martes, 16 de diciembre de 2008

Dos cuentos medio políticos

El buen gobernante
(Versión oral de Javier Echevarría)

Esta es la historia de Jaina, hijo del Rey Soroy. Un joven que no sabía que quería hacer por la vida. Él solamente quería correr por los campos y subirse a todos los árboles y nadar por todas las lagunas. Y todos los ministros del Rey estaban muy preocupados pues ya era hora de que este joven se encaminara y dijera qué cosas quería hacer en la vida. Pero su padre no, él esperaba el momento en que él se diera cuenta solo.

Y llegó el día. Un día en que Jaina se despierta, se va a lavar frente al espejo, y entonces tuvo una revelación. El día que cambió todo, vió una imagen que cambió su vida para siempre, vió… por primera vez tres pelitos que habían aparecido durante la noche en su barba. Momento crucial en que cambia todo para los hombres.

“¡Tengo barba! – dijo. “¡Soy un hombre. Ya sé qué quiero hacer en la vida: quiero gobernar!”. (Bien original quería hacer lo mismo que el papá…)

Va con su papá, lleno de felicidad, y le dice: “Papá, mira… ya tengo barba. Quiero gobernar. ¿Por qué no me das un departamento, una provincia, algún territorio para que yo vaya practicando?”

Y su padre, que había sido un gobernante sabio, igual que lo había sido su padre, su abuelo, su bisabuelo. Una larga tradición de gobernantes sabios, le dijo: “¿Quieres gobernar? Anda al bosque a escuchar, y cuando lo hayas escuchado... estarás listo…”

Jaina se enfadó con el papá. Él ya quería gobernar, quería que su papá lo tratara como un adulto, y el papá lo ha mandado al bosque, a escuchar… ¡Lo ha tratado como un niño! Pero es a fin de cuentas su papá, es el Rey y ha de obedecerlo.

El bosque es oscuro, peligroso. Jaina llegó, se asomó al bosque, y escuchó un pajarillo que cantaba…

Y regresó corriendo con su padre. “Listo, ya está papá. Fui al bosque y escuché un pajarillo que cantaba…”

Su padre abre la ventana y le dice: “Mira hijo, ahí hay un pajarillo. Escucha. Canta igual que el que tú describes. ¿Cómo sé que en verdad has escuchado el pájaro del bosque y no ha sido este otro? Anda al bosque a escucharlo. Y cuando lo hayas escuchado, vuelve.”

En esta ocasión Jaina se dio cuenta de que el encargo tenía truco… Pero él, que era un hombre, tenía que pensar… Así que antes de irse al bosque tomó un pliego de papel y una pluma, y se internó. Y ya adentro, empezó a llevar registro de todos los animales que escuchaba: mono… buho… lobo…

Y volvió nuevamente con el papá al palacio. “Ya está papá. Aquí en esta lista están todos los animales que he escuchado. Ya estoy listo para que me entregues el territorio que habré de gobernar.”

Pero justamente en ese momento estaba pasando una caravana de gitanos, con todos los animales de esa lista. “¿Cómo sé que en verdad has escuchado a los animales del bosque y no han sido aquellos de la carabana? Anda al bosque a escucharlo. Y cuando lo hayas escuchado, vuelve.”

En esta ocasión Jaina se dio cuenta de que la tarea no tenía truco. Y que tenía que sumergirse verdaderamente en ese bosque oscuro y peligroso. Y no sabía por donde empezar. Y cuando uno no sabe por donde empezar, simplemente hay que andar.

Entonces Jaina, poco a poco, empezó a menterse en el bosque. Hasta desaparecer.

Y pasaron los días, y Jaina no volvía.

Y todos en el reino estaban muy angustiados, pues el heredero del trono se había perdido. Menos su padre, que lo esperaba muy tranquilo.

Y pasaron los meses, y Jaina no volvía.

