martes, 1 de julio de 2008

Día de Pesca en Puerto San José

Vamos de pesca con Alberto Garita al pacífico guatemalteco. Salimos temprano en la mañana en un barco llamado La Tripleta, desde el Puerto San José.

La tripulación está compuesta prácticamente por puros hombres: la tripleta – Alberto, Mike y Eddie --, el capitán – Chepe -, tres marineros experimentados y dos viajeros primerizos en estos avatares– Jennifer y yo.

Temprano en el recorrido, Alberto hace su primera introducción. Comenta que el barco es como una pequeña ciudad – un pequeño núcleo de servicios y relaciones-- en la que todo debe funcionar correctamente o hay problemas: el suministro de agua dulce, el sistema de aguas negras, la energía, la comunicación, la autoridad, e incluso alguna alternativa de salud – primeros auxilios y pastillas para los que no aguanten el vaivén del bote.

Nos cuenta que el éxito de la pesca está frecuentemente asociado a saber leer los signos de la cadena alimenticia: un tronco sale de la playa y navega mar adentro. En su lento tránsito, va acumulando vida: plancton, que es consumido por krill y camarón, que a su vez son comidos por peces pequeños, que son devorados por otros más grandes, que a su vez son el bocado de los que nosotros vamos buscando.

Entre más adentro de alta mar encontremos un palo, significa que más tiempo ha pasado y que en consecuencia hay un sistema alimenticio más complejo. El palo, grupos de pájaros que ronden un sitio en el agua o delfines acompañando un cardumen de atún son nuestra señal…

La pesca dista mucho de la asepsia de la explicación de clase de ciencias naturales que acabo de hacer. Por más lujosa y moderna que sea la parafernalia que la rodea hay en ella la presencia de imágenes primordiales e instintos primitivos:

La mar, esa sábana azul extendida hasta los confines, es siempre fascinante, y existe en ella el potencial permanente de convertirse en una tumba;
Hay una conexión con la violencia que en nuestra vida cotidiana queda siempre prudentemente escondida trás de nuestra fachada amable y civilizada -- los peces son perforados por anzuelos y arpones; entran vivos y sangrantes a una tinaja debajo de la plataforma de pesca; uno escucha bajo sus pies sus últimos coletazos y esfuerzos por liberarse y continuar viviendo; todavía durante la travesía uno come lo que mató con sus propias manos…

Esta imaginería sangrienta no excluye que en algún momento te topes en el mar con la presencia de la ternura. Los delfines por ejemplo – cuenta Alberto – tienen un instinto maternal extraordinario, que supera a veces el imperativo de la supervivencia. Si una cría de delfín nace muerta, la delfina se negará a asumir este hecho. Durante horas hará un esfuerzo increíble, cada dos minutos, para empujarlo con su nariz hasta la superficie para que respire. Puede seguir así días, hasta morir por el ataque de un tiburón, pues extenuada es incapaz ya de escapar.

Acaso lo femenino se agota en ese ejemplo, pues pareciera que la aventura es que la pesca deportiva es una actividad para hombres. Para empezar, es conocida la superstición que prevalece entre los marineros de que las mujeres son de mal agüero para las embarcaciones ya que tienen una suerte de magnetismo invertido: atraen las tormentas y ahuyentan la pesca.

Sea como sea, pareciera que hay algo que las mantiene a raya de la embarcación, pues la mayoría termina mareada. Más allá de que la barca trae motivos suficientes – movimiento, olor a diesel e intensidad del sol – Alberto asegura que el mareo tiene una alta correlación psicológica: sólo la experimentan aquellos que son rebasados por el temor en algún momento del viaje.

Lo cierto es que la jornada de pesca es una especie de culto a la masculinidad. La lancha es un equivalente al salón fumador de la sociedad victoriana del siglo XIX. Este pequeño terreno es propicio para que los hombres desplieguen muestras que van todo a lo largo del espectro de la motivación social:
El logro está inserto en el acto mismo de pescar, pues la condición es hacerlo difícil para el pescador y dar ventajas al pez – usando líneas de baja resistencia, o anzuelos sin barba; hay desde luego una intención de superar el propio estándar, conseguir un pez más grande y fastuoso que la vez anterior.

La afiliación está presente en el gusto de perder el tiempo en compañía, el puro gozo de estar con amigos en un sitio sin demandas ni fronteras. El rito afiliativo está bien acompañado de un suministro de cerveza, ron y whiskey, tragos cuya intensidad incrementa conforme el sol recorre su camino en la bóveda celeste.

