sábado, 24 de octubre de 2009

Miradas Cruzadas_Crónica del montaje

A Chimi y Agnés, viajeros incurables,
artistas de espíritu, entrañables amigos
"¿La vida, cuándo fue de veras nuestra?,
¿cuándo somos de veras lo que somos?,
bien mirado no somos, nunca somos
a solas sino vértigo y vacío,
muecas en el espejo, horror y vómito,
nunca la vida es nuestra, es de los otros,
la vida no es de nadie, todos somos
la vida —pan de sol para los otros,
los otros todos que nosotros somos—,
soy otro cuando soy, los actos míos
son más míos si son también de todos,
para que pueda ser he de ser otro,
salir de mí, buscarme entre los otros,
los otros que no son si yo no existo,
los otros que me dan plena existencia,
no soy, no hay yo, siempre somos nosotros,
la vida es otra, siempre allá, más lejos,
fuera de ti, de mí, siempre horizonte,
vida que nos desvive y enajena,
que nos inventa un rostro y lo desgasta,
hambre de ser, oh muerte, pan de todos...
Octavio Paz, Piedra de Sol (fragmento)

1.

La primera vez que pensamos en hacer una exposición de fotografías juntos fue en Lima, mientras cenábamos una sanwiche en el Juanitos de Barranco. Al calor del entusiasmo viajero a mí se me ocurrió plantear que quizá podríamos armar algo para exponer en Santiago, Chile. La reacción de Chimi y de Agnés fue instantánea: les parecía demasiado prematuro. Quizá en México, al final del viaje.

Pues armar una exposición de fotografías, como quedó comprobado después de nuestra experiencia, es un quilombo monumental.

Cuando ya han pasado dos meses del regreso a México, en una zona gris entre la vida nómada y la vida sedentaria, --cuando todavía no dejamos de estar viajando, y todavía no terminamos de llegar-- sedientos de extender las imágenes del viaje, nos juntamos a platicarlo otra vez en su departamento del Desierto de los Leones.

Ahora el tiempo parece ser propicio.



2.

Por más que nos cansamos de encontrarnos a lo largo del viaje --Colombia, Perú, Bolivia, Argentina-- nunca se nos hizo sino hasta ahora subirnos a su camioneta legendaria. Esa que anduvo con aceite de cocina desde el Zócalo de la Ciudad de México hasta el final de la ruta 3 en la Patagonia Argentina.

Hay una emoción difícil de describir, pues este espacio está impregnado de aires viajeros, de aventuras y encuentros. Jennifer y yo guardamos silencio y miramos. Es como asomarnos a un rinconcito de intimidad especial.

En los 30,000 kilómetros que recorrieron no les falló el carro una sola vez. Pero justo el día en que nos subimos, el filtro de aceite empieza a jugar una mala pasada. Nos detenemos en Cuernavaca a cambiarlo en la agencia de la VW.

Finalmente paramos frente a la Catedral de Cuernavaca. Del otro lado de la calle está la Casona Spencer, el museo donde expondremos.





3.


Entre las dos parejas debemos haber tomado más de 10,000 fotografías a lo largo del trayecto.

Ahora hay que elegir sólo 50 para la exposición. Es sorprendente lo que uno aprende de ver fotografías junto con otro, pues aunque uno haya tenido el ojo para tomarlas, no es sino hasta que las discute con otro que va cayendo en la cuenta de qué es lo que las hace funcionar.

Una foto tiene valor si consigue constituirse como un testimonio de lo irrepetible, y que no se conocería de no haber estado ahí el fotógrafo.

Una fotografía es mejor si no lo explica todo, si se aparta de lo literal, si hay espacios velados.

Una fotografía es buena si es capaz de hacer evocar, si consigue hacer emerger en el espectador en el sentimiento asociado al sitio que retrata, o de hacer nacer en él una cierta curiosidad sobre la experiencia subjetiva que cruza a las personas que está retratando.