Y todos en el reino estaban muy tristes, pues el heredero del trono se había perdido para siempre. Menos su padre, que los esperaba muy tranquilo.

Y pasaron los años, y Jaina no volvía. Ya nadie se acordaba de Jaina. Menos su padre, que lo seguía esperando muy tranquilo.

Hasta que una tarde en el camino que conecta la puerta del palacio con el castillo, apareció un hombre, todo desaliñado, con la ropa raída, el pelo largo y la barba espesa y crecida, de tal forma que le llegaba casi hasta el piso.

Y era Jaina. Y en el reino nadie lo reconoció.

Y cuando llegó al palacio, los soldados no lo reconocieron. Fueron con el rey y le dijeron: “Majestad, afuera del palacio hay un hombre que dice ser su hijo…”

Y el rey, con el impulso de un corazón que ha esperado tanto tiempo, salió corriendo. Mira al muchacho, y a través de la suciedad y las barbas, reconoce la mirada de su hijo, como sólo los padres son capaces de reconocer la mirada de sus hijos.

Y entonces le pregunta: “Hijo, ¿qué has escuchado?”

- “Escuché el breve temblor de los botones de las flores. Un segundo, apenas un segundo, antes de florecer…”

- “Y también escuchaba el crujir de la tierra cuando aparecían los primeros rayos del sol…”

- “Y también escuchaba el pequeño murmullo de las hormigas, cuando se ponían de acuerdo sin ponerse de acuerdo…”

- “Y también escuchaba…”

- “Es suficiente – dijo el padre – ahora que sabes escuchar lo que no se oye, estás listo para escuchar las necesidades de tu pueblo. Anda vé, y gobierna…”

Ahora sí le cayó al Cholo


En la época del gobierno del expresidente Toledo a Javier lo invitan a contar el cuento frete al presidente acompañado por su gabinete en pleno, que se encuentra reunido en una Huaca (lugar sagrado) en Miraflores.



Javier termina y todo mundo queda en silencio.

Después, al final, lo rodean los ministros y comentan. “¡Qué buena, Javier!, ¡Ahora sí le cayó al Cholo (apodo con el que se conoce a Toledo)!”

Ponen gestos entre graves y divertidos, le dan tres palmadas en la espalda, y se dirigen rumbo hacia donde están preparadas las bebidas y los bocadillos.

Javier entendió entonces: los políticos son unos profesionales de no entender. Sus reflejos están entrenados para la proyección, no para la introspección. Hablaban como si el cuento estuviera dirigido únicamente a Toledo. Y nada, absolutamente nada de aquella historia, tuviera que con ellos…

Villa el Salvador, el proyecto imposible

El primer día que llegamos al Perú, por un inexplicable laberinto, terminamos contando cuentos en una comunidad marginal a las orillas de Lima llamada Villa el Salvador. Un sitio que tiene un sabor muy semejante al Chalco de los ochentas en los márgenes de la Ciudad de México.

Contamos en un espacio especial. En el foro de la cultura solidaria del Teatro Vichama que año con año organiza el pueblo.


Pues aquí, según nos cuenta Ángela Zignago –socia de César Villegas en Villa Palabra, antropóloga, actriz, cuenta cuentos— el teatro no es un proyecto impuesto, extraño a la comunidad. El teatro es aquí la voz misma del pueblo. Ellos lo escriben. Ellos lo actúan. Ellos lo gestionan.

Y así es desde que un día la gente les dijo a los actores: “¿Por qué en lugar de montar obras de otros autores, no cuentan nuestra historia?” Y así lo hicieron. Esa primera historia se puso por y para la gente de Villa el Salvador. Y sirvió en parte para celebrarse a sí mismos y para terminar de desafiar el escepticismo de toda la gente –en el gobierno, en la sociedad, en la guerrilla— que creía que su proyecto de ciudad era algo imposible.