El poder tiene dos perfiles: el primero, obvio, es que existe un cierto disfrute de mandar a bordo, pues se sobrentiende que el capitán limita su autoridad de facto a conducir la embarcación. El segundo perfil del poder está en el disfrute de platicar las hazañas al regreso y presumir a quien se deje la variedad de la pesca y, sobre todo, la magnitud de los pescados. Hay a propósito un chiste de pescadores: se dice que el pescado es el único animal que crece después de muerto – cada vez que se relata la historia aumenta unos cuantos kilos de peso y unos cuantos centímetros de tamaño…

Es acaso regodeándose en esta atmósfera saturada de testosterona que Alberto me cuenta una historia de pesca que está entre sus favoritas. Se trata del relato de “El emperador” de Forsythe:
Una mañana de sábado sale un hombre de pesca junto con sus amigos. Es su primera vez. Un burócrata de medio pelo que en su vida nunca ha tenido grandes aspiraciones o logros significativos. Es un hombre de una presencia insignificante: flaco, pequeño, con la piel tan blanca que lo delata como un ratón de biblioteca.

El hombre además ha salido a escondidas de su casa, pues su mujer, que lo domina totalmente, jamás consentiría en el plan. Entre la prisa y la inexperiencia, el hombre viene mal vestido para la ocasión, dando una apariencia un poco ridícula: Una camisa de manga corta más propia de un día de campo que de una jornada de pesca, unos pantaloncillos cortos y unos zapatos de calle.

Se lanzan a la aventura. Ya mar adentro, tiran las líneas. Por un azar que acaso sólo puede ser denominado como suerte de principiante, en la línea del hombre pica algo enorme. Es un marlin majestuoso – el premio más alto de la pesca deportiva—de entre 700 y 800 libras. Un pez frente a cuya fuerza y combatividad el hombre no tiene posibilidad alguna de pelear. El capitán, consciente de esto, sugiere al hombre que se retire y deje que alguien más lo traiga a bordo. El hombre se niega. Acaso el hartazgo de recibir órdenes en todos lados lo orilla a experimentar un cierto sentido de orgullo incipiente. Los amigos intercambian miradas de escepticismo y burla a sus espaldas.

El hombre pelea con el pez palmo a palmo. El pez, en su lucha, salta fuera del agua y se contorsiona de tanto en tanto. Es, en efecto, majestuoso. Después de siete horas de brega, el hombre ha conseguido arrastrar al animal prácticamente hasta el barco. El hombre siente calambres en todo el cuerpo, tiene llagas en la piel por las quemaduras del sol, y los brazos y las manos destrozadas. Cuando el pez está ya cerca de ser atrapado, la tripulación entera está ansiosa, pues un pez así daría un renombre glorioso al barco y al capitán.

Contra toda lógica, el hombre ha vencido… el pez está a menos de cuatro metros, a punto de ser traído a bordo.

En eso, el hombre, que ha establecido una extraña conexión con el marlin, mira de reojo el arpón de uno de los marinos y siente un golpe inexplicable de compasión. Toma una navaja, corta la línea y deja ir al pez frente a la mirada atónita de todos los presentes.

El hombre se desploma, exhausto.

En el proceso, el hombre se ha vuelto famoso, pues no solo la tripulación ha atestiguado su hazaña, sino que por la radio ha sido comunicada a otros barcos y a la capitanía de puerto. Cuando llega el barco al puerto, una multitud espera al hombre para vitorearlo. Una ambulancia lo recibirá para internarlo a la brevedad en el hospital.

Entre la multitud, su mujer, que lo ha estado buscando todo el día, furiosa, lo espera… El hombre finalmente pone pie en tierra firme, entre hurras y loas de la gente. Su mujer, a quien le importa poco si el alfeñique de su marido ha cazado al monstruo de Loch Ness, le pone una gritoniza. Lo regaña como a un niño. Lo ridiculiza frente a todos.

El hombre pasa dos días en el hospital, aguantando en silencio las curaciones y las periódicas recriminaciones de su mujer.

Apenas está mejor, se viste, llama a la mujer, la mira de frente y le dice que no tolerará sus abusos nunca más. Que su relación ha terminado.

Sale con una ligereza nunca antes experimentada del hospital, y con absoluta determinación se dirige al puerto. Busca al capitán del barco en donde completó su hazaña. Le dice que quiere resarcirlo por el daño que le causó al haber dejado ir al pez. Hace un cheque con sus ahorros y le compra el barco.

Le pide con profunda voz de mando que lo aliste para temprano al día siguiente, pues al despuntar el alba, habrán de partir…


El oído atento, y el testimonio de la jornada entera de pesca, no permite pasar por alto el filo de fantasía masculina que late en el fondo de la historia, pues mal que bien, todos hemos verificado la tensión natural que existe en el centro de cualquier pareja alrededor del poder. En última instancia, los hombres inteligentes reconocen que la casa es el imperio de la mujer, y aspiran a tener un cachito de espacio en el mundo, donde puedan jugar a ser, con toda la legitimidaddel caso y sin cuestionamientos, “El emperador”...
Crónica gráfica del día de pesca...

Chepe, el capitán y Alberto, el anfitrión...


Los otros dos miembros de la tripleta, Mike y Eddie


Eddie y Alberto, con sus guajus...


Jennifer se avienta, ¿por qué no?



Para ser torero, no solo hay que serlo, sino parecerlo...


Atún blanco chorreando sangre...


Demasiado movimiento, diesel y sangre para un día...


De vuelta a tierra firme...

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