“Cristo ya nació en Palacaguina
de Chepe Pavón y una tal María.
Ella va a planchar, muy humildemente,
la ropa que goza
la mujer hermosa del terrateniente
(…)
José, pobre jornalero, se me catella todito el día,
lo tiene con reumatismo el techo de la carpintería.
María sueña que el hijo igual que el tata, sea carpintero.
Pero el sepotillo piensa: Mañana quiero ser guerrillero.”
Así fue como el sábado por la noche, escuchamos El Cristo de Palacaguina y otras canciones en La Casa de los Mejía Godoy, el sitio desde donde una familia nicaragüense presenta su música.
La casa, una amplia y fresca estructura de palma, recibe cada semana al público que viene a compartir el trabajo de una familia que se ha convertido en un símbolo de este país, pues acaso son ellos los que mejor han conseguido capturar el espíritu de su pueblo.
Desde varias décadas antes de la revolución son una referencia valiente que apuesta por este país; que ama y recrea los modos que la música y la lengua ha cobrado en este país. Son acaso los usos lingüísticos que mamaron en su natal Somoto, un pueblito en el norte de Nicaragua: en un párrafo vamos de la pulpería (abarrotería) al cucumiche (el hijo menor), del mínimo (platanico) al ñeque (coraje).
Su historia familiar es tan colorida como su lenguaje. Están plagados de pequeñas anécdotas sabrosas que van entretejiendo con las canciones.
Como la historia sobre sus orígenes. Según cuenta Luis Enrique, que la memoria reciente de la familia empieza con el bisabuelo, que fue un cura católico que entre homilía y homilía, se dedicaba a querer a la bisabuela. Los amores se diluyeron el día que la bisabuela quedó preñada.
Y es acaso en la soledad de aquella mujer de principios de siglo que nació el espíritu gitano de esta familia de cantantes.
Así que no sorprende lo nutrido y lo profundo de su trabajo. Tampoco sorprende el humor, pues desde siempre se sabe que la marginalidad equipa pa´l ingenio:
“Negrita, si me querés,
tendé la cama, para que nos duermamos.
Y si llega tu marido
decile que soy tu hermano…”
Lo que sí llama la atención es la extensión que el talento artístico tiene en la familia, pues no hay quien no cante, toque un instrumento, componga. Padres, tíos, sobrinos, hijos. Todos tienen un don. Uno toca el tambor, otro la guitarra; uno el acordeón y otro el bajo. Uno la batería, otro la flauta, ella las maracas y hasta hay quien toca el serrucho.
Acaso es en esta tradición artística que es posible apreciar de forma prístina la manera en que se fija un patrón conductual: ahí donde el autoconcepto confluye con la experiencia.
El autoconcepto, esa referencia identificatoria que los miembros de un clan introyectan y después reproducen. Esa estructura que señala parte de lo que es deseable, al tiempo que establece las fronteras de lo que es posible.
Para ponerlo simple y en concreto. No es que los Mejía nazcan con más talento que el resto de nosotros, sino que ellos creen –desde una dimensión simbólica— que pueden crear e interpretar. Y porque creen, pueden.
Desde luego, nadie se hace artista sólo porque pertenece a la tradición. He ahí el segundo elemento de la fórmula. La experiencia. La acción.
Pues todos los miembros de la familia tienen un espacio en el foro. Para todos hay una oportunidad.
Y es ahí donde opera la magia, pues aquello que en la primera interpretación pública es algo que cualquiera con regular talento artístico podría haber presentado, a fuerza de patrocinio y ánimo; de oportunidades reiteradas y de invitaciones ratificadas se convierte poco a poco en una interpretación emocionante, valiente, conmovedora.
1 comentario:
Aaaannniiimmmmooo!!!!
Un abrazo.
Fidel
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