Quedan poco menos de tres semanas antes de partir al viaje. Menos de dos días de trabajo... Despedidas de clientes, de compañeros, de amigos...
¿Qué decir?
Toda la semana reiteradamente han venido a mi mente dos sensaciones:
- La sensación que experimentaba de niño al regresar de vacaciones, cuando en familia nos despedíamos del nuevo sitio que habíamos conocido, y sentíamos la nostalgia de ignorar si algún día regresaríamos juntos a ese lugar. Hay mares, playas, ciudades, personas, canciones, charlas, que quedaron fijadas a ese registro melancólico en mi memoria, conforme tomábamos el camino de vuelta a casa en el coche familiar.
- Una sensación que experimenté de jóven durante el periodo en que participé en Colonias de Vacaciones IAP: Campamentos para niños de escasos recursos, de los barrios marginales de la Ciudad de México, en donde por siete días, en la finca de Santa Teresa Tenancingo, aportábamos algo a su desarrollo, jugando, cantando, haciendo trabajos manuales, viviendo la naturaleza. Esa época es también un referente melancólico, pues nuestro compromiso con los chicos estaba acotado en una semana de trabajo, y la despedida -- la asimilación de la despedida, como le decíamos -- implicaba toda una disciplina.
De aquella época, de una animadora que conocí despúes cuando ella encabezaba un área de Amnistía Internacional en México, traigo a colación esta historia:
La longitud de la esperanza
Arturo Ignacio Peón Barriga
Más triste aún que el momento de la despedida, le parecía a Lola, la noche anterior: la intuición del horizonte sepia, y de aire, apenas un hilo.
No fue distinto el verano del 73, cantando alrededor de la fogata con los niños, en la víspera de su partida:
¿Por qué perder las esperanzas de volverse a ver?
¿Por qué perder las esperanzas de volverse a ver?
No es más que un hasta luego,
No es más que un breve adiós,
Muy pronto junto al fuego,
Nos reunirá el señor.
Así se fueron de vuelta al Barrio de la Estrella después de una semana en el campo con los güeros. Lola pensó: “¿qué se puede hacer con la verdad de que todo el mundo esté un poco triste y solo?”
Quizá por eso Lola dejó de ir a los campamentos. Era, en efecto, muy corto el amor para tan largo olvido; demasiada realidad para una pizca, apenas, de fantasía.
Queriendo vencer esa ausencia, Dolores encontró su vocación: se volvió palabra para los sinvoz; ¡Ya basta! para los oprimidos; para los llenos de amargura, amnistía; para los sinalas, camino.
Una reunión de zapatistas llevó a Dolores, veintiséis años después, de vuelta al Barrio de la Estrella. Quiso el azar que llegara temprano y que tuviera tiempo para curiosear entre los puestos montados fuera del mercado. En eso estaba, cuando súbito una mujer cruza la calle y se dirige justo hacia donde ella se encuentra. “¡Lola, Lola!” grita la mujer. Dolores, levanta la vista. Nada familiar encuentra en el rostro iluminado de quien la llama. “¡Lola, Lola!” repite emocionada la mujer. Dolores espera desconcertada. “¿Te acuerdas de mí?”, pregunta la mujer tomándola del brazo. Dolores sonríe, hace un esfuerzo, pero no la reconoce. “¡Recuerda!”, dice, “Hace años. Yo era niña.”. Silencio. Canta: “¿Por qué perder las esperanzas de volverse a ver?”
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