La de Villa el Salvador –me cuenta Ángela— es una historia dolorosa. En los sesentas hubo una invasión de terrenos en una zona de Lima llamada Pamplona, debajo de la cual había gente de muchísimo dinero, cosa que, naturalmente a los ricos y poderosos no les gustó, pues por un lado les afeaba el paisaje, y por otro lado les devaluaba la propiedad.

El gobierno, siempre pronto para defender los intereses de la minoría acomodada, se movilizó para defenderles frente a los señores invasores. Hubo una confrontación violenta.

Hasta que se transó una especie de acuerdo: Todo ese grupo se movilizaría. Dejaría Pamplona y se irían a un arenal a las orillas de Lima llamado Villa el Salvador. A cambio, el gobierno desarrollaría toda una nueva ciudad.

Y la voz de que el gobierno estaba regalando terrenos, ofreciendo pavimentar, alumbrar, poner escuelas, poner clínicas… se pasó rápidamente, no sólo entre los invasores sino entre otros miles de personas hacinadas en Lima. Montados en esa ilusión comenzó una especie de migración masiva organizada que no se había visto nunca antes en el Perú.


A los pocos días no sólo estaba claro que el gobierno no cumpliría ni en ese momento ni nunca.

Con la rabia hirviendoles en las venas, en lugar de seguir peleando se ponen a trabajar. Su impulso es calificado de ingenuo, pues lo que ellos quieren hacer no puede hacerse, pues para que las ciudades existan es necesaria la participación del gobierno.

Pero ellos siguen y siguen. Trabajan y trabajan.

Años más tarde, Villa el Salvador se había convertido en una ciudad totalmente funcional. Desde entonces es un modelo de lucha popular pacífica. La política ahí ha dejado de ser una cosa de políticos, discursos y promesas, para convertirse en un movimiento de gente que se organiza por conseguir cosas buenas para todos.

Quizá justo por eso, veinte años después de su fundación se convirtió en uno de los blancos preferidos de Sendero Luminoso, pues si algo aterroriza al terrorismo es el liderazgo de gente en la que cree la gente.

Esa noche, un poco como deferencia a sus nuevos amigos mexicanos, un poco justo porque estamos en un festival de teatro que representa la voz de los marginados, Ángela elige un cuento del Subcomandante Marcos.

Una elección no exenta de ambivalencia –le digo—, pues a fin de cuentas, Marcos terminó por revelarse como político, que con su obtusa inacción terminó por defraudar las posibilidades de aquellos cuya voz representaba.

“Puede ser que ahí quede sentenciado el personaje Marcos como político”, responde Ángela, “pero lo cierto es que eso no anula otros aspectos de su contribución, como por ejemplo su legado poético”.

Por eso casi a nadie le dice que este es un cuento de Marcos. Porque Ángela cree que sus palabras no necesitan de su pipa y su máscara para ser potentes. Para convocar, para hacer a los sin voz, creer en su propia voz…


Una pequeña nubecita en el desierto
(Cuento, Subcomandante Marcos; Versión Oral, Ángela Zignago)

Había una vez una pequeña nubecita. Una pequeña nubecita que está viajando por el cielo. Y la nubecita tiene un sueño reiterativo en su pequeña cabecita donde bruma. Sueña, lo que sueñan todas las nubes: encontrar un lugar donde lloverse.

Así que la nubecita estaba navegando por el cielo azul, buscando un lugar para lloverse. Pero, las nubes, para lloverse, deben ser varias, y chocarse entre ellas, y así se produce el aguacero. Así que, estando sola, la nubecita decidió ir en busca de otras.

A lo lejos vió unas enormes nubes blancas; nubes hermosas, gigantescas. Y pensó, iré hacia ellas, me haré su amiga y nos lloveremos juntas.