La fotografía es buena cuando tiene movimiento, cuando hay la sensación de que pasan cosas. Cuando desafía al que la vé a interpretar qué es lo que ocurre y le hace completar la anécdota. La fotografía funciona si consigue enmarcar una historia en medio de un contexto caótico.



4.

Para mirar fotografías hace falta tener una buena dosis de obsesión. Un romance con el pixel, el pigmento y el milímetro cuadrado.



5.

La lección que recuerdo con más precisión de las clases de historia universal de cuarto de preparatoria que impartía un argentino exigente de nombre Angel Cabaña era la historia de un tal Taylor. El hombre que inventó la producción en serie. Que convirtió la manufactura en una secuencia de pequeños segmentos repetitivos que exponencian la productividad.

Mientras trabajamos en la casa armando los cuadros --Agnés y Jennifer limpian los vidrios; los autores firmarmos las fotografías y Chimi fija los marcos-- inevitablemente recuerdo aquella lección...

Pero sobre todo, confirmo que uno sólo se apropia plenamente de aquello que hizo con sus propias manos. Que vivió a título personal. De la potencia personal que confirmó haciéndo la cosa... Lo que vale también como metáfora para el viaje entero...





6.

Chimi y Agnés liderean el montaje. Son estrictos cual cirujanos o relojeros con la altura a la que habremos de colgar los cuadros. Se afanan en la distancia que debe separar uno de otro cual si de ello dependiera el funcionamiento del cosmos. Termino por rendirme a la evidencia de la magia que hay detrás de su sentido de proporción.

Más trabajo me cuesta el asunto de la curaduría. La elección de qué fotografías harán un buen conjunto al ser puestas juntas. Lo cual es un desafío, pues de entrada estas fotografías no fueron pensadas para conformar una serie; hay tres miradas inconjugables detrás de la lente; y juegan cuatro sensibilidades divergentes en el ejercicio.

Los hombres nos sentimos de inmediato inclinados a imponer un criterio racional al órden de las fotografías. Un órden cronológico. Una agrupación geográfica. Una separación cromática.

Son las mujeres las que consiguen hacer prevalecer una cierta sensatez intuitiva imprescindible en este ejercicio lúdico - artístico: el criterio es que las fotos se vean bien juntas... Sin que eso pueda ser explicado de ninguna forma.

De los cuatro, yo soy el que consistentemente tropieza en el consenso artístico del grupo. En el momento más bajo de la tarde, me atrevo a sugerir que coloquemos de forma contigua una fotografía de unas morsas enormes junto a una de unas mujeres obesas que toman el sol en un balneario en Salta, Argentina. Chimi y Agnés me miran con paciencia y tratan de encontrar argumentos delicados para no herir mi sensibilidad de charro y hacerme ver que no hay forma en este universo en que esa asociación gráfica funcionaría.

No sorprende que durante todo el proceso de curaduría flotara sobre mí una sensación de inadecuación. Soy un marciano verde que al parecer pertenece a otro universo.

Cuando todo indica que hemos terminado después de una increíblemente larga jornada de trabajo, en la que ha sido tremendamente difícil estar los cuatro de acuerdo, Chimi y Agnés tienen una ocurrencia. Cuestionar lo que hemos hecho y volver a empezar. Romper el órden al que hemos llegado y buscarle un abordaje nuevo al asunto. Reinventarnos la forma en la que está curada la exposición. Incluso ofrecen alguna referencia de por qué esto es artísticamente pertinente...

Yo me quiero medio morir. Pues estoy cansado y a estas alturas predomina en mí un espíritu más bien práctico. Una especie de convicción de Paretto que se contenta con el 80/20 que hemos conseguido con sudor y sangre y a la que le resulta un tanto enojosa su pretención de alcanzar el 100%.

