jueves, 29 de enero de 2009

¡A la chingada las lágrimas…!

I.

A la mañana siguiente del robo –aquel en que desaparecieron los diarios y los cuadernos de notas de todo el viaje, y la fotografía y el video de las entrevistas de Perú y Bolivia— con la sensación de inseguridad pesando sobre la espalda, después del desvelo en la estación de policía y de una noche atroz en los colchoncitos delgados como obleas de pan que había en el Hostal Buenos Aires, Jennifer amaneció con una estaca clavada en el cuello.

Amaneció es un término impreciso, pues sugiere que naturalmente abrió los ojos cuando el sueño se le agotó. Fue despertada es más apropiado: la recepcionista tuvo la delicadeza de sintonizar Telehit a todo volumen a las siete y media de la mañana…

Esa fue la gota que derramó el vaso. Mi hermosa novia, toda dulzura, explotó. Imprimió un puñetazo en la ventana del cuarto que daba al patio común y dio un grito seco y potente, con desenfado de arrabal: “¡Este hostal es una mierda!”

Y después lloró como una hora y media seguidas. La rabia y la desesperación le hacían temblar la barbilla como si fuera un bebé de dos semanas.

Yo la vi hacer con un poco de vergüenza y susto. Enfundado en la impecable prudencia con que suelo reaccionar frente a estos eventos.

En los días siguientes, principalmente dedicados a los trámites, el contraste se mantuvo, pues mientras yo seguí en el mismo tenor de medianía, centrado en actuar y resolver, Jennifer continuó –en los tránsitos y momentos de descanso— con el sano deporte de despotricar contra nuestra suerte…

II.

Cerca de un mes después del incidente, Jennifer está bastante bien. Fresca como lechuga. Viviendo la experiencia viajera con ligereza de ave.

Yo, en cambio… estoy bloqueado.

Me cuesta trabajo inspirarme, me cuesta trabajo concentrarme. Por más que hago no me llegan las ideas. Estoy fastidiado. Cualquier cosa que escribo me parece irrelevante, chata, un lugar común…

Me siento como caballo en reversa.

Y es que claramente ahora puedo sentir, —en algún sitio entre la boca y el ombligo— el quiste amargo de la rabia que desde hace días se quedó guardada y que no permite que nada fluya: ahí está el grito aquel que yo también tendría que haber dado; están las maldiciones; están los puñetazos que tuve que haber puesto en las paredes; están los temblores y los llantos.

Y tengo unas ganas inmensas de gritar.

¡Qué mierda!

¡La puta que parió a los ladrones!


III.

Y es que entre las muchas cosas que fueron robadas estaban todas las entrevistas que había yo hecho a los cuenteros peruanos y bolivianos, y que sin duda representaban el trabajo mejor logrado en lo que iba del viaje.

Momentos íntimos, de belleza irrepetible:

Estaba Cucha del Águila contándome que ella cuenta cuentos porque su mundo está hecho de las presencias mágicas y místicas que desde su infancia acompañaron a su familia mientras vivía en la selva. Me contó que su familia cree que su hermano que murió hace ya varios meses ha reencarnado en un pájaro que los visita cada tarde en el patio de la casa, y que entre su madre y sus hermanas se turnan para que no le falte comida y agua.

Estaba el Chato Miguel, que para que yo lo entrevistara se dio una escapada de la clínica donde su mujer estaba a punto de dar a luz. Me contó que para él este era el momento más extraño de su vida, pues a él, en realidad, le correspondería estar hundido en la tristeza y la angustia –los cuentos deberían haber estado desterrados para siempre de su vida— pues apenas hace algunos meses su hijo de catorce años, Alejandro, murió sin aviso ni explicación, fulminado de un pequeño aneurisma en el corazón, una tarde como cualquier otra. En cambio, estaba esta nueva wawa, a segundos de aterrizar en el mundo, y en ese momento su corazón no necesitaba permiso para estar radiante de alegría. Su corazón se derretía de ganas de contar cuentos otra vez…

Estaba Ángel Calvo que me contó que a él lo de cuentero le empezó desde pequeño, cuando todas las noches sus hermanos que llegaban del trabajo le exigían una reseña precisa y completa de las radionovelas cubanas que milagrosamente captaban en medio de la selva con un aparato viejo y polvoso. Me contó que a los once, recitando el Padre Nuestro en inglés como le pidió que hiciera frente a toda la escuela aquel cura gringo que la dirigía, descubrió que su acento cantadito de la amazonía podría hacer llorar a otros de la risa. Me contó que se convirtió en el cuentero oficial de una de los sindicatos distritales de maestros en Lima, pues se enamoró de una de sus maestras de preparatoria que le doblaba la edad, y por conquistarla, la visitaba en cuanta toma de colegio y huelga ella participaba; y, ya entrada la noche, para combatir el frío y el sueño, les contaba cuentos a los maestros alrededor de los fuegos que armaban en los botes de basura. Como respuesta a la mirada amenazante con que los policías les miraban a la distancia, todos sus cuentos adquirieron un ánimo desafiante. Más aún, ahora piensa que el cuento – incluso cuando se cuenta para niños—debe ser controvertido y confrontante; debe despertar el instinto y revolver el corazón. El cuento no está hecho para divertir, descansar o apacentar, pues para eso los niños y los grandes ya tenemos la tele…

Estaba Javier Echavarría que me contó que para él, menor de tres hermanos, y como suele ocurrirle al más pequeño de la dinastía familiar, la llegada al mundo fue una batalla campal por conquistar la atención y el afecto de su madre, siempre un poco agobiada por los afanes y sustos que acompañan la vida de los niños pequeños. Por la época en la que él recién había aprendido a caminar, su hermano mayor era ya un grandulón de cinco años que seguía usando chupón, igual que el hermano intermedio. Entonces la mamá les preguntó quién sería el más valiente de sus hijos que se atrevería a dejar de usar chupón. Javier se ofreció de inmediato, pues esa muestra de coraje era una oportunidad singular para ganar ventaja a sus hermanos (demasiado cobardes como para dejar atrás su vicio infantil). Sin embargo a los pocos días el sabor del chupete venía con intensidad a la memoria de Javier, pero él prefirió arrancarse la boca antes de defraudar a su madre. Pocos días más y la vista del chupete empezó a hacerle estragos, pero él prefirió arrancarse los ojos antes de fallar a su promesa de valentía. Y así poco a poco Javier se fue arrancando manos, rostro, identidad. Ahora, de grande, cuenta cuentos para ver si en algún sitio encuentra todo aquello que de pequeño perdió a fuerza de valentía…

Estaba El Conejo, un cuentero boliviano, contándome que a sus poco más de cincuenta años y después de veinticinco de carrera en el teatro, el cine y los cuentos, el sueño de su vida es ser un hombre común, pues en medio de tantos personajes que ha interpretado, en medio de la fama y los reflectores, ya no sabe quién es. Conejo, que una tarde de diciembre fue invadido por el fantasma de Pablo Neruda e improvisó frente a mi cámara una variación de su poesía: “Sucede que me canso de ser hombre. Sucede que entro en las sastrerías y en los cines marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro. Navegando en un agua de origen y ceniza. (…)”

Estaban todos ellos –César y aquella versión de La Mamá Raiguana que trabajó con su abuelo; Briscila y su cuento del espadachín que parecía un ballet; Raúl y sus canciones en quechua; Martín y sus afanes andinos; Celia y la herencia que recibió de aquel chamán aimara que fue su abuelo; Sara y la historia de cómo montó el museo de la memoria en Ayacucho; Mirella y el cuento de una sirena japonesa; Ángela y su nubecita guerrillera; Ana Correa y su Jotito cantado a ritmo de cajón peruano -- que se atrevieron a arriesgarse a mi invitación y contar frente a mi cámara, para que yo jugara con su palabra y su historia...

