jueves, 11 de septiembre de 2008

Vuelta a la naturaleza

I.

En la escuela primaria tuve un compañero que tenía fama de ser muy problemático. Era grande, pesado y de voz rasposa y grave. Se peleaba a cada rato. Agredía a todos. No se estaba quieto.

A pesar de que tenía todo lo más nuevo – la lonchera de la guerra de las galaxias, el intelevision y las playeras polo – todos sabíamos, de una u otra forma, que él era muy infeliz.

Las maestras le tenían miedo y un día lo expulsaron definitivamente de la escuela por patear a una de ellas.

Mis papás, que eran amigos de sus papás, me contaron que él y su hermana eran adoptados.

Después dejé de saber cosas de él hasta años más tarde. Supe que a los trece años había caído en el alcoholismo y que lo habían internado en un sitio para que se curara.

Pasaría encerrado un mes en un hospital en el campo, rodeado de árboles. Debía dormir en el piso sin colchón ni cobijas. No podía ver la televisión, ni leer revistas o comics. Toda su comida sería cocinada sin sal ni azúcar.

La descripción del tratamiento me impresionó. Pasar un mes en esas condiciones me parecía genuinamente algo dificilísimo de conseguir. Tampoco comprendía cómo el contacto con la naturaleza o la privación de la comodidad podría curar a alguien.

II.

La cabalgata termina en una cascada. Nos desvestimos. Entramos a nadar. Estamos todavía dentro del agua cuando empieza a llover. Inmediatamente salimos pues corremos el riesgo de que nos caiga un rayo.

Llueve intensamente. No hay forma de cubrirse. El agua no mengua ni hay indicios de que parará pronto.

Yo me siento irritado. Mentando madres del frío, del musgo y el lodo, de las piedritas que se me clavan en los pies. ¿Qué carajos estoy haciendo aquí?, pienso. ¿Qué puta necesidad?

Estoy parado en la loma con los brazos cruzados y la cabeza gacha. Conciente de cada una de las gotas heladas de lluvia que me caen en la cabeza, me chorrean el pelo y se me deslizan por la espalda.

A los veinte minutos he dejado de mascullar mi miseria. Mi mente está en blanco.

Empiezo a ver a mi alrededor. La montaña. La neblina. La cascada. Las enormes piedras de rio. La lluvia.

Estoy tranquilo.

Decidimos comer de una vez, pues el hambre aprieta después de haber cabalgado toda la mañana y pronto hay que montarse de vuelta a los caballos para volver al campamento mientras hay luz.

El guía sirve un par de burritos – tortillas de harina enrolladas con frijoles, pollo y col. Tomate en rodajas con sal.

Y a pesar de que la lluvia persiste sobre mi cabeza y mi plato acumula cantidades groseras de agua, ensopándome el burrito, la comida me parece increíblemente tibia y sabrosa.

Me siento reconfortado, extrañamente despierto.

Semidesnudo, vivo y feliz.

III.

En la cabalgata de vuelta se me instala en la cabeza el tema de la renuncia.

¿A cuáles cosas de las que tengo podría renunciar? ¿A qué parte del confort? ¿A qué estructuras? ¿A qué recursos?

¿Cuántas cosas hay en mi mochila de viaje que sobran?

IV.

Al día siguiente partimos otra vez al campo. Nuevamente llegamos a una cascada. Hoy no lo dudo. Me desvisto y me aviento.

El agua fría captura la totalidad de mi atención. Cobro conciencia entera de cada uno de los átomos que delimita mi epidermis.

Todo “yo” estoy contenido y comprimido en un temblor; en el aire que entra nuevamente a mis pulmones cuando asomo la cabeza fuera del agua.

Todo se resume en esta sensación presente: no hay nada delante de mí; nada hay detrás.

Un momento más tarde, bajo el chorro de la cascada, tengo una especie de visión sobre los últimos años de mi vida:

Se me presentan como una especie de cañón. Dos promontorios de vida intensa separados por una grieta inmensa que representa una pérdida terrible, la tristeza absoluta que sobrevino a una desilusión amorosa, y que me ocupó por largos años.

Pasé los años de la depresión añorando aquello que se había quedado atrás, del otro lado del cañón.

Y en este momento veo, con absoluta claridad, que no hay nada del otro lado del abismo --en aquel ahora lejano promontorio de mi vida que entonces parecía serlo todo-- que supere el color, la intensidad, la felicidad de lo que ocurre hoy, de este lado del cañón.

La sensación no fue la del náufrago que agradece a la vida después de darse cuenta que ha sobrevivido –hace años que pasé esa etapa— sino varios pasos adelante en el camino, la posibilidad de capturar un aprendizaje vital reservado sólo al final del ciclo entero de la experiencia:

La pérdida es inevitable. Pero ninguna hay que sea definitiva o que sea más fuerte que yo. El poder de transponer la pérdida radica en el coraje para atreverse nuevamente a la vida. A nuevas experiencias vibrantes y luminosas que hagan palidecer el paraíso idealizado de la vida anterior, que quedó atrás, más allá de la grieta…

V.

Uno se adicta también a la tristeza.

El dolor es una droga potente.

Uno se compra la trama aquella de que la vida es pinchita.

Se instala en el cómodo papel de la víctima.

En el viaje apacible de la añoranza en sepia.

VI.

Pero esa afinidad al papel de la víctima sólo es posible por nuestra tremenda necesidad del amor de otros.

El rechazo del ser amado provoca el más grave síndrome de abstinencia.

No en vano el recuerdo de aquel otro compañero de primaria inaugura este texto.

VII.

¿A qué personas podría renunciar?

¿A qué afectos?

VIII.

Acaso la capacidad de renunciar, de abstenerse sea el signo de que estamos despiertos.

Sólo despiertos podemos verdaderamente aspirar a encontrar a otro que está también lleno de vida.

IX.

¿A qué ideas podría yo renunciar?

¿A qué paradigmas?

¿A qué ilusiones?

1 comentario:

Geraldina GV dijo...

Ayer leí un debate en el que un filósofo decía que los bebés, como los animales, no tienen consciencia de sí mismos porque no tienen lenguaje, pues el lenguaje es el medio de nuestra participación en el mundo. "La existencia y el lenguaje heideggeriano". Leyendote pensé en esto pues el consumismo y la obsesión por lo material nos arrojan fuera de nuestra realidad a una matrix no? Igual que el mundo de alcohol (o drogas) de ese chico. Estás de alguna manera, pero no eres. Para poder ser --consciente de tí mismo necesitas desprenderte de eso que te saca de tu verdadera existencia y te reune a la naturaleza, después de todo, como Sagan dice, somos polvo de estrellas...

Saludos y disfruta la lluvia.