Mientras acometo con furia el teclado de la lap-top, el dueño del refugio donde nos estamos quedando se me para en la espalda y se queda viendo la computadora como hipnotizado. Después de diez minutos, empiezo a sentirme incómodo. Me volteo y le pregunto si le gusta. “Sí”, dice lacónico. No dice nada más. Sigo tecleando. Cinco minutos más y vuelvo a voltear. Entonces me pregunta: “¿Cuánto cuesta?”

¿Qué se responde en estos casos que sea pertinente y que no resulte ofensivo? ¿Es mejor la franqueza o la prudencia? Pues es posible que el costo de la lap-top represente una proporción importante de sus ingresos anuales, aún cuando sea el dueño de un pequeño refugio que cobra 30 bolivianos la noche por persona, que representan poco más de cuatro dólares.

Le doy un número… 2000 dólares… Luego pienso que debería haber dicho menos.
Se apaga la luz.

Me voy a dormir dándole vueltas al asunto en la cabeza. ¿Y por qué estaba tan interesado por el costo? ¿Le interesa comprar una para trabajar? ¿O le interesa el costo para saber en cuánto puede vender la mía una vez que me la robe esta noche mientras duermo? “¡Pero qué absurdo eres Arturo, este hombre no pondría en riesgo la reputación de su negocio entero por una laptop, por más que el dinero le tiente!”

¿Será? Es mi último pensamiento antes de quedarme rendido dentro del Sleeping Bag...

jueves, 25 de diciembre de 2008

El Altiplano boliviano -- De Tupiza a Uyuni -- Día 1

El paisaje del altiplano es terriblemente bello, enfatizando tanto el “terrible” como el “bello”. Imposible describir este paisaje sin usar la palabra belleza. Sin embargo, al hacerlo, siento que estoy dejando de decir una gran parte. Como si la belleza, de cierta forma, ofendiera a la verdad.

Enorme, amplio, desolado. Tan inmenso que uno puede sentir su propio tamaño, minúsculo, ante tanta tierra. Kilómetros y kilómetros de silencio interrumpidos sólo por el viento que sopla a través de la escasa vegetación. Pastos amontonados. Arbustos pequeños. Musgos que crecen aferrados a las rocas. Una pobre vegetación que deja al descubierto enormes pedazos de tierra parda.

Esta tierra difícilmente sirve para cultivar. Únicamente las llamas, alpacas y borregos pueden alimentarse y sobrevivir a estas alturas donde gobierna el viento. El viento que corre, pega, desgarra y marca los rostros de la gente del altiplano.



Arturo y yo salimos de la ciudad sureña de Tupiza (casi frontera con Argentina) para hacer un recorrido hacia el noroeste y llegar después de cuatro días al famoso Salar de Uyuni. Vamos en una camioneta 4x4 pues ningún otro vehículo puede atravesar el camino agrietado y accidentado que nos espera. Adentro de la camioneta, silencio.




Viajamos muchos kilómetros antes de encontrarnos con un pueblo. En el camino aparecen casitas aisladas de adobe que combinan con el color de la tierra. ¿Cómo será vivir tan alejado de todo? ¿Por qué no construyen las casas más cerca? ¿Qué ser humano optaría por la soledad antes que la comunidad?

Hasta después nos explica Mario, el guía, que la gente del altiplano necesita vivir así por sus llamas. Cada rebaño requiere de aproximadamente un diámetro 17 kilómetros redondos para alimentarse en el transcurso del año. Si vivieran más cerca, terminarían robándose el alimento unos a otros. El pastor debe asegurarle a su rebaño el sustento y si para esto necesita alejarse del resto de las personas, lo hará.


El altiplano susurra silencio mientras es atravesado por una pastora y sus llamas. Las pastoras tienen la mirada ausente. ¿En qué pensaran mientras pasan las horas de soledad? ¿En dónde esconderán sus palabras? La vida del pastor nunca me había parecido tan dura, tan solitaria. Tan triste. Y sin embargo, al toparnos con ellas -caras agrietadas que se asoman bajo un gorro de lana- nos regalan una sonrisa. ¿Quién puede sonreír en este clima?

Sus caras quemadas y su mirada anciana indican que nada de su vida ha sido fácil. Caminan sin prisa pero con paso seguro, atravesando las inmensas llanuras inhóspitas cargando bultos, hijos, recuerdos y obligaciones. Caminan con la fuerza de quien ha caminado desde siempre. De quien no conoce otro clima más que este. De quien ha aprendido a no quejarse. Simplemente a avanzar.
Finalmente, llegamos a la primera parada, el pequeñísimo pueblo de Cerrillos (140 habitantes). Al bajar nos vemos rodeados de niños. Una de las niñas me toma de la mano y me lleva a conocer su escuela, sus clases de bordado, la cancha de básquetbol, la bolsa que está aprendiendo a tejer… Sus manos, curtidas por el viento, ennegrecidas por la tierra, tejen con una facilidad envidiable. Siento un poco de vergüenza por mis manos blancas y suaves.


Junto a nosotras se sienta una anciana, que al ver que Arturo nos toma fotos, le susurra a la niña algo sobre el dinero. Que para las fotos es necesario pagar. Pero la niña le dice que no, ella no quiere cobrar, y sigue mostrándome su tejido. De pronto, como sin pensarlo, se atreve. Me pide un poco de crema para sus manos.

A las dos francesas que vienen con nosotros, Laura y Fanny, les parece muy curioso que sólo nos reciban niños en los pueblos. ¿En dónde están los adultos? A mi no me había parecido extraño hasta entonces; los pueblos latinoamericanos están repletos de niños, pero tiene razón. Los dos pueblitos que pasamos parecían estar únicamente habitados por niños y ancianos.

Varias horas después, llegamos a San Antonio de Lípez, el pueblo donde pasaremos la noche, a 4200 metros de altura.

“Rápido”, nos dice Mario: “Tenemos que apartar la mejor habitación para nosotros. ¡Antes de que lleguen las demás camionetas!”.

Para Mario, todo el recorrido parece una carrera contra reloj. Ser los primeros en el hospedaje, los primeros al llegar a los flamingos, los primeros en entrar a las aguas termales… Como si fuera animador de campamento nos trae cortitos para que aprovechemos todo al máximo.

Después de instalarnos en “el mejor cuarto del hospedaje” salimos a dar la vuelta. A estas alturas, el cielo tiene una luminosidad distinta, mágica. Sin embargo, no puedo dejar de preguntarme quién elegiría vivir a estas alturas. El pueblo me da una sensación de triste belleza. Aunque las fotos reflejan unos paisajes de ensueño, es imposible retratar los latigazos del viento…



Por la noche, Mario nos responde sin querer varias de las preguntas que teníamos en la mente. ¿En dónde están los padres de los niños? Lo más seguro es que el padre esté trabajando en una mina y la madre pastoreando llamas, quien sabe por qué lejano páramo, quien sabe si regresará hoy mismo o hasta mañana o al final de la semana. Los niños, crecen solos en el pueblo junto a los profesores y ancianos.

En parte por eso, nos explica Mario, decidieron fundar este nuevo San Antonio de Lípez hace 15 años, dejando atrás el San Antonio antiguo. Aquel pueblo estaba en un sitio más alto donde el frío, el viento y la ausencia de los padres generaba enfermedades y “traumas” en los niños. Mario nos explica que los niños se inventaban amigos imaginarios que los ayudaban a sobrellevar la ausencia de los padres.



Este nuevo San Antonio de Lípez es una especie de pueblo piloto, un intento por hacer que la gente pueda vivir en un clima más amigable y donde los padres no tengan que separarse de sus hijos. Incluso el que nosotros, turistas, estemos ahí es signo de que están buscando formas alternativas para generar dinero. El turismo es una de sus fuertes apuestas.

Mario nos cuenta que hace unos años no estaba tan desarrollado el turismo. Los pocos aventureros que llegaban hasta acá pasaban la noche tendidos en uno de los salones de la escuela. La gente del pueblo se acercaba a las camionetas de turistas para rentarles las pieles de llama que necesitarían para soportar el frío del cemento.

Mientras Mario nos cuenta esto, volteo a ver el cuartito en el que estamos acurrucados en nuestros sacos de dormir Laura, Fanny, Arturo y yo. Un cuarto con cinco camas duras. Una mesa con sillas. Sólo hay un baño para compartir con las demás camionetas de turistas… De pronto, este hospedaje “muy muy básico” (como dice el folleto de la agencia turística, como para que uno no se sorprenda demasiado y quiera reclamar después) se convierte en un hotel de lujo al escuchar las historias de Mario.

Nos preparamos para irnos a dormir temprano. Además de que no hay mucho que hacer una vez que se ha puesto el sol, al día siguiente comenzaremos el día a las cuatro de la madrugada. Nos espera un largo día. Doce horas de camino de terracería. Y Mario insiste en que debemos ser los primeros en arrancar.

Antes de cerrar el día, tengo que salir al frío de la noche para ir al baño. Mientras espero a que se desocupe, me asomo hacia el paisaje, ahora completamente oscuro. Mientras mis ojos se acostumbran, me doy cuenta que no es una alucinación. Al fondo, entre la negritud, brilla la nieve de la montaña como si tuviera luz propia. Una franja blanca en medio de la noche. Me voy a dormir con la sensación de que estamos alejados del resto del mundo…

miércoles, 24 de diciembre de 2008

Memorias de Navidad


Jennifer y yo nos preparamos para pasar nuestra primera navidad lejos de México y de nuestras familias.
Estamos en la ciudad de La Paz, Bolivia, que parece estar alejada del resto del mundo.