Pero su perspectiva me hace mella. Y me quedo pensando. Es cierto que puede que en el fondo de estos vuelcos repentinos que muestran los artistas haya una inseguridad. Pero puede también que justo en ello radique la autenticidad de su búsqueda. El rompimiento y el recomienzo responde a la convicción de cuestionar todas las certezas. Apenas ahí empieza el arte...








7.




La exposición está montada. Cincuenta fotografías que tratarán de dar cuenta de la mirada de dos parejas con sus aventuras, con sus sueños, con sus momentos de asombro, con el arco de vida que transcurrió en el año de vida nómada al que se lanzaron.

Llegados a este punto, experimento con claridad la dificultad asociada a la idea de exponer. ¿Quién las vé? ¿A quién le importa? ¿Qué le pasa al que las vé? ¿Qué conexión se establece? ¿Qué sentido, qué trascendencia tendrán estas imágenes?






8.
Llega la noche de la inauguración. Ahí estamos los cuatro. Tan cerca. Tan parecidos. Tan amigos.
Tan distintos.
Hemos trabajado casi dos meses para llegar a este momento que durará apenas unas cuantas horas. Tengo la impresión de que las cosas buenas de la vida se trabajan arduamente durante largo tiempo y luego se consumen en una brevedad. Como fuegos artificiales.
La charla que acompaña a la inauguración se convierte en otro escenario de reflexión.
Una tía mía pregunta en qué ha consistido la transformación interior del viaje.
Yo contesto que la transformación más grande ocurrió en el momento en que decidimos hacer el viaje. En el momento en que "soltamos" la vida anterior. En esa disposición a la aventura.
Agnés contesta que para ella, a pesar de que ya pasaron varios meses de que su viaje terminó (unos cuantos en Buenos Aires y otros tantos en D.F) todavía es prematuro responder.
Mi mamá pregunta que cómo haremos para lidiar con el pasmoso regreso a la realidad cotidiana, después de haber tenido una experiencia casi paradisiaca en la ligereza de la vida nómada. ¿Cómo se elabora ese pérdida?
Yo contesto que la vida cuando es buena, es una secuencia exitosa de duelos elaborados. Tenemos que morir al niño que fuimos para convertirnos en el adulto que somos. Y hacer ese duelo. La etapa que muere es el padre de la etapa que viene. Si uno entiende esto, la pérdida tiene sentido. Y que desde esa perspectiva, acometo este momento con optimismo.
Agnés, en su turno, confiesa que ella se muere de miedo. De tristeza. Que todavía no sabe cómo encontrará la vereda que sigue.
Reconozco en las respuestas de Agnés sencillez y honestidad.
.
Termina la charla. Pasan muchos días. Y sus palabras siguen resonando en mí. Nuestras respuestas enmarcadas en un mismo espacio tienen un efecto confrontante. Un cuestionamiento, una vuelta a mis propios dichos, una revisión de mis convicciones.
Y quizá ese sea el propósito entero de cruzar miradas. Reinventarnos. Volvernos a pensar. Redescubrir quiénes somos mientras nos miramos en el espejo del otro...


Miradas Cruzadas_Exposición Fotográfica


Antecedentes

Entre mayo del 2008 y junio del 2009 dos parejas mexicanas en sus treintas hicieron un viaje alrededor de Latinoamérica.

El azar los hizo encontrarse a la mitad del camino.

Descubrieron que sus miradas se parecían y sus sensibilidades se complementaban. A partir de entonces se hicieron amigos y continuaron encontrándose el resto del viaje. Frente al espejo de la otra pareja, aparecieron sus rasgos comunes y se revelaron sus diferencias.

Ambos convirtieron el viaje en una experiencia de vida nómada. Un retiro de la agitación de nuestro siglo, la búsqueda de una vida frugal. Un paréntesis de las obligaciones sociales y de las miradas cotidianas de su lugar de origen.

Mientras Chimi y Agnès hicieron una peregrinación hacia la tierra mítica de la Patagonia, revitalizados por el contacto casi permanente con la naturaleza, Jennifer y Arturo adoptaron el espíritu de los juglares, nutridos por el encuentro con la gente en la gran aldea latinoamericana.

