Pasa que hay veces en que uno le escucha una canción a un cantante y tiene la sensación de que uno podría haberla escrito; veces en que la música y la lírica expresan exactamente el sentimiento y la experiencia que uno tuvo en algún momento de su vida; canciones a través de cuyas notas uno reconoce pautas íntimas, códigos que hasta ese momento se suponían estrictamente individuales.
A pesar de que difícilmente Jennifer y yo coincidimos en ciertas apreciaciones del arte, así nos pasó a ambos con “Dónde está el amor?” de Armando José Mejía. La canción borda, de forma sencilla e intensa, la genuina frustración de quien, por más que se ha esforzado en buscar, aún no encuentra a quien amar y quién le ame de vuelta. Un tema que reside casi universalmente en la experiencia adolescente de nosotros, frágiles humanos separados, pero que difícilmente queda relegada exclusivamente a los años de juventud.
Fue en principio por las viejas heridas que su canción logró avivar, y posteriormente, por la potencia de su presencia escénica – una convicción absoluta sobre el valor de su arte – que Armando José nos pareció el más destacado de los jóvenes que se presentó en Casa de los Mejía Godoy el fin de semana anterior.
Tal fue la alegría musical de aquella noche, que el recuerdo se extendió en nuestras charlas por varios días, y cobró forma de curiosidad en nuestras reflexiones: ¿De dónde surge la inspiración? ¿En qué intersticio nace la música, la poesía?
Y en eso estábamos, cuando de pronto, en pleno parque central de Granada, una ciudad a una hora de Managua, vemos pasar, con una guitarra y un rollo de pinturas a la espalda por todo equipaje, a Armando José Mejía, como si lo hubiéramos convocado.
Emocionados por la sincronía, desviamos nuestra ruta para saludarlo, sin imaginar que ese encuentro modificaría definitivamente nuestro itinerario aquel día, al grado en que nunca haríamos la pequeña filmación que habíamos acordado con los dueños del taller de la esquina de la plaza en donde, a media luz, se manufacturan puros y cigarrillos de sello nicaragüense.
En medio de los arcos del parque central Armando recibe de buen grado el saludo. Aunque presumiblemente el encuentro es menos significativo para él, pues hasta ese momento nosotros no somos más que un par de espectadores anónimos.
No han pasado dos minutos cuando despliega el rollo de telas. Nos muestra, una a una, la serie de pinturas en las que ha estado trabajando los últimos dos días.
Una de dos: O el cuento sobre la innovadora técnica que utiliza en los cuadros viene del arte del vendedor que despliega su persuasión frente a nosotros para conseguir nuestros dólares; o viene desde la venta del artista que se siente orgulloso de un hallazgo creativo, pues según su dicho, nadie en el mundo pinta con la metodología que él utiliza.
Más tarde conoceremos la historia del nacimiento de la técnica: estaba en Panamá, en Boca del Toro, cuando un americano le encargó un cuadro con el tema de un pez. Con la última reserva de dinero que traía, compró el material. Pero antes de empezar siquiera el cuadro lo envolvió una espiral de rumba: cada noche una bacanal, cada mañana una cruda. En una semana el material estaba inutilizable: los lienzos echados a perder, las pinturas secas. Ni un céntimo en la cartera para comprar siquiera aguarrás.
Entonces, desesperado, tomó la sábana de la cama del cuarto donde dormía, y con el pincel –que por lo tieso parecía espátula— empezó a trazar líneas. Cuando levantó el lienzo improvisado, vio una luz por detrás que lo iluminó. Y siguiendo esa luz terminó el cuadro. El gringo le pagó el doble por el pez aquel.
Desde entonces sus herramientas de trabajo son sólo cinco: lienzos de distinta contextura, espátula grande (del tamaño de una mano), espátula pequeña, y pintura Comex.
Fuere cual fuere el cuento, Armando consigue su cometido – descuento de por medio – y nos vende una pintura, a pesar de que nuestro estilo de viaje hace imposible la acumulación de cosas.
Con la transacción, curiosamente, viene adjunto un boleto al futuro: por un segundo apenas, nos transportamos al espacio --aún huérfano de domicilio concreto-- en donde viviremos a nuestra vuelta del viaje. El cuadro ocupará un rincón místico, dedicado a la vida que ha hecho brotar este viaje; a la belleza inesperada, a la magia del encuentro y sus sincronías.
El diálogo se anima. Le reseñamos nuestra aventura alrededor de Latinoamérica, nuestra búsqueda de un tiempo creativo. Le platicamos la idea del documental. Y antes de que nos demos cuenta, camina junto a nosotros rumbo al hotel para que lo filmemos.
