Conocí Panajachel, a orillas del Lago Atitlán por primera vez en el 2003. Por ese entonces estaba yo exhausto, inmerso una dinámica de viajes y proyectos incontables.
El guía que pasó por nosotros al hotel a las 5:30 de la mañana cachó de inmediato en mi gesto el peso de desvelos y tensiones. Como si fuera parte del paquete, se la pasó las primeras dos horas del trayecto sermoneándome sobre cómo un hombre no debe trabajar demás, pues corre el riesgo de enfermarse. En algún momento de su prédica me soltó el cliché aquél de que “o se vive para trabajar o se trabaja para vivir”.
Sus admoniciones le venían muy mal a mi humor que nunca ha sido amable en la madrugada. Peor, cuando su terapia de desaceleración parecía residir en conservarse sistemáticamente por debajo de los cincuenta kilómetros por hora, cuando a mí lo que me interesaba era llegar lo más pronto que se pudiera al lago. Con una mezcla de resignación e indiferencia escuché su acusación de que seguro yo era de los que trabajaba para ser el hombre más rico del panteón…
Más tarde que temprano cayó en cuenta de lo inútil de su fervor, y cambió su letanía de testigo de jehová por algo más parecido al sonsonete de guía oficial de la INAH. Me contó que a unos kilómetros de donde estábamos, debajo de una breve colina en un vado del camino que lleva al pueblo de Santiago Zacatepequez, los indios mayas entierran a sus muertos. Cada primero de noviembre, antes de que caiga la tarde, a lo lejos se pueden ver barriletes de colores volando sobre la loma junto a las tumbas. Los mayas piensan que así, al ritmo del viento fresco, con ligereza de cometa, el espíritu de sus antepasados vuelve a bailar.
Esta pequeña joya inesperada, empezó a cambiar mi ánimo en torno al guía. Así que cuando a las dos horas y media propuso que paráramos a desayunar en una pequeña cabaña en medio del bosque, acepté de buena gana.
Bajé del coche. El frío hacía visible mi aliento. Jugué un poco con él. Las mesas y las sillas estaban hechas de tablones de troncos. El plato consistía en un minúsculo chorizo sobre una tortilla de un grosor intermedio entre un sope mexicano y una pupusa salvadoreña acompañada de salsa tomate.
El contexto entero empezó a operar en mi ánimo una especie de regresión a lo básico. Supongo que el hombre lo intuyó y me llevó a caminar por el campo unos minutos antes de volver al bus. Respiré el olor de los pinos. En un corral vi gallinas conviviendo con un águila. Toqué maíz desgranado.
Una hora más tarde, la vista del Lago Atitlán terminó por desarmarme.
Durante el fin de semana entero, Panajachel --ese pueblo que es casi solamente una larga calle de puestos de indígenas vendiendo textiles, hippies mercadeando alambritos, restaurantes y hoteles-- se convirtió para mí en un sitio de reflexión sobre el rol que el trabajo juega en la vida.
Hice un recuento de los síntomas de mi adicción al trabajo— las jornadas de 15 horas, los sábados en la oficina, la inseparabilidad de la laptop, el poco tiempo dedicado a los amigos. Estaba además demasiado consciente de la experiencia de desamor que residía en el origen de esos síntomas. En realidad, más que denostar mi adicción, le agradecía al trabajo el que me hubiera permitido continuar aprendiendo y haciendo algo provechoso y apasionado cuando mi corazón estaba seco.
En parte por ese instinto de supervivencia no podía aún aceptar totalmente las implicaciones de las preguntas que me surgían. Además, a eso se sumaba el hecho de que el escenario de Panajachel presentaba un espectáculo demasiado extremo para hacer consonancia real con mis cuestionamientos. Entonces pensaba: “¿Cómo una vida dedicada a vender pulseritas, fumar mota, renunciar al peluquero y al desodorante, y conectarse con el organón universal puede ser la alternativa de vida que conduzca a la plenitud?”
Así que regresé a darme otras serias dosis de workoholismo antes de comprometerme en serio con un replanteamiento de mi vida.
En el 2004, el infierno de mi adicción al trabajo se materializó. Se canceló mi traslado a la oficina de Boston (donde trabajaría al lado de los gurús de la firma), y terminé dirigiendo el proyecto más grande de la historia de la oficina en México hasta ese momento, con el cliente más difícil que jamás hemos tenido: una gigantesca organización pública, seriamente disfuncional, sin condiciones ni voluntad real para la transformación requerida…
El tamaño del reto que objetivamente excedía lo razonable, en combinación con las ansiedades propias de mi adicción al trabajo, me llevó a convertirme en todólogo en el proyecto: administré el contrato, gestioné al cliente, coordiné la logística operativa, recluté y preparé al equipo de 20 consultores, diseñé la mayoría de los cursos y participé directamente en los equipos que entregaron los talleres…
Durante seis meses trabajé 18 horas diarias. Trabajé todos los domingos. Subí quince kilos. Me convertí en un bulto de cansancio. Me hundí en una relación con una mujer que no amaba.
Me despertaba diario a las 4 de la mañana, con una opresión de angustia en el pecho, consumido por la preocupación de que algo saliera mal.
En la oscuridad de esas madrugadas, con una hora y media de insomnio todavía frente a mí antes de levantarme y volver a empezar, verifiqué que dentro de mi hay un núcleo resistente, capaz de perseverar contra cualquier adversidad y soportar una gran cantidad de sufrimiento. Para motivarme me visualizaba como si fuera Lanz Armstrong –aquel admirable sobreviviente de cáncer-- corriendo el Tour de France, una prueba de proporciones inhumanas. Todos los días me subía a la bicicleta y emprendía una escalada salvaje: ¡Allez Lanz! ¡Allez Lanz!
Pero a la par, visualicé también una dimensión de mi fragilidad. Una noche le conté a Jennifer --entonces mi confidente--, que me sentía al borde de un infarto. Que, por extraño que pareciera, mi mayor deseo era caer gravemente enfermo, para no tener que ir a trabajar. Añoraba que me sedaran para dormir cuatro días de corrido.
Ella me miró con tristeza. Dejó que se abriera un silencio para que mis palabras resonaran con el peso que tenían y me diera cuenta de lo que acababa de decir. Ambos conocíamos el poder de los deseos, y ninguno de los dos es bueno para engañarse a sí mismo…
Acaso esa misma noche, al salir de aquel encuentro, empezaron mis viajes del corazón.
Y ahora, junto con ella, cuatro años más tarde, he regresado a Panajachel, a recorrer la misma larga calle con sus puestitos. Y después de todo este recorrido, sigo sinceramente sin poder entender cómo una vida dedicada a vender pulseritas, fumar mota, renunciar al peluquero y al desodorante, y conectarse con el organón universal, conduce a la plenitud.
Pues, aunque respeto cualquier búsqueda genuina (y soy capaz de ver en la aspiración hippy un paso del proceso en la búsqueda de uno mismo), no deja de darme un poco de ternura y risa el discurso –easy going, pacifista, anticapitalista, feminista, verde, new age, proindígenas-- que se repite como una cantaleta acartonada y previsible en cuanto centro energético hay en mesoamérica, sin excluir los San Cristóbal, Tepoztlán y Puerto Escondido de mi país.
Desde luego, detrás de esa fachada acartonada de algunos de sus personajes, el lago entraña una profunda dimensión espiritual y tiene una energía innegable.
Por lo pronto, mientras no llegue al final de las reflexiones que se esbozaron inicialmente en ese lejano 2003, de este pueblo me quedo con el pequeño hallazgo que hice de una entrevista que Alissa Bohling le hizo a María Sacalxot, una sacerdotisa maya que vive en el márgen del lago:
“El motivo porque me hice guía espiritual fue por mi tiempo. Me enfermé, tres años estuve en cama. Mi esposo, que en paz descanse, me estuvo llevando a tantos médicos. A curanderos. Jamás hubo una curación. Al fin, visitamos a unos sacerdotes y nos dijeron que era mi tiempo, que yo era sacerdotisa y si no hacía mi trabajo, definitivamente no habría curación. Hablamos del tiempo, porque hay una persona nacida para cada cosa. Hay una mujer que nace especialmente para ser comadrona, y si no cumple su misión, esto le causa daño.”
Y sin duda, estos Viajes del Corazón --esta aventura alrededor de Latinoamérica-- son, en pleno sentido, parte de mi tiempo.
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5 comentarios:
Me gustó mucho este relato, con el cual también me he identificado en algunas etapas de mi vida.
Mi consuelo ha sido Pareto; ese guey no se andaba con cuentos y le dió al clavo en todos los sentidos con su 80-20: en la física, estadística, biología, finanzas, administración, y hasta en lo más cotidiano de la vida diaria. Creo que en todos lados tiene razón.
Solamente podemos controlar una parte pequeña, un 20% quizás, de aquello que nos sucede; el restante 80% depende de factores externos, y de nosotros solamente depende la emoción con la que los afrontemos: positiva o negativa. De esta última decisión se vienen un cúmulo multiplicaciones o divisiones de vitalidad, y que propician vidas saludables e historias exitosas o vidas fracasadas y enfermedades ficticias.
Teniendo una pequeña ilusión o meta, es mucho más sencillo direccionar el 20% de aquellas cosas que nos suceden; así como será mucho más sencillo afrontar ese 80% de factores externos.
¿Qué es realmente el tiempo? ¿Una manera de relatar nuestros actos del pasado o de planear el futuro? Yo creo que es una medida de felicidad y satisfacción; y esa medida siempre depende de lo que hagamos hoy.
Les mando un fuerte abrazo y procuren ser felices hoy.
Se les extraña.
JMC
Me gustó la anécdota de la sacerdotisa... ;)
Un abrazo...
Es increíble cuando un evento, olor o paisaje te hacen voltear a ver tu vida y apreciar los cambios que has decidido realizar. Como dice José Manuel, creo que todos nos identificamos con tu historia. Es maravilloso que tuvieras la posibilidad de regresar como una persona distinta a un lugar donde se te ofreció el cambio y decidiste no tomarlo. Saber que hoy tienes la oportunidad de ver el paisaje del lago con otros ojos y en esta visión descubrir que has crecido. Felicidades.
PD. Sigan con los relatos, soy su fiel lectora y los extraño cuando no están por aquí. Un beso a ambos.
Qué maravilla de experiencia. Qué foma de unir el pasado reciente y tomar distancia.
Los quiero mucho Un fuerte abrazo.
Rosana
Hola chicos, que bueno saber de ustedes y que nos hayan contactado, nosotros estamos ahora en Panamá, especificamente en el Rio Chagres viviendo con la comunidad indígena Embera en Parara Puru, (a ver si cuando pasan por aqui se animan), ha sido uno de los lugares más mágicos que hemos visitado...
Ahorita volvemos alla, asi que estamos de pasada en inter, a ver si a la vuelta nos metemos mas profundo en su blog para saber mas de ustedes...
Me parece muy interesante la foma de viajar , recopilado las magicas historias que guarda nuestro continente...
Saludos y sincronias
dani y raul
renunciantes
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