El pueblo tiene la misma fachada de concreto -- gris y triste— que nos es tan familiar en los países del tercer mundo.
Un muchacho de 16 años se ofrece como nuestro guía. Nos presenta algunos hitos y datos sobre la vida del pueblo.
El recorrido nos ofrece varias estampas de Santiago Atitlán.
A primera vista, estas imágenes sugerirían que este pueblo es un pueblo de sobrevivientes -- hombres y mujeres empeñados en conservar su orgullo y levantarse, una y otra vez de la desgracia.
Mujeres en el lago
Aquí las mujeres siguen lavando la ropa en el río, juntas, como han hecho desde hace siglos. Se resisten a aislarse solas en su casa y a usar detergentes que maten al espíritu del lago.
Panabaj
Panabaj era un segmento del pueblo que estaba construido en una zona de alto riesgo y que el huracán Stan arrasó por completo en el 2005.
Panabaj era un segmento del pueblo que estaba construido en una zona de alto riesgo y que el huracán Stan arrasó por completo en el 2005.
Había llovido seis días consecutivos, de tal forma que la ladera del volcán fue acumulando agua. La tierra fue aflojándose. A las tres de la mañana, mientras todos dormían se escuchó un rugido en lo alto del cerro, y después un rumor. El volcán se desgajó. La avalancha de lodo y piedras se dejó venir con la fuerza de tsunami.
Nadie tuvo oportunidad de salir. Las seis mil personas que vivían en ese asentamiento murieron aplastadas. Ahí donde ahora no hay nada hubo durante meses un pantano pestilente de rocas, madera, concreto, cartón, animales y personas muertas...
Nadie tuvo oportunidad de salir. Las seis mil personas que vivían en ese asentamiento murieron aplastadas. Ahí donde ahora no hay nada hubo durante meses un pantano pestilente de rocas, madera, concreto, cartón, animales y personas muertas...
El Parque de la Paz
Cuentan que durante la guerra civil que Guatemala padeció durante poco más de treinta años, el ejército tenía una buena cantidad de enclaves alrededor del lago, el principal de los cuales estaba en Santiago Atitlán, justo frente a donde ahora está el parque.
En la madrugada del dos de diciembre de 1990, el ejército, acorraló y mató a un hombre, pues asumió que se trataba de un cabecilla guerrillero. Asumió mal, pues a todo el pueblo le constaba que era inocente. Se juntaron todos y se dirigieron juntos a protestar frente al campo militar. El ejército no los dejó siquiera empezar a hablar. Cuando los tuvieron cerca les tiraron un par de ráfagas. Trece cayeron muertos instantáneamente. Uno de ellos, Nicolás Ajtujal, era un niño de cinco años.
La paciencia del pueblo quedó colmada. Hartos de la violencia, hartos de los abusos consiguieron sacar al ejército. Ese día llegó la tranquilidad a Santiago Atitlán. Seis años antes que el resto de Guatemala, que no firmó los acuerdos de paz sino hasta 1996.
Niñas en el atrio de iglesia
Niñas que juegan. Niñas que se ríen. Niñas que se divierten.
Junto a los niños siempre hay esperanza...
Mirar…
Al final de la visita se me instala en la garganta una sensación de desasosiego. A pesar de que llevamos apenas una hora y cuarto en el pueblo siento la necesidad de salir pronto de él. Algo semejante sentí en San Juan Chamula, en Chiapas.
En parte esto viene de la pobreza. A uno le gustaría conservar la idea del indígena, feliz, cultivando la milpa, viviendo en consonancia con la tierra. Virgen aún de las perversiones del capitalismo.
Pero la verdad es que las cosas no son así. La pobreza es terrible.
Y los indígenas están cansados de vivir en ella. Ven en el turista –ese animal perezoso, hambriento de emociones sin esfuerzo— una oportunidad de subsistencia. Para capturar su dinero están dispuestos a convertir el pueblo en un mercado, en un museo viviente en donde se combine color, dramatismo y excentricidad.
En el pueblo todos aprenden desde pequeños esta verdad fundamental. Que si uno no desarrolla pronto un olfato hacia el dinero del turista, no sobrevive.
Un niño de tres años se nos pega saliendo de la catedral. Quiere un quetzal a cambio de nada. Porque sí. Porque nosotros también somos turistas. Porque para los turistas, respirar en su pueblo tiene precio.
No le damos el dinero.
Acaso por puro reflejo de persistencia se nos pega. Durante media hora se suma a nuestro contingente de dos. Periódicamente vuelve a pedir el quetzal. Llega un momento en que resulta fastidioso. A mí me gustaría no tener que verlo. No tener que sentir de cerca su hambre. Alejar su demanda.
Pero en este viaje hemos elegido mirar…
Lo miro a los ojos. Se distrae. Es muy pequeño.
Se aleja un poco. Ahora yo lo sigo a él.
Lo sigo, lo sigo, lo sigo…
Al final de la visita se me instala en la garganta una sensación de desasosiego. A pesar de que llevamos apenas una hora y cuarto en el pueblo siento la necesidad de salir pronto de él. Algo semejante sentí en San Juan Chamula, en Chiapas.
En parte esto viene de la pobreza. A uno le gustaría conservar la idea del indígena, feliz, cultivando la milpa, viviendo en consonancia con la tierra. Virgen aún de las perversiones del capitalismo.
Pero la verdad es que las cosas no son así. La pobreza es terrible.
Y los indígenas están cansados de vivir en ella. Ven en el turista –ese animal perezoso, hambriento de emociones sin esfuerzo— una oportunidad de subsistencia. Para capturar su dinero están dispuestos a convertir el pueblo en un mercado, en un museo viviente en donde se combine color, dramatismo y excentricidad.
En el pueblo todos aprenden desde pequeños esta verdad fundamental. Que si uno no desarrolla pronto un olfato hacia el dinero del turista, no sobrevive.
Un niño de tres años se nos pega saliendo de la catedral. Quiere un quetzal a cambio de nada. Porque sí. Porque nosotros también somos turistas. Porque para los turistas, respirar en su pueblo tiene precio.
No le damos el dinero.
Acaso por puro reflejo de persistencia se nos pega. Durante media hora se suma a nuestro contingente de dos. Periódicamente vuelve a pedir el quetzal. Llega un momento en que resulta fastidioso. A mí me gustaría no tener que verlo. No tener que sentir de cerca su hambre. Alejar su demanda.
Pero en este viaje hemos elegido mirar…
Lo miro a los ojos. Se distrae. Es muy pequeño.
Se aleja un poco. Ahora yo lo sigo a él.
Lo sigo, lo sigo, lo sigo…
2 comentarios:
y adonde te llevará él, querido amigo?
qué esperas de él?
su libertad? su ternura? su aventura? su desapego?
qué esperamos cuando miramos la pobreza y ella nos mira? está fuera de nosotros acaso?
queridos Jenifer y arturo ,soy Mirta ,Argentina narradora , estoy leyendolos ,compartiendo toda la belleza y dolores que ud, ven y cuentan creo que Uds. son seres maravillados que maravillan a quien los conoce ...,gracias Un abrazo desde La Plata Argentina
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