El día de ayer hemos comprado unos vinos, botanas y algunos ingredientes para cocinar una pasta en la pequeña estufa de dos hornillas del departamento en el que nos estamos quedando en Sopocachi.
En un rato más (escribo esto temprano por la mañana) compraremos un pollo relleno. El pollo tiene su historia, pues la Señora Elena, una viejecita, dueña de una pastelería que queda a dos cuadras donde nos estamos quedando, se solidarizó con nosotros al enterarse de nuestra situación viajera, nos indicó donde podríamos encontrar un ave de proporciones adecuadas y se ofreció supervisar personalmente la cocción en su gran horno pastelero.

Todos estos días, como suele ocurrir en Navidad, y acaso atizados por la distancia, han estado llenos de evocaciones y recuerdos:

Los preparativos

El festejo de navidad empezaba en mi familia el 20 de noviembre, cuando aprovechábamos el día libre por la conmemoración de la Revolución para ir a cortar el arbolito de navidad al parque de las ardillitas, en Chalco, al pie de los volcanes. El ritual consistía en caminar cada uno por su lado en medio del bosque para hallar el pino que estaba ahí esperándonos desde siempre; casi como si él nos hubiera elegido a nosotros para irse a vivir a nuestra casa… Cada uno iba coreando y convocando al resto de la familia a evaluar su elección cuando veía un pino de estatura adecuada para caber bajo nuestro techo; y siempre bajo la condición de que cumpliera las características de ser “pachón” y “sin huecos”.
Una vez que acordábamos cuál era el que nos gustaba, papá se acostaba en el piso y empezaba a serruchar el tronco. Recuerdo la primera navidad que estuve suficientemente grande y fuerte como para serruchar junto con él, con aquel serrucho de hoja curva que parecía una cimitarra. Después, cuando el árbol finalmente caía al piso, lo acercábamos al coche y lo amarrábamos al techo. Entonces regresábamos muy contentos a la casa cantando canciones.

En aquella carretera a Chalco recuerdo haber visto por primera vez un muerto en alguno de aquellos viajes en busca del árbol: aún viene a mí con claridad la imagen de aquel desgraciado, cubierto por una manta ensangrentada, tirado al pie del camino, rodeado de gente. Y veinte metros más adelante, un coche estacionado. El dueño al pie, con cara de angustia, hablando con los policías. Adentro, una familia con cara de susto. En el techo de su coche también había un arbolito de navidad amarrado…

Cuando llegábamos a la casa había que cargar el pino y subirlo hasta el segundo piso, a la sala de televisión. Mientras lo subíamos por las escaleras, las hojas alargadas y puntiagudas solían clavarse en el cuerpo de uno, y meterse en los ojos. Había que montarlo en una base de plástico, sujetándolo con unas cuerdas de jareta y haciendo unos torniquetes con unos pequeños cilindros de madera.
Y sólo entonces, ya montado, con la casa entera inundada del aroma a pino, uno se daba cuenta del verdadero tamaño del árbol, que dentro de nuestra sala de televisión parecía un enorme oso verde erguido.

Típicamente, el fin de semana siguiente poníamos el nacimiento: una vieja artesanía del siglo XVIII que mi papá heredó de su abuelo. Íbamos al mercado de Nativitas, cerca de la casa, a conseguir huacales de madera, costales viejos, musgo, heno y periódico en abundancia. Con esos elementos construíamos los montes sobre los que irían los personajes.
Ahora, montar el nacimiento era una empresa compleja, sobre todo aquellos años en que decidimos utilizar uno de los nichos volados que se le ocurrió diseñar al arquitecto vanguardista qeu diseñó la casa de Quemada.
Una vez que el armazón de los montes estaba listo, había que disponer la instalación eléctrica, que hacíamos con series y foquitos de color ámbar. Recuerdo que me encantaba pelar los cables verdes de las series, colocar enchufes y atornillar bases de foquitos. Comprábamos los materiales eléctricos en una ferretería llamada “El Imán” que estaba en la glorieta de la SCHOP, a la vuelta de la casa, y que atendía un señor amable y platicador que se llamaba “El güero”.

Cuando yo tenía como ocho años soñaba con tener mi propio estuche de desarmadores y pinzas para hacer las instalaciones eléctricas. Toda la época de navidad aquella me la pasé mirando uno que tenía expuesto El Güero en un aparador de El Imán. En una de las visitas a la ferretería que hicimos en la víspera de navidad, mi papá, que notó que lo miraba con insistencia, me preguntó si quería que me lo comprara. Pero yo (acaso porque me daba pena que mi papá gastara demasiado) le agradecí, y no acepté. Pero el estuchito aquel se me había instalado en la cabeza, y seguí deseándolo. Mi papá lo intuyó, así que el mero 24 de diciembre, cuando llegó a la casa del trabajo, como a las 3:30, me dio dinero y me animó para que fuera a comprarlo. Salí de la casa corriendo a toda velocidad hacia la ferretería, con el corazón saliéndoseme del pecho de felicidad. Cuando llegué al “Imán” sentí un golpe en el estómago: ¡habían cerrado temprano! Regresé a la casa con la mirada clavada en el piso y un nudo de frustración en la garganta… Le regresé a papá el dinero. Aquel estuche nunca sería mío. Supongo que habrá sido tanta mi desilusión, que nunca después se me ocurrió recordarle a mi papá. Además, una vez pasada la navidad, era como si la magia se hubiera diluído...

La atmósfera

Toda la época de navidad la casa estaba llena de villancicos. Papá tenía una vieja grabación del concierto navideño que en 1951 dieron los Niños Cantores de Morelia dirigidos por García Bernal.
Escuchábamos también un disco de los Misioneros del Espíritu Santo, que ya a temprana edad, a fuerza de escucharlo puntualmente todas las navidades, me llenaba de una mezcla de fervor místico y añoranza, consciente, cada vez más, de la inevitable fugacidad con que aquella época transcurría:

“Esta noche es noche buena
Noche de felicidad
Esta Noche es noche buena
Y mañana navidad”

“La noche buena se viene
La noche buena se va
Y nosotros nos iremos
Y no volveremos más”

Un disco de Villancicos de Parchís se agregó más tarde al ritual musical navideño, y no faltó tampoco Bing Cosby, que al parecer, era el favorito de mi abuela, La Gorda.

Muchos años después, ya siendo jóvenes, descubrí que acaso uno de los momentos que más disfrutaba de la navidad ocurría justo en la víspera de la cena, media hora antes de que llegaran los invitados, cuando mis papás y mi hermana terminaban de bañarse y arreglarse en la planta superior de la Casa de Quemada, y toda la casa estaba en silencio...

Entonces yo bajaba a la sala, que estaba adornada con los pequeños nacimientos de mi mamá, brillando en tonos dorados de las velas. Y entonces, mi hermano y yo nos encontramos en la sala (A veces también estaba ahí mi abuelo, El Avión, sentado, taciturno, contemplando los mil fueguitos de las velas).
Entonces Ernesto tomaba su guitarra y llenaba el espacio de la casa…
(¡Haz Click en el Video de Ernesto en la navidad del 2005!)

A veces, mientras iban incorporándose a la sala mi papá y el resto de la familia, todavía antes de que llegara el resto de los invitados, a mi me daba por leer aquel capítulo de Los Miserables de Victor Hugo en que a fuerza de confianza y bondad el obispo de Digne, consigue sembrar una semilla de transformación en Jean Valjean. Siempre me pareció que ese capítulo reseñaba con potencia el espíritu del mensaje cristiano:

A pesar de traer sobre sí el estigma de ser un condenado por robo, el obispo invita a Valjean a pasar la noche en su humilde aposento, contrariando a sus hermanas –Baptistina y Maglorie— que preferirían no tener nada que ver con ese hombre de gesto terrible.
El obispo lo recibe como se recibe a un hermano: prende fuego, le hace sentarse en la mesa para cenar y le cede su cama para dormir. Valjean vive toda esa generosidad con ambivalencia, con sorpresa, con recelo; entre los extremos del sueño y la mentira. ¡Tan acostumbrado está a ser rechazado como un perro vagabundo!
Así que auspiciado por el silencio de la noche, todavía actuando desde el rencor de los años en la prisión, Valjean roba los cubiertos de la vajilla del obispo y abandona el aposento.
No ha avanzado ni siquiera unos cuantos metros, cuando a Valjean lo detiene una patrulla de soldados que descubre que entre sus pertenencias lleva los cubiertos de plata, y lo llevan a casa del obispo para confrontar su historia de que ha pasado la noche en casa del obispo, y su testimonio, según el cual el padre le ha regalado la vajilla. El obispo escucha pacientemente las acusaciones de los soldados, y... confirmando la versión de Valjean, le entrega también los candeleros de plata, diciéndole que los ha olvidado.
Valjean, temblando frente a cada palabra bondadosa de aquel hombre extraño, siente que su destino ha sido transformado por ese acto de perdón. Pues en efecto, el obispo ha comprado para siempre su alma para Dios. Y de Jean Valjean no volverá a salir nada que no sea un reflejo de aquel espíritu de amor y entrega...

