Existen distintas formas de hacer un viaje. El nuestro tiene forma de espiral.
Nuestro viaje va y viene. Gira. Regresa sobre sí mismo y sigue expandiéndose de forma caprichosa. No tiene una línea recta. No tiene un destino final claro.
Cuando estuvimos en Villa de Leyva, en Colombia, tuvimos la oportunidad de visitar a un jardinero que diseñaba jardines desérticos. Juntaba piedras, cactus y flores para formar dibujos que tenían distintos significados. Nos invitó a entrar en uno de sus laberintos. A simple vista, un laberinto es simplemente un camino delimitado por piedras. Sin embargo, nos explicó que era más complejo que eso.
Para empezar, nos comentó que existían dos tipos de laberintos. Laberintos femeninos y masculinos. Los masculinos son los que típicamente nos llegan a la mente cuando escuchamos la palabra laberinto. Caminos entrecruzados donde uno tiene que empeñarse en encontrar la salida. El objetivo del diseño de un laberinto masculino es perderte. Mientras más compleja sea su estructura, mejor. Quien ingresa a un laberinto masculino debe usar todas sus habilidades para encontrar el camino hacia la salida lo más rápido posible.
El objetivo del laberinto femenino, en cambio, es encontrarse. En este laberinto no hay forma de perderse. Su estructura se asemeja a la de un espiral. Comienza afuera para ir girando de forma circular hacia el centro, desde donde comienza una vez más, el largo recorrido espiral hacia fuera. El laberinto femenino está diseñado como una forma meditativa para encontrarse a uno mismo a través de su transcurso lento y silencioso. El objetivo es caminar, en contacto con uno mismo y con el momento presente, tratando de no desesperar por llegar al final, sino disfrutando del camino en sí.
Nuestro viaje tiene la forma de un espiral, de un laberinto femenino. El objetivo de nuestro viaje no es llegar a un sitio específico ni romper un record de velocidad o distancia. El propósito no es cumplir un reto auto-impuesto ni demostrar a los demás lo valerosos que somos. La finalidad de nuestro viaje es el viaje en sí.
Descubrimos que nuestro recorrido no ha seguido una línea recta. Hemos hecho tramos circulares, regresando varias veces a una misma ciudad, para volver a salir de ella hacia otros puntos. En un plano menos geográfico también hemos viajado en espiral, visitando varias veces las mismas temáticas de nuestra vida y nuestra pareja. Hemos recorrido los laberintos internos de nuestro ser a través del camino del viaje.
Hemos ido aprendiendo a dejarnos llevar por las manos invisibles del viaje, sabiendo que nos llevarán a conocer los sitios y personas con quienes debíamos coincidir. Cada vez más hemos aprendido a soltar los itinerarios previstos para acceder a los cambios que nos propone el camino. Vamos más abiertos a escuchar. Hemos aprendido a atender las necesidades de nuestro propio ritmo interior y jugar con las posibilidades infinitas de la vida.
Durante estas semanas en Perú me he sentido serena. Por primera vez en los seis meses que llevamos viajando, he podido relajarme por completo y estar en el presente. Confiar en lo que vendrá y no estar atada con lo que ya pasó. Es una sensación extraña que muy pocas veces he tenido. Generalmente, estoy ansiosa por el futuro, haciendo planes, deshaciendo otros, preocupada por cómo saldrán, imaginando posibles futuros…
Al igual que cuando recorrí el laberinto en Villa de Leyva, mis exigencias internas siempre me han llevado a querer visualizar el sitio de la salida lo más pronto posible. Me costaba trabajo concentrarme en el camino pues mis ojos inmediatamente se empeñaban en buscar el final del recorrido. Me costaba trabajo ver las piedras de distintas formas con las que estaba hecho el camino. Me costaba trabajo sentir la arena en las plantas de mis pies descalzos. Cada giro del laberinto era un pretexto para alzar la mirada y preguntarme: ¿cuánto falta?
En el laberinto (y en mi vida) he tenido la tentación de encontrar el atajo que me lleve al centro lo más rápido posible. Saltarme los pasos y llegar YA al final. Sin embargo, no hay atajos, para nadie. Es necesario andar el camino. Es necesario poner un pie detrás del otro. Es necesario sentir la arena y las piedras, el calor y el viento, el cansancio, y seguir avanzando.
Qué difícil es resistirse a la tentación de levantar la vista y tratar de adivinar el final. Queremos saber todas las respuestas y queremos saberlas ya. Pero no es posible saber cómo será el final del camino sino hasta que lo hayamos andado. Avanzamos sin saber a dónde nos llevarán nuestros pasos. Es imposible saberlo. Sólo quien diseñó el laberinto lo sabe.
La invitación que nos da la vida -y en nuestro caso el viaje- es a descalzarnos los pies y entrar con confianza al laberinto. Caminar con la certeza de que en algún momento llegaremos al centro y mientras tanto, nuestra única tarea consiste en caminar, sentir la brisa, la arena y las piedras. No desesperar con el futuro ni el pasado, sino estar en el momento presente.
Sé que esta sensación de claridad, serenidad y aceptación no será eterna. Pero por ahora tengo la certeza de haberla experimentado. Sé que está ahí. Una vez que he recorrido el camino laberíntico hacia mi propio centro sé que puedo volverlo a andar cuando sea necesario.
Ahí sigue. Como el desierto. Permanece.
miércoles, 19 de noviembre de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario