miércoles, 3 de marzo de 2010

Lo que vimos a nuestro paso por Latinoamérica II

Los desafíos de la profesionalización

Una de las primeras cosas que se hace evidente cuando uno tiene la oportunidad de recorrer el mundo de la narración oral latinoamericana, como recientemente pudimos experimentar Jennifer y yo, es que en este gremio –como en otros— es palpable la tensión entre la tradición y la vanguardia.

Así, mientras unos aún hallan respuestas en el canon de una práctica que hace veinte años hizo renacer con fuerza la cuentería en algunos rincones escénicos de Latinoamérica –gracias en parte a la contribución del cubano Garzón Céspedes— otros encuentran un anquilosamiento en sus premisas –que en no pocos sitios han adquirido la estatura de dogmas—, pues como escuchamos en más de una ocasión, es absurdo seguir pensando que hace narración oral sólo quien cuenta cuentos vestido de negro, narra en tercera persona y en pasado, y afirma implícitamente que sobre las tablas, gestos de orador grandilocuente puntúan efectivamente el relato.

Variaciones de esta y otras polémicas nos fuimos encontrando Jennifer y yo todo a lo largo de nuestro recorrido mientras departíamos acaloradas charlas de sobremesa con el gremio de cuenteros que se extiende entre el Rio Bravo y Tierra del Fuego. Y no es de extrañar esta vehemencia, pues pareciera que no sólo es cuentero quien cuenta historias, sino quien mantiene una postura visible sobre lo que narrarlas implica.

Sin embargo, aunque afirmar la diferencia parece ser el deporte predominante, (quizá motivados un poco por una cierta vanidad connatural a la vida de los escenarios), lo cierto es que no es difícil encontrar un denominador común que nos emparenta a todos los que formamos parte de este gremio: la aspiración de profesionalizar la cuentería.

La añorada profesionalización… Un tema que está literalmente en boca de todos los cuenteros, ya sean ticos o chilenos, argentinos o bolivianos, colombianos o peruanos, mexicanos o uruguayos…

Y es precisamente sobre una faceta de la profesionalización sobre lo que me gustaría bordar en este ensayo. Pues siendo consultor organizacional además de cuentero, no pude evitar darle una que otra vuelta al problema en cuestión todo a lo largo de nuestra ruta nómada.

En primera instancia me pareció interesante comprender que en términos llanos, para la mayoría de los cuenteros, ser profesional está ligado a la posibilidad de vivir del cuento. En otras palabras, es profesional a quien el mercado otorga un reconocimiento económico tangible en una escala tal que le permite una subsistencia decorosa.

En segundo lugar pude verificar cómo existe una cierta noción generalizada de que la ecuación de la profesionalización está conformada por dos variables: a. el aspecto de la oferta –los cuentos, como producto cultural de entretenimiento y educación; y la formación profesional del cuentero, como garantía de calidad—; y, b. el aspecto de la demanda –el desarrollo de públicos como consumidores del cuento; y, el desarrollo de canales que mediatizan esa demanda (teatros, bares, cafés, escuelas, etc.)—.

Así, la cuestión de la oferta parece ser la más naturalmente asumida por la mayoría de los cuenteros, pues como me escribiera el chileno José Luis Mellado en uno de nuestros intercambios virtuales, no es difícil aceptar la máxima de Stanislavsky con respecto a que la inspiración sólo sirve si nos encuentra trabajando. Es sólo en la depuración del trabajo narrativo que el cuentero encuentra su sello único.


Visto además de forma amplia, esa identidad artística constituye el motor primario de la demanda. Y es el público –al pagar una entrada—, o el auspiciador, –al financiar el evento–, los que ulteriormente le asignan un valor a la propuesta del cuentero.

De ahí también la tremenda responsabilidad que pesa sobre los hombros de cada cuentero. Primero, por asegurar la calidad del espectáculo que presenta frente a una audiencia, por humilde que sea. Y segundo, por demostrar una conducta aceptable al interactuar con cualquier interlocutor de la industria –auspiciador, dueño de canales o coordinador de festival. Pues, al constituirse de facto en embajador del gremio, su actuación impulsa o inhibe el crecimiento de la industria entera.

Ahora que si bien, tal como se ha dicho, la calidad de la oferta es una condición necesaria, está claro que no es suficiente. Pues puede darse el caso, como lo hemos testimoniado los que vivimos en países con un desarrollo profesional incipiente de la cuentería, de la existencia de espectáculos de muy alta calidad presentados semana tras semana frente a exiguos públicos que, apretados en las mesas medio incómodas de un bareto, pichicatean unas moneditas en el forro desgastado de la gorra que circula al final de la función.

Así pues, es necesario pensar la variable de la oferta de una manera estratégica. Un ejemplo de esta noción la presenciamos en San José, donde el Grupo Cuentiando—tres colombianos hablantines y un tico extravagante—, han aplicado por nota la lección de desarrollo de públicos que aprendieron en su tierra de origen. Su estrategia, que hace recordar el episodio mítico del Caballo de Troya, preconiza que primero, al público hay que ir a buscarlo proactivamente al sitio donde se esconde –las universidades, por ejemplo–; y posteriormente, si uno ha sido efectivo en la seducción inicial, ese mismo público gravitará por sí solo hacia los sitios donde se narran cuentos con lealtad de creyente de culto. Y, por si faltara más, pagará religiosamente la entrada. Con esa idea en mente, los Cuentiando se apuestan cada jueves en la plazoleta de la Universidad de Costa Rica a reclutar nuevos fieles, bien armados, eso sí, de sus artilugios verbales de culebreros antioqueños.


Sirva el ejemplo para remarcar la idea de que el fenómeno de la profesionalización no se reduce al eterno dilema de si el huevo o la gallina. Es necesario pensar el huevo y la gallina: fortalecer la oferta y desarrollar la demanda a un mismo tiempo. De lo contrario, pensar la profesionalización parcialmente equivale a condenar a la cuentería a un destino de arte menor ejercido por amateurs soñadores, siempre a la sombra de otras propuestas artísticas y de entretenimiento.

La buena noticia es que este doble desafío está cabalmente asumido en casi toda Latinoamérica. Cada movimiento, en cada país –con diferentes grados de madurez y en un punto diferente del desarrollo de su mercado— se debate en ambos polos de la ecuación de la profesionalización con ánimo irrecusable.

Así por ejemplo, el grupo Piiiipu! del Paraguay, ha comprendido que no puede ya vivir solamente de las glorias que el Festival "Ñe´e Jerépe” les otorgó al posicionarlos como los representantes de uno de los movimientos más jóvenes y vibrantes del continente. En el ámbito de la oferta exploran su capacidad de crear trabajo de cuentería ex profeso para dar soporte a programas de comunicación organizacional, como en el caso de los cuentos contra la discriminación laboral que desarrollaron para la OIT, o los cuentos anticorrupción que llevaron a cabo para la Suprema Corte de Justicia. Por su parte, en el ámbito de la demanda, han llegado a la conclusión de que necesitan separar el rol artístico-técnico del cuentero, del rol comercial del gestor cultural, pues sólo así es posible liberar energía para enfocarla en el hallazgo y concreción de nuevas oportunidades en el mercado.

Estos mismos cuenteros paraguayos, en conjunto con sus pares bolivianos han reconocido que una forma de hacer relevante la oferta de los cuentos para el público, es enmarcarla dentro de un contexto histórico-socio-cultural pertinente. Por esa ruta llegaron a la creación de algo que han llamado El encuentro boliviano – paraguayo. Pequeño festival que alterna su sede a uno y otro lado de la frontera del Chaco, y en donde en medio de una atmósfera de fraternidad peculiar, se cuentan cuentos del episodio en que Bolivia y Paraguay se sacaron la mugre a principios del siglo pasado.



Esta vocación de encontrar contextos relevantes parece ser el distintivo del movimiento en Bolivia, como nos lo mostraron Martín Céspedes y el grupo de colegas con quienes anualmente organiza el festival Apthapi. En conjunto, ellos han sabido acompañar el reposicionamiento quechua, aimara y guaraní que viven los grupos indígenas en su país, dando voz a las diferentes tradiciones orales que les pertenecen, al tiempo en que capturan las oportunidades presupuestales que representan los programas culturales que el gobierno de Evo Morales impulsa. En otros frentes han conseguido encontrar un nicho para la cuentería en recorridos por las calles viejas de La Paz, explotando la riqueza de sus leyendas y toponimias. Finalmente, para quien visita aquella ciudad no es raro encontrarse a un narrador contando cuentos a media noche en un sitio tan raro como una discoteca.

Argentina comparte con Bolivia el desafío de encontrar canales innovadores para presentar espectáculos de cuentería. Pues aunque sin duda eventos como la Feria del Libro de Buenos Aires puede contarse entre los más desarrollados del continente, al parecer los cuenteros no han conseguido pisar con suficiente fuerza los espacios teatrales en temporada regular. En cambio, se ha extendido la práctica de presentar funciones en el living de casas particulares, ofreciendo bocadillos y tragos como complemento al espectáculo, como nos tocó experimentarlo gracias al esfuerzo de Inés Grimland. Hay quien en esta práctica reconoce una buena dosis ingenio adaptativo, y quien la considera simple y llana claudicación. A nosotros en particular nos pareció una alternativa interesante, pues si bien es cierto que el living limita las posibilidades escénicas, es especialmente propicio para la creación de una intimidad peculiar que ayuda al desarrollo de la relación con el público.

Perú —como puede constatarse en el artículo que constituye la primera parte de esta crónica, en donde predominan las referencias a cuenteros de aquella nación andina—fue una estación cercana a nuestro corazón. Para nosotros, uno de los referentes indudables fue Cesar Wayqui Villegas, quien con su Trotamovimiento aborda con dinamismo el mercado y conquista espacios tan disímbolos como parques de atracciones o delfinarios.

Cucha del Águila es otra referencia imprescindible. Al lado de su equipo, en el Festival Déjame que te cuente, apuntala un foro nacional de aprendizaje y debate en donde se ventilan todo tipo de cuestiones. A nosotros nos tocó participar por ejemplo en la intensa discusión de cuáles son los límites que la profesionalización impone al gremio cuenteril a la hora de interpretar la tan masticada premisa de que rueden los cuentos. Pues si en la narración oral popular sería absurdo abrogarse la propiedad de un cuento, formar parte de un circuito cerrado de profesionales que compiten por un mercado sí implica un cierto estándar de respeto a las versiones orales y al repertorio ajeno…



François Valleys, por su parte, merece una mención especial por la simple razón de que su trabajo consiguió despertar nuestra curiosidad a pesar de que nunca lo conocimos en persona. No exageramos al afirmar que la penetración de su imagen al interior de su país supera en profundidad y extensión casi cualquier otro caso que hayamos visto en el continente. En Perú, François tiene el carácter de duende mágico, es reconocido por la gente de a pie al punto que su imagen ha sido utilizada en campañas institucionales de publicidad (http://www.youtube.com/watch?v=zcLZOOlQBXc).

Una parte de su trascendencia se explica sin duda por la calidad de su ejecución escénica. Pero otra –qué duda cabe— está asociada a la valentía con la que acomete la producción de sus espectáculos. Se cuenta que François se toma en serio aquello de que quien no apuesta no gana, y como ha aprendido a reconocer que la ganancia es una consecuencia de la inversión, no parpadea a la hora de hipotecar hasta la casa con tal de promocionar adecuadamente sus temporadas (http://www.youtube.com/watch?v=CsmSUJE-O9M).

Finalmente está el caso de Colombia, que más allá de cualquier duda, se ha constituido como el Hollywood de los cuentos al interior del continente.



Baste decir para soportar lo anterior que en ningún otro sitio del continente existen instituciones de gestión cultural tan maduras (como la Vivapalabra de Medellín o la Gaia Cultura de Bogotá que nos acogieron); públicos tan extensos; circuitos de festivales tan consolidados; escuelas de narración oral con programas tan completos; criterios de participación en festivales tan estructurados; o simplemente, la posibilidad real de vivir de un salario de cuentero.

Pero no por haber alcanzado ya esa visión que otros países del continente anhelan, Colombia se escapa de enfrentar demonios propios de su estadio de evolución, y que en un sentido anticipan los desafíos que cualquier labor profesional trae consigo:

El nivel de competencia que para su desarrollo ha sido esencial –y que es condición sine qua non de la calidad— puede por momentos actuar en contra de la solidaridad deseable entre miembros del gremio; o bien, sepultar en un mar de exigencia artística el puro gozo de contar que existe en otros ambientes artísticos menos avanzados.

Y por otro lado, si bien en Colombia la cuentería ha ganado la larga batalla de la identidad, y cuenta hoy con ciudadanía plena frente a su némesis histórica –el teatro—, actualmente enfrenta la amenaza de perder su especificidad frente al stand up comedy. Pues no sólo existe la tentación de tomar atajos que abran las puertas al éxito comercial de Pelota de Letras, sino que además, por incurrir en un humor explosivo y de fácil acceso al público, la cuentería podría perder su capacidad para conectarnos con y dar significado a otros perfiles de la experiencia humana que requieren un tejido y un ritmo narrativo de otro orden; de un tempo más espiritual...