Amanecimos el día de la caminata. Muy temprano. En realidad, los dos llevábamos las últimas horas dando vueltas en la cama sin poder dormir. Emocionados. Nerviosos. Con los ojos bien abiertos y esperando que sonara el despertador para poder comenzar con el día.
A las 7:30 pasó a recogernos el camión que nos llevaría al Parque Nacional. Dos horas de recorrido. Yo no podía dejar de mirar a la gente, pensar en su vestimenta y en sus mochilas y a través de eso tratar de adivinar cuáles serían sus planes en el parque. ¿Se convertirían en amigos nuestros? ¿Compañeros de la travesía? ¿Personas con quienes intercambiar barras de chocolate y nueces?
No tuve mucho tiempo para detenerme en eso porque los paisajes del parque comenzaron a desfilar a nuestro alrededor. Como aparecidos por arte de magia: picos nevados, lagos, cielos azules, llanuras… Ya nos lo había dicho la señora del hostal, que el día estaba bueno para subir a las montañas. Hará frío pero está despejado y eso es lo importante, que no llueva. Sí, la lluvia era sin duda la peor enemiga del caminante.
El parque se portó muy bien con nosotros durante nuestro primer día. El cielo no podía ser más azul y por ningún lado se veía una nube que pudiera amenazar nuestra tranquilidad. Después del registro en la entrada esperamos a que llegara el catamarán que nos cruzaría al otro lado del lago desde donde empezaríamos nuestra caminata. Mientras esperábamos se nos acercó un holandés, un hombre grande, solo, de esos que a mi siempre me dan ternura porque no puedo evitar preguntarme ¿por qué estará viajando solo? ¿dónde estarán los suyos? ¿tendrá familia?
Pero a decir verdad, el holandés se veía muy seguro de sí mismo, muy escalador profesional “he escalado todos los Alpes”. Nos contó que los días anteriores habían estado grises; las bellezas del parque se habían mantenido ocultas bajo las nubes. Este cielo azul era excepcional. El holandés había llegado hace dos días, pero no habían pasado ni unas cuantas horas cuando la suela de su bota ¡se desprendió! Así, sin más. Enojadísimo con la compañía de zapatos y con su mala suerte (después descubriríamos que este incidente era sólo uno de los tantos que le habían sucedido desde que comenzó su viaje de este lado del mundo) regresó a Puerto Natales y recuperó el extra par de zapatos que llevaba y pudo volver. Ahora tomaba el catamarán por segunda vez.
“Bueno,” le dijo Arturo, optimista: “si no hubiera sido por esa suela, no habrías podido disfrutar esta vista”. El holandés sonrió. Parecía que se le iba acabando la racha de mala suerte…
Después de un recorrido de treinta minutos por el lago llegamos al que sería nuestro primer refugio. Dejamos las mochilas, nos preparamos y salimos a caminar el primero brazo de la W que nos llevaría hasta un mirador donde veríamos el Glaciar Grey. Salimos a caminar respirando ese aire fresco de montaña que aunque es frío reconforta porque te hace sentir vivo. Nos sentíamos completamente dueños de la montaña y del camino. Ligeros, comenzamos a caminar, descubriendo en cada vuelta, en cada subida, una vista que nos dejaba impresionados. Paisajes suizos al final del mundo.
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