martes, 20 de julio de 2010

Trazas de nuestro viaje alrededor de Latinoamérica

Ilustración de Magos Navas
para Viajes del Corazón

Cuentos callejeros

Las calles están llenas de gente y de entusiasmo. La ciudad está vibrante. Es el XXX Festival De Teatro de Manizales y el lema este año es La calle es el escenario. La mayoría de los eventos, obras de teatro, representaciones de payasos, mimos, malabaristas y cuenta-cuentos suceden en plena calle. Y ahí, con estos últimos, vamos nosotros.

Somos cinco: tres colombianos y nosotros. Vamos por las calles contando cuentos cual callejoneada de Guanajuato, invitando a los peatones a unirse al recorrido. La gente se va acercando. Alzamos la voz para que se escuchen nuestros cuentos y llega más gente. Vamos quedando envueltos en una muchedumbre. Aparecen dos estudiantes que nos entrevistan para la televisión local. De pronto, la muchedumbre, y nosotros, desemboca en la plaza principal de la ciudad. Una plaza que bien podría pertenecer a un pueblito medieval en España. Los escalones están abarrotados de gente. No cabe ni uno más sentado y hay varios de pie, más atrás, que intentan ver el espectáculo.

No nos da tiempo ni de recapacitar en la cantidad de gente que hay pues ya nos están colocando los micrófonos inalámbricos y escuchamos cómo nos están presentando: “Desde México… dos cuenteros…” Nos acercamos al escenario frente a dos bocinas enormes que hacen retumbar el sonido y provocan que nuestra voz se escuche con eco.

Y comenzamos a contar. Los mismos cuentos que hemos contado en varios rincones de la Ciudad de México han viajado hasta Colombia, la meca de los cuenteros en Latinoamérica, para ser recibidos por cientos de personas. Sentimos que el cuento no sólo lo estamos contando sino vibrando con todo el cuerpo. Estamos tan fascinados como el público de estar ahí.

Los albores del sueño

Todo había comenzado dos años antes en San Cristóbal de las Casas, cuando decidimos tomar unas vacaciones distintas. Elegimos hacer durante una semana lo que más nos gustaba: contar cuentos. Escogimos San Cristóbal porque nos parecía un sitio propicio para noches bohemias, pues enmarcado entre montañas verdes y envuelto en neblina, realmente se trata de un pueblo mágico.

Ambos contábamos cuentos en nuestro tiempo libre, por separado. No fue sino hasta ese momento que creamos una función conjunta llamada Viajes del Corazón. Nos dimos cuenta que nos gustaba narrar historias de viajes y viajeros. Que viajar para nosotros significaba algo más que simplemente trasladarse de un sitio a otro. Viajar lo hace quién se atreve a ir en busca de su voz interior. Viajeros también son quienes se aventuran al riesgo del encuentro con otro.

Esa semana realizamos nuestra función de cuentos en tres sitios distintos. La última noche, mientras festejábamos entusiasmados nuestra hazaña, con unas copitas de vino de por medio, apareció una idea que entonces parecía una locura. Viajar por Latinoamérica durante un año contando cuentos.

En cuanto regresamos a la capital lo primero que hicimos fue comprar unas guías de viaje sobre Centro y Sudamérica, abrir una cuenta de ahorro y conseguir un cuaderno. Este cuaderno sería nuestra bitácora donde anotaríamos desde ese día todo lo relativo al viaje, que de cierta manera, ya había comenzado.

Meses después, cuando faltaba un año para la fecha de salida, comenzamos a compartir nuestro sueño con otros. Recibimos todo tipo de reacciones, algunas favorables, pero varias negativas: “¡Un año es demasiado! Se van a aburrir…”; “Se van a quemar todos sus ahorros”; “Todos tenemos nuestro Shangri-La, pero la vida no es así”; “Cuando tienes treinta años toca trabajar y construir tu patrimonio, ya de jubilado podrás viajar todo lo que quieras”; “¿Y que no piensan tener hijos?”; “Estás echando tu carrera por la borda”; “Una pareja no puede convivir durante un año las veinticuatro horas del día porque terminarán sacándose los ojos”.

Desde luego, había varios riesgos en el viaje, ¿pero acaso no es peor riesgo demorar tanto tus sueños que al final de tu vida descubras que nunca los viviste?

Otra cuestión complicada fue hacer que la gente entendiera que no nos íbamos de vacaciones pues la primera imagen que les venía a la mente era que pasaríamos trescientos sesenta y cinco días jugando cartas a la orilla de una alberca y tomando piñas coladas. Nuestro viaje tenía un sentido, un proyecto, una intención. Queríamos vivir creativamente. Darnos un espacio para explorar vocaciones paralelas que ambos teníamos y que en la agitada vida cotidiana resultaba difícil darles el tiempo suficiente como para que florecieran.

Ese año previo se convirtió en un puente entre la vida sedentaria y la vida nómada. Dejamos atrás trabajo, coche, departamento, blackberry y a Olivia, nuestra perra, y los cambiamos por un par de mochilas, certificados de vacunación, pasaportes, cámara y botas para caminar…

Cuenteros y recolectores

Nuestro viaje tenía pues un eje que le daba sentido: la narración. Hicimos nuestro recorrido con la bandera de la palabra, contando cuentos y recopilando historias. Vimos Latinoamérica a través de una lente narrativa, deteniéndonos ahí donde creíamos que existía una buena historia y ocupándonos de registrarla con la pluma, el corazón y la cámara.

De cada sitio donde compartimos nuestros cuentos nos llevamos de vuelta muchas historias más. Como los trovadores de antaño buscábamos trasladar la magia de un lugar a otro. Aprovechamos las ventajas de la tecnología para ir escribiendo un blog conforme avanzábamos: http://www.viajeros08.blogspot.com/. Afinamos oídos y ojos para captar la esencia de cada rincón. Atentos a descubrir momentos, sensaciones, encuentros, curiosidades que pudieran traducirse en relatos interesantes. Nos interesaba la historia de cada sitio, pero no tanto la que se registra en los libros, sino la que cuenta la gente común y corriente, la que se cuenta en las calles.
Siendo ambos psicólogos de formación, no sólo íbamos atentos a lo exterior sino que el viaje narrativo también lo vivimos hacia dentro. Lo que nos sucedía internamente ocupaba obsesivamente las charlas durante los largos trayectos de camión, las caminatas o los momentos antes de dormir, cada noche en un nuevo colchón. Así, esta exploración interna terminó encontrando una forma de colarse hasta nuestros escritos.

Contamos cuentos en los espacios más coloridos y ante los públicos más diversos de Latinoamérica. Bares con alguno que otro borracho; teatros abarrotados de universitarios; un salón de clases de una escuela rural con niños que hablaban quechua; una galería de arte en la que concurrieron retirados europeos, hippies nostálgicos y bibliotecarios mayas; infinidad de festivales en donde conocimos decenas de cuenteros de otros países; e innumerables plazas en donde los cuentos inevitablemente se mezclaban con campanadas de iglesia, ladridos de perros y gritos de vendedores de helados…

Transitando en medio de ese universo de estímulos, algo empezó a transformarse dentro de nosotros. Nos estábamos convirtiendo en juglares y cada vez más nuestra vida se parecía a la de los gitanos. Empezamos a sentirnos ligeros, atrevidos y despreocupados. Todo se convirtió en un juego. Nos atrevimos a probar y experimentar. Nos dimos permiso de equivocarnos y a no tomarnos tan en serio.

La fotografía fue uno de los ámbitos que empezó a reflejar ese espíritu, pues nunca antes habíamos usado una cámara de forma más o menos sistemática. Poco a poco fuimos descubriendo lo que un fotógrafo profesional nos dijo justo al arrancar el viaje: “la fotografía es el arte de la luz y la oportunidad”. Es menos importante la cámara y la técnica que el ojo curioso y atento.

Y así la cámara también se convirtió en un pretexto para jugar y una forma de acercarnos a la gente. Especialmente con los niños de los pueblitos más alejados que se emocionaban al ver el aparato y querían ver cómo habían sido retratados.

Echados a andar, un proyecto más fue cobrando forma: la realización de un documental sobre la narración oral de Latinoamérica. Fuimos capturando los mejores cuentos y las historias personales de los cuenteros con los que nos encontrábamos. Algunos rescataban la memoria legendaria de sus antepasados; otros contaban cuentos de la tradición popular; otros más seguían la ruta de la literatura contemporánea; y otros inventaban los cuentos que narraban. Detrás de cada uno de ellos registramos historias apasionantes de su romance con la palabra hablada.

Salpicaduras de un tiempo agitado

Nuestro paso por Latinoamérica cumplió en todo sentido la condición de ser un tiempo interesante. Aunque sería imposible reseñar todo lo que vivimos, va aquí una salpicada de lo que recogimos a nuestro paso:

Centroamérica nos revela su rostro accidentado. Un paisaje y una historia esculpidos por erupciones volcánicas, terremotos, derrumbes, intervenciones extranjeras, dictaduras y guerrillas.

En Belice conocemos a Ovidio, un desplazado de la violencia que explotó en la región en los ochentas y que ha ayudado a varias decenas de guatemaltecos y salvadoreños a encontrar refugio y trabajo en El Progreso un pueblito en medio de la espesura de la selva. Ovidio cuenta cuentos que aprendió de pequeño, en los velorios. En sus cuentos la magia impera por encima de la lógica; los locos son cuerdos, y los cuerdos, locos; y no siempre los más sagaces y dotados son los que ganan.

El Parcero, Robinson Posada, hace un testimonio etnográfico de los barrios marginales de Medellín, en Colombia. Cuenta historias de muchachos seducidos por el dinero fácil del narcotráfico. Familias que se desintegran al entrar en el torbellino violento de la vida del sicario. En Bogotá nuestros anfitriones nos hacen sentir una alegría contagiosa frente a la atmósfera de seguridad recuperada que les permite transitar su territorio, otrora secuestrado por guerrilleros y paramilitares. Todos hablan de Álvaro Uribe. Algunos le reconocen sus logros, como el reciente rescate de Ingrid Betancourt. Otros, le critican pues sospechan su intención de reelegirse nuevamente.

En Ayacucho, la ciudad donde nació Sendero Luminoso y en los ochentas desaparecieron miles de peruanos atrapados en el fuego cruzado de guerrilla y ejército, nos reciben los curadores del Museo de la Memoria. Uno de ellos, Raúl, un quechua, se libró de desaparecer en su adolescencia gracias a una red de panaderías que daba trabajo y ocultaba a los muchachos perseguidos junto a los hornos de pan. Mientras tanto, a nuestro paso por Lima, donde se celebra el encuentro de la APEC, la clase política asegura que aquellos tiempos lúgubres han terminado y se avecinan tiempos de prosperidad. El augurio se materializa al poco tiempo cuando Perú alcanza el primer lugar de crecimiento económico en la región. Dos meses más tarde mueren varios indígenas en la Amazonía, reprimidos por la policía del Estado mientras se manifiestan contra la venta de su territorio ancestral.

En la Paz, Bolivia, hospedados en un hostalito junto al mercado de brujería donde se venden fetos de llama para ofrendar a la Pachamama, atestiguamos de primera mano el orgullo que las etnias han recuperado a partir de la gestión de Evo Morales. Las cholas, altivas, con sus largas trenzas negras, caminan con faldas amplias y sombreros de bombín. En el Lago Titicaca una niña que pastorea a sus llamas nos impide fotografiarlas de manera frenética. En Cochabamba, Grober Loredo y su compañía de títeres El Waky nos ayuda a entender el gesto hostil de la pequeña pastora, pues el país experimenta un profundo conflicto. En la función de Cholomán y el pirata, comprendemos que Bolivia se encuentra dividida y confrontada. Este mismo ánimo de enfrentamiento está vivo en la controversia que se discute durante nuestra estancia en torno al referéndum constitucional que pretende integrar una doble visión sobre el Estado: una occidental, republicana; y otra de la tradición indígena ancestral.

En todos lados del Paraguay atestiguamos el entusiasmo con que la gente vive el proyecto transformador de Fernando Lugo. En el Teatro Municipal, minutos antes de que inicie un concierto de trova, vemos cómo espontáneamente la gente le aplaude de pie durante dos minutos, cuando entra en la sala. Tres meses después el entusiasmo se desploma al descubrirse que el presidente es padre de varios niños que concibió cuando todavía fungía como obispo. El saldo del escándalo es tan desolador que nos hace recordar nuestro paso por Tacuatí, un pueblito de la región del Paraná en donde el bosque nativo ha sido devastado en sólo diez años para sustituirlo con plantaciones de soya. Es Rubén Flecha, un cuentero de Asunción, quien nos relata este triste destino del campo paraguayo. A esa aridez él opone los recuerdos mágicos de su infancia que transcurrió en aquel pueblito en el departamento de San Pedro, desde donde Fernando Lugo, como obispo, encendió en la gente la primera chispa de esperanza.

Estando en la Patagonia chilena llega a nosotros la noticia de que Hugo Chávez le ha regalado a Obama las Venas Abiertas de Latinoamérica de Eduardo Galeano. Está visto que ni el fin del mundo uno puede escaparse de chocar con estas joyas de antología política. Dos semanas más tarde nos enteramos que la emergencia sanitaria del virus N1H1 ha iniciado en México. Mientras en Viña del Mar los jugadores de las Chivas del Guadalajara declaran haber sido tratados como leprosos, en Santiago, más del cincuenta por ciento del auditorio que había confirmado la asistencia a nuestra función de esa noche cancela al percatarse que somos mexicanos.

De asado en asado varios amigos argentinos nos cuentan cómo el consumo de carne vacuna está tan arraigado a la cultura argentina que cualquier alteración en la industria y en el abasto constituye un riesgo de estabilidad política. Así lo atestigua la debacle de los Kirshner en las votaciones intermedias de junio. Con una copa de vino mendocino en mano nos cuentan otro chisme de la agenda estratégica nacional: quienes defienden a Maradona como seleccionador nacional argentino sostienen que es el único capaz de bajarle los humos a los pibitos que juegan con la albiceleste y encaminarlos hacia la victoria.

En Montevideo muere Mario Benedetti. Eduardo Galeano, su amigo, declara que el dolor se dice callando. Y guarda silencio. Dos días después la multitud que marcha en memoria de los desaparecidos de la dictadura es acompañada con frases y versos del poeta que suenan en altavoces todo a lo largo del recorrido.

Un tropezón a medio camino

Era el veintinueve de diciembre. A las doce de la tarde entregamos el cuarto del hotel. Teníamos todavía seis horas antes de que el camión que nos llevaría a Santa Cruz partiera. Así que dejamos nuestras cosas en la bodega del resguardo frente a la recepción y salimos a las calles de Cochabamba a matar el tiempo.

Cuando regresamos por nuestras cosas, de inmediato notamos que faltaba una pequeña mochila que contenía lo más valioso del equipaje: pasaportes, diarios de viaje, una laptop y un disco duro con el respaldo de la fotografía y el material audiovisual de nuestro documental.

Las horas siguientes fueron terribles, pues no sólo se confirmó el robo, sino que experimentamos la negligencia de los dueños del hotel y la ineficiencia de la policía boliviana. Vulnerables, paranoicos, rabiosos y frustrados, pasamos un lúgubre fin de año. A pesar de que publicamos anuncios y cartas ofreciendo recompensas, poco a poco tuvimos que resignarnos a no recuperar nuestras cosas, que seguramente estarían siendo traficadas en el mercado negro, y arrumbados en algún rincón los diarios de viaje.

Con el ánimo menguado, sin poder encontrar un sentido a lo que nos había ocurrido, llegamos a temer que la continuidad del viaje estaba amenazada.

Sin embargo recibimos ayuda del consulado y la embajada de México para tramitar nuevos pasaportes y poder continuar con el recorrido. Así, cuatro días más tarde dejamos atrás Bolivia cuando cruzamos la frontera paraguaya en el Chaco, bajo un sol de cuarenta grados centígrados.
Visto en retrospectiva el robo fue sin duda uno de los mayores desafíos que enfrentamos en el viaje, pues supuso encarar un escenario doloroso: aceptar la pérdida de una parte de la memoria documental de nuestro viaje y resignarnos a la clausura del proyecto en cuyo trabajo habíamos alcanzado mayor madurez. El desafío lo superamos en la medida en que conseguimos capturar la perspectiva de que si bien habíamos perdido cosas, nuestra capacidad para seguirlas generando estaba intacta. Por otra parte concluimos que lo más valioso del viaje –la experiencia misma, la memoria tatuada en nuestra cabeza y corazón—es algo que nadie nos podía robar. Empeñados como estábamos en convertirnos en escritores durante el viaje, terminamos por convencernos que el robo era un episodio que sin duda enriquecía la trama de nuestra aventura.

La naturaleza

Aunque mucho de nuestro viaje, por sus características, nos mantuvo cerca de ciudades y capitales logramos darnos nuestros tiempos para sentir la naturaleza. Conectar con un mundo al que los bichos urbanos como nosotros hemos comenzado a olvidar…

Volver a dormir con el sonido de los grillos. Despertar en la madrugada con los gritos de los monos aulladores. Caminar por la tierra y sentir las piedras y el lodo. Sentir el sol pegando en la espalda. Tomar agua fresca del río. Ver completo el transcurso del sol por el cielo. Sentir la lluvia golpeando tu cara. Saber que cuando desaparezca el sol quedarás en plena oscuridad. Ver el paisaje nocturno plagado de estrellas y sentirte acompañado. Tocar el fondo fangoso de un río. Dejarte calentar por una taza de café en plena montaña. Agradecer un baño caliente para calmar los músculos adoloridos. Volver a caminar.

Tropezar en medio del camino con la carcasa de un guanaco. Ver en el cielo circulando los cóndores. Descubrir que detrás de un arbusto se esconde un zorro. Que entre las hojas de un árbol duerme un perezoso. Que entre el pasto va caminando una fila de hormigas cargadas de hojas. Que entre las matas de la selva acecha el jaguar, invisible a los ojos. Escuchar el zumbido de miles de insectos a tu alrededor. Voltear hacia los árboles y descubrir que lo que ves no son sombras sino changos. Que lo que aletea en la oscuridad es probablemente un murciélago. Que todavía existen tucanes, guacamayas y cotorras que viven en libertad.

Sentir la mirada de un puma que descansa escondido entre las rocas. Saber que te está mirando, midiendo. Reconocer en ese cruce de miradas que no hay diferencia entre uno y otro. Saberte presa fácil. Recordar que no estás en un zoológico; que en un par de saltos podría franquear la distancia que los separa; que seguramente fue él quien devoró al guanaco muerto que acabas de ver hace unos metros. Que estás en su territorio y tú eres un simple visitante. Que la inmensidad de la Patagonia le pertenece. Que no existe realmente la superioridad del humano cuando estás frente a frente con un felino de ese tamaño. Que sólo te queda honrar su fuerza.

En este viaje reconocimos y reconectamos con el poder de la naturaleza: desde la más pequeña de las hormigas hasta el imponente puma. Y nos supimos uno más dentro del universo.
Ojalá pudiéramos recordar para siempre esta sensación de hermandad.

Vuelta a casa

Latinoamérica recibe a los viajeros mexicanos con una serie de comentarios sobre lo que conocen sobre México. Escuchamos miles de veces referencias al Chavo, a las telenovelas, a Cantinflas, los cantantes, las rancheras. Y nos sentíamos bien recibidos, queridos.

Conforme fuimos avanzando, sin embargo, estas referencias se fueron convirtiendo en oscuros mensajes. En Montevideo, la primera frase que nos soltó una uruguaya fue: “¿México? Están en guerra, ¿no?”

Por más lejos que estuviéramos nos llegaban las noticias de la violencia que incrementaba sobre todo al norte del país, los secuestros cada vez más frecuentes en las ciudades, la ingobernabilidad de Ciudad Juárez, los decapitados, las narco mantas… En nuestras llamadas con los amigos y la familia podíamos percibir el miedo, la zozobra y la ansiedad.

Inevitablemente, nos sentimos contagiados por estas sensaciones y comenzamos a pensar si no convendría mejor no regresar. ¿Vale la pena volver a México? ¿Vale la pena formar una familia en un lugar donde los niños vivan con miedo de salir a la calle? ¿Es sensato vivir en un sitio donde cada vez es mayor el riesgo de perder en un instante todo lo que has construido? ¿No sería mejor buscar otro lugar del mundo en donde vivir con tranquilidad?

Llegaron a nuestra mente lugares que parecían mucho más favorables para continuar creando nuestro proyecto de vida. Costa Rica, el único país de Latinoamérica que en lugar de invertir en un ejército invierte en educación y donde es aún posible tocar la naturaleza virgen pues un porcentaje importante de su territorio constituye parque nacional protegido. Montevideo, la ciudad con el menor índice de criminalidad en la región, es una pequeña capital de menos de un millón de habitantes donde todo se mantiene a escala humana. Ahí pudimos caminar con tranquilidad por la noche, tomar taxis en plena calle y platicar con los demás sin estar a la defensiva.

Sin embargo, conforme más nos alejábamos de nuestra patria, más comenzábamos a extrañarla. Empezamos por lo previsible: extrañando los taquitos al pastor y los esquites, el olor a fruta fresca de los mercados, la sonrisa del tendero de la esquina, la música por todas partes y hasta los incómodos cohetones que no dejan dormir por las noches. También empezamos a sentir que nos hacían falta las largas charlas con amigos, los abrazos con la familia, el calorcito de lo cotidiano conocido…

En esa lógica de la nostalgia nos atacó un sentimiento que podría parecer irracional. Cuando supimos que la Ciudad de México se había paralizado por la contingencia sanitaria sentimos una necesidad urgente de estar ahí; estar con los nuestros; luchar junto con ellos contra la incertidumbre y compartir el tiempo de pausa de esos días.

Ese sentimiento nos dio la clave de la decisión de regresar. No nos dejaríamos ahuyentar por los miedos de otros ni por lo que eligen contarnos los medios. Decidimos volver para mirar con nuestros propios ojos, sentir con nuestro corazón y hacer nuestra propia historia.

Para ese momento, el viaje ya había cobrado madurez, habíamos cumplido nuestro sueño y ahora tocaba volver. Nuestro viaje había entrado en su última estación, la de compartir las historias con otros, pues como nos dijo un amigo chileno: “Viajar es como escribir en el agua. Si tu no lo cuentas, es como si nunca hubiera existido”.

Así, a nuestro regreso, cada vez más se va aclarando la forma que tendrá ese compartir. Estamos preparando un libro en donde haremos la crónica del viaje y compartiremos nuestras reflexiones, un espectáculo de cuentos en donde difundiremos los cuentos populares de Latinoamérica y un documental con el material audiovisual que recogimos.

Al final, si el universo confabula a nuestro favor como lo ha hecho hasta ahora, en estos proyectos se cumplirá la última jornada de nuestra vocación de viajeros: contagiar a otros el deseo de conocer los confines del continente; abrir los ojos al valor de la diversidad; devolverle a la palabra y a las historias la facultad que tienen para convocar y provocar el encuentro; entusiasmarlos con la posibilidad, a veces dormida, de cumplir sus sueños.

lunes, 19 de julio de 2010

El desafío de viajar en pareja*

Podría parecer como una larguísima luna de miel: viajar con tu pareja durante un año entero. Sin embargo, lo idealizado rara vez se parece a la realidad. Y más bien, para ser honestos, un viaje así de extenso tiene tanto momentos de encuentro e intimidad como momentos de desencuentro y discusión.


El viaje

Queríamos conocer Latinoamérica. Pero queríamos que el viaje tuviera un sentido. No se trataba de pasar trescientos sesenta y cinco días jugando cartas a la orilla de una alberca y tomando piñas coladas.

Ambos somos psicólogos de formación pero tenemos vocaciones paralelas y decidimos dedicar ese año a desarrollarlas. Darnos un espacio para vivir creativamente y explorar estas aficiones: contar cuentos, escribir y hacer fotografía.

Estos tres pilares se convirtieron en el eje central de nuestra aventura nómada. Vimos Latinoamérica a través de una lente narrativa, deteniéndonos ahí donde creíamos que existía una buena historia y ocupándonos de registrarla con la pluma, el corazón y la cámara.
Antes de salir de viaje recibimos miles de reacciones, algunas inesperadamente negativas. Mucha gente consideró que nuestro viaje era una especie de escape de nuestras obligaciones adultas. Una apuesta irresponsable que ponía en riesgo nuestra estabilidad económica, nuestro futuro profesional o el advenimiento de nuestra familia.

Y desde luego había riesgos, ¿pero acaso no es peor riesgo demorar tanto tus sueños que al final descubras que nunca los viviste?

Adicionalmente, entre las personas que más objetaron nuestro viaje había algunos convencidos de que uno no puede viajar con su pareja durante tanto tiempo sin pelearse al punto de la separación definitiva.

Así que al arrancar nuestro recorrido asumimos conscientemente el tamaño de nuestra apuesta en conjunto. Pues si bien en un extremo podríamos en efecto descubrir que no estábamos hechos el uno para el otro, en el extremo opuesto, el viaje podría transformarse en una oportunidad irrepetible para fortalecernos como pareja. Explorar nuestra relación a fondo, descubrirnos a nosotros mismos a través del otro y abrir las puertas a nuestro proyecto futuro.

Frente a frente

La primera disputa entre nosotros se dio incluso antes de partir. ¿Cuánta cercanía o aislamiento queríamos experimentar frente a lo que dejábamos atrás? Y la implicación concreta: ¿debíamos llevar o no una laptop?

A Arturo no le quedaban dudas para argumentar a favor, pues finalmente la laptop era una herramienta indispensable para nuestro proyecto de escritura. Era innegable además la necesidad de guardar cotidianamente nuestros registros fotográficos o de video. Y en una larga travesía nómada por diferentes países, era indudable que el acceso a internet simplificaría la logística del viaje –en las búsquedas de hostales, por ejemplo—, o permitiría incluso establecer contacto con la red de cuenteros del continente…"

Jennifer, por su lado, estaba en contra. Argumentaba que sería una lata estar cuidando el aparato a donde fuéramos, pues sobre todo, tenía el deseo de viajar ligero y pasar un tiempo verdaderamente desconectados. Pero en el fondo lo que palpitaba en Jennifer era un miedo y una esperanza. Pues si el viaje se presentaba como un pretexto para ensayar gradualmente una vida distinta, ¿acaso mantener el hábito más adictivo de la vida posmoderna -- estar pegado día y noche al teclado y a la pantalla-- no era uno de los obstáculos más grandes para alcanzar ese estado?

También es cierto que al inicio se pusieron de manifiesto las sutiles discrepancias que ambos teníamos con respecto al sentido último del viaje.

Arturo concebía el viaje como una oportunidad excepcional para dedicar un año entero a proyectos largamente anhelados. Y habiendo apostado una parte de su carrera como consultor en ello, no podía darse el lujo de “desperdiciar” el tiempo y la oportunidad. Por lo tanto, quería acelerar el ritmo, apresurar los tránsitos, minimizar el desgaste; llegar pronto a los sitios para tomar pluma y cuaderno y escribir; o hacer fotografía.

Por su parte, para Jennifer el viaje era menos un asunto de conseguir una meta, y más una oportunidad para experimentar un proceso de transformación interior… y por eso para ella los tiempos muertos en calles llenas de transeúntes, los largos recorridos en autobuses atestados de olores, colores y gente, la posibilidad de disfrutar el letargo sin prisa del atardecer, eran el viaje…

O simplemente diferencias implícitas en preferencia y sensibilidad…

Arturo imaginaba semanas enteras flotando en la atmósfera bohemia de Lima, Buenos Aires o Montevideo, escribiendo en los mismos cafés en los que vagaron Vargas Llosa o Benedetti.
Jennifer en cambio soñaba con la soledad del altiplano boliviano, con la vastedad del cielo Patagónico, con la humedad inabarcable del Amazonas.

Así pues, durante los primeros meses la pasábamos discutiendo. Por todo y a todas horas. Y si no lográbamos ponernos de acuerdo en los detalles simples y prácticos --a qué hostal llegar, cuándo comprar los boletos, qué ruta seguir, cómo vender nuestras funciones de cuentos-- ¿qué nos deparaban asuntos más complejos como el grado de apertura o reserva en las crónicas que hacíamos en nuestro blog; o la forma en que nuestra identidad individual se vio puesta a prueba en un largo juego de espejos – ambos viajeros, psicólogos, escritores y cuenteros – pues las definiciones anteriores de nuestros roles en México no aplicaban?

El mismo viaje, sin embargo, nos daría la oportunidad de serenarnos y poner perspectiva a nuestras diferencias…



La lección del kayak


Estando en Puerto Rico decidimos hacer una expedición nocturna en kayak para observar un fenómeno de la naturaleza que se da en muy pocos lugares del mundo: una laguna bioluminiscente.

Para el recorrido compartimos un kayak. El líder de la expedición nos indicó que el hombre debía ir atrás y la mujer adelante. Esto es porque quien va atrás tiene que remar con más fuerza. Pero quien va adelante debe llevar la dirección y el ritmo. “Quien sobrevive al kayak, sobrevive a la vida en pareja”, dijo el guía y todos nos reímos.

Al poco tiempo nos dimos cuenta que éramos los últimos del grupo. No lográbamos sincronizarnos. Arturo quería ir más deprisa mientras que Jennifer quería remar sin prisa, deteniéndose en el paisaje nocturno. El ímpetu masculino de la velocidad chocaba con la placidez femenina. Terminamos atorados en la orilla del río, sin poder movernos para adelante o para atrás.

Empezamos a discutir. Y pocas cosas son tan estúpidas como discutir con tu pareja en un país extraño, a media noche, con el trasero empapado, disfrazado con un ridículo chaleco salvavidas y con un remo en las manos.

Hicimos un esfuerzo entonces por escucharnos. Llegamos a la conclusión de que tocaba aceptar que a cada uno correspondía un rol distinto, como había sugerido el líder. Y así, finalmente, pudimos empezar a coordinar nuestros movimientos, encontramos un ritmo compartido, y logramos avanzar con suavidad, dirección y velocidad.

Liberada la tensión que estaba puesta en la navegación, pudimos empezar a disfrutar lo que pasaba en derredor nuestro: el olor de la espesa vegetación de los manglares, los sonidos de los animales, la ingravidez del kayak flotando sobre las cálidas aguas caribeñas, y sobre todo, el inolvidable resplandor turquesa en medio de la oscuridad cerrada de la noche.

Ritmos y necesidades distintas


El aprendizaje del kayak lo recordaríamos durante el resto del viaje, y se convertiría en una referencia permanente al respeto a las diferentes necesidades y ritmos. Una especie de metáfora sobre la disposición a construir una síntesis provechosa a partir de energías cuyas frecuencias disímbolas nos predisponen a chocar.

A partir de entonces empezamos a ser deliberadamente más conscientes con respecto a los momentos en que tocaba ceder, y los momentos en que tocaba insistir. El balance era clave, pues se había hecho evidente que si ambos no encontrábamos espacio para expresar nuestras necesidades y preferencias, terminaríamos atorándonos o explotando.

Suena obvio. Sin embargo, expresar las propias necesidades no resultaba tan sencillo como parece, pues el respeto del otro precisa la detección y el respeto a las necesidades propias. Y saber lo que uno quiere (lo que realmente necesita o desea más allá de lo que es supuestamente conveniente o adecuado) es difícil. Y si uno no es consciente, difícilmente podrá expresarlo al otro, y en consecuencia, difícilmente encontrará el respeto al que aspira.

Así pues, durante el camino aprendimos a poner atención primero a nuestros deseos y necesidades individuales y después comunicárselas al otro. Un diálogo que requirió a un mismo tiempo la fuerza de la franqueza para expresar; y la delicadeza de la escucha y el reconocimiento como válido a lo que el otro necesitaba.

Fue en ese vaivén que descubrimos que una pareja sólo puede serlo cuando cada uno asume sus propias necesidades y deseos. Cuando se hace cargo de sí mismo y no espera que el otro lea sus pensamientos. En el momento en que dejemos de esperar que el otro nos resuelva la vida, como cuando éramos niños, entonces estaremos listos para entrar a una relación como dos adultos.

A lo largo del viaje nos transformamos como pareja y fuimos testigos de la evolución del otro. Al final, esos 365 días juntos constituyen una muestra sólida de nuestro potencial para ajustarnos y desarrollarnos como pareja. Pues conocemos el punto conflictivo desde donde arrancamos en el viaje, y hemos experimentado el sitio de encuentro al que arribamos al final. Es decir, compartimos una invaluable certeza sobre nuestras posibilidades en conjunto…

En conclusión

Hoy, en retrospectiva, no es posible precisar exactamente cómo conseguimos trasponer cada uno de esos desfases. Esas brechas que toda pareja debe superar si es que verdaderamente aspira a permanecer a lo largo del tiempo.

Es posible que la clave estuviera, como hemos escrito, en la disposición de ambos a hablar y escuchar al otro tanto como hiciera falta, o quizá el sistemático ejercicio de autoconciencia y autorregulación al que nos esforzamos. Quizá fue la misma trascendencia de nuestra aventura lo que nos ayudó a sobrepasar los desencuentros, o a lo mejor, fue la sensación de vulnerabilidad y de estar solos contra el mundo lo que nos unió en los momentos difíciles. Quizá fue que a tiempo supimos darnos nuestro espacio o que encontramos la forma de que cada uno tuviera espacio en el viaje.

O a lo mejor, simplemente que, conscientes de la fugacidad del viaje, caímos en cuenta del desperdicio que representaría agotarnos en peleas estériles y perdernos de la maravilla de paisajes, encuentros, experiencias que se abrían frente a nosotros en cada recodo del camino.

Lo interesante es que sólo en la medida en que encontramos la forma de transformar el viaje en un larguísimo e in-interrumpido diálogo de un año, fue que se nos reveló su esencia: la posibilidad de dejar atrás la sensación anestesiante de la rutina cotidiana. De vivir de forma ligera y lúdica. De abrir los ojos y dejarnos sorprender. De dar espacio a nuestros sueños. De realizarnos a través de nuestros proyectos creativos.

Sólo a través del diálogo fue posible acompañar al otro en el desafío que representa convertirse en la persona que uno aspira a ser: alguien capaz de abandonar guiones pre-escritos y vivir una vida con una trama única, plena en experiencias potentes y emociones reales.

En una palabra, de devenir adultos que viven sin fecha de caducidad: Pues, ¿por qué pensar que al llegar a la adultez se acaba la aventura de vivir? Cuando en realidad la aventura recién comienza en esta edad, cuando apenas cada uno de nosotros dispone plenamente de los recursos necesarios para hacer realidad sus sueños.

Finalmente el viaje nos permitió comprender el valor de hacernos cargo de la realización nuestros sueños personales, pues de lo contrario estaríamos claudicando a un proyecto de pareja que parece injusto y verdaderamente riesgoso: depositar nuestros sueños en nuestros en nuestros hijos para que ellos los cumplan, lo que los sometería a una situación imposible. O los cumplen aún a costa de enajenarse a sí mismos, o se exponen a nuestro perpetuo resentimiento si los frustran, eligiendo su legítimo camino personal.

*Artículo publicado en el mes de julio del 2010 en la Revista Psychologies México