Escribe mi jefe, un correo a toda la oficina explicando los movimientos de talento que han ocurrido a últimas fechas en la firma. Después de una introducción en que habla de lo difícil que es despedirse, da una perspectiva sobre cómo al final es inevitable aceptar que vamos y venimos, y cada quien tiene su destino. Se refiere después en particular a cada caso:
"Arturo nos avisó desde el año pasado que a partir del Mayo de 2008 hasta Septiembre de 2009, interrumpirá su vida laboral para dedicarse a viajar por Centro y Sudamérica; escribir un libro; presentar en distintas ciudades su espectáculo de cuentos y realizar un proyecto fotográfico. Quiénes lo conocemos, sabemos de estas otras facetas de la vida en la que él está interesado.
La evidencia de la capacidad de Arturo queda clara en la velocidad como se desarrolló dentro de la firma hasta el punto de asumir el liderazgo de la práctica de Liderazgo y Talento. Nos deja huella su creatividad y capacidad para conceptualizar y crear nuevos enfoques. Hechos que trascendieron a clientes y en otras oficinas de la firma. Su empuje y profesionalismo fueron determinantes para conseguir, desarrollar y, en algunos casos, recuperar a clientes importantes como Pemex, Cemex, Banxico, Novartis, Henkel y Molinos Modernos entre otros, sin olvidar tampoco su contribución en los Magnos Eventos."
Confieso que el correo me afectó. Las dos veces que lo leí en voz alta se me quebró la voz y tuve que parar la lectura.
Tanto afecto concentrado genera curiosidad. Obviamente todos necesitamos reconocimiento. Pero hay algo más... ¿Qué es lo que se mueve con tanta fuerza?
Aventuro la mirada hacia adentro:
Acaso primero está lo objetivo, lo actual. Desde que le avisé a mi jefe que saldría, con un año de anticipación --aposté por dar tiempo para preparar a la organización y minimizar el impacto de la salida, dar tiempo para lidiar con el duelo y mantener abiertas las puertas al regreso-- nuestro diálogo no ha sido fácil. Ha transcurrido en buena medida entre enojo y silencio. Las actitudes y consecuencias que han acompañado ese tono emocional han puesto a prueba la consistencia de mi dicho y mis intenciones.
Al márgen de que íntimamente continúa enojado y que el comunicado tiene un carácter político -- sería poco inteligente no tratar bien públicamente a quien ha contribuido a la firma --, el que se exprese generosamente es una consecusión no menor. Sus palabras son como el signo de llegada a una meta -- un estándar ético y de responsabilidad autoimpuesto -- que no ha sido fácil alcanzar...
Pero sin duda el evento toca algo que tiene profundidad en mi historia. Me remite a los seis años de edad:
Por un arbitrio de mi mente infantil elegí el futbol de una terna en la que figuraban el karate y la natación. Entré a la Liga de Mascotas, a un equipo que se llamaba Los Osos. Al términar el primer partido, en el que difícilmente habré tocado la bola, pregunté a papá ¿dónde está mi medalla?... Todos teníamos mucho que aprender en ese primer año. Yo, a patear la pelota... Mamá, se hizo la vocal del equipo, encargada de las naranjas al medio tiempo y de cargar un banderín, labor que fue premiada al final de la temporada cuando Miguel Marín le entregó personalmente el trofeo del equipo. Papá... Papá se volvió legendario con sus matracas...
Llegamos a la final contra ´Las Jirafas´ del Vermont. Desde temprano recuerdo que papá me dió un sorbito de su café negro, para que estuviera yo como gallito durante el partido. Tengo la memoria de su mano, de su voz y sus consejos mientras caminamos el empedrado en el Seminario Mayor de Moneda rumbo a la cancha. Papá había mandado a hacer una matraca con el carpintero que estaba a la vuelta de la casa, en Luz Aviñón. Se había agenciado una bacinica de metal que usaría como tambora, con el atributo adicional (según me confió en voz baja) de convocar la risa de los niños contrarios, para que yo metiera un gol mientras ellos estaban distraídos.
Transcurrió la final y nos mantuvimos empatados hasta los penalties. Nuestro portero, Juan Carlos, saufrió un ataque de pánico tan intenso que literalmente se cagó a medio partido. Con el gallito alebrestado -- sin que en mi vida hubiera jugado de portero -- me propuse para cubrir la valla.
Paré tres de los cuatro penales que me lanzaron. Metí el último de nuestro equipo. En medio de cada uno, mi papá, de forma inversosímil, interrumpió el juego, me cargó en hombros y dió una escandalosa vuelta semiolímpica, corriendo alrededor de la cancha.
Tres veces, bajo la mirada inmóvil (y supongo que molesta) del resto de los papás, tuvo el árbitro que esperar para reanudar el partido.
Fuimos campeones. Fuí el héroe.
Esta anécdota tiene muchas aristas en mi vida. Una de ellas es que acaso desde entonces, el acto, el juego en sí, quedó equiparado en su importancia, al reconocimiento. El reconocimiento, que debiera ser el postre, adquirió carácter de plato principal.
Pero también hay una trama más profunda que no es evidente a primera vista. En aquella linda liga de mascotas, los padres de todos los niños, durante los juegos de futbol, en su rol de porristas sabatinos, actuaban la intensidad y la energía de sus propios dramas personales: arengaban al equipo de los hijos, insultaban contrarios, amenazaban árbitros, sufrían infartos con los goles en contra. Recuerdo por ejemplo a A., el papá de un amigo que me parecía inmenso, que solía lanzarse a toda velocidad encima del árbitro y corretearlo cuando sus decisiones eran imprecisas.
En aquella mímica apasionada de los papás habia también una tremenda dosis de narcisismo -- Los éxitos y los fracasos del hijo son los del padre -- el orgullo y la verguenza se suscitan como si no hubiera separación entre uno y otro. En esa línea recuerdo al papá de R., un general del ejército, gritarle a su hijo desde la banda, desaforado, que esa noche lo cocería a cintarazos por sus fallas en el campo. R. era torpe y descoordinado como un potrillo recien nacido.
Papá mismo me contó que él al principio encontraba difícil de contener los golpes de adrenalina que sentía en la tripa cada vez que yo abanicaba la pelota. Me contó que cuando se dió cuenta, mejor optó por tomar distancia, guardar silencio y contenerse. Concentrarse sólo en señalar cuando yo tenía un acierto. Sólo reforzamiento positivo. Y luego, canalizar la fiebre, el calor, a través de la matraca, del ruido. Y vaya que las matracas eran grandes...
Ciertamente uno puede constatar el efecto pigmalión, el modelaje, que en mi caso configuró una vocación por la excelencia, por la excepcionalidad, por el heroismo. Pero en el reverso de toda historia de reconocimiento hay también siempre un enojo posible, una molestia; la potencial decepción, la frustración de expectativas. La transformación en su contrario contiene una amenaza implícita...
Sin duda que este es uno de los dramas connaturales a la paternidad, al desarrollo... Y en cada caso, la solución educativa del reconocimiento trae sus beneficios, y sus costos consigo... En este momento de autoconciencia, en que puedo contarme estas historias, es posible discriminar: por un lado puedo hacerme cargo de los costos que las elecciones educativas de mis padres tuvieron en mi vida -- todos los días trabajo contra la pequeña tiranía que es el heroismo; he encontrado también varios caminos para que el acto, el juego, el trabajo en sí, vuelva a ser el plato principal, con sus disfrutes y sus delicias. Puedo, por otro lado, agradecer por los beneficios que me aportaron --y que me acompañan siempre-- entre otros, una fortaleza, una capacidad de persistir, de responder... Poder pararme frente a los penalties, y no tener miedo de ganar el partido...
Y aquí vuelvo al inicio del texto... En una dimensión, esta historia explica también un perfil de mi sensibilidad, pues en el fondo mi relación con mi jefe está cruzada por un gran afecto. Me duele que le cueste trasponer la distancia, superar el paradigma que le hace sentir que he defraudado sus expectativas y persista la molestia. Por que al final, yo también, humanamente, esperaba que él pudiera tomar con madurez y con amplitud de miras el significado que el viaje tiene para mí. Y apoyarme, impulsarme...
Aceptar que no será así, y dejar que la cosa sea como es, me ha costado un trabajo bárbaro (como supongo que a él, desde su lado de la historia, también)... Pero al final, he aquí un pedacito de cura analítica. El plato principal es la vida misma. Y si logramos liberarnos de ambas caras del reconocimiento -- el cielo y el infierno -- encontramos una nueva vitalidad, que puede ser vivida con la libertad que traen las elecciones personales.
Y mis elecciones me han traído aquí, a esta cita con un banquete lleno de platos que se antojan deliciosos: los lugares misteriosos, los descubrimientos, las caminatas y las charlas, los nuevos amigos, la alegría de Jennifer, los cuentos, las mil palabras que se desplegarán en la textura de las hojas de los cuadernos de viajero...
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1 comentario:
Arturo...
Finalmente tuve chance de ver tu blog, lo hago desde un hotel como muchas veces nos toco en los viajes. Al final tengo chance de leer tus reflexiones durante este último díficil año.
Ojala que encuentren lo que buscan en el viaje, pero sobretodo que disfruten del viaje aunque no encuentren nada.
Jenniffer...cuida a uno de los últimos idealistas que he conocido...permitele disfrutar de tu presencia que es una de las cosas por las cuales deja atras esta etapa.
Arturo...me encantó la pregunta que hicistes en otro escrito: ¿Por qué dejamos los sueños?...si encuentras la respuesta compartela...todos nos hacemos esa pregunta, pero pocos tienen el valor de buscar la respuesta.
Suerte y nuestros mejores deseos en la travesía que inician.
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