IV.

Y es que en este caso, llueve sobre mojado, pues esta pérdida se suma a otro dolor añejo: antes ya fracasé en un proyecto documental.

En 2003 lancé un proyecto con los jóvenes de Jalalpa –el barrio aquel de Santa Fé cuya vida fue irremisiblemente modificada por la construcción de los nuevos puentes que unen esa zona de la ciudad con Villa Verdún.

“Otros puentes”, como se llamaría el documental, consignaba la experiencia que vivimos juntos en un campamento-taller en Colonias de Vacaciones, en donde en esencia yo pretendía dar cuenta de la lucha salvaje que aquellos jóvenes de barrios marginales experimentan al tratar de edificar puentes que les permitan cruzar los abismos que la vida de barrio les plantea: la escasez de recursos, la falta de oportunidades de educación y trabajo, las barreras de clase, las condicionantes culturales.

Después de años de esfuerzos por tratar de mantener el proyecto a flote, el documental naufragó. Justo para venirnos al viaje terminé por aceptar que el material que recogimos no servía, por reconocer que ya no había ni energía ni recursos para seguir adelante, y que era tiempo de pasar a lo siguiente.

Terminé, en una palabra, por aceptar que defraudaría la promesa que les hice a esos muchachos de que regresaría con un documental sobre la experiencia que vivimos juntos.

En mi corazón me convencí de que la única forma de reparar esa promesa fallida era asegurar que ese aprendizaje no fuera en vano… que ese primer intento fuera en efecto el padre fecundo del nuevo proyecto: el documental sobre el azaroso encuentro con los cuenteros de Latinoamérica.

V.

Y a pesar de que nos quedan cuatro meses de viaje siento que el tiempo –este periodo de experimentación creativa en diferentes pistas (la escritura, la fotografía, la cuentería y el documental)-- poco a poco se agota.

Y si bien en varias de estas canchas será posible cosechar al final del viaje, tengo la impresión de que el robo ha amenazado el proyecto del documental al punto de malograrlo.

VI.

Mientras recorro una vereda ambivalente –continuar neceándole al asunto y ver cómo tapar el agujero que el robo hizo en mi proyecto; o rendirme a la evidencia de que al menos por el momento este sueño ya se fue al carajo y que habrá que guardarlo para otro momento en la vida— tengo una certeza:

O me permito sufrir la pérdida, mentar madres y llorar a pata suelta… o lo que terminará por quedarse atorado y podrírseme en el pecho es la posibilidad de continuar disfrutando y creando en las canchas que quedan intactas…

Así que en aras de proteger el filo creativo, lo que hoy toca es caminar la misma ruta que labró aquel poeta chiapaneco, cuando murió su padre, el Mayor Sabines:

“¡A la chingada las lágrimas!, dije,
Y me puse a llorar
como se ponen a parir.”

lunes, 19 de enero de 2009

Choloman y el Pirata, Una ficción real de Títeres El Waky

Había una vez un pueblo milenario. Un pueblo de pastores que vivía en paz con la naturaleza y en amistad con los animales.


Los hombres de aquel pueblo tenían la mirada fija y corazón determinado. Un pueblo de hombres de piel dura y callosa, de corazón curtido por el frío.

La tierra de aquel pueblo era hermosa como lo son los paisajes de los sueños – azul celeste arsénico, blanco borax, amarillo sulfuroso, rojo férrico, amarillo áureo, plata lunar.



Un día llegaron a aquella tierra los piratas, con su mirada de tigre, sus garras de lobo y su ambición infinita. Venían de pueblos lejanos de hombres que beben cuando no tienen sed y comen cuando no tienen hambre. Hombres que hace tiempo dejaron de mirar las estrellas y escuchar las enseñanzas de su sangre.

Los ojos les brillaban y las bocas se les aguaban cuando vieron el metal dorado y el líquido negro que guardaban sus montes.


De inmediato calcularon que solos jamás podrían llenar sus barcos y llevarse el oro, los metales y el petróleo hasta su tierra.

Así que engañaron a los indios: fingieron que serían sus amigos y luego les traicionaron. Cuando vieron que no podían doblegarlos por la fuerza, los fueron envenenando. Les quitaron lo que les era más propio: les prohibieron hablar en su idioma, les forzaron a cambiar la forma en la que pensaban sobre el universo y sus dioses.


Una vez que mataron su espíritu, fue más fácil adueñarse de su cuerpo y su fuerza. Hicieron trabajar a los hombres como burros en las minas hasta reventarse. Hicieron suyas a las mujeres por la fuerza.

Los sometieron durante quinientos años. Día tras día les hicieron sentir que ellos no valían un duro, que no eran nadie.

Hasta que un día, desde el fondo de sus corazones emergió el recuerdo de su estirpe. Y aquellos hombres gritaron ¡Basta!¡No más!


Con su grito los hombres convocaron al espíritu de sus antepasados, que se encarnó en Choloman, el elegido.

Cholomán acudió y escuchó el lamento del pueblo. Y prometió defenderlo, costara lo que costara.


Con el viento que acompañaba a Choloman se inauguró un tiempo nuevo. Un tiempo de esperanza. Un tiempo de refundación. Un tiempo para construir una nueva tierra, y un nuevo acuerdo para gobernarla...


Sin embargo el pirata se resiste.. Hace tanto tiempo que arrebató el oro a los indios que verdaderamente estaba convencido de que el metal era suyo. Además el pirata no esta dispuesto a escuchar la voz del pueblo – pues en su mente los esclavos, los de piel oscura no tienen voz, no tienen voto.



No sabemos si Cholomán conseguirá en efecto ganar la batalla, pues los piratas son así, nunca se extingue su ambición y acechan en el horizonte. Además, sabemos que esta batalla se perderá aún si la gana solo.



Pues la única forma de vencer a los piratas es que aquella vergüenza opaca que a los indios les parpadea en el fondo de los ojos consiga extinguirse para siempre y en sus pupilas vuelva a brillar el fuego del orgullo.

Pues los indios no triunfarán a menos que nunca más consientan en caminar agachados, como besando el piso...

viernes, 16 de enero de 2009

Con el colectivo de títeres El Waky en Cochabamba

Cochabamba

Habíamos dejado atrás La Paz con su frío y sus aires esotéricos para llegar a Cochabamba, una ciudad clara y calurosa.



No lo conocíamos más que a través de uno de esos vericuetos cibernéticos que nos plantean las redes del viaje. Estábamos cansados aquel sábado por la tarde cuando le llamamos para avisar que ya estábamos en la ciudad y para coordinar la función de cuentos que haríamos al día siguiente en el Teatro de los Títeres del Parque de la Vialidad, espacio que él coordina.

Insistió en que pasaría por nosotros al hostal. Nos extrañó que dijera que nos llevaría a su casa, con su familia…

Llegó por nosotros. Venía manejando un Jeep 4x4. En pantalones vaqueros y sombrero.

Al principio no hablamos mucho. Estábamos acostumbrándonos a él y él a nosotros. Entonces llegamos a su guarida. En aquel sitio él trabaja con su familia –preparan funciones de títeres, los construyen, practican, hacen música y percusión—y también desde donde él edita el programa de radio que se transmite en alguna de las emisoras de Cochabamba.

Sentado sobre su sillón preparó tranquilamente un poco de mate argentino con azúcar y agua caliente, y sorbió de la bombilla antes de empezar a hablar.

Sólo entonces nos empezamos a enterar quien era él…

Grober y el camino hasta La Compañía de Títeres El Waky



Sus antepasados –bisabuelos y sus abuelos— vivieron en las entrañas del Potosí, sacándole el mineral. Su padre también era minero, y ese hubiera sido su destino si no fuera porque para cuando había cumplido seis años, la región había visto ya un par de masacres. Su padre no esperó el tercer aviso y decidió irse a la capital, al Alto, a donde el gobierno había pensado orientar el desarrollo de La Paz.

Por aquella época El Alto no se parecía en absoluto al monstruo hacinado de un millón de personas que hoy es. Había apenas 15,000 personas; nadie quería vivir ahí; los niños jugaban en las casas abandonadas como si fueran fuertes en ruinas.

El papá estaba preocupado por la educación de Grober, así que le buscó una escuela privada cerca de la casa, y después otra, que era más barata. En esa escuela sólo había aimaras que hablaban con dificultad el español. Grober nos cuenta que a pesar de que él era moreno, de antepasados indígenas, y de que apenas dos generaciones atrás sus abuelos hablaban Quechua, él y sus hermanos discriminaban a los niños de la nueva escuela por indios.

Creció. Pasó el tiempo.

Llegó la época de la Universidad que le depararía la primera experiencia que lo transformó para siempre. Ahí conoció a un chico de apellido Cajías. Según Grober nos cuenta, la leyenda dice que aquel compañero suyo fue hijo de un periodista connotado, que pudo estudiar en Europa y posteriormente desarrollar una tremenda labor periodística gracias a que canjeó la única herencia que recibió de sus padres cuando lo dejaron huérfano en su juventud: una de las primeras ediciones de la Biblia.

Aquel otro Cajías, el hijo, era rápido, era inteligente, era apasionado, era interesante, era culto, era simpático. Como el conocimiento le ingresaba por ósmosis, terminaba siempre rápido los quehaceres y le sobraba siempre el tiempo para hacer cosas interesantes. Era una de esas personas tan llenas de luz, tan llenas de vida, que ejercen sobre quien está cerca un magnetismo irrefrenable; que cuando uno se cruza con ellos se siente más despierto, más comprometido, mejor persona.

Grober de inmediato empezó a gravitar alrededor de él y a involucrarse en cuanto proyecto loco su amigo proponía.

Así fue como Grober se involucró en una serie de movimientos sociales que vistos hoy en retrospectiva colindaban con la guerrilla. Viajó por varios rincones de Suramérica buscando cómo contribuir a la revolución que cruzaba el continente en los sesentas y los setentas. En esa época el lenguaje no era ajeno a las balas y las bayonetas; no había otra alternativa en una tierra atenazada por las dictaduras, hijas del imperialismo yanqui…

Sin embargo, el momento de quiebre vino cuando Cajías propuso dejar de lado las armas y trabajar sólo a través de la cultura. Ir con el pueblo y participar de su educación; enseñarles a leer y a escribir.

Y debían empezar por el corazón mismo de Bolivia: en El Alto de La Paz. Grober se integró a la brigada de alfabetización de su barrio –aquel sitio populoso, sucio y pobre del que deseaba salir y abandonar para siempre con todas sus fuerzas— con un instinto de rebeldía en las entrañas.

Pero fue justamente esa chispa contradictoria la que le hizo cambiar la forma en la que veía las cosas. Fue a través de esa experiencia que comprendió que no hay transformación que sea imposible; que todos tenemos el potencial de cambiar y crecer; que la trinchera es el barrio de uno; que el enemigo es la ignorancia.

Leer y escribir dieron paso pronto al teatro, pues ahí, sobre las tablas, detrás de la máscara de otro, encarnando la voz de otro, uno va poco a poco descubriendo su propia voz, asumiendo la potencia que la impregna…

Entonces llegó la vida adulta y sus estaciones: el trabajo, el matrimonio con Cármen, los hijos –Alexia y Bayardo. La vida adulta, que lentamente adormece la conciencia y entierra los vuelos del alma universitaria en su gris monotonía de obligaciones; la vida adulta que trueca los sueños de infancia y los ideales de juventud en la complaciente búsqueda de la seguridad.

Así fue para él el tiempo en que trabajó en una organización dedicada al microfinanciamiento de familias de escasos recursos en Bolivia: largas jornadas de la misma rutina de joderse para merecer el siguiente puesto en el escalafón.

Entonces ocurrió algo que lo despertó. Vino la crisis del 98 en Bolivia y la cobranza se vino al piso, cuando la gente empezó a no poder pagar los intereses y el capital que habían pedido prestados. A Grober se le ocurrió salir de la oficina y acompañar a un cobrador a la calle. Sintió una punzada en el corazón cuando vio como a aquellas familias pobres les embargaban las pocas cosas que tenían; cuando presenció el llanto de desesperación de los niños mientras se agarraban frenéticamente a los colchones de paja donde dormían, para que no se los llevara el cobrador…

Pidió su liquidación. Con lo que les dieron, vivieron poco más de de años. Viajaron, comieron, hicieron un par de intentos de negocios que no prendieron… En aquella época flotaban sin una clara idea de qué seguía en su vida.

Y flotando sin rumbo llegó a ellos W., un sobrino, a través de quien tendrían una experiencia que les transformaría y de alguna forma les ayudaría a descubrir el siguiente paso: W. era adicto a la cocaína.

Grober y Cármen decidieron recibirlo en su casa, pues en su familia de origen la situación era ya insostenible.

Y en esa decisión –acompañando a su sobrino en su camino de exploración por las honduras de su vida para descubrir la raíz de su adicción; en medio de la ardua disciplina de redescubrimiento y aprendizaje de un tratamiento siempre amenazado por la voz de mil sirenas con que la droga habla; una terapia sujeta irremediablemente a la constante frustración, pues avanza inciertamente, con una cadencia de vaivén que regresa sobre los pasos de un camino que parecía ya superado—encontraron una respuesta sobre el tipo de familia que querían ser: una que creciera desde el núcleo de la solidaridad y la ayuda mutua; una en la que la presencia del padre no fuera sacrificada al rol de proveer cosas que terminarán arrumbadas en algún rincón de la casa; una en la que el tiempo de compartir fuera real; una en que fuera posible llamar a las cosas por su nombre y hablar de las emociones reales; una en la que la que vivir de forma creativa fuera parte de la ecuación.

Así, después de descartar varias ideas –entre las inclusive figuró poner un negocio de hamburguesas— decidieron formar una compañía de Títeres: El Waky. (www.titereselwaky.blogspot.com)


Carmen y la visita a una comunidad Guaraní


Es Carmen, al día siguiente, y en los tiempos libres entre las funciones que hacemos en el Parque de la vialidad, la que nos cuenta una experiencia que el colectivo familiar vivió recientemente durante la gira en la que fueron contratados para presentar una serie de obras temáticas, como parte del programa educativo que el Defensor del Pueblo (Derechos Humanos) ha lanzado por todo Bolivia:
En algún sitio del chaco boliviano hay una reserva indígena que se mantiene intencionalmente aislada del mundo occidental y se empeña en la autosuficiencia, cuyo nombre guaraní significa “La Última Morada”.
Esta comunidad de guaraníes nobles se instauró en 1936 después de la Guerra del Chaco. En ella habitan comunidades originalmente nómadas que conservan la altivez en la mirada que nace del orgullo intacto en su raza; en donde los niños juegan arriba de los árboles como si fueran monos; y, donde los ritos ayudan a transitar la vida: donde por ejemplo, las mujeres, al venir su primera menstruación, se encierran en comunidad, y en cuatro meses aprenden todo lo que hay que saber para llevar una casa – tener hijos, hacer cerámica, cocinar, confeccionar la ropa, utilizar plantas medicinales.