Mientras en la recepción nos consiguen un par de cervezas a cada uno, le damos las pautas del documental. Ha de contarnos un cuento y de responder algunas preguntas breves, sobre su concepto del artista y la forma en que él devino uno.
Las respuestas son interesantes si se tiene en la memoria la curiosidad que nos suscitó el asunto del talento generalizado en la familia Mejía Godoy; y si se considera que a nosotros nos recorre una necesidad de entendimiento y recreación de la cosa creativa.
Primero, el relato:
La canción de Agapito
Armando nos cuenta que él solía pasar las vacaciones de niño en San Juan del Sur en la costa del pacífico nicaragüense. Ahí, mientras los hermanos y los primos jugaban en la playa, año con año, solía aparecerse Agapito, un niño local, unos años más grande que ellos. Agapito era ideal para completar los equipos de futbol y béisbol.
Pasaron diez años. Ambos crecieron. Armando iba a la escuela. Agapito trabajaba de lo que hubiera: en los buses, en el mercado. El caso es que una tarde los jóvenes jugaban en la playa, fumaban, tomaban guaro, platicaban. Perdían el tiempo en grupo, como se pierde cuando uno es joven.
Agapito participaba en la charla a intervalos, pues recogía conchas nacaradas bajo las palmeras. En eso estaba, cuando entre broma y broma, risa y risa, le cayó un coco en la cabeza. Agapito cayó desmayado.
Despertó. Pero despertó amnésico y loco. Sin recordar quien era. Atrapado en la compulsión de recoger conchas nacaradas a lo largo de la playa.
Armando volvía por San Juan de vez en cuando. Agapito seguía ahí. Pobre, loco, recogiendo conchas nacaradas, viviendo de la mendicidad.
Agapito, rabioso como poseído no dejaba que nadie se le acercara. Cuentan que a pedradas había reventado buena parte de los vidrios de las casas y edificios de la bahía de San Juan. Tal era su fama que la gente le corría. La gente le temía. La gente empezó a decir que más valía no toparse con Agapito en un mal día, pues así loco como se ponía, podría ocurrírsele degollarlo a uno y dejarlo desangrando en la playa.
Y así pasaron los años, y Agapito, dando vueltas sobre sí, sólo quería recoger conchas a lo largo de la playa.
Hasta ahí el relato. A Armando haber conocido al personaje en su infancia le generaba cierta afinidad y cierto desconsuelo. Y compuso una canción. Cuenta que un día, lo invitaron a hacer un programa en un canal de televisión nicaragüense. Y cantó la canción de Agapito en red nacional.
Y no se enteró sino hasta dos años más tarde que alguien vió el programa y se conmovió de Agapito, y pagó el internamiento en un hospital psiquiátrico.
Ahí en el hospital, Agapito por el tiempo que duró la internación fue bien tratado. Durmió por primera vez en mucho tiempo limpio, en sábanas y cobijas limpias. Tuvo momentos de lucidez…
O puede también que toda esta historia haya sido un cuento con doble sentido. Y que el personaje le haya inspirado a Armando un viaje metafórico, veladamente autobiográfico:
Alguien que ha perdido la cabeza, que se ha perdido a sí mismo en medio de la enajenación, en medio del bacanal. Alguien que se ha oscurecido, que es incapaz de encontrar el camino de vuelta, y se encuentra atrapado en madrugadas insomnes, secas, desesperadas, llenas de soledad, llenas de amargura.
O acaso, como en todo buen cuento, ese es el cuento que me he contado yo…
Armando José Mejía: Creer, crear
Como quiera que sea están también sus respuestas a nuestras preguntas sobre el artista y su odisea. En palabras de Armando:
“El artista crea lo que al principio no cree.
Soy de luz, tengo una llama en mi interior, que arde. Soy del todo, tengo todo, tengo el poder.
Nosotros tenemos autoridad en la boca. Lo que pasa es que no conocemos esas cosas. El mundo nos acapara y nos llena la cabeza de cosas. Nos distrae.
Por los ojos vemos, por los oídos escuchamos, por la boca confesamos. Con los pies logramos llegar a un lugar. Y con las manos transformamos.
Eso que nosotros tenemos, basta para estar en el mundo. El secreto es darse cuenta de ese poder y creer en él.
Sin embargo, para activar todas esas cosas que nosotros tenemos, es necesario llegar a un cierto nivel espiritual, intelectual, emotivo.”
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