La comida

La cena de navidad estaba llena de platos especiales, que --sobre todo en las navidades en las que sólo estábamos nosotros-- terminaban en nuestra mesa gracias a que mi mamá conseguía con precisa coordinación que varias tías cocinaran sus especialidades con proporciones excedentes, de tal forma que hubiera un platón en la Casa de Quemada.

La cena empezaba por las botanas que eran siempre la especialidad de mamá – quesos crema con sabor a ajonjolí, almendra y ostión ahumado, para untar en galletitas filler; papitas ruffles con queso adobado y un dip de cebolla que se hacía mezclando el polvito que comercializaba Sabritas con crema ácida; y aceitunas con limón y salsa maggie.

Pero naturalmente el plato fuerte era el importante. En nuestras cenas había pavo (aunque años después vendría a descubrir la verdadera excelsitud de esta ave en la mesa de los Boni); jamón virginia, que con el tiempo mutó en una enorme pierna cocida de cerdo, con una sutil capa azucarada y finamente rebanada hasta el hueso del fémur, que mi papá compraba en algún sitio alemán; unos enormes camarones que el tío Luis Antonio conseguía en Ciudad del Cármen, en el Golfo de México, y que la Tía Amira aderezaba con ajo y picante; un bacalao delicioso, con papas, aceitunas y piñones, al que la tía Silvia le dedicaba cerca de tres días enteros de trabajo continuo, y que usalmente se acompañaban por unos chiles güeros largos; unos ravioles en una salsa de chile pimiento, tomate, crema ácida y cantidades industriales de queso que mi mamá heredó de la tradición de mi abuela, La Yeya.

Si todos aquellos platos eran deliciosos el 24 por la noche, en la comida del recalentado del 25, sabían todavía mejor. Supongo aquella potenciación de los platillos se debía acaso a que el sabor se acentúa con el reposo trasnochado de los platos; acaso porque al día siguiente del banquete principal, las porciones eran necesariamente más exhiguas, y cuando uno está forzado a racionar cualquier recurso, tiende a disfrutar más su uso; acaso porque nuestros sentidos se afilaban en la conciencia de que no volveríamos a comer aquellos platos hasta el año siguiente...

Mi abuela, La Yeya, tenía una afición adictiva por el bacalao. Cocinaba el doble de cantidad de lo que se consumiría en la fiesta y guardaba el resto en el congelador. Más tarde, durante el año, lo iba descongelando poco a poco y se hacía unas tortas de campeonato. Lo malo es que conforme fue pasando el tiempo, la porción que reservaba para el congelador fue excediendo a la que destinaba a la cena, y consecuentemente, la porción que servía en nuestros platos, se fue convirtiendo en francamente ridícula. Aunque ahora me río con ese gesto, durante mi adolescencia –cuando mi hambre no era menor, y había cultivado durante todo el año el antojo por aquel pez salado—me desesperaba ver cómo servía los platos, con precisión milimétrica y según me parecía, procurando que predominaran las papas por sobre el resto de los ingredientes...

Los regalos

Como varias de las pasiones que he tenido en la vida, de pequeño, la ilusión que sentía por los regalos de navidad era muy intensa. Creo que poco a poco, el interés por las cosas se me fué desvaneciendo y me empecé a aficionar por cuestiones más abstractas.

A los seis años se me instaló en la mente la idea, --brillante, según aún me parece—, de que quería un reloj mágico que tuviera la cualidad de aparecer de inmediato cualquier otra cosa que yo deseara. Así que en la cartita que todos los años escribíamos en la escuela a Santa Claus, le hice saber mi deseo y le reaseguré que mi comportamiento bien lo merecía.
Amarré la cartita a un globo y lo lancé al aire en la ceremonia en que todos los niños del kinder nos juntábamos en el centro del patio y enviábamos nuestras notas para el santo, ligadas a aquellos ramilletes de bombas de helio, de tal forma que el cielo azul se llenaba súbitamente de alegres motas coloreadas.
Como era de esperarse, la maestra, confabulada con mi mamá, no tardó en informarle sobre mi disparatada idea. Empezó entonces un urgente esfuerzo tanto de mi mamá como de la maestra por hacerme entender que no existían los relojes mágicos.
Supongo que sólo por no contrariar a mi mamá renuncié a mi petición, pero guardaba en secreto la ilusión de que Santa Claus, que recibiría mi cartita por correo aéreo, y que vivía en un mundo de magia, no tendría problema en traerme mi reloj mágico. En mi cabeza nada era imposible para él, que en sólo unas cuantas semanas conseguía fabricar regalos suficentes para todos niños del mundo…
Aquella navidad la pasamos en casa de El Avión y La Gorda en Pachuca. Todavía hoy, mientras relato la historia, puedo detectar en un sitio preciso de mi estómago un rastro de la desilusión que sentí al abrir mis regalos debajo del árbol y descubrir que el reloj que Santa Claus me había traído no era un reloj mágico: ¡Era sólo un reloj Timex, de cuerda, con el Chavo del Ocho en la carátula…!

Supongo que a partir de esa navidad fue que pedí cosas menos ambiciosas:
Una ocasión pedí cincuenta paquetes de Lacitos Larín. Aquellas largas tiras de caramelo macizo de sabores tamarindo, naranja, chocolate y fresa, me duraron más de seis meses, pues más que comerlos, los rumiaba con pequeñas mordiditas, y los mantenía bien escondidos debajo de mi cama.

Otra navidad llegó a mí mi primer radio, que sólo tenía AM y que era grande como un tabique; vino después mi segundo radio, que también sólo captaba amplitud modulada, pero que era ya pequeño, del tamaño de un juguito en tetrapack; y más tarde, mi tercer radio, un walkman marca Brocksonic que captaba AM/FM y podía ya tocar cintas.
El radio fue un instrumento potente y determinó un capítulo fundamental en mi romance con la palabra hablada, pues como contaré en algún otro sitio pronto, podía pasar horas con la radio debajo de la almohada, por las noches, escuchando. Sintonizaba casi siempre programas en los que la gente hablaba (pocas veces sintonizaba música), pues las voces me hacían sentir en compañía; y también calmaban una angustia incisiva que me duró instalada en la tripa toda la niñez y buena parte de la adolescencia.

Recuerdo también el año en que recibí una bicicleta. Con ella pasé horas interminables de juego, dando vueltas alrededor de las jacarandas del patio de mi casa con Carlos, mi primo y Ernesto, mi hermano. Jugábamos a que éramos los Duques de Hazard, y entre pedaleada y pedaleada hacíamos breves paradas para beber en el bar del villano Boss Hogg, y besar a la heroína, Daisy.
La bicicleta fue también un símbolo de que estaba yo creciendo, pues mis papás me permitían andar con en la calle. Poco a poco se convirtió en una rutina frecuente que me mandaran a hacer recados en la bicicleta por la colonia. Así que lo que para ellos era un trámite burocrático de pagar la luz o ir al supermercado, para mí se convirtió en un pretexto para tener aventuras alrededor de la glorieta, o cruzar a toda velocidad la esquina de la muerte, como llamábamos al triple cruce de Luz Saviñón, Cumbres de Maltrata y Quemada.

Ernesto, mi hermano, sentía a los cinco años una pasión irrefrenable por los animales. Mis padres tenían sospechas fundadas de que de grande será veterinario. Es desde ese núcleo de afecto que escribió aquella navidad a Santa Claus pidiéndole que le trajera un par de pericos o cotorras. Su carta llevaba, por más señas, un dibujo de un par de pequeños bultos narizones de color verde para que el Santo no se extraviara. Mis padres visitaron un reconocido criadero de aves en San Jerónimo y escogieron un par de aves de porte real y colorido potente, que mi papá recogería en la víspera de navidad… Amaneció el 25 de diciembre. Mis papás escucharon nuestros los pasitos de duende mientras bajábamos al árbol a ver qué es lo que mágicamente había aparecido ahí. Lo siguiente que escucharon fue un llanto. Ernesto se deshacía en sollozos, pues uno de los pericos que Santa Claus le trajo estba en el piso de la jaula más tieso que pedazo de mármol florentino. Ambos bajaron corriendo a confortar al pequeño. De inmediato mi mamá identificó una brecha considerable entre las cotorras que ella había elegido en San Jerónimo y los escuálidos loritos tísicos que estaban encerrados en una jaula de alambritos. Volteó a ver a mi papá echando fuego por los ojos, pues sin duda él era el responsable de tamaña desventura. En privado, después de una defensa imposible, pues el segundo de los pericos agonizaba ya por el efecto de los balines que le habían alimentado como alpiste, mi papá confesó que en la calle encontró a un indígena que cargaba sobre sus hombros una torre de diez jaulas de bambú. Sintió compasión y decidió mejor comprarle a él a los loros, “¡pobre hombre que necesitaba vender la mercancía para no llegar a la cena de navidad con las manos vacías!”

La misa

Cuando la fiesta era en otra casa y salíamos, de camino, solíamos parar brevemente en la iglesia de Churubusco, donde mis papás se casaron. De pequeño a mí me gustaba esa iglesia porque tenía unos cañones inmensos a la entrada. Yo solía escalarlos y usarlos luego como resbaladilla.

Pero en realidad íbamos a misa hasta el día siguiente. Recuerdo con especial precisión las misas de la época de adolescencia: Solíamos ir a La Divina Providencia en la Colonia del Valle, a misa de 1:00 de la tarde. La misa la oficiaba el padre José Luis López, un sacerdote de oratoria potente, cuya fama era tal, que desde bastante antes de que terminara la misa anterior, la iglesia comenzaba a llenarse, seguramente aguijoneando los instintos de envidia de los otros padres.
Durante aquellas misas de navidad, puedo asegurar que ví personas pelear por un asiento con voracidad de pobre y nada de caridad cristiana. Mi abuelo, que pensaba que uno debería de ir a misa más por el sacramento y menos por el carisma del sacerdote lo bautizó como El pico de oro, como para reducir nuestra afición a sus homilías, pero no consiguió sino lo contrario...

Fuera como fuera, ese hombre alto, calvo y nervioso –al que le faltaba la paciencia para ser buen confesor— era imponente cuando se paraba frente al altar a dictar unos sermones siempre profundos e inteligentes a los que nunca faltaban referencias cultas o momentos poéticos.

Montado en la potencia de su voz, y en un espacio que parecía ser abarcado por sus enormes brazos cuando los extendía como clamando al cielo, escuché infinidad de sermones y relatos memorables.
Su voz tenía la cualidad increíble de agitar la imaginación y animar el corazón. Escuchándolo uno sentía que había estado ahí, justo en el sitio donde aquella mujer que pesaba apenas como el perfume subida sobre el lomo de aquel borrico, mientras buscaba posada en algún sitio de Belen; donde aquel hombre sencillo que nació de esa mujer, más tarde, trasformó el discurso de su tiempo a punta de desafiar a los poderosos y cautivar a los sencillos con parábolas; a través de su voz estuve ahí mismo cuando aquel hombre que murió crucificado al lado de dos criminales extraños y, presencié como a aquel hombre a quien ya le faltaba el aire, todavía todavía le sobró generosidad para tratarlos como hermanos…

Las películas

Las navidades, el 25 por la tarde, terminaban invariablemente con la familia – Papá, mamá, Ernesto, Carla y yo— en el cuarto de televisión.
Bien cerrada la puerta de la casa, todos calientitos en pijama y con pequeñas frazadas; con unas buenas bolsas de palomitas frente a nosotros.

Elegíamos las películas democráticamente. Papá siempre proponía títulos imposibles que salían de sus afanes artísticos, o de sus recuerdos infantiles– Un verano con Mónica, Fresas Salvajes, Scaramooch, The Eddie Duchin Story.
Pero casi siempre ganaban películas románticas o películas de corte navideño que sin duda ya habíamos visto una y mil veces... Sin embargo, se sabe que las tramas que ya se conocen de antemano suelen producir una sensación de calor y comodidad, de seguridad y felicidad, de complicidad con el auditorio, que nunca provocan los títulos nuevos, cuya efectividad es un volado, y que son más propicios en las veladas en las que uno tiene ganas de experimentar aventuras...

De cualquier forma, la película era lo de menos. Lo importante en aquellas veladas navideñas era estar juntos... ¿Pues qué es la navidad sino ese deseo potente que va a contrapelo de la fugaz realidad de límites y fragilidades que nuestra humanidad nos impone; qué es sino ese deseo imposible de que todo lo que amamos, dure para siempre?

miércoles, 17 de diciembre de 2008

El Titicaca desde Copacabana y la Isla del Sol

En la escuela primaria, los días de clase de natación, había una jitanjáfora de aires marinos que los niños cantábamos mientras nos cambiábamos:

Entre las olas del mar, pu pú.
Salió un viejito a cagar, pu pú.
Se le olvidó el papel, pu pú.
¡Ay que viejito tan güey, pu pú...


Había otro juego de palabras que cantábamos a coro mientras, con los pies apretados al centro de un cícrulo, uno de nosotros iba descartando, uno a uno, a los niños amontonados:

En el Lago Titicaca,
una vieja se hizo caca.
Como no tenía papel,
Se limpió con el dedito...

Por alguna razón que debe responder necesariamente a los mecanismos de la mente infantil, siempre imaginamos que el Lago Titicaca era de color marrón.

Nunca anticipamos lo que hace unos días encontramos con sorpresa.

El Lago Titicaca está lleno del azul mas celeste que puede verse sobre la tierra. Se funde con el blanco de la espuma y la nieve de los Andes, a lo lejos.

Y por las tardes, el Titicaca explota de color...










Nuestro Recorrido en Perú

Recorrido en Perú


Recomendaciones de los viajeros del Corazón en el Perú:

· Funciones de cuentos de Habla Palabra en el Bar Libar, jueves por la noche
· Bar Juanito en Barranco, Lima
· Anticucherías de Barranco, Lima
· El Rincón que no conoces, Lima
· Hostal Inka Lodge en Miraflores, Lima
· Paseo por Miraflores, Lima
· Paseo por Barranco, Lima
· Parque de la Amistad, Lima
· Centro Comercial Larco Mar, Lima
· Cafeterías de la Alianza Francesa, Lima y Arequipa
· Museo de la memoria, Ayacucho
· Tour a las Islas Ballestas, Paracas
· Sanwichería Juanito, Cusco
· Barrio de San Blas, Cusco
· Jack´s Café, Cusco
· Hostal Casa de la Gringa, Cusco
· Sitio Arqueológico de Machu Picchu
· Restaurante Pueblo Viejo, Aguascalientes

Tríalogo imaginario entre cuenteros

A Cucha del Águila y al Chato Miguel,
amigos entrañables, personajes de cuento


En los albores de la narración oral escénica, en un país que se abre entre la Amazonía y la Cordillera de los Andes, tres jóvenes cuenteros (en esa época…) departen alrededor de una mesa en donde no falta licor.

Sienten una novedosa pasión por contar cuentos, y todos se agitan con intensidad cuando de comerse el coco alrededor de una cuestión se trata.

Esa noche se han juntado para plantearse un dilema: ¿De entre los tres elementos críticos de la narración oral –el cuento, el cuentero y el vínculo— cuál es el más importante?

Es el cuento –toma la palabra Tingo, la chica de la selva. La historia en sí. Es el contenido el que está destinado a tocar al auditorio. La historia es el espejo en el que el escuchante se refleja. Es la historia la que lleva una simiente que se instala en las tripas de una persona; la que le revolotea, lo trastorna y lo transforma.

Es la historia la que lo interesa, la que lo cautiva: años después de que se ha escuchado una historia, puede haberse olvidado del todo al mensajero y el momento en que ocurrió, pero la historia permanece alojada en la memoria; continúa actuando sobre el pálpito cotidiano del corazón y del respiro.

El cuentero camina siempre sobre los hombros de otros hombres: los antepasados que construyeron un linaje hecho de historias; los escritores que diseñaron castillos de palabras; los viajeros que fatigaron el camino; otros cuenteros –hoy anónimos— que recopilaron la sabiduría de un mundo en que los animales hablaban y no siempre el más astuto y rápido es el que gana. El cuentero tiene una deuda con ellos y debe hacerles justicia en su relato.

Por ello, es esencial el gusto para seleccionar el texto; el cuentero se nutre del lector y del recopilador de historias; la boca del cuentero es la extensión de su ojo, es la otra cara de su oreja. Debe desarrollarse con la devoción de un gourmet.

Justo por ello es tan relevante la pertinencia para traducir un texto en versión oral, pues es el abordaje que el cuentero hace sobre el texto original –lo que se dice, lo que se calla— lo que determinará la potencia que tenga el relato al ser escuchado; siempre bajo el afán de encontrar parsimonia: que no sobren ni falten palabras para decir lo que se quiere decir.

La relevancia del cuento hace que en cierto grado sea deseable la neutralidad en el cuentero, pues nada debe interrumpir el flujo de la historia hacia el público. El cuentero, en le ejecución, sólo un instrumento. Él será tan bueno como lo sea su repertorio.

Vista así la narración oral es, en estricto sentido, el último eslabón de la recopilación etnográfica y de la literatura:

Al final – dice la Chica de la Selva— son las historias las que aceleran el paso del tiempo en los velorios; son las historias compartidas las que salvan a los presos políticos en las cárceles del mundo; son las historias todo lo que en realidad sabemos sobre aquel hombre que murió en Palestina en la cima de un monte árido, colgado en una cruz.

Toulouse, el francés, replica con picardía: “En realidad se trata del cuentero”. ¿No es acaso que la narración oral se trata en último término del juglar que va de pueblo en pueblo trasladando historias? Es el juglar el que con su irrupción en la rutina del pueblo crea un estado de excepción; establece un corte en el la monotonía anímica del hombre del pueblo.

La narración oral se define por este alto ritual forzado por ese personaje que tiene algo de charlatán, algo de bufón, algo de sacerdote.

Es más, apuntala el francés: en última instancia contar es como filosofar. Las ideas (las historias) no son tan importantes, pues ninguna habrá que realmente permanezca; ninguna hay que valga más que la realidad de nuestra muerte... Es más importante el acto de filosofar, verbo que siempre se actualiza en presente, y que es indivisible de aquel que lo encarna, el filósofo (el cuentero).

Si tuviera que conceder unos cuantos palmos, el francés estaría dispuesto a reconocer que acaso la apuesta del narrador (como la del filósofo) es que el escuchante de historias sienta una comezón por emular al cuentero y fabricarse las suyas propias.

Pero por el momento no está dispuesto a ir tan lejos y abrir un flanco débil frente a sus interlocutores. Por lo pronto, como él sostiene que cada uno debe ocuparse de lo suyo, el cuenta cuentos empieza y se agota en sí mismo…

Así, como quien cuenta, filosofa a un mismo tiempo, no importa tanto sobre qué se cuenta –las historias irán y vendrán— importa más bien el hecho en sí de contar. El texto, la anécdota en sí, además, serían pronto olvidadas si no fuera porque la voz, el carisma, el ingenio del cuentero el que la hace asequible, viva, y en última instancia memorable para el auditorio.

Es por el rol que tiene el cuentero como el mensajero, que es esencial que esté listo para la calixtemia escénica, en la que su cuerpo se alíne totalmente a su intención comunicativa. Que desde el dedo pequeño del pie hasta la más insignificante de sus pestañas estén confabuladas para hechizar al público.

Por ello también, es fundamental que la voz tenga el filo que necesita para esculpir el aire y entregárselo al público en un gesto de mago; que la voz pueda fluir con ligereza de brisa, golpear con dureza de mazo, o convertirse en una ridícula piedra inmensa al pie del escenario.

No es posible prescindir, en este escenario, de una estrategia histriónica que acompañará la danza del cuentero: la melodía que creará una atmósfera; la luz que acentuará la emoción; el espacio escénico que crecerá o se acortará según la historia requiera intimidad o vulnerabilidad.

La narración oral – dice el francés para terminar pronto— no es otra cosa más que la expresión más simple y pura de un teatro comprometido: El público se quedará al final con la impresión de haber vislumbrado en el rostro del cuentero el reflejo del mundo real que se abre allá afuera de la caverna en donde los hombres estamos encadenados. Recordará al duende mágico, que con un pase de su mano hizo crecer pelo en el desierto canceroso del coco liso de un niño de seis años…

Tarumba, el payaso, escucha y sonríe. Agrega: “Yo apuesto por el vínculo”. Pues contar cuentos se define por la fugacidad del encuentro entre uno que habla y otro que escucha. Pues contar cuentos es siempre el medio para otra cosa; pues la historia tiene sentido en la medida que apela a la realidad de lo que está ocurriendo en la vida de una comunidad o una persona; pues el cuentero no es nadie, a menos que el público le otorgue el permiso para ser su interlocutor. Pues contar cuentos, fue desde el principio, un acto de congregación comunitaria, al final de la jornada, alrededor del fuego.

Por ello contar cuentos es un acto de complicidad, en donde el cuentero es un intérprete que elige una historia para rascarle al público lo que éste ya tiene inscrito de antemano en su conciencia. Pues en el acto de contar cuentos el auditorio es en realidad el sujeto, que aunque permanece aparentemente estático, es quien en realidad cuenta la historia verdadera, en silencio y con un desfase de dos segundos con respecto al relato del cuentero, montado en la traza de su voz. En todo caso, el cuentero lo único que hace es abrir una brecha con el machete de las palabras en medio de la selva tupida que es el silencio, para que el escuchante haga su recorrido personal.

Desde ahí le parece a Tarumba que el cuentero no debe tener un itinerario predefinido cuando se para en un escenario; debe más bien elegir el repertorio conforme avanza, para contar la historia que el público necesita.

Por ello se deben contar cuentos en espacios pequeños, donde el cuentero pueda ver a los ojos al público; espacios donde el cuentero pueda interpretar la respuesta del público y utilizarla; en donde el cuentero pueda construir un giro sorpresivo en su relato detrás del recodo que se abre en el fondo del silencio del auditorio; donde el cuentero esté a tiro de piedra para picarle las costillas al público a partir del primer esbozo de risa; desde donde pueda a atizar en las heridas del corazón cuando la primera lágrima aparezca en la mujer que se sienta en la primera fila del público.

Al final, el público se llevará de la función sólo un rastro afectivo –la esperanza, el desasosiego, la ligereza alegre, la urgencia por hacer algo distinto—, ese registro libre de palabras (más allá de las historias) y libre de imágenes (más allá del cuentero), síntesis de la relación que se estableció en ese momento único e irrepetible.

La narración oral – concluye el payaso– tiene algo de antropología, algo de educación, pero es sobre todo, una extensión de la vida misma –dinámica, imprevisible.

Al final, los cuenteros verdaderamente memorables son aquellos que establecieron un vínculo significativo con nosotros en circunstancias relevantes de nuestra vida a través de los cuentos.
En nuestro corazón prevalece la tranquilidad con la que mamá consiguió cubrir nuestro corazón atribulado cuando el miedo de la noche nos acosaba; la sensación de poder y valentía que papá nos hizo brotar en el corazón cuando bautizó con nuestro nombre al príncipe mata dragones de un cuento; el profesor que con sus relatos nos enseñó que otras vidas eran posibles…

...
En la elección que cada uno hace de los ángulos de este triángulo, intencionalmente deciden ignorar la solución que los padres de la iglesia católica encontraron para resolver el problema que anteriormente planteaba el politeísmo de proporciones escalénicas.

A su solución la denominaron el misterio de la santísima trinidad. Tres dioses, un solo dios. El padre –la potencia creadora; el hijo –el mensaje de la salvación; el espíritu santo – el vínculo amoroso entre los dos que se derrama hasta el pueblo…

Así, los tres cuenteros continúan hablando toda la noche. Aunque saben que los interlocutores tienen parte de la verdad, mantienen deportivamente sus disensiones, pues si acordaran, el vino dejaría de correr en aquella velada, y cada quien habría de regresar, demasiado pronto para su gusto, a dormir a su casa...

martes, 16 de diciembre de 2008

Dos cuentos medio políticos

El buen gobernante
(Versión oral de Javier Echevarría)

Esta es la historia de Jaina, hijo del Rey Soroy. Un joven que no sabía que quería hacer por la vida. Él solamente quería correr por los campos y subirse a todos los árboles y nadar por todas las lagunas. Y todos los ministros del Rey estaban muy preocupados pues ya era hora de que este joven se encaminara y dijera qué cosas quería hacer en la vida. Pero su padre no, él esperaba el momento en que él se diera cuenta solo.

Y llegó el día. Un día en que Jaina se despierta, se va a lavar frente al espejo, y entonces tuvo una revelación. El día que cambió todo, vió una imagen que cambió su vida para siempre, vió… por primera vez tres pelitos que habían aparecido durante la noche en su barba. Momento crucial en que cambia todo para los hombres.

“¡Tengo barba! – dijo. “¡Soy un hombre. Ya sé qué quiero hacer en la vida: quiero gobernar!”. (Bien original quería hacer lo mismo que el papá…)

Va con su papá, lleno de felicidad, y le dice: “Papá, mira… ya tengo barba. Quiero gobernar. ¿Por qué no me das un departamento, una provincia, algún territorio para que yo vaya practicando?”

Y su padre, que había sido un gobernante sabio, igual que lo había sido su padre, su abuelo, su bisabuelo. Una larga tradición de gobernantes sabios, le dijo: “¿Quieres gobernar? Anda al bosque a escuchar, y cuando lo hayas escuchado... estarás listo…”

Jaina se enfadó con el papá. Él ya quería gobernar, quería que su papá lo tratara como un adulto, y el papá lo ha mandado al bosque, a escuchar… ¡Lo ha tratado como un niño! Pero es a fin de cuentas su papá, es el Rey y ha de obedecerlo.

El bosque es oscuro, peligroso. Jaina llegó, se asomó al bosque, y escuchó un pajarillo que cantaba…

Y regresó corriendo con su padre. “Listo, ya está papá. Fui al bosque y escuché un pajarillo que cantaba…”

Su padre abre la ventana y le dice: “Mira hijo, ahí hay un pajarillo. Escucha. Canta igual que el que tú describes. ¿Cómo sé que en verdad has escuchado el pájaro del bosque y no ha sido este otro? Anda al bosque a escucharlo. Y cuando lo hayas escuchado, vuelve.”

En esta ocasión Jaina se dio cuenta de que el encargo tenía truco… Pero él, que era un hombre, tenía que pensar… Así que antes de irse al bosque tomó un pliego de papel y una pluma, y se internó. Y ya adentro, empezó a llevar registro de todos los animales que escuchaba: mono… buho… lobo…

Y volvió nuevamente con el papá al palacio. “Ya está papá. Aquí en esta lista están todos los animales que he escuchado. Ya estoy listo para que me entregues el territorio que habré de gobernar.”

Pero justamente en ese momento estaba pasando una caravana de gitanos, con todos los animales de esa lista. “¿Cómo sé que en verdad has escuchado a los animales del bosque y no han sido aquellos de la carabana? Anda al bosque a escucharlo. Y cuando lo hayas escuchado, vuelve.”

En esta ocasión Jaina se dio cuenta de que la tarea no tenía truco. Y que tenía que sumergirse verdaderamente en ese bosque oscuro y peligroso. Y no sabía por donde empezar. Y cuando uno no sabe por donde empezar, simplemente hay que andar.

Entonces Jaina, poco a poco, empezó a menterse en el bosque. Hasta desaparecer.

Y pasaron los días, y Jaina no volvía.

Y todos en el reino estaban muy angustiados, pues el heredero del trono se había perdido. Menos su padre, que lo esperaba muy tranquilo.

Y pasaron los meses, y Jaina no volvía.

Y todos en el reino estaban muy tristes, pues el heredero del trono se había perdido para siempre. Menos su padre, que los esperaba muy tranquilo.

Y pasaron los años, y Jaina no volvía. Ya nadie se acordaba de Jaina. Menos su padre, que lo seguía esperando muy tranquilo.

Hasta que una tarde en el camino que conecta la puerta del palacio con el castillo, apareció un hombre, todo desaliñado, con la ropa raída, el pelo largo y la barba espesa y crecida, de tal forma que le llegaba casi hasta el piso.

Y era Jaina. Y en el reino nadie lo reconoció.

Y cuando llegó al palacio, los soldados no lo reconocieron. Fueron con el rey y le dijeron: “Majestad, afuera del palacio hay un hombre que dice ser su hijo…”

Y el rey, con el impulso de un corazón que ha esperado tanto tiempo, salió corriendo. Mira al muchacho, y a través de la suciedad y las barbas, reconoce la mirada de su hijo, como sólo los padres son capaces de reconocer la mirada de sus hijos.

Y entonces le pregunta: “Hijo, ¿qué has escuchado?”

- “Escuché el breve temblor de los botones de las flores. Un segundo, apenas un segundo, antes de florecer…”

- “Y también escuchaba el crujir de la tierra cuando aparecían los primeros rayos del sol…”

- “Y también escuchaba el pequeño murmullo de las hormigas, cuando se ponían de acuerdo sin ponerse de acuerdo…”

- “Y también escuchaba…”

- “Es suficiente – dijo el padre – ahora que sabes escuchar lo que no se oye, estás listo para escuchar las necesidades de tu pueblo. Anda vé, y gobierna…”

Ahora sí le cayó al Cholo


En la época del gobierno del expresidente Toledo a Javier lo invitan a contar el cuento frete al presidente acompañado por su gabinete en pleno, que se encuentra reunido en una Huaca (lugar sagrado) en Miraflores.



Javier termina y todo mundo queda en silencio.

Después, al final, lo rodean los ministros y comentan. “¡Qué buena, Javier!, ¡Ahora sí le cayó al Cholo (apodo con el que se conoce a Toledo)!”

Ponen gestos entre graves y divertidos, le dan tres palmadas en la espalda, y se dirigen rumbo hacia donde están preparadas las bebidas y los bocadillos.

Javier entendió entonces: los políticos son unos profesionales de no entender. Sus reflejos están entrenados para la proyección, no para la introspección. Hablaban como si el cuento estuviera dirigido únicamente a Toledo. Y nada, absolutamente nada de aquella historia, tuviera que con ellos…

Villa el Salvador, el proyecto imposible

El primer día que llegamos al Perú, por un inexplicable laberinto, terminamos contando cuentos en una comunidad marginal a las orillas de Lima llamada Villa el Salvador. Un sitio que tiene un sabor muy semejante al Chalco de los ochentas en los márgenes de la Ciudad de México.

Contamos en un espacio especial. En el foro de la cultura solidaria del Teatro Vichama que año con año organiza el pueblo.


Pues aquí, según nos cuenta Ángela Zignago –socia de César Villegas en Villa Palabra, antropóloga, actriz, cuenta cuentos— el teatro no es un proyecto impuesto, extraño a la comunidad. El teatro es aquí la voz misma del pueblo. Ellos lo escriben. Ellos lo actúan. Ellos lo gestionan.

Y así es desde que un día la gente les dijo a los actores: “¿Por qué en lugar de montar obras de otros autores, no cuentan nuestra historia?” Y así lo hicieron. Esa primera historia se puso por y para la gente de Villa el Salvador. Y sirvió en parte para celebrarse a sí mismos y para terminar de desafiar el escepticismo de toda la gente –en el gobierno, en la sociedad, en la guerrilla— que creía que su proyecto de ciudad era algo imposible.

La de Villa el Salvador –me cuenta Ángela— es una historia dolorosa. En los sesentas hubo una invasión de terrenos en una zona de Lima llamada Pamplona, debajo de la cual había gente de muchísimo dinero, cosa que, naturalmente a los ricos y poderosos no les gustó, pues por un lado les afeaba el paisaje, y por otro lado les devaluaba la propiedad.

El gobierno, siempre pronto para defender los intereses de la minoría acomodada, se movilizó para defenderles frente a los señores invasores. Hubo una confrontación violenta.

Hasta que se transó una especie de acuerdo: Todo ese grupo se movilizaría. Dejaría Pamplona y se irían a un arenal a las orillas de Lima llamado Villa el Salvador. A cambio, el gobierno desarrollaría toda una nueva ciudad.

Y la voz de que el gobierno estaba regalando terrenos, ofreciendo pavimentar, alumbrar, poner escuelas, poner clínicas… se pasó rápidamente, no sólo entre los invasores sino entre otros miles de personas hacinadas en Lima. Montados en esa ilusión comenzó una especie de migración masiva organizada que no se había visto nunca antes en el Perú.


A los pocos días no sólo estaba claro que el gobierno no cumpliría ni en ese momento ni nunca.

Con la rabia hirviendoles en las venas, en lugar de seguir peleando se ponen a trabajar. Su impulso es calificado de ingenuo, pues lo que ellos quieren hacer no puede hacerse, pues para que las ciudades existan es necesaria la participación del gobierno.

Pero ellos siguen y siguen. Trabajan y trabajan.

Años más tarde, Villa el Salvador se había convertido en una ciudad totalmente funcional. Desde entonces es un modelo de lucha popular pacífica. La política ahí ha dejado de ser una cosa de políticos, discursos y promesas, para convertirse en un movimiento de gente que se organiza por conseguir cosas buenas para todos.

Quizá justo por eso, veinte años después de su fundación se convirtió en uno de los blancos preferidos de Sendero Luminoso, pues si algo aterroriza al terrorismo es el liderazgo de gente en la que cree la gente.

Esa noche, un poco como deferencia a sus nuevos amigos mexicanos, un poco justo porque estamos en un festival de teatro que representa la voz de los marginados, Ángela elige un cuento del Subcomandante Marcos.

Una elección no exenta de ambivalencia –le digo—, pues a fin de cuentas, Marcos terminó por revelarse como político, que con su obtusa inacción terminó por defraudar las posibilidades de aquellos cuya voz representaba.

“Puede ser que ahí quede sentenciado el personaje Marcos como político”, responde Ángela, “pero lo cierto es que eso no anula otros aspectos de su contribución, como por ejemplo su legado poético”.

Por eso casi a nadie le dice que este es un cuento de Marcos. Porque Ángela cree que sus palabras no necesitan de su pipa y su máscara para ser potentes. Para convocar, para hacer a los sin voz, creer en su propia voz…


Una pequeña nubecita en el desierto
(Cuento, Subcomandante Marcos; Versión Oral, Ángela Zignago)

Había una vez una pequeña nubecita. Una pequeña nubecita que está viajando por el cielo. Y la nubecita tiene un sueño reiterativo en su pequeña cabecita donde bruma. Sueña, lo que sueñan todas las nubes: encontrar un lugar donde lloverse.

Así que la nubecita estaba navegando por el cielo azul, buscando un lugar para lloverse. Pero, las nubes, para lloverse, deben ser varias, y chocarse entre ellas, y así se produce el aguacero. Así que, estando sola, la nubecita decidió ir en busca de otras.

A lo lejos vió unas enormes nubes blancas; nubes hermosas, gigantescas. Y pensó, iré hacia ellas, me haré su amiga y nos lloveremos juntas.

Y cuando llegó donde ella estaba, ellas la miraron con desdén en su rostro de nube. Y le preguntaron: ¿tú que quieres? Ella les respondió: “pues lloverme con ustedes”. A lo que ellas replicaron: “Espera un momento. Tú no te puedes llover con nosotros. Nosotros somos nubes grandes, cargadas, hermosas. Tú eres apenas un rabito de nube, insignificante. Si nos llovemos contigo nos vamos a desperdiciar. Así que no nos lloveremos contigo. Ubícate en tu realidad y búscate nubes de tu tamaño para lloverte con ellas.”

La nubecita escuchó el discurso y pensó: “Pues tal vez tienen algo de razón, y si se llueven conmigo, se van a desperdiciar mucho… Me iré pues a buscar a otras nubes que si quieran lloverse conmigo.”

Y así se fue a volar por el cielo azul. Pero por más que buscaba, no encontraba a ninguna nube, pues el cielo estaba azul. El sol quemaba, y la nubecita, con tanto calor, empezaba a deshidratarse. Y con la deshidratación se iba haciendo más pequeña de lo que ya era. Pero aún así, insistía para sus adentros: “yo me tengo que llover con alguien…”. Y no desistía.

De pronto, a lo lejos vio unas montañas. ¡Enormes! Y encima de ellas, una multitud de nubes de todos colores. Dándose unas contra otras en un baile frenético. Y mientras se chocaban salían rayos y truenos. Y caía una tormenta sobre la montaña.

Y la nube pensó: “Ahí, si entro, nadie se va a dar cuenta de mi presencia. Tan chiquita soy, que me puedo colar sin que nadie se de cuenta. Y, entonces sí, ahí me lluevo.”

Y llegó hasta las montañas. Y cuando llegó, a punto estaba de entrar entre ellas, cuando le salió al paso una nube enorme y gris. Una nube seria que la detuvo, y le dijo: “¡Alto!, tú no puedes pasar acá a menos de que tengas invitación.

“¿De cuándo acá se necesita invitación para lloverse, si eso es lo natural en nosotros?” preguntó la nubecita.

“Es que esta es una fiesta privada” – replicó la nube grande. “Aquí hay muchas nubes muy importantes. Y tu no puedes venir acá sin invitación a lloverte.”

Por más que la nubecita pidió, insistió, rogó, aseguró… que nadie se daría cuenta de su presencia, fue una y otra vez rechazada, pues además, argumentó la nube gris, ella no se arriesgaría a perder su trabajo por un capricho. Así que la nube gris se pidió que se fuera.

Y a la nubecita no le quedó de otra. Y se fue, pues no quería perjudicar a nadie.

Pero conforme iba pasando el tiempo la nubecita se iba haciendo más pequeñita. Ya casi no quedaba nada de ella, cuando pensó: “Yo tengo que lloverme. Porque si no lo hago ahora, desapareceré. Y si desaparezco sin haberme llovido, será como si nunca hubiera existido.

Así que miró para abajo, y abajo había un enorme desierto. Todo estaba en silencio. Miró hacia los lados y vio el cielo azul. Se miró a si misma y volvió a pensar, tomó fuerza e hizo un gran esfuerzo de condensación. Casi dos veces mayor al normal, pues cuando una nube se llueve sola, requiere más esfuerzo.

Se concentró en su materia de bruma, y condensó, y condensó y condensó su cuerpo brumoso. Y de ese cuerpo salió una gotita de agua. Una sola gotita de agua.

Y esa gotita cayó desde el enorme cielo hasta el desierto silencioso.

Y cuando llegó finalmente, ¡plaffffff! se destrozó contra una roca del desierto.

Y ahí terminaría la historia de la nubecita y la gotita de lluvia… Pero ahí no termina, pues el mundo funciona de otra manera…

Pues cuando la gotita cayó en el desierto hizo mucho ruido. Y ese ruido despertó a la tierra.

Y la tierra le preguntó a la roca: “Roca, Roca, ¿qué ha pasado?”.

Y la roca le contestó: “¡Una gotita de lluvia! ¡Parece que va a llover!”

Y la tierra se dijo: “¡Lluvia! ¿¡En serio!?”. Así que se apresuró a despertar a todas las pequeñas plantas que vivían debajo de su lecho, resguardándose del sol, para que se prepararan para recibir la lluvia”.

Y las plantitas empezaron a pasarse la voz con una rapidez increíble, pues cuando hay necesidad, la gente se comunica a una velocidad increíble. Y en un momentito, todas estaban enteradas de que iba a llover. Así que en un mismo instante, todas las plantitas levantaron la cabeza, la sacaron de la tierra y se asomaron esperanzadas, mirando hacia el cielo.

Ese instante bastó para que todo el desierto se vistiera de verde. Y ese verde, lo vieron las nubes grandes que estaban sobre las montañas. Y dijeron: “¡Mira, el desierto está verde! ¡Hay vida ahí! Es tierra fértil. Vamos todas a llovernos.”

Y todas las nubes grandes se fueron hacia el desierto. Y llovieron, y llovieron. Un día, una semana, un mes… varios meses.

Y el desierto, se convirtió en una hermosa selva.

Cuando terminaron, las nubes grandes, miraron el trabajo hecho, y se felicitaron entre ellas: “sin nosotras, esto no sería posbile…”. Y partieron.

Y nadie se acordó de la nubecita. Excepto la roca. La roca que guardó esta historia en su corazón, para contársela a las nuevas generaciones de nubes, y a las nuevas generaciones de plantas, para que nunca nadie se olvidara de que a veces, la diferencia entre un desierto y una selva, puede ser apenas una gotita de lluvia.

De Política Peruana y cosas peores

La triste realidad de la clase política peruana

Existe en el Perú una imagen dramática del país que fue trazada por un pensador de nombre Raimondi: Perú es un mendigo sentado sobre un banco de oro.

Y a la hora de explicar porqué es así, la gente encuentra que entre muchos factores intervinientes en el atraso del país, uno de los más pesados es, sin duda, la escasez de liderazgo en el país.

Conclusión que extraña en un país heredero de uno de los imperios más importantes de Mesoamérica, y los imperios difícilmente se construyen a menos de que haya un grupo de líderes relativamente coordinado y capaz de sostenerlo.

En algún sitio leímos que todos esos incas potentes y orgullosos fueron arrasados por la conquista española, a quien le estorbaba cualquier persona capaz de disensión o desafío. El sitio de la autoridad, dicen algunos, lo ocuparon entonces un grupo de españoles que estaban lejos de representar lo mejor de la madre patria. Campesinos incultos en el mejor de los casos, bandidos, en el peor, que habían salido de la tierra de castilla dispuestos a todo con tal de encontrar una vida mejor.

Sea como fuere, pudimos palpar durante nuestra estadía –en la prensa, en los medios, en las opiniones de nuestros amigos— que la clase política peruana carece de cualquier credibilidad. Los políticos son frecuentemente vistos como pequeñas criaturillas cínicas capaces de cualquier cosa por obtener y mantener el poder.

Alan García en la memoria de nuestros amigos

Acaso la mejor forma de juzgar la gestión de un político es por el impacto que su gestión tiene en la vida real y cotidiana de un pueblo.

De el primer periodo de Alan García, Wayqui recuerda cómo al principio de su periodo, cuando por primera vez se emitieron los billetes de 50,000 soles, a uno le alcanzaba con tres de esos para comprar un coche; al final de su gestión con eso mismo uno compraba un paquete de chicles. La inflación fue de locura.

Briscila tiene otra memoria de ese periodo cuando ella no contaba más de diez años: el miedo espeso y constante de que hubiera un atentado; los apagones constantes por los atentados contra las torres eléctricas; el desabasto en los supermercados, el racionamiento de la comida y las colas en los centros de distribución; las lúgubres noches por los toques de queda; los golpes súbitos de adrenalina en el estómago cada vez que en la calle aparecían bultos desatendidos. En aquel periodo de Alan García Sendero Luminoso se convirtió en una amenaza espesa y oscura que invadió todos los rincones del Perú.

El Doctor Champú

Sendero Luminoso, nos cuenta una muchacha alegre e inteligente que nos guía en el paseo por el sitio de Pachacamac es el resultado de la visión de transformación radical que un catedrático de la Universidad de Ayacucho tenía sobre el Perú.

En una época en que la mayoría de los movimientos guerrilleros de Latinoamérica seguían la pauta de Lenin y Marx (a imagen y semejanza de Fidel y sus barbones) y que en Perú el MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru) había ya reclamado la titularidad de esa tradición, Abimael decidió acogerse al Comunismo Chino de Mao.

Le llamaban el Doctor Champú pues su elocuencia era tal, que rápidamente le lavaba la cabeza a cualquiera y conseguir que en un santiamén sus interlocutores cambiaran de opinión, y justificaran airadamente cualquier acto que antes les hubiera parecido una barbarie.

La transformación se conseguiría sólo sembrando el terror. Conseguir poner a unos contra otros. Crear una incertidumbre absoluta con respecto a quien es amigo y quién es enemigo. Hacer que todos desconfíen de todos. Posteriormente, conseguir victorias simbólicas que se instalen en el ánimo de la gente. Finalmente, tomar el poder.

Y así despliegan su parafernalia de muerte, en ondas que cada vez se acercan más a la capital. Derriban las torres del suministro eléctrico. Cuelgan perros de los postes en los suburbios de la ciudad de Lima. Cuelgan hombres de los postes en Ayacucho con un cartel en el pecho: Así mueren los soplones. Activan bombas por todos lados. Hacen explotar un coche bomba en pleno Miraflores. Asesinan dirigentes políticos. Arrasan con poblaciones enteras.

Consiguen, en efecto, que el Perú se les arrodille.

El pez en el agua

Es en el contexto de un país totalmente desarticulado a Mario Vargas Llosa se le ocurre participar en la carrera por la presidencia de la república.

Según cuenta en sus memorias – El pez en el agua— se animó a participar en las elecciones por dos razones: una circunstancial, pues habiendo fungido casi toda su vida como un intelectual crítico del sistema, se encontró encabezando la protesta contra la nacionalización de la banca que Alan García pretendía; de esa protesta se derivó un movimiento de gente que clamaba por una nueva aproximación a la política, una cara fresca. Y una estructural, pues desde muy joven él estuvo ligado de una u otra forma a la política (en sus épocas de estudiante inclusive formó parte del partido comunista peruano); y, sobre todo, siempre se ha sentido atraído por los retos que rayan en lo imposible.

Vargas Llosa apareció con una campaña llena de postulados ciertamente atrevidos para la época. Su proyecto, en 1990, estaba cercano al liberalismo económico y al concurso de los intereses privados sobre la industria estratégica en el país; a la lucha frontal contra el terrorismo para conseguir estabilidad y seguridad jurídica; a la reforma agraria para que cada campesino se convirtiera en un pequeño empresario, dueño de su tierra; a la reforma educativa para que cada maestro ganara su espacio en sistema en función del mérito; al adelgazamiento y profesionalización del sector público.

A poco más de un mes de haber leído sus memorias hay varios segmentos e ideas del libro que siguen dando vueltas en mi cabeza, algunas de las cuales me atraen por que me parecen reflexiones generalizables a la cosa política, más allá del pueblo peruano; algunas, porque me parecen situaciones propias de ficción:

- Vargas Llosa reconoce que perdió la presidencia por errores que él mismo cometió, siendo el mayor de los cuales el no haberse presentado como un candidato independiente (imagen que reclamaba el desgastado pueblo peruano) y haber optado por una coalición con partidos conservadores, que ya habiendo estado en el poder, habían demostrado la misma ineficacia y corrupción que el resto de la clase política.
- Vargas Llosa reconoce también su incapacidad para comunicar y transmitir sus ideas a los distintos colectivos del país. En parte, porque en la política la discusión de ideas es el 2% de la actividad real; en parte, porque en una campaña en Latinoamérica, las ideas son tergiversadas por el adversario a una velocidad increíble; en parte porque el pueblo peruano permanece relativamente inculto y tiene instalada una resistencia suicida al cambio.
- Otro mea culpa interesante está asociado al relato de cómo descuidadamente Vargas Llosa autorizó un spot de campaña en el que, pretendiendo apuntalar su visión sobre la renovación de la Función Pública, se presentaba sarcásticamente al típico burócrata como un chango (mono) perezoso, durmiendo, comiendo, ¡y meando! sobre su escritorio. Imagen francamente no lejana de la realidad de la burocracia latinoamericana, pero que por su falta de sensibilidad, se convirtió en un bumerang en contra.
- Vargas Llosa interpreta que en última instancia el pueblo peruano prefirió tragarse las ideas populistas y perpetuar las estructuras de cacicazgo que los han empobrecido durante siglos, a asumir las implicaciones que en términos de la toma de responsabilidad individual tiene construir un país distinto.
- Encontré especialmente simpático el capítulos donde relata cómo sus adversarios políticos (el APRA del entonces presidente Alan García), toman parte de su novela Pantaleón y las Visitadoras, para presentar frente a las comunidades de la selva – Iquitos, Tingo María y otras— una imagen tergiversada de Vargas Llosa, como alguien que considera que las mujeres de la amazonía peruana son, sin excepción, putas por vocación. Quién sabe qué cuerdas habrá tocado la treta, o qué tan efectiva fue la reacción desmitificadora, que el día de la elección de la primera vuelta el apoyo más contundente que tuvo Vargas Llosa, fue entre estas comunidades.
- Disfruté también la ironía del segmento donde narra cómo en los momentos más tensos de la campaña, muy a su pesar, terminó respondiendo a los intereses y a las perspectivas de la oligarquía católica, por la que jamás hubiera abogado en otras circunstancias: obtenido un porcentaje marginal de votos en la primera vuelta, estuvo a punto de sucumbir a la tentación de no participar en la segunda vuelta, pues era ya obvio a esas alturas, que el segundo candidato –Fujimori— lo derrotaría al concentrar los votos que en la primera vuelta habían ido a parar a los candidatos de izquierda. Fue sin embargo una charla con el Arzobispo de Lima, quien le hizo ver que además de inconstitucional, el desistirse de la participación en segunda vuelta constituiría el peor atentado contra la incipiente democracia peruana, pues abriría el flanco a un golpe de estado.

El imperio de Fujimori

El gran ganador de aquellas elecciones de 1990 fue Alberto Fujimori, un candidato que dos meses antes de la elección, tenía menos del 1% de la intención de voto, y que creció como la espuma, de forma casi inexplicable.

El mismo Vargas Llosa plantea que al principio Fujimori fue sólo un testaferro de Alan García y el ARPA, que apareció en la escena política con la misión exclusiva de restar poder a la propuesta de Vargas Llosa, pues con su fachada de candidato independiente, restaría algunos de los votos que el escritor tenía en algunos sectores del electorado.

Pero inesperadamente, sin siquiera contar con un proyecto político serio o firme durante la campaña, Fujimori se convirtió en una fuerza política incontrovertible, por tres razones según apunta MVLL: en buena medida por haber conseguido posicionarse como una alternativa totalmente alejada de los candidatos y partidos tradicionales, que era lo que el pueblo demandaba; en parte por que el pueblo se identificó con un rostro marginado, semejante al de ellos –cholos, indios y negros; en parte porque frente a el electorado consiguió representar el papel del David – el marginal, el impotente—frente al Goliat de Vargas Llosa –el europeo, el dominador.

Su victoria, inesperada, tuvo consecuencias tremendas para la vida política del Perú, pues casi de inmediato dio un doloroso golpe a las incipientes estructuras de la democracia peruana: a los dos meses de gobierno disolvió el congreso, eliminando todo tipo de contrapeso y llevando la centralización y la discrecionalidad hasta puntos inverosímiles; y transformó la constitución para reelegirse en el cargo.

Pero acaso lo peor, (como suele ocurrir frecuentemente con los dictadores), es que todas aquellas medidas las pudo llevar a cabo gracias al apoyo del pueblo, quien hipnotizado por el efectismo de Fujimori, le dio un cheque en blanco. La entrega casi total respondió por un lado a que Fujimori logró domeñar el caballo desbocado que era la economía peruana, aplicando medidas que consiguieron parar la inflación, estabilizar los indicadores macroeconómicos y restituir el vínculo con organismos financieros internacionales. Por otro lado, Fujimori consiguió – a base de mano dura y carta abierta a Montesinos para violar hasta los más mínimos parámetros de derechos humanos— prácticamente llevar a la extinción al terrorismo de Sendero Luminoso.

El golpe mediático más connotado fue aquel en el que tras varios meses de secuestro en la embajada japonesa, consiguió liberar a un grupo de varios centenares de secuestrados, aniquilando a prácticamente todos los plagiarios, con mínimas pérdidas para las fuerzas especiales del ejército.

Pero poco le duró la algarabía de aquella movida de ajedrez de su segundo periodo de gobierno y que le valió la reelección para un tercer periodo. Pues cuando estaba cerca de cumplirse su primera década al frente del gobierno, los escándalos que alcanzaron a su brazo derecho – Vladimiro Montesinos—hicieron imposible su continuidad en el gobierno.

La anécdota cuenta que estando de viaje de estado por el Japón renunció al cargo enviando un fax al congreso, que le reviró contestándole más bien que estaba destituido por ser inapropiado para detentar la presidencia de la república.

Más vale malo por conocido...

Después de un periodo gris del Cholo Toledo al frente del gobierno, la historia política del Perú presenció otro capítulo tragicómico, pues Alan García –a pesar de la funesta memoria de su primer periodo como presidente—volvió a ganar la investidura al máximo cargo de su país. Todo se debió a que su principal contendiente se descalificó a si mismo por sus antecedentes de carrera militar (el pueblo temía un regreso al estado militar dictatorial de mediados del siglo XX); y que por otro lado manifestaba sin rubor sus inclinaciones a formar parte del proyecto bolivariano de Chávez (en el pueblo peruano siguen hondamente enterrados los valores míticos de la soberanía nacional).

Durante nuestra estancia en el Perú, García quien en su segundo mandato parece haber mutado su filosofía política, aparece ahora como el paladín del libre mercado frente al mundo, capitalizando los esfuerzos que Toledo había hecho para que Perú fuera el anfitrión de la reunión de la APEC.

Por lo demás la coyuntura política en estos meses está cargada: pocos meses antes de nuestro paso por Perú tanto el primer ministro como buena parte del gabinete de García se vieron obligados a renunciar por un escándalo de corrupción; los medios se encuentran saturados con noticias de otro escándalo – el de los petroaudios – en el que se han dado a conocer oscuros manejos del gobierno de García para otorgar ilícitamente a un connotado empresario predios para la explotación petrolera.

No extraña que en buena medida la agenda política esté ligada a la explotación de recursos naturales –intereses públicos contra intereses privados— receptáculo último del poder y vértice doloroso en la vida de los pueblos.

Por nuestro paso por acá, en la voz de nuestra amiga Elisabeth Lino –que se ha dedicado a rescatar la memoria de pueblos comprometidos y es una insistente activista que ha documentado terribles abusos—, encontramos también tristes historias vinculadas a la minería: el tremendo derrotero que la mina de tajo abierto en Cerro de Pasco ha traído consigo la extinción de varios pueblos afincados a su alrededor; la tragedia medioambiental que ocurrió en la mina de Wankabelica con un monumental derrame de mercurio que enfermó a la población entera, cuando la empresa propició la recaptura de la fuga a mano limpia, produciendo daños irreparables en la salud de los niños, las mujeres y los hombres de la población. Y finalmente la controversia por la expropiación de una serie de predios para ampliar el aeropuerto de Lima, en donde con la paradoja que frecuentemente se le presenta a los gobiernos de determinar el bien común, existe la perenne sospecha de que terminan siempre por actuar en beneficio de los intereses de los ricos y poderosos de siempre…

Para terminar, un alto mando del ejército peruano recientemente causa una crisis internacional con Chile, con sus comentarios insensibles y chauvinistas... El general supremo de las fuerzas armadas responde tibiamente...

Y a pesar de todas estas oscuras nubes que flotan sobre su cabeza, García no tiene reparo en coquetear cínicamente con la idea de que, si los vientos son propicios, contenderá en un tercer periodo de gobierno…