Un día, una trasnacional descubre petróleo debajo de su territorio e invade la reserva. Los indios no tienen más remedio que romper el cerco que los aisla del resto del mundo y parten hacia la ciudad para empezar una disputa en los juzgados.

Se encuentran con que en el mundo occidental, para poder hacer cualquier trámite, es necesario contar con un documento de identidad, pues de otra manera no hay forma de comprobar que uno es quien es, idea que a ellos les resulta totalmente absurda. Para más problema, el protocolo exige que en la fotografía del documento uno se muestre con la cabeza totalmente descubierta.

Para ellos ese requisito es problemático. Pues en su tradición los hombres Sinbas nunca se cortan el pelo, y a partir de que adquieren su mayoría de edad, lo cubren con una pañoleta y un sombrero, de tal forma que su pelo sólo podrá ser visto por Dios y por su mujer, en la intimidad.

Así, su proceso se atasca, pues no están dispuestos a violar un principio que para ellos es sagrado. Aguardan y buscan ayuda. El asunto llega al Defensor del Pueblo (una figura que tiene cierto paralelo con Derechos Humanos en México), que les ayuda a resolver el asunto e incluso promueve que se legisle para que ellos puedan aparecer en las fotografías oficiales con la pañoleta y el sombrero.

Es sólo como deferencia al Defensor del Pueblo que la comunidad accede a participar en la campaña educativa contra la Violencia Intrafamiliar que este organismo organiza al interior de las comunidades guaraníes, y para la cual ha contratado a El Waki, con su espectáculo de títeres.

Frente a la posibilidad de entrar en contacto con una comunidad casi utópica, Cármen y Grober se entusiasman. Platican en familia. Se alistan para el viaje. Se internan cada vez más hacia el chaco por rutas que no tienen caminos asfaltados.
Cuando llegan a la comunidad son acribillados con cuestionamientos, mientras esperan que se autorice su acceso: ¿Para qué estudian tanto ustedes? ¿De qué les sirven tantos títulos académicos? ¿A qué horas viven?
De la misma forma, activamente, les desafían con sus conceptos –les muestran por ejemplo el banco de la comunidad, que consiste en una bodega llena de choclo (maiz) y que se usa de forma gratuita para apoyar a cualquier familia que enfrente algún problema con la cosecha.
Los dejan finalmente pasar. Cármen y Alexia pasan el día con las mujeres; Grober y Bayardo con los hombres. Hablan y escuchan. Miran.

Por la noche, la comunidad entera se reúne e iluminados por los faros de los 4 x 4 en los que la compañía viaja, se ilumina el teatrino donde se representa la obra en la que se aborda el tema de violencia intrafamiliar.

Durante la representación hay un silencio persistente y la comunidad se mantiene sin reacciones. La representación es cuesta arriba. A Carmen, a Grober y a la familia les cuesta trabajo interpretar cómo ha sido recibida la obra. Cuando al final de la representación llega la hora de dialogar y capturar las reacciones –en el proceso que usualmente facilita Grober con la ayuda de un traductor (y en el que normalmente se verifica cómo la temática de la obra ha catalizado un intenso diálogo sobre el tema, y cómo el abuso es una realidad cotidiana en las familias que han mirado la obra)—, hay sólo caras serias a su alrededor.

El jefe toma la palabra y se dirige al pueblo. Pronuncia sólo una frase. “Esto que acabamos de ver es exactamente lo que le pasaría a nuestra comunidad, si nosotros también nos fuéramos a vivir a las ciudades…”
Silencio.

Grober y Carmen –llevando a hombros a la civilización occidental y sus falencias— sintieron un abismo de vergüenza.
Sonrieron tímidos y se hunideron en su asiento...

miércoles, 14 de enero de 2009

Bolivia supersticiosa

La mayoría de las personas tenemos la costumbre de pensar en nuestros propósitos de año nuevo durante los primeros días del año. Sin embargo, únicamente los bolivianos cuentan con una fiesta ritual y un dios de la abundancia que les ayuda a conseguirlos.

El veinticuatro de enero se celebra en La Paz la fiesta de la Alasita. Durante ese día todos los puestos callejeros se convierten en un mundo en miniatura. Todo lo que uno puede desear de la vida aparece ahí de forma diminuta. ¿Qué es lo que quieres que se te haga realidad durante este año? ¿Terminar la licenciatura? ¿Conseguir más dinero? ¿Comprar un coche? ¿Conseguir esposo? ¿Hijos? ¿Casa? ¿Negocio?

La idea de la fiesta es comprar lo que quieres que se te haga realidad durante el año, en miniatura, y pedirle al Ekeko, el dios de la abundancia, que te lo haga realidad. El Ekeko, un hombrecillo pequeño, fortachón y fumador se le representa cargando sobre su enano cuerpo todos los productos necesarios para el bienestar familiar. Ya que le gusta el trago y el cigarro, es necesario mantenerlo contento con estas ofrendas. Dicen que si se le pone en la boca un cigarrillo encendido el Ekeko se lo fumará completo. Pero el Ekeko es mañoso. Si lo tienes en tu casa es posible que sienta celos por tu mujer y se encargue de destruir lentamente la armonía del hogar. Por esta razón, es mejor pedirle al Ekeko abundancia sólo en el ámbito de los negocios.


El Ekeko, dios aymara de la abundancia

Para la fiesta de la Alasita se pueden conseguir títulos universitarios, casas, dólares, euros, coches, e incluso, algunos comentan que las señoras de los barrios ricos compran pequeñas empleadas en miniatura para que durante ese año tengan la ayuda doméstica necesaria… Esta fiesta es parte del mundo mágico de los bolivianos. Un mundo que para cualquier extranjero aparece como algo sacado de un libro de historia antigua.

Durante los primeros días que estuvimos en La Paz llegamos a un hotel céntrico que estaba ubicado junto al mercado de brujería. Pieles de víbora y jaguar, hierbas, pociones para atraer al ser amado, estimulantes sexuales, figurillas de la Pachamama y, lo que más me impresionó, fetos de llama.

Puestos del mercado de brujería
Después de haber visto cientos de llamas corriendo por el altiplano, me pareció una imagen grotesca y triste la de estas pequeñas llamas que nunca nacieron colgadas en los puestos del mercado. Sin embargo, me ganó la curiosidad y quise saber para qué servían. No obtuvimos respuestas muy entusiastas de parte de las señoras que atendían los puestos. Quizás viendo nuestras caras de gringos habrán pensado que para qué nos decían si de todas formas no creíamos en esas cosas.

Así que acudimos a nuestro amigo Martín, que en parte por ser cuenteros y en parte por ser bolivano, tuvo mucho que explicarnos. Nos dijo que los fetos de llama sirven como ofrendas para la Pachamama (la madre tierra) que necesita ser alimentada. Durante la construcción de una casa (que pensándolo bien es como agredir a la tierra clavándole cimientos y varillas) se acostumbra enterrar un feto de llama junto al cimiento más importante. De esta forma, la Pachamama quedará satisfecha y no tendrá que alimentarse con una de las personas que vivirán en esa casa.
Mientras más grande e importante sea la construcción más necesario es el ritual. Por ejemplo, en algunas casas de campo y fincas el ritual incluye la matanza de una llama adulta. Incluso corre el rumor de que en la construcción de grandes obras se realiza un sacrificio humano usando a algún mendigo de los tantos que recorren las calles de la ciudad. Según la leyenda urbana, en la construcción de un importante puente de La Paz no se realizó el acostumbrado ritual. Ahora, el puente está envuelto en un velo de muerte. Varios accidentes han comprobado que la Pachamama está hambrienta. El puente, además, se ha convertido en el lugar predilecto para quienes buscan acabar con su vida…

Figura de la Pachamama
La creencia de la Pachamama está tan arraigada en el imaginario cotidiano que incluso brindan por ella antes de tomar el primer trago de la noche. Me tocó verlo en los bares, casas y patios donde nos reunimos durante nuestra estancia ahí. Incluso me cuentan que en las fiestas más elegantes los invitados buscan un rinconcito –para no arruinar el piso- para verter unas gotitas de trago en el suelo por ella.
Pasear por La Paz junto con Martin es como estar en un espectáculo permanente de cuentos. Cada una de nuestras preguntas es contestada no sólo con una sino con varias historias y distintas versiones. Y es que cada rincón de la ciudad parece estar poblada de leyendas. La calle Jaen es uno de estos sitios. Se cuentan varias cosas sobre esta calle. Dicen que durante las noches se ven aparecidos. Algunos aseguran haber visto un carruaje negro que va en busca de las siguientes almas que se llevará al otro mundo. Otros, cuentan de la presencia de una mujer fantasmal que seduce a los hombres borrachos sólo para que aparezcan muertos al día siguiente.

Calle Jaen en el centro colonial
La estrecha callejuela está ahora llena de museos, cafecitos y tiendas de artesanías, pero durante la época de la colonia estaba plagada de sufrimiento. Por ahí pasaban los condenados a muerte en su camino de la cárcel a la plaza donde los ejecutarían. Durante el recorrido, acompañado seguramente por un séquito de mirones y un cura que insistía en su arrepentimiento, los condenados tenían la oportunidad de detenerse en varias cruces que estaban colocadas para este fin. Actualmente, solo queda una de estas cruces. La llamada cruz verde.

Algunos dicen que la cruz fue colocada por petición de los vecinos en el siglo XVIII para ahuyentar a los espíritus que rondaban la zona y no los dejaban tranquilos. Se escuchaban pisadas, cadenas arrastrándose por el suelo y los lamentos quejosos de los condenados que aún siguen pidiendo consuelo.

Otros dicen que la cruz ya estaba ahí desde la época de la colonia y ayudó mágicamente a un inocente a librar la muerte. La historia cuenta que habían asesinado a un importante aristócrata. Los dirigentes rápidamente quisieron encontrar al culpable y encarcelaron a un pobre hombre que nada tenía que ver con la muerte. Durante su camino hacia la plaza de los condenados, el hombre iba suplicando por su vida, gritando que era inocente. Se detuvo frente a la última cruz del camino, la cruz verde, y fervientemente pidió a Dios que le mandara una señal de su inocencia. En ese momento, la cruz verde se desprendió de la pared y se inclinó hacia el hombre. El cura y todos los presentes lo tomaron por la señal necesaria y fue liberado.

La cruz verde en la esquina de Jaen
En estas épocas difíciles e inestables sería lindo poder creer en el poder de estas leyendas y en la magia del dios de la abundancia. Para los bolivianos, esta fiesta de Alasita será interesante pues al día siguiente votarán en el referendum por una posible nueva constitución. El mundo político y el mundo mágico compartirán las fechas. Me pregunto si estarán a la venta constituciones en miniatura...
¿Será que el Ekeko les traerá los cambios tan ansiados por algunos?

Personajes en la vuelta a La Paz

Regresamos a La Paz para hacer trámites...

Con el dolor de todas las imágenes que perdimos aún carcomiéndonos las entrañas, nos lanzamos en el medio día libre que nos queda en la ciudad para volver a empezar...

Ahí siguen los personajes y sus momentos detenidos...






lunes, 5 de enero de 2009

Carta al Director del Periódico Los Tiempos

Cochabamba, Bolivia, 03 de enero de 2009.

Fernando Canelas T.
Director
Periódico Los Tiempos

Presente

Estimado Fernando:

Al terminar el 2008 y revisar los periódicos –mensajeros de lo que parece ser un tiempo atribulado y frenético—, uno no puede sino arribar a la conclusión de que el mundo es peligroso, de que vivir es peligroso…

Más aún, uno podría llegar a convencerse que lo que importa es únicamente lo que aparece en los titulares de los diarios; que la vida de nuestras sociedades pasa exclusivamente por aquello que tiene un perfil intenso y un cariz de definitividad; que de los hombres no cuenta sino la trágica muerte de Heath Ledger; la disputa entre McCain y Obama por la presidencia de Estados Unidos; la brega china por tomar la delantera a los americanos en el deporte mundial, así sea a punta de pirotecnia; la piratería como forma de vida en las costas africanas; las protestas en las polis griegas contra el abuso policial; el eterno río de sangre que corre entre palestinos e israelíes; el terror que estalla en los hoteles de Bombay; el fraude y derrumbe de Wall-Street; la crisis económica que ha pulverizado los ahorros de la clase media y condenará a un tercio de la población mundial a la pobreza…

Acaso para no quedarnos sólo con la versión de que el mundo es un sitio peligroso, y para contar una historia distinta – una que tiene que ver con los relatos sencillos de hombres comunes; una que tiene que ver con luchas cotidianas, con el encuentro y la belleza —es que hace cerca de siete meses mi pareja y yo iniciamos desde México un viaje alrededor de Latinoamérica para llegar hasta la Patagonia. Viajamos como cuentacuentos y escritores (www.viajeros08.blogspot.com) —recogiendo y relatando historias a través de la narración oral, la escritura, la fotografía y el documental– con una consigna que pudiera parecer ingenua en pleno siglo XXI: trasladar la magia de un lugar a otro, tender puentes entre corazones y propiciar el viaje interior.

Sin embargo, el pasado 29 de diciembre, estando hospedados en un hostal en Cochabamba, hemos sufrido una pérdida que plantea un desafío nuestro empeño creativo: el pequeño back pack donde cargábamos nuestros diarios de viaje y nuestras herramientas de trabajo con la totalidad de los registros fotográficos y de video de nuestro viaje, fue sustraído de la bodega de seguridad donde lo habíamos dejado a resguardo.

En el espíritu de nuestro viaje la pérdida no está exenta de sentido, pues incluso sería posible concebir que el universo se ha confabulado para hacernos vivir en carne propia el destino de lucha que venimos leyendo tatuado en la piel de los latinoamericanos con los que nos hemos topado: recomponerse después de perder la cosecha o el ganado; reconstruirse después de un sismo o un huracán; reinventarse después de la guerra y el terror; reafirmar la alegría, aún después de que la muerte los ha visitado.

No rehuimos en absoluto a la lección de humildad y desapego que esta experiencia entraña, sin embargo, ya que estamos haciendo un viaje de cuento, se nos ocurre otro camino digno de novela de García Márquez, de película de Pedro Infante, o de magia del mercado de brujería en la Paz. He aquí mi fantasía, en caso de que usted decida que vale la pena hacerse cómplice de este par de viajeros mexicanos:

Usted publica esta carta de forma abierta en su periódico. Nuestra historia llega a sus lectores. Sus lectores la cuentan y la comentan a dondequiera que van. Por los inescrutables caminos que tiene la palabra, la historia llega a oídos de la persona que sustrajo nuestros archivos y documentos. La persona se conmueve con nuestro viaje y nuestros proyectos… o más realista aún: la persona se conmueve con la recompensa que nosotros ofrecemos por los documentos y los archivos que para nosotros representan un mundo de trabajo pero que a él no le confieren ningún beneficio. De forma anónima la persona hace entrega de estos elementos a su periódico. Usted nos hace la magia de hacer que todas esas historias y registros vuelvan a nosotros. Nosotros le hacemos llegar la recompensa a través suyo…

…Su periódico publica una noticia de esas de las que todos los lectores alrededor del mundo estamos ávidos: que un hombre fue capaz de entender a otro y restituirle lo que perdió, para que él pueda seguir su camino contando historias por Latinoamérica, sumando a la alegría y a la confianza en el hombre y su destino…

Seguros de su atención a la presente y esperanzados en su apoyo, le enviamos un saludo mientras aguardamos su respuesta.

Arturo Peón y Jennifer Boni
Viajeros mexicanos

Crónica de un robo medio anunciado

De augurios y estadísticas criminales

Oscar Rivera, mi amigo de HayGroup, lo dijo: “Tienen que estar preparados, pues en un viaje tan largo como el suyo, estadísticamente los robarán al menos en una ocasión.”
En mi papá, con quien hice un plan de contingencia antes de salir del viaje, resonaba también esta estadística, y acaso por eso puso tanto empeño en ayudarme a trazar estrategias para minimizar los riesgos…

De acuerdo con el devenir de los acontecimientos demuestra que las preocupaciones de ambos no eran del todo infundadas. El asunto, como en novela de suspenso, era más bien cómo, dónde y cuándo ocurriría.

El tan temido siniestro no ocurrió en ninguna de las ciudades complejas y amenazantes que habíamos trazado en el mapa: no fue Guatemala, Managua, Medellín, Bogotá, Lima o La Paz, en donde nuestros desvelos tuvieron sin duda momentos agudos. Ocurrió en Cochabamba, una ciudad de clima sabroso y relativamente pequeña, comparada con las grandes urbes de Latinoamérica.

Los hechos

Ocurrió de forma un tanto anticlimática:

Expiraba nuestro cuarto en un pequeño hostal a las doce del día. Como nuestro bus no saldría sino hasta la tarde, dejamos nuestro equipaje en una bodega de resguardo frente a la recepción del hotel: Nuestros dos backpacks; una bolsa auxiliar donde cargamos libros y postales; y sobre todo mi pequeño backpack en donde cargo laptop, disco duro externo de respaldo y cuatro cuadernos de apuntes y diario de viajes... En el último momento Jennfer me pidió que metiera el sobre con nuestros pasaportes junto al resto de las cosas, pues caminar por la calle con ellos sería tentar al destino...

Como para inhibir un robo rápido y casual, dejamos todas las mochilas cerradas con candado y unidas con una cadena de bicicleta... Salimos a dar una vuelta, a comer y a matar el tiempo, contentos con las perspectivas de descansar los últimos cuatro días del año en Santa Cruz, antes de embarcarnos hacia Paragüay, donde nos esperan para participar en talleres, funciones de cuentos y un festival...

Como ave de mal agüero (seguro que la escena hubiera pasado desapercibida si no fuera porque los eventos catastróficos nos fuerzan a reescribir la historia con una causalidad de filos expost) tuvimos un incidente desagradable en la calle. Un par de muchachos bien servidos zigzagueaban en una banqueta por donde caminábamos. Justo cuando pasamos junto a ellos, clavándole la mirada en las caderas a Jennifer, uno soltó el piropo de rigor: “¡Mamacita!”. Yo volté con un instinto de responder. Pero algo en la cara de uno de ellos, y todas las conversaciones que hemos tenido sobre la polarización que se vive en la sociedad boliviana con el resurgimiento indígena y los movimientos autonómicos, me previno. Pensé: “Más vale atemperarse y seguir caminando”.

Al regresar al hostal, ¡oh sorpresa!, ¡ay dolor! ya no estaba el pequeño backpack. ¡Se esfumó, con todo el contenido!

Como en cualquier otro siniestro, los siguientes instantes son terribles. En pleno shock, sin dar crédito de cómo en un segundo la alegría del viaje se ha ensombrecido, fuerzas terribles luchan en el interior de uno: el cúmulo de furia que le crece a uno en el pecho quisiera salir y desquitarse contra quien se deje; ganas de increpar a la recepcionista, inculpar a la empleada de la limpieza y hacer sentir a la dueña del sitio un remordimiento abismal por la total negligencia que han tenido en asegurar la seguridad de nuestras cosas; una voz que tiene estallar “a mi me vale madres, pero nuestras cosas aparecen en cinco minutos o usted se atiene a las consecuencias, hágale como quiera…"

Hay también otra voz que sabe que el mejor escenario que uno tiene es la calma: mantener la perspectiva; evitar la ruptura y conservar en todo momento a estos personajes – que a todas luces están desconcertados, a la defensiva y con miedo— del lado de uno; mantener todos los sentidos alerta, pues en un descuido la pérdida se puede extender…

Surrealismo policial

Luego está la experiencia de la policía –que uno vive con una mezcla de paranoia y desesperación— sentimientos que la cercanía a los agentes de la ley le deparan a uno tanto en Bolivia como en México.

Primero, nadie responde el teléfono en la policía turística, pues ya terminó el horario de oficina. Luego, una vez que logramos contactarles por una vía alterna, nos vemos obligados a esperarles más de sesenta minutos para presentarse en el sitio para investigar. Son torpes para hacer preguntas a las personas del hotel y pasan de lo esencial. Toman notas irrelevantes en sus libretitas. No cuentan con patrulla así que tenemos que pagar un taxi para llegar a la comandancia. Son incapaces de tomar iniciativa sin que el mayor autorice hasta el más mínimo paso. En la comandancia nos recibe un poli con un consomé harto grasoso y con una gran ala de pollo en el centro. Ponen más atención en el juego de fútbol que en nuestro caso, y cuando finalmente nos atienden, el sargento Siles escribe a la increíble velocidad de cuatro palabras por minuto y nos pide que regresemos al día siguiente para recoger la declaración oficial, que una secretaria tecleará. Al día siguiente un comandante nos recibe con la amabilidad de indicarnos que no nos la van a poder entregar porque no han pasado las 24 horas de rigor.

Sin embargo ese tortuguismo burocrático no es nada frente a dos o tres joyas que nos regalaron en el transcurso de nuestro contacto con ellos:

Ximena, una policía flaquita (y acaso la única con más de dos dedos de frente de todos los que nos atendieron) nos recomienda que para agilizar los trámites nos desistamos de cualquier tipo de seguimiento e investigación pues está visto que nunca aparecen las pertenencias de los turistas, e investigar sólo nos hará detenernos un tiempo innecesario. Así hacemos, sólo para encontrarnos con que el teniente Morales la contradice al día siguiente, asegurando que en Bolivia las cosas siempre se recuperan; en todo caso, que lo robado no aparezca, será nuestra culpa...

Cuando llegamos a la Interpol a hacer otro trámite, tenemos que esperar unos cinco minutos a que termine la pelea que Jean Claude Vandam sostiene contra algún combatiente chino en Cinema Golden Choice. La mujer policía que está clavada en la pantalla le comenta a su compañero que está arranado en un sillón a propósito del castigo que recibe el héroe: “¡Uy, a mí se me hace que este cabrón se está haciendo el muy macho, y que ahorita se lo descuenta en undosportres”.

Más tarde, cuando preguntamos al mandamás de la policía turística cómo le fue al entrevistar a la dueña del hotel, nos hace saber que cree que no conseguiremos nada por ese lado, pero que por no dejar pasar le ha metido presión con unas cuantas mentiras, una recurrida técnica policial. Le ha dicho que el cónsul ya está enterado, que hablará en breve con Evo Morales, quien a su vez instruirá al Ministro de Turismo para que sancione a su hostal…
En Bolivia las cosas llegan a tal grado de surrealismo, que la mujer lo cree y pasa un par de noches de pesadilla…

The emotional aftermath

Quizá lo más difícil después del primer impacto fue lidiar con la sensación de estupidez y los autorreproches: ¿A qué hora se nos ocurrió despegarnos de lo más valioso del viaje? ¿En qué momento relajamos el instinto de precaución y confiamos demás? ¿En qué momento perdimos el filo de la mirada para evaluar las condiciones de esa bodeguita de seguridad?

Y también, aunque nada de esto fue violento (a lo mejor hasta sería más fácil si hubiera habido violencia de por medio, pues contribuiría a concebir el asunto como inevitable) ronda una sensación de vulnerabilidad que es propia de todos estos incidentes; es como si de pronto nos hubiéramos asomado debajo del velo que normalmente tiene la vida, para descubrir las grietas que siempre están ahí: en un segundo todo puede cambiar; en un segundo algo se pierde irremisiblemente y sin sentido...

Está desde luego el tedio monumental de tener que lidiar con los trámites, con policías mononeurales, tránsitos inútilies de regreso a La Paz para los pasaportes, gastos extra para llegar a Paraguay, etc, etc...

Desde luego que nos reharemos, continuaremos el viaje y eventualmente seguiremos contando la historia, que es lo que queda al final, pero por lo pronto, aún ronda por acá la rabia de la pérdida del trabajo entero de dos meses, y un cierto desánimo, un mal humor intermitente, malos sueños y dolores clavados en la espalda…

Paradojas sincrónicas

La misma mañana del robo, antes de que ocurriera, no sin un cierto sentido de sincronía, escribí a una amiga unas líneas alrededor de la crisis financiera –ese abstracto ladrón que parece haber hurtado los ahorros y la tranquilidad a todo el mundo, de la noche y la mañana:

"Veo lo que me cuentas en relación con la psicosis financiera... Me imagino lo que eso estará siendo... También algo he escuchado de algunos amigos con respecto a cierre de empresas y despidos... y desde luego, están los grandes medios que no dejan de hablar del regreso masivo de migrantes a México o del nuevo escándalo de Madoff...

Para serte franco, en algún momento (hace como tres meses), no dejaba de sentirme también un poco afectado, pues a fin de cuentas, con la devaluación y el incremento en el precio del dólar, automáticamente se diluyeron cerca de 1/3 de mis ahorros...

Pero ahora, a dos meses de distancia y de lleno metido en la vida nómada y en la aventura de conocer gente, de escuchar historias (a veces terribles, de guerra, desaparecidos, desastres) , de palpar el coraje y la plenitud con la que vive mucha gente con la que nos hemos topado por acá, de ratificar la convicción de vivir de otra forma --en donde el dinero sólo es un medio para otra cosa--, mis ansiedades al respecto se han diluido totalmente.

Por otra parte no dejo de pensar que en el fondo de la crisis hay dos cosas sencillas -- un cierta ambición (un el deseo de vivir con más de lo que en realidad se tiene), impulsada por la ilusión de que aporta la momentánea satisfacción de ciertas necesidades; y naturalmente, lo que esa ilusión encubre --un miedo terrible a la vida y sus fragilidades...

A lo mejor el viaje está apuntalando en mí un ámbito místico, pero te puedo decir que me siento tranquilo incluso en el panorama que aguarda al regreso, pues mis ganas de trabajar y seguir pedaleando están intactas; no siento apetito por vivir encima de mis posibilidades o recursos; y no tengo miedo frente a la vida...

En fin... supongo que de alguna manera mi situación me permite en parte este desapego... pues también mis obligaciones financieras por el momento son mínimas... probablemente me sentiría diferente si mi situación fuera otra..."

En la coincidencia de estos dos hechos –mis palabras y el robo que sufrimos—un mensaje del destino que gusta vestirse con los trapos de la ironía: Tarde o temprano nos da la confrontante oportunidad de probar si es que en verdad somos aquello que decimos que somos…

sábado, 3 de enero de 2009

El altiplano boliviano - de Tupiza a Uyuni - Día 4

El último día del viaje nos tocó madrugar por segunda ocasión. Sólo que esta vez nuestro guía-chofer-animador de campamento no se levantó a tiempo. Salimos media hora más tarde de lo previsto. La idea era llegar a ver el amanecer en medio del Salar de Uyuni. Pero a pesar de que empezamos el día tarde y al salir del hospedaje el cielo ya estaba comenzando a clarear, de igual forma pudimos ser testigos del duelo que diariamente viven la luna y el sol.




El Salar de Uyuni es una maravilla de la naturaleza. Rodeado de montañas y volcanes la sal se ve como una cobija de nieve; un suelo tapizado completamente de blanco. En cuanto salí de la camioneta me fui directamente al suelo para tocarlo. Verificar si realmente era como la sal que yo conocía. Se sentía dura. Estaba pegada al suelo y costaba trabajo arrancarla con las manos para desmoronarla. Poco me faltó para probarla. Nunca me había puesto a pensar en el origen de la sal. ¿De dónde había venido?

Hace millones de años, nos explicó Mario, el mar se había desbordado varias veces a través de las montañas del oeste, llenando de agua salada el valle. Al evaporarse el agua quedaba únicamente la sal, creando paulatinamente varias capas, que con el tiempo formaron el Salar de Uyuni. Me parecía irónico que lo único que le quedaba a Bolivia del preciado mar por el que había luchado contra Chile fuera sólo este salar.


Ese día tomamos el desayuno en la Isla del Pescado, una isla hecha de coral que aparece como un oasis de vida dentro del salar. Está completamente cubierta por cactus gigantescos, formaciones rocosas, algunos pájaros y vizcachas. Después del desayuno paramos en el único hotel de sal que existe adentro del salar. Este hotel, construido a partir de ladrillos de sal, fue hecho hace muchos años, antes de que el gobierno pasara una ley que prohibía la construcción de hoteles adentro del salar. El hotel ahora vive del turismo (que en algunas ocasiones consigue hospedarse ahí) y de los grupos de turistas que pasan para visitar el hotel como si fuera un museo.



Otro de los atractivos, que seguramente se han inventado los guías para hacer pasar el tiempo, es tomar fotografías jugando con la perspectiva. Nos convertimos en gigantes y enanos gracias a la inmensidad del salar…



El recorrido del último día, mucho más corto que los anteriores, termina en la pequeña ciudad de Colchani. Este pueblo vive de la extracción y venta de sal a las refinerías. Y también, tímidamente, han comenzado a comercializar figurillas de sal para vender a los turistas junto con gorros y bufandas de lana de llama. Arturo y yo vemos con poco interés los tres puestos en la calle y nos sentamos a esperar el almuerzo. Al igual que nosotros, los demás turistas se ven cansados. Han sido cuatro días largos e intensos.




Nos despedimos de Mario y Delia (la cocinera) que nos dejan en Uyuni donde tomaremos el bus de la noche hacia La Paz. Para matar el tiempo decidimos visitar el único atractivo turístico que tiene Uyuni: el cementerio de trenes. Sin embargo, muy pronto descubrimos que el cementerio es más romántico en palabra que en la realidad.

Para llegar al cementerio de trenes hay que salir del pueblo y cruzar por los basureros. Entre desperdicios, latas, bolsas de plástico, llantas, excrementos (caninos y humanos) nos topamos con varios vagones de tren abandonados. Y claro, pienso yo, ¿dónde más podrían estar los vagones que ya no sirven si no en el basurero?

Paseamos de un lado a otro como tratando de entender si esta imagen nos produce nostalgia, por un tiempo ya perdido o depresión, por la irremediable pobreza y suciedad. Entre tanto fierro oxidado lo único que puedo sentir es alivio de saber que acabamos de ponernos el refuerzo de la vacuna antitetánica. Sin embargo, no existe aún la vacuna que nos haga inmunes a la pobreza.

En uno de los vagones está escrito un grafiti que dice: “Amor de pobre, amor sinsero”. Y me doy cuenta que este sitio, más que rememorar el pasado es un espacio para explorar las artes del amor. Un sitio perfecto para escaparse por las noches con la novia.

De regreso en el pueblo, sigo pensando en el grafiti y me voy fijando en cada uno de los rostros de la gente. Trato de adivinar quién de ellos habrá pasado por el cementerio de trenes en su camino de descubrimiento sexual. Sin embargo, me devuelven la mirada rostros oscuros y enojados. Caras frustradas que hace mucho dejaron de pensar que el amor de pobre tenía algo de envidiable…

Y así termina nuestro recorrido por el altiplano. Como nos ha pasado todos los días en Bolivia, nos encontramos con las terribles contradicciones de la vida. Paisajes hermosos junto con una pobreza dolorosa.

El Altiplano boliviano - De Tupiza a Uyuni - Dia 3

La Laguna Colorada –la primera parada en el recorrido del tercer día—es otro extremo del espectro mineral que con el que nos hemos topado en Bolivia.




Nos hemos apresurado a llegar los primeros, pues los flamencos (flamingos) que reposan en sus aguas tibia se asustan con los turistas, y la demora se paga caro: en el mejor de los casos se aprecian pequeños puntos rosados a lo lejos.



A pesar de que los flamencos se nos alejan un poco, en uno de los recodos de la laguna, nos salen al paso increíbles estampas bolivianas: llamas y flamencos inclinados buscando alimento.


Por cierto que el empalme entre la coloración rojiza de la laguna y el teñido rosa de los flamencos no es casual: se debe al alga con que las aves se alimentan.

Poco más adelante, en el desierto del Siloli nos detenemos junto al árbol de piedra. Una formación rocosa que ha sido erosionada escultóricamnente por los cambios de temperatura, el intenso sol y el viento.


Aprovechamos el alto en el camino para fotografiar a la compañía: Mario, nuestro guía, a quien nunca se le agotan los recursos, al grado que se ajusta perfectamente a la descripción de estuche de monerías que usan las tías viejas para referirse a un hombre que es un buen partido; las dos chicas francesas, que castañean de frío cada vez que hacemos una parada, pues no traen ropa apropiada; Delia, la cocinera, que en cuatro días de camino prácticamente no le escuchamos la voz; y nosotros, que nos comemos todo con los ojos…



Poco más adelante haremos un alto forzado, pues se pincha una llanta. En menos de cinco minutos Mario se enfunda en su overall y la cambia. Me cuenta que este tipo de incidentes es rutinario. Incluso ha habido días en que sufre 7 pinchazos. Para hacer frente a la batalla contra el camino, trae entre sus herramientas parches de caucho y ha adaptado el aire acondicionado del 4 x 4 para que funcione como una bomba de aire que utiliza para inflar y reparar llantas.

Entramos entonces en una secuencia de varias lagunas consecutivas –Ramadas, Chiarcota, Honda, Hedionda y Canapa.



Es en la Laguna Hedionda donde conseguimos acercarnos a los Flamencos. Mario insiste en la versión de que los flamencos de esta laguna están más acostumbrados al contacto humano. En efecto, por su forma de posar parece que no son ajenos a cierto grado de afiliación o vanidad.



Poco más adelante el paisaje cambia y encontramos enormes formaciones de roca preñada de hierro.



En nuestro recorrido encontramos frecuentemente la yareta, una siempreverde perennifolio que crece en matas muy densas para evitar la pérdida del calor, y que los locales utilizan como combustible en sus estufas, pues funciona como carbón.


Hacemos una parada para comer. El hambre apremia, pues por la mañana sólo nos ha tocado pan con mantequilla y té. El menú de la comida es una sorpresa que nos ha estado persiguiendo desde que entramos en territorio andino. Charqui: carne de llama que fue deshidratada y salada hace más de tres meses. Se acompaña con habas hervidas, un huevo duro, arroz y choclo. Nos armamos de un valor que a la postre resulta innecesario, pues el plato es sabroso. Ambos lo devoramos.

Después de la comida, hacemos de un jalón el recorrido hasta el borde del Salar de Uyuni, que será nuestra exploración central del día siguiente. Cerca de tres horas seguidas dentro de la camioneta, a través de desiertos, rocas y salares menores.

Esta parte del trayecto es particularmente incómoda, pues mientras en los días pares nos toca ocupar el asiento medio, (donde uno puede estirar las piernas), los días nones nos corresponde el último asiento en donde vamos recogidos como faquires (las rodillas topando con el respaldo de frente y los pies prensados en un espacio ínfimo). A las diez horas tengo una punzada en la rodilla izquierda (en la que me operaron los meniscos y el ligamento cruzado) y un dolor reumatoide en el pie derecho (seguramente producto de la herencia de los pies engarrotados de mi abuela, la Yeya). Frente a estos dolores sólo sirve la paciencia. Intento meditar en vano, pues la imagen de mi abuela se me aparece constantemente.

La noche la pasaremos en un hostal de sal, que nuestra mente ha decidido caprichosamente emparentar con un iglú. Al llegar verificamos una vez más que las expectativas suelen deteriorar la calidad del disfrute, pues frecuentemente la imagen caprichosamente instalada en la mente impide apreciar la realidad que se abre ante los ojos tal cual es: la sal de los ladrillos está mezclada con capas de tierra, quitándole el prístino encanto idealizado de nuestros sueños…


Como quiera que sea nos instalamos. El hotel es un paraíso las primeras tres horas de la estancia, pues aún no han llegado el resto de los huéspedes. Sin embargo se convierte en una sucursal del infierno hacia la noche, cuando lo abarrotan al menos cuarenta personas.

Algunos de los recién llegados son personajes pintorescos, como la familia de franceses (dos adultos y cuatro niños) que recorren Latinoamérica desde hace cerca de un año en bicicleta, conociendo los rincones de este continente extraño mientras estudian sus lecciones por las tardes y presentan exámenes a distancia, pues el sistema francés lo permite.
Otros, son personajes francamente indeseables… Aunque yo no había querido creerlo, ya Mario y otras personas nos habían contado que entre los grupos de turistas son los israelitas los que representan el dolor de cabeza de todo el resto de los que comparten el espacio con ellos – por su inagotable afán de regatearlo todo, por su egocentrismo, por su tendencia a reclamarlo todo, por su depredación de los espacios comunes…
Por noche verifico como uno de ellos ha desconectado mi laptop del ventiúnico contacto que hay en el hostal para conectar su cámara; mientras escribo un texto en mi laptop tengo que soportar el video que ponen a todo volumen en la televisión del comedor – imágenes inverosímiles de choques, golpes y gente mononeural autoinflingiéndose heridas en el cuerpo—; y siento como me hierve el buche mientras deciden apagar la luz del comedor para mejor disfrutar con la estupidez y la violencia gratuita.
El colmo lo experimento hacia las tres de la mañana, cuando voy a hacer pipí al único baño comunal y me encuentro con que está tapado y rebosado de sustancias cuyo color y olor hacen palidecer al espectro del paisaje mineral de Bolivia.
Entre arcadas salgo al exterior del hostal a buscar un arbolito como se acostumbra en el altiplano, pues la alternativa civilizada es inviable.
Entonces me encuentro con una imagen que de una belleza imposible, semejante a la que Jennifer visualizó el primer día por la noche. La luna llena resplandece en todo lo alto y su luz se refleja en el blanco borde del salar con un brillo intenso. La imagen semblantea a tal grado la escena del nacimiento de Cristo que me quedo un buen rato contemplándola, sospechando que en cualquier momento aparecerán en el horizonte pastores en desbandada y poco más atrás, tres personajes montando un caballo, un camello y un elefante…