Y cuando llegó donde ella estaba, ellas la miraron con desdén en su rostro de nube. Y le preguntaron: ¿tú que quieres? Ella les respondió: “pues lloverme con ustedes”. A lo que ellas replicaron: “Espera un momento. Tú no te puedes llover con nosotros. Nosotros somos nubes grandes, cargadas, hermosas. Tú eres apenas un rabito de nube, insignificante. Si nos llovemos contigo nos vamos a desperdiciar. Así que no nos lloveremos contigo. Ubícate en tu realidad y búscate nubes de tu tamaño para lloverte con ellas.”

La nubecita escuchó el discurso y pensó: “Pues tal vez tienen algo de razón, y si se llueven conmigo, se van a desperdiciar mucho… Me iré pues a buscar a otras nubes que si quieran lloverse conmigo.”

Y así se fue a volar por el cielo azul. Pero por más que buscaba, no encontraba a ninguna nube, pues el cielo estaba azul. El sol quemaba, y la nubecita, con tanto calor, empezaba a deshidratarse. Y con la deshidratación se iba haciendo más pequeña de lo que ya era. Pero aún así, insistía para sus adentros: “yo me tengo que llover con alguien…”. Y no desistía.

De pronto, a lo lejos vio unas montañas. ¡Enormes! Y encima de ellas, una multitud de nubes de todos colores. Dándose unas contra otras en un baile frenético. Y mientras se chocaban salían rayos y truenos. Y caía una tormenta sobre la montaña.

Y la nube pensó: “Ahí, si entro, nadie se va a dar cuenta de mi presencia. Tan chiquita soy, que me puedo colar sin que nadie se de cuenta. Y, entonces sí, ahí me lluevo.”

Y llegó hasta las montañas. Y cuando llegó, a punto estaba de entrar entre ellas, cuando le salió al paso una nube enorme y gris. Una nube seria que la detuvo, y le dijo: “¡Alto!, tú no puedes pasar acá a menos de que tengas invitación.

“¿De cuándo acá se necesita invitación para lloverse, si eso es lo natural en nosotros?” preguntó la nubecita.

“Es que esta es una fiesta privada” – replicó la nube grande. “Aquí hay muchas nubes muy importantes. Y tu no puedes venir acá sin invitación a lloverte.”

Por más que la nubecita pidió, insistió, rogó, aseguró… que nadie se daría cuenta de su presencia, fue una y otra vez rechazada, pues además, argumentó la nube gris, ella no se arriesgaría a perder su trabajo por un capricho. Así que la nube gris se pidió que se fuera.

Y a la nubecita no le quedó de otra. Y se fue, pues no quería perjudicar a nadie.

Pero conforme iba pasando el tiempo la nubecita se iba haciendo más pequeñita. Ya casi no quedaba nada de ella, cuando pensó: “Yo tengo que lloverme. Porque si no lo hago ahora, desapareceré. Y si desaparezco sin haberme llovido, será como si nunca hubiera existido.

Así que miró para abajo, y abajo había un enorme desierto. Todo estaba en silencio. Miró hacia los lados y vio el cielo azul. Se miró a si misma y volvió a pensar, tomó fuerza e hizo un gran esfuerzo de condensación. Casi dos veces mayor al normal, pues cuando una nube se llueve sola, requiere más esfuerzo.

Se concentró en su materia de bruma, y condensó, y condensó y condensó su cuerpo brumoso. Y de ese cuerpo salió una gotita de agua. Una sola gotita de agua.

Y esa gotita cayó desde el enorme cielo hasta el desierto silencioso.

Y cuando llegó finalmente, ¡plaffffff! se destrozó contra una roca del desierto.

Y ahí terminaría la historia de la nubecita y la gotita de lluvia… Pero ahí no termina, pues el mundo funciona de otra manera…

Pues cuando la gotita cayó en el desierto hizo mucho ruido. Y ese ruido despertó a la tierra.

Y la tierra le preguntó a la roca: “Roca, Roca, ¿qué ha pasado?”.

Y la roca le contestó: “¡Una gotita