martes, 21 de abril de 2009

lunes, 20 de abril de 2009

Notas sobre el desafío de convertirse en escritor I. La tentación de Capote


Después de casi un año de viaje, la aventura de escribir con una intensa frecuencia sobre lo que nos va pasando en el recorrido va dejando trazas reflexivas. Lecciones aprendidas, cuestionamientos, reflexiones, que vale la pena consignar.

Uno de los ámbitos de reflexión que ha sido recurrente en nuestra labor, ha sido el que está asociado a la ética del escritor.

Pues en contraste con la psicología, en donde me tocó mamar un marco ético ya ensamblado –
confidencialidad, neutralidad, abstinencia, trabajo terapéutico personal, supervisión de casos, etc , premisas que he experimentado de primera mano en mi práctica profesional siguiendo los preceptos del psicoanálisis (que es sin duda la orientación teórico-práctico-clínica más estricta al respecto)—, a la escritura he arribado por una puerta distinta, la de la intuición, y por lo tanto, sin un marco ético inicial.

Y en esta aventura empírica he elegido construir mi propio código paso a paso (obviamente hubiera sido distinto si hubiera estudiado periodismo, o antropología, en donde me hubiera tocado heredar un referente moral). Construir ese marco a partir de los desafíos cotidianos que la escritura me plantea, e inclusive –siempre sobre la base de un cierto sentido común y consideración al sujeto sobre el que escribo— como producto del ensayo y error, que implicará, qué duda cabe, pisar algunos callos... Lo cierto es que en el viaje hemos escrito textos en un muy amplio espectro. Y ciertamente, cada una de las categorías textuales tiene sus propias implicaciones cuando de ética se trata.

En este artículo me concentraré específicamente en reflexionar sobre un tipo de texto que podría ser caracterizado como reportaje periodístico – etnográfico, que es aquel en el que se reseñan opiniones, anécdotas, relatos y caracteres que encarnan personajes concretos con los que nos hemos encontrado a lo largo de nuestro recorrido.

Sin duda, el reto más complejo que he enfrentado al tratar de escribir este tipo de textos es vencer la tentación de convertirme en Truman Capote, quien construyó su ser escritor en la explotación proactiva de sus informantes y terminó enemistado con todas las personas sobre las que escribió. Truman Capote, quien a propósito del malestar con que varios de sus amigos poderosos reaccionaron a los textos en donde los reseñaba contestó: “¿Qué esperaban? Soy un escritor y me sirvo de todo. ¿Pensaron que me tenían para entretenerlos?”.

La tentación de convertirse en Truman Capote es difícil de esquivar, pues es muy fácil poner la historia por encima de la persona y sus sentimientos; al redactar la historia existe una inercia del texto que pide a gritos saltar las vallas, transgredir las fronteras, aún si esto implica vulnerar la intimidad de las personas que uno escribe; pues cuando uno escribe ciertos pasajes impactantes, no está exento de sentir cierto deleite frente al infortunio ajeno, especialmente si eso contribuye al impacto del texto; pues, hay que reconocerlo, en el fondo de nuestra psicología depredadora, palpita un muy humano gusto por la sangre…


Y es que la sangre es tan atractiva para un escritor. ¡Porque uno tiene tantas ganas de contar cosas potentes y relevantes!. Y todo escritor tiene el deseo de mostrar la realidad con todo su color descarnado; uno tiene ganas de destrozar todos los tabús y que no medien cortapisas entre el texto y el lector. Pero lo cierto es que si no se auto impone ciertos límites, es bien fácil perder el rumbo. Aún si uno escribe con buena fe, es imposible no herir susceptibilidades, tal como he podido atestiguado en el transcurso del viaje.

Hago un recuento de algunos de los traspiés y los desafíos que he tenido en esta incipiente vida de escritor:

¿Quién soy yo para verter opiniones contundentes sobre la política y la traza histórica de los países que hemos visitado –sitios que desde la perspectiva de algunos de nuestros amigos y lectores esencialmente desconozco—, pues qué se puede realmente decir después de apenas un mes de estar en un sitio? Pregunta o reclamo que ya he escuchado en más de una ocasión y que me hace pensar que frecuentemente no sólo juega el texto en sí –cuyas apreciaciones pueden ser precisas y estar bien escritas—, sino que también está en juego la credibilidad, que, como en otras áreas de la labor humana, se nutre de la profundidad de la experiencia acerca del fenómeno sobre el que se escribe.

Me ha pasado también que alguien encontró una traza machista en alguno de mis textos. Si bien no termino por ponerme el saco de este señalamiento, que es posible que al escribir espalda con espalda con Jennifer, cuya narrativa surge de una intensa mirada femenina, me haya sentido inclinado a afilar ciertos puntos de vista que responden más a una mirada masculina. Pero también es posible considerar la realidad de que el lector es tan autor del texto como el escritor, y que con su lectura frecuentemente atribuye al texto características que él mismo le ha proyectado.

Ha habido quien se sintió expuesto por lo que escribimos sobre él. Quien me ha pedido censurar partes del texto – fragmentos que desde mi perspectiva eran esenciales para perfilar su carácter—, pues la revelación lo comprometía en un entorno aún inmaduro para aceptar algunas partes relativamente progresistas y liberales de su historia.

Hay quien entre las personas que hemos conocido y visitado se siente ignorado u ofendido porque no apareció en las crónicas, o no elegimos sus perspectivas para representar nuestras opiniones.
Y me ha pasado que a veces simplemente las historias se quedan encapsuladas, sin posibilidad de escribir sobre ellas, porque hacerlo entrañaría lastimar indirectamente a nuestros amigos. Como por ejemplo cuando nos ha tocado testimoniar el dolor que la muerte –todavía demasiado fresca, todavía demasiado presente— ha dejado a su paso.

A fuerza de escribir en este año, he terminado por aceptar que a veces, por pudor, por consideración a la intimidad del otro, no se puede decir lo esencial –aquello que inclusive constituyó el resorte inicial que me movió a querer escribir la historia. He terminado por aceptar que uno muchas veces tiene que refrenar los juicios y ceñirse a los datos. Y, cada vez con menos frustración, acepto que para preservar la integridad de aquellos sobre los que escribo, es preferible optar por una prosa relativamente ingenua y desprovista de todo filo, aún si eso implica sacrificar la ironía o el sarcasmo, recursos que están universalmente presentes en los buenos escritores...

Lo cierto es que, poco a poco, conforme la experiencia se ha ido acumulando en nuestro recorrido, he terminado por establecer una serie de márgenes éticos y desarrollar un cierto protocolo de control que no parece tan malo para cualquier reportaje periodístico-etnográfico en el que abordo la historia de alguien real, con nombre y apellido: concentrarme en el lado luminoso de las personas; diversificar las fuentes de investigación y citarlas cuando quiera que hay temas controvertidos; compartir con Jennifer los textos antes de ser publicados para que su pertinencia mitigue mi sed sensacionalista; y asegurarme que las personas sobre las que escribo tengan la oportunidad de pronunciarse oportunamente sobre el texto, haciéndoselos llegar antes de la publicación en el blog.

También he terminado por hacerme a la idea de que las imágenes intensas que intuyo como materia prima para ser consignadas en la escritura, pero que comprometen la intimidad o el buen nombre del sujeto, pueden ser materia prima para un trabajo de ficción, o incluso, con suficiente paciencia, para un texto en el que –con un lapso de tiempo de por medio, la debida discreción con respecto a la identidad y un tratamiento de condensación de personajes— satisfaga mi necesidad de plasmar la historia...

miércoles, 15 de abril de 2009

domingo, 12 de abril de 2009

Dos caminantes inexpertos en Torres del Paine - Día 4 - Crónica y Foto

"¡¡¡¿No van a subir a Las Torres?!!!!" - exclamó el canadiense, cuando supo que después de haber recorrido cerca de cincuenta y cinco kilómetros de la "W" habíamos decidido no hacer el último tramo para ver las míticas tres Torres del Paine que se alzan detrás de una laguna verde azulada.