Para ambos la ruta fue un largo aprendizaje. En contacto con personas y culturas confrontantes, se reinventaron, se recrearon. Caminaron un sendero interior más sinuoso que la distancia recorrida.

Ahora a la vuelta, comprenden cabalmente lo que les dijo un viajero que encontraron en su camino: Viajar es como escribir en el agua... porque sólo lo recuerdas cuando lo conversas. Si no lo cuentas, es como si nunca hubiera existido...

Así, hacer un recuento del viaje a través de la palabra y mostrar las imágenes que capturaron con sus cámaras se convierte en la última estación de sus viajes.


Quienes somos


Chimi y Agnès articularon Laboratorio en Movimiento, un proyecto ciudadano, ambulante, experimental: una travesía de 30,000 kilómetros de México hasta la Patagonia, en una camioneta-casa que carbura con un biodiesel elaborado en el camino a partir de aceite de cocina usado. A lo largo de su ruta, mientras documentaban iniciativas regionales de desarrollo sustentable y energía alternativa, hicieron de la sustentabilidad un hábito en sus vidas, un instinto.




Por su parte, bajo el signo de Viajes del Corazón, Arturo y Jennifer recorrieron trece países de la región contando cuentos en diferentes foros –teatros, bares, cafés y plazas-- y recopilaron historias a través de la escritura y la fotografía. Pretendían, como los narradores de la antigüedad, trasladar la magia de un lugar a otro, tender puentes entre corazones y propiciar el viaje interior.
Reseña

Quien hace un recorrido a un país extraño tiene siempre una disyuntiva: mirar con ojos de turista o con ojos de viajero.

En nuestro recorrido intentamos alejarnos de la mirada del turista. De las estampas y rostros previsibles. De los lugares mirados y soñados de antemano.

Al conjuntar las fotografías para esta exposición, no quisimos hacer un ejercicio documental –un ojo observador externo-- o un recorrido sistemático por la etnografía de Latinoamérica –visiones de países atravesados.

Así, en nuestra selección de imágenes, quisimos reflejar lo que la fotografía fue para nosotros durante el viaje: un gesto intuitivo y lúdico. Una vía –de pronto necesaria— para atrapar nuestra sensación, para manifestar nuestra emoción del momento. La cámara se convirtió en una extensión del cuerpo, en un vehículo del alma para decir las cosas que se escapan a la palabra.

Elegimos fotografías que revelan (y traicionan) las obsesiones, reflexiones y estados de ánimo que acompañaron nuestros viajes.

Al presentar nuestras Miradas cruzadas en Casa Spenser queremos invitar a los espectadores a hacer un viaje azaroso a través de nuestras fotografías. Incursionar en este recorrido supondrá experimentar un poco la vida del viajero que precisa aventurarse a la incertidumbre, disponerse al encuentro y aceptar que acaso su destino final no corresponderá al que había imaginado al comienzo de la jornada…

Lo que vimos a nuestro paso por Latinoamérica:

Estilos, cuentos y cuenteros

“Por naturaleza, un contador de historias es un plagiario. Todo lo que se cruza con él –cualquier incidente, libro, novela, episodio vital, historia, persona, recorte de noticias- es un grano de café que será machacado, mezclado y al que se añadirá un toque de cardamomo, a veces una pizca de sal, se hervirá tres veces con azúcar y se servirá como cuento humeante y recién hecho”. (Rabih Alameddine El contador de historias)

De dónde obtiene cada quien sus cuentos es tan particular como cada individuo. Como descubrimos durante el viaje, a veces, no es tan importante de dónde obtiene uno el cuento (las fuentes) sino cómo lo trabaja (el estilo personal). Cómo prepararlo, sazonarlo y servirlo para que realmente se sienta como un cuento “recién hecho”. Es decir, que el cuentero logre contarlo como si fuera la primera vez que ese cuento se narrara en la faz de la tierra…

Algunos cuenteros buscan en la tradición popular universal los cuentos de su repertorio y aunque son cuentos sabidos y resabidos logran transmitirlos con frescura y originalidad. Cuentos como: La Cucarachita Mandinga, Caperucita Roja, Juan Bobo… que están esparcidos por todos los rincones del planeta. La característica de estos cuentos es que tratan temas universales y por lo tanto, resuenan profundamente en el público, sobretodo cuando son contados con intención.

Tal es el caso Juan Madrigal (de Costa Rica) y Chato Miguel (de Perú) a quienes vimos acompañar sus cuentos con guitarra, canción y mucha personalidad. Ambos integran al público, ya sean niños o adultos, durante su espectáculo para que entre todos jueguen a contar cuentos. Y entre las frases y personajes de sus cuentos se deja entrever su particular forma de ver el mundo.



Por otro lado, encontramos a varios cuenteros que deciden pescar historias en la tradición indígena de su país. Cuentos de la Amazonía o de los Andes peruanos que le llegan al público de hoy envueltos todavía con un toque antiguo de mundos mágicos y míticos. Con su propio estilo cada quien, Cucha del Aguila y Cesar Wayqui Villegas nos compartieron algunos de estos cuentos tradicionales peruanos.

Cucha nos hizo sentir que lo que contaba brotaba de sus propias venas y de su infancia vivida en la selva. En la mítica selva donde los que mueren pueden regresar al mundo de los vivos habitando el cuerpo de un pequeño pájaro.

Mientras que Wayqui reveló en su versión de la Mamá Raiguana el vínculo particular que tenía con su abuelo, de quien obtuvo gran parte del cuento. Raiguana, diosa-madre, que deshace partes de su cuerpo para que se conviertan en los alimentos de los antiguos andinos.




En Perú nos sorprendió también el uso de la música para acompañar los cuentos. En algunos casos, con sonidos sencillos provenientes de instrumentos ancestrales, que con dos o tres notas consiguen crear un ambiente propicio para la escucha. En otros casos, la música se convierte en un personaje más en escena, como el caso de Ana Correa, que cuenta a ritmo de cajón peruano. Con un dinamismo impactante y contagiable narra su cuento mientras golpetea la madera sin perder ni palabra ni ritmo.



Finalmente, escuchamos (aunque no conocimos) hablar sobre Francois Vallaeys, un narrador francés que durante años vivió y contó cuentos en Perú. Su estilo personal, marcado por el acompañamiento de un grupo de rock que musicalizaba partes de sus cuentos, se ha quedado grabado en la mente de quienes lo escucharon y quienes fueron sus alumnos.

Al llegar al sur del continente descubrimos que el gusto por la literatura de autor se siente en las elecciones de cuenteros chilenos, argentinos y uruguayos.

Nos llamó en particular la atención el trabajo que presentó el chileno José Luis Mellado en el festival Quiero Cuento 2008. Sus cuentos, contados en primera persona, con la potencia de escritores como Bukowski y la fuerza de una narración bien manejada, sostenida y limpia, se quedaron resonando en nosotros mucho tiempo después: imágenes surrealistas, caballos que conversan en un bar, personas que se elevan en el aire, nostalgias abrumadoras, recuerdos que jamás existieron…



Otro sitio desde donde un cuentero puede obtener sus historias es adentro de sí mismo. Buceando en su interior para obtener inspiración, la argentina, Inés Grimland, creó el espectáculo Juicio a los 50. Basado en anécdotas de su vida, sus relatos impactan, conmueven y hacen reír. Escuchándola relatar sus historias personales, donde habla, por ejemplo de los desencuentros que tuvo con su ex marido y las aventuras de ser divorciada, me llevó a preguntarme qué tanto de mi vida sería capaz de traducir a un texto oral, interesante. Pero más que eso -honestamente- ¿qué tan capaz sería yo de relatar mi vida frente a un auditorio? Se requiere valentía para contar como lo hace Inés. Plantarse frente a un público y contar historias que en su momento habrán dejado profundas heridas en el corazón.

También se requiere valentía para contar los cuentos que uno mismo ha escrito. Ficciones creadas por el mismo narrador. Durante nuestro paso por el Festival Déjame Que te Cuente 2008 en Perú conocimos a Angel Calvo, narrador-escritor. Nos confesó que él inventa sus propios mitos, tomando un poco de aquí y un poco de allá. Crea dioses, diosas, enredos, complicaciones, historias mágicas de la creación del mundo que bien podrían estar sacados de un libro de mitología.



Finalmente, en Colombia, nos impresionó la capacidad de Robinson Posada para llevar hasta las tablas de un escenario la vida de las comunas de Medellín. Cuentos crudos de humor negro que se vuelven vivos a partir de la interpretación de su personaje El Parcero y que llevan detrás de si una gran inversión en tiempo e investigación etnográfica. Sus cuentos, como el de aquella señora que termina asesinando equivocadamente a sus dos hijos, nos dejaron con la risa congelada, clavados en la butaca, atónitos.



Durante nuestra estancia en Medellín pudimos comprobar lo difundido que está el contar cuentos desde un personaje (algo que en México casi no existe). Descubrimos las ventajas y también los desafíos que implica esta forma de narrar. Aprendimos que hay una gran diferencia entre disfrazarse y contar desde personaje. No basta con ponerse un sombrero y hablar como campesino, es necesario crear el personaje, estudiarlo, casi encarnarlo. Desde el camerino comenzar a ser ese otro, jugar con las posibilidades del personaje, explorar hasta dónde sería capaz de llegar. Y sobre el escenario, disfrutarlo. Robinson nos mostró esto claramente.
Hablando de jugar con el público, otro estilo narrativo que nos impresionó en Medellín fue el que vimos con el espectáculo de cuentos africanos que presentaron Mauricio Patiño, Paul Ríos y otro colega de VivaPalabra cuyo nombre se escapa a nuestra memoria.. No se trataba sólo de una narración de cuentos sino que tomaba del teatro elementos como vestuario, escenografía, dirección y trabajo escénico pero sin perder la esencia de ser una narración oral.



Los cuentos africanos, extraños para nuestra concepción occidental, pueden llegar a parecernos absurdos pues suceden cosas aparentemente sin sentido ni causa. La resolución que le dieron a esto los cuenteros me pareció acertada y con un buen toque de humor. Se permitieron jugar con estos absurdos, soltar su creatividad e invitar al público a transitar con ellos por los caminos circulares de la tradición africana.
Fueron muchísimos los cuenteros y estilos narrativos que vimos durante el viaje y que sería imposible reseñar aquí. Pero basta decir que hubo varias propuestas artísticas más que nos emocionaron. Sobretodo, aquellas que nacían de una búsqueda genuina. Las que respondían a misteriosas causas vitales donde el recorrido de vida personal se convierte en el motor que enciende la llama creativa.
En conclusión, todo lo que vimos durante el viaje nos abrió los ojos. Nos dimos cuenta de las infinitas posibilidades que tiene la narración oral; la inmensidad de formas que puede adquirir sin perder su esencia. Descubrimos que no se gana nada encajonando a la cuentería en reglas estrictas que bloqueen la creatividad del narrador. La propuesta sería más bien explorar las posibilidades expresivas de cada quien para encontrar el propio estilo personal, la identidad narrativa.

Cada cuentero tiene el derecho a elegir sus cuentos y a descubrir la forma en la que quiere trabajarlos. Pues esto es lo que hará que sus cuentos queden registrados por mucho tiempo en el alma de quien los escucha. La identidad del narrador es lo que hará que sus cuentos se sirvan, cada vez, como si fueran una taza de café recién hecha, humeante, apetecible y única.