"Pues así es..." - contestamos con serenidad. En el viaje hemos aprendido finalmente a no dejarnos llevar por las exigencias del personaje viajero, y hemos terminado por escuchar a nuestro corazón.

Estábamos reventados, aún nos punzaban las rodillas de nuestros excesos de los días anteriores, el día estaba nublado y nada garantizaba que no nos tocara la misma mala suerte del holandés. Además, la pequeña sherpa Dayanín, (alias con el que Arturo ha bautizado al alter ego aventurero de Jennifer), había hecho indagaciones sobre un sendero poco explorado en el parque, donde se supone podríamos hacer avistamientos de la fauna patagónica que se nos había escondido durante los tres días anteriores.



Empezamos a caminar. Los guanacos -primos salvajes de las llamas andinas- nos salieron al encuentro de inmediato, con su mirada profunda, enmarcada por largas pestañas coquetas.



Poco más adelante, una parvada de petirojos pasó en vuelo rasante delante de nosotros y se detuvo apenas unos segundos...

Seguimos caminando...

Y de pronto, unos cientos de metros más adelante, nos sorprendió una vista dramática. Carcasas de guanacos pudriéndose como en sabana africana.


Eran tantas y estaban alineadas con tal precisión en el borde del sendero, que no era posible atribuir su presencia a un azar. Arturo sostuvo una teoría improbable para una reserva en la que justamente el punto consiste en no alterar las relaciones de la cadena de la vida: los guardaparques las echaban como carroña para los cóndores. Pasó a desechar las explicaciones de Jennifer de que probablemente había un depredador merodeando en las inmediaciones. Arturo especuló que probablemente se trataba de un cementerio de guanacos....

Después de varios kilómetros sin tener ningún otro avistamiento, empezó a crecer la frustración del hombre de la pareja... "¡Qué chafa este sendero de avifauna!... puros guanacos y cadáveres..." espetó.

Jennifer escuchó y propuso ser pacientes: "Tranquilo... caminémos quince minutos más, como dijimos. Y luego volvemos a tiempo para tomar el bus..."

"Bueno... está bien... me conformaré a la idea budista de que la meta es el camino, no es cierto?..."-- dijo Arturo.

Seguimos quince minutos más.

Y entonces, una aparición mágica a la distancia...

Un zorrito.

Arturo empezó a jugar con él. A seguirlo con la cámara. A hablarle. A caminar junto a él por un periodo como de veinte minutos.

A tener una especie del diálogo como el que el principito de Antoine de Saint Exupery tuvo con su zorrito: "para mi no eres todavía más que en muchachito semejante a cien mil muchachitos. Y no te necesito, y tu tampoco me necesitas, no soy para ti más que un zorro semejante a cien mil zorros, pero, si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro, serás para mí único en el mundo, seré para ti único en el mundo”.
De tanto en tanto el zorrito se detenía. Rascaba en el piso. Husmeaba. Se ponía alerta...



Arturo terminó por darse cuenta de que con tan poco tiempo sería imposible domesticarlo, pues los zorritos no caben en los backpacks de los viajeros.

Entonces decidió dosmesticar por lo menos su imágen...


Seguimos caminando. Ya de regreso. Ligeros. Contentos del encuentro mágico que esos quince minutos extra nos regalaron.

Y entonces Arturo dejó de sentir que el camino era monótono. La vuelta, a pesar de pasar por las mismas estaciones, le empezó a parecer nueva del todo...


Como si algo hubiera sido desvelado en el parque y mostrara su cara oculta lentamente....



En pocos minutos, el tiempo se despejó. Salió un poco el sol. Todo empezó a iluminarse.

Entonces nos cruzamos con un par de chicas europeas que caminaban el sendero en sentido contrario. "¡Hay un puma adelante, en el camino, en una piedra que está como a medio kilómetro!"



"¿¡Un puma!?" -- dijo Jennifer emocionada.

"Un puma" -- reafirmó una de ellas todavía temblando por el encuentro.

Nos explicó que estaba en un peñasco metido en una especie de cueva. "Si ponen atención podrán distinguir una silueta cafecilla en medio de la piedra."

Y siguieron adelante deseándonos buena suerte y sugiriéndonos que no abandonáramos el camino y no nos detuviéramos demasiado a mirarlo…

Golpe de adrenalina.

Fueron diez minutos vertiginosos. No hablamos mucho. Caminábamos rápido y nos volteábamos a ver, emocionados.

Si un felino le ataca cúbrase con un brazo la garganta y con el otro repélalo decía la tarjetita de un juego de preguntas y respuestas sobre casos extremos de sobrevivencia que encontramos en la sala de un hostal en algún momento del viaje...
Un hombre puede matar con sus manos a un león recorrió la mente de Arturo, quien recordó la bíblica historia de Sansón.

Jennifer, mientras tanto, afinaba sus capacidades telepáticas para comunicarle al puma que veníamos en son de paz.

Llegamos a la piedra.

Miramos.


Al principio no distinguíamos nada. ¿Se lo habrán imaginado las europeas?

Aguzamos la vista. Jennifer sacó sus lentes de la bolsa.

Nos salimos del sendero. Caminamos hacia adentro varios metros.

Y poco a poco se fué aclarando una forma felina como en alto relieve sobre la piedra.


Estaba descansando como hacen los gatos durante el día.

Ya no pensábamos nada. Entramos en una especie de momento de contemplación. Agradecidos, nerviosos, sorprendidos, excitados.

Jennifer se quedó sentada esperando a que Arturo se acercara todavía unos metros más para sacar una fotografía digna de National Geographic.

Arturo llegó a un punto en que con tres saltos, en un instante de agilidad, el puma fácilmente podría haber cubierto.

Jennifer lo miraba todo mientras tanto. Disfrutando el silencio. Observando cómo el puma lentamente se desperezó y abrió sus ojos para mirarnos... medirnos... entender qué era lo que queríamos.... saludarnos de vuelta.

Y así pasamos cerca de un larguísimo minuto. Reverenciándonos mutuamente.

Nosotros reconociendo que ahí en ese pedazo de tierra patagónica, él es el rey. Él, reconociendo la buena intención de nuestra mirada de niños curiosos.

Regresamos caminando de la mano por el sendero. Alternando el silencio con comentarios emocionados.

Fue entonces que Arturo aceptó por primera vez la idea, al regreso a México, de tener un gato como mascota en casa, si no por otra cosa, por aquella frase que se le atribuye a Borges: "Dios creó al gato para que el hombre pueda acariciar al tigre"...

Dos caminantes inexpertos en Torres del Paine - Día 3 - Crónica

El día empezó con dos milagros: el recuerdo en sueños de una de las imágenes del día anterior – el reflejo nítido de una de las montañas en el lago… y la constatación de que no hemos quedado paralíticos por la caminata del día anterior.

Sin embargo, aunque responde, nuestro cuerpo se siente como un cacharro de ochenta y siete años de edad. Y así, con achaques y todo cubrimos los once kilómetros reservados al tercer día de caminata, que por otra parte, poco tenían que ofrecer en términos de vistas y desafíos.

Este fue más bien un día de encuentros.

Por ejemplo, aquel que tuvimos en un recodo del sendero con los viajeros bañistas de la noche anterior. Y así, mientras nos compartían chocolate suizo y café caliente para combatir el frío (¡un pequeño milagro nacido de la previsión de llevar consigo un termo!) nos enteramos que Iván, el vasco, llevaba también sangre brasileria en sus venas; que dirige el arte en una revista saopaolina; y que gusta de alternar el paso con reflexiones filosófico-teológicas y puntadas de buen humor. Supimos también que el francés se llama Roland, y se consideraba una rara avis entre sus compatriotas, a quienes presentaba como gente con la curiosidad por el mundo embotada…

Con ellos caminamos un buen trecho discutiendo la estrategia para subir "Las Torres" al día siguiente, -- un recorrido de 7 horas para un caminante experimentado, supuestamente más demandante que los de los días anteriores, considerando las condiciones del terreno y la pendiente-- y conseguir regresar a tiempo para tomar el bus de salida del parque a las 2:30 p.m., último que funciona en el horario de verano.

Y como parece que el hábito de rumiar este tipo de planes es lo apropiado entre caminantes, seguimos dándole vueltas a todas las posibilidades para atacar la ladera de la montaña junto con ellos, más tarde, mientras comíamos fiambres (que nuestro ingenio gourmet incluyó en nuestras viandas de viaje) y bebíamos cerveza en un cuarto del Refugio Las Torres. El cuarto que nos acogió, por su diseño, parecía más bien un sauna de clima frío, con desniveles, ventanales y alfombras alrededor de una estufa de leña.

Ahí varios otros personajes fueron sumándose a la charla y compartiendo sus experiencias de viaje.

Ahí llegaron un par de amigos con los que por cierto habíamos compartido cuarto en el refugio la primera noche de la caminata: Dave –un retirado de la unidad de buceo profundo de la naval estadounidense—, y Sherry –una veterana programadora de software. Su historia es singular. Se conocieron hace poco más de tres años y se casaron cuando ambos tuvieron claro que el otro tenía exactamente el perfil que cada uno por su parte buscaba en una pareja amorosa y viajera, para emprender un largo recorrido en velero alrededor del mundo. Nos contaron que su viaje durará diez años. Llevan dos. Él se ocupa de los aspectos técnicos del barco. Ella se ocupa de la logística y la tecnología de información. Ni la caminata más adversa ni la tormenta más horrenda parecen perturbarlos.

Ahí también nos topamos con una pareja de suizos sesentones que se escaparon de los montes verdes y nevados que se alzan en frente a su villa en los Alpes, para venir a pasar unas vacaciones frente a los montes verdes y nevados de Chile, sentados en los dos mullidos sillones centrales de la sala con la misma actitud que si estuvieran acostados en tumbonas de Acapulco. Se involucraban sólo para lo indispensable en la conversación del grupo, pues en términos generales parecían estar disfrutando como adolescentes enamorados su diálogo de dos. Tenían una botella de buen vino tinto chileno, nueces y unos quesitos de distintas variedades, que con toda seguridad cargaron varios kilómetros sobre su espalda anticipando ese momento.

Y finalmente, tuvimos un reencuentro con el holandés aquel sobre el que Jennifer escribió en la crónica del primer día. Aquel que tuvo un incidente con la suela de su bota. Esta vez nos enteramos de la historia entera de su mala suerte sudamericana. Hubo una nevada bestial cuando visitó el Volcán Villa Rica y no pudo subir a la cumbre. Estuvo nublado en su paso por el Chaltén y no consiguió una sola vista decente del Fitz Roy. Se le rompió la suela de la bota justo a unos cuantos kilómetros del Glaciar Grey en el primer día de Torres del Paine.

“Entonces regresé acá, en el catamarán en el que nos encontramos. Hice migas con una chiquilla que tenía más o menos la edad de ustedes, que podría haber sido mi hija. Platicando me enteré que ella había hecho exactamente el mismo recorrido que yo, con un par de días de desfase. ¡Escaló el Villa Rica, vió el Fitz Roy y visitó el Glaciar Grey con perfecta visibilidad y cero lluvia! Considerando su buena fortuna le pedí permiso para caminar a su lado. Aceptó. Sé que hizo una concesión pues ella está en mucho mejor forma física que yo, pues mis huesos tienen instalada la memoria de varias décadas.”

“Así que llegamos hasta el Valle del Francés juntos. No había una sola nube. Un día espléndido. Toda la herradura visible. Al menos diez cóndores sobrevolando los cielos azules. Al bajar al refugio, esa tarde, le agradecí y le propuse hacer juntos la caminata a "Las Torres" al día siguiente. Me contó que estaba retrasada en todo su itinerario de viaje y que había decidido regresar a Puerto Natales; que no subiría. ¡No! ¡No me hagas esto, le dije! ¡Tú eres mi chica de la buena suerte! ¡Quédate un día más! Se fue. Subí solo esta mañana… No pude ver las torres… Estuve cuatro horas sentado frente a ellas esperando que se despejaran, y no lo conseguí.”

Unas horas más tarde, desde el Refugio, a varios kilómetros de distancia, el día se había despejado. En el horizonte, detrás de una montaña alcanzan a verse pequeños los tres grandes monolitos erguidos. Perfectamente despejados. Arriba de ellos las nubes flotan irónicamente hermosas, con tonos rosados y grisáceos.

El holandés las mira con una mezcla de nostalgia, asombro y respeto, pues acepta que en parte, ese es el desafío que el caminante comparte con el escalador. Está dispuesto a reventarse el cuerpo en el esfuerzo por conquistar la cima, pero sabe que al final la magia reside en el factor ingobernable de la naturaleza, que se abre y se oculta caprichosamente y sólo ofrece a unos pocos privilegiados el premio de su magnífica belleza…

Dos caminantes inexpertos en Torres del Paine - Día 3 - Foto






Dos caminantes inexpertos en Torres del Paine - Día 2- Crónica

La caminata del segundo día en Torres del Paine, que con sus paisajes imponentes se planteaba por la mañana como una experiencia en el ámbito de la geografía, termina inesperadamente con conclusiones contundentes en el campo de la anatomía

A las siete de la noche, con dolorosa claridad, soy consciente y capaz de discriminar partes de mi cuerpo que hasta hoy por la mañana no eran más que una vaga entidad conceptual estudiada en esquemas y monografías de colores: cada uno de los huesos del tarso, metatarso y falanges; los gemelos; los cuádriceps; los bíceps femorales, el tensor de la fascia lata que cubre la cabeza del fémur; los glúteos; el coxis; cada una de las vértebras del lumbago; el fibroso esternocleidomastoideo que va del cuello al hombro…

Al declinar la tarde, pues, nuestro entero ser se reduce a un par de bultos de músculos dolientes impregnados de ácido láctico, articulaciones y junturas punzantes, y tramos de piel irritada y ampollada.

Y es que acabamos de terminar un recorrido que sólo puede caber en la voluntad de escaladores venturosos, atletas olímpicos o novatos entusiastas:

Diez horas ininterrumpidas de marcha; un recorrido cuya distancia equivale a tres cuartas partes de un maratón; de subida y de bajada por una especie de inmensa escalera de piedras de irregular tamaño en las laderas del macizo montañoso; sobre suelos inestables y resbalosos; con una mochila de diez kilogramos colgando de los hombros.

En realidad hubiéramos terminado frescos como lechuga si no fuera por la decisión imprudente que implicó caminar diez kilómetros adicionales para llegar hasta el mirador del Valle del Francés, esa especie de altar de piedras que se eleva en medio de una herradura de montañas nevadas.

Y es que nos dejamos llevar por el entusiasmo casi infantil de un guarda parques chileno que en el Campamento Italiano –una de las estaciones intermedias de nuestro recorrido— nos hechizó con el cuento de que para él, el Valle del Francés era sin duda lo que más valía la pena de todo el parque nacional, más aún que las mismísimas Torres…

Y ciertamente no se equivocó. La experiencia sensorial de estar ahí parado es impresionante. El efecto dramático de la vista se agudiza además por los graves truenos de las avalanchas que se desgajan de la ladera del glaciar, los vientos helados que soplan a varios kilómetros por hora, y una fina y pertinaz aguanieve que congela los mocos en el bigote y hace llorar los ojos como si uno estuviera picando una cebolla.

Ahora que para ser sinceros, la primera mitad del recorrido (la subida) la completamos llenos de ligereza lúdica y todavía físicamente íntegros. Jennifer se la pasó el camino de subida cazando señales naranjas del sendero entre los árboles, como si se tratara de una pista de comandos. Y yo la completé mitad embelesado con los paisajes increíbles –inmensas masas rocosas coronadas por blancas nieves y hielos azulados; follajes otoñales en una gama que recorre desde el verde brillante hasta el rojo encendido; y, pequeños rinconcitos boscosos que hacen sospechar que un jardinero japonés los mantiene a punto cotidianamente—, y la otra mitad del tiempo, evocando los deleites masoquistas de los largos entrenamientos diarios en los que transcurrió mi adolescencia futbolera en el Cruz Azul.

Fue más bien la segunda parte del recorrido –una vez que se había agotado el incentivo de la cima, se terminó la novedad de las vistas, y caí en cuenta apenas de que había desandar lo andado—, cuando empecé a intuir que la larga bajada la sufriría con la misma intensidad de quien ama a dios en tierra ajena.

Para empezar, de inmediato, la pendiente empezó a instalar en mi cabeza la impresión de que el peso de mi backpack había incrementado súbitamente, como si alguien le hubiera metido piedras, o incluso –así es la mente cuando está cansada—como si en un descuido, el dinosaurio morado Barney de las caricaturas estuviera montado sobre mi lomo…

Con semejante lastre a la espalda, mi rodilla izquierda –aquella en la que tengo un tornillo que sostiene un tendón injertado que suplanta el ligamento cruzado que se me rompió a los veintisiete—empezó a bambolear y a temblar en cada paso.

Un poco para distraerme y no tener que cargar con el reproche de mi cuerpo, mi mente inventó un diálogo con el fantasma del profe Rojano, aquel que impartía la materia de física en mi escuela: “la presión que siente usted en su rodilla, Peón, es reflejo de la fuerza que resulta de la masa del reptil que carga sobre su espalda, multiplicada por la aceleración de su movimiento descendente que se suma a la gravedad en el eje de las “Y”. Si usted multiplica el resultado de esta ecuación, por la distancia que le falta para llegar al Hostal Los Cuernos –elegante fórmula del trabajo--, obtendrá el coeficiente de su sufrimiento medido en joules.

El realismo mágico de aquel diálogo preparatoriano tuvo algo que ver para que mi cuerpo evocara de imediato la Ley Boyle-Marriote, aquella que se ocupa del comportamiento de los gases bajo determinadas condiciones de presión y temperatura. Y no por otra razón sino porque, en pleno descenso, la avena, nueces, frutas secas, chocolate y salami que constituyeron nuestra inusual, portátil e hipercalórica dieta durante el trekking en el parque nacional, empezó a producirme los ardores esofacales, los burbujeos intestinales y los eructos sonoros... más intensos, frecuentes y voluminosos que jamás antes hubiera experimentado.

Al punto, que si nos hubiéramos topado con un ciego en ese tramo del camino, con toda seguridad el olor y el sonido que de mí emanaban lo hubieran llevado a confundirme con un borrego patagónico, de esos que con sus regurgitaciones y flatulencias contribuyen al calentamiento global, elevando el carbono atmosférico a niveles inaceptables.

Y así, como un borrego, me sentía además junto a Jennifer, que con su paso seguro y ligero --de pastorcilla curtida en los fríos australes desde su infancia--, pisoteaba mi orgullo viril, residuo inevitable de la época adolescente en la que se asume que por definición las mujeres son incapaces de superar a los hombres en las empresas físicas…

Mi miseria empezó a menguar hacia las siete de la tarde, cuando llegamos finalmente al Refugio Alpino, a orillas del lago Nordenskjol, justo en el momento en que la noche caía envolviéndolo todo con un manto azul pacificador.

Dejamos los zapatos enlodados a la entrada y entramos a un oasis de pisos de madera y calorcito de estufas de leña, para encontrarnos con que no había luz eléctrica.

Tras registrarnos y después de que nos asignaran nuestras camas en el segundo y tercer piso de las literas del cuarto del fondo, me fui directo al baño. En una oscura penumbra, sobre el piso frío, ligeramente encharcado me quité trabajosamente la ropa. Los calcetines parecían pegados a mis pies como una costra de resistol blanco. Me metí a una de las regaderas que se alineaban una junto a otra en como si fueran caballerizas.

Y poco a poco – mientras el agua caliente me caía en la cabeza y en la espalda, sentí cómo el alma me regresaba al cuerpo.

Fue entonces apenas cuando empecé a poner atención a las bromas y tonterías adolescentes que un vasco y un francés que se bañaban en las regaderas contiguas intercambiaban. Uno acusaba al otro de terrorista; y este lo desdeñaba como un campesino de los Alpes que no sabía hacer otra cosa que curtir queso de cabra.

Fue esta enésima referencia a la adolescencia –ya una franca regresión a la etapa de los barros y las espinillas--, la que me convenció de que no se engaña quien piensa que el aire fresco del ejercicio al aire libre en la naturaleza, rejuvenece…

Y con esta ligereza pude finalmente aceptar lo que Jennifer insistía en decirme, unas tres horas antes, para ayudarme a sobrellevar el malestar del descenso por la montaña: “Esta experiencia es justo del tipo de las que se aborrecen mientras ocurren; pero que después, cuando han terminado y se las relata en una crónica a la que no faltan exageraciones --cerveza y amigos de por medio-- se disfrutan enormemente…”

sábado, 11 de abril de 2009

Dos caminantes inexpertos en Torres del Paine - Día 2- Foto



















Dos caminantes inexpertos en Torres del Paine - Día 1- Crónica

Amanecimos el día de la caminata. Muy temprano. En realidad, los dos llevábamos las últimas horas dando vueltas en la cama sin poder dormir. Emocionados. Nerviosos. Con los ojos bien abiertos y esperando que sonara el despertador para poder comenzar con el día.

A las 7:30 pasó a recogernos el camión que nos llevaría al Parque Nacional. Dos horas de recorrido. Yo no podía dejar de mirar a la gente, pensar en su vestimenta y en sus mochilas y a través de eso tratar de adivinar cuáles serían sus planes en el parque. ¿Se convertirían en amigos nuestros? ¿Compañeros de la travesía? ¿Personas con quienes intercambiar barras de chocolate y nueces?

No tuve mucho tiempo para detenerme en eso porque los paisajes del parque comenzaron a desfilar a nuestro alrededor. Como aparecidos por arte de magia: picos nevados, lagos, cielos azules, llanuras… Ya nos lo había dicho la señora del hostal, que el día estaba bueno para subir a las montañas. Hará frío pero está despejado y eso es lo importante, que no llueva. Sí, la lluvia era sin duda la peor enemiga del caminante.

El parque se portó muy bien con nosotros durante nuestro primer día. El cielo no podía ser más azul y por ningún lado se veía una nube que pudiera amenazar nuestra tranquilidad. Después del registro en la entrada esperamos a que llegara el catamarán que nos cruzaría al otro lado del lago desde donde empezaríamos nuestra caminata. Mientras esperábamos se nos acercó un holandés, un hombre grande, solo, de esos que a mi siempre me dan ternura porque no puedo evitar preguntarme ¿por qué estará viajando solo? ¿dónde estarán los suyos? ¿tendrá familia?

Pero a decir verdad, el holandés se veía muy seguro de sí mismo, muy escalador profesional “he escalado todos los Alpes”. Nos contó que los días anteriores habían estado grises; las bellezas del parque se habían mantenido ocultas bajo las nubes. Este cielo azul era excepcional. El holandés había llegado hace dos días, pero no habían pasado ni unas cuantas horas cuando la suela de su bota ¡se desprendió! Así, sin más. Enojadísimo con la compañía de zapatos y con su mala suerte (después descubriríamos que este incidente era sólo uno de los tantos que le habían sucedido desde que comenzó su viaje de este lado del mundo) regresó a Puerto Natales y recuperó el extra par de zapatos que llevaba y pudo volver. Ahora tomaba el catamarán por segunda vez.

“Bueno,” le dijo Arturo, optimista: “si no hubiera sido por esa suela, no habrías podido disfrutar esta vista”. El holandés sonrió. Parecía que se le iba acabando la racha de mala suerte…

Después de un recorrido de treinta minutos por el lago llegamos al que sería nuestro primer refugio. Dejamos las mochilas, nos preparamos y salimos a caminar el primero brazo de la W que nos llevaría hasta un mirador donde veríamos el Glaciar Grey. Salimos a caminar respirando ese aire fresco de montaña que aunque es frío reconforta porque te hace sentir vivo. Nos sentíamos completamente dueños de la montaña y del camino. Ligeros, comenzamos a caminar, descubriendo en cada vuelta, en cada subida, una vista que nos dejaba impresionados. Paisajes suizos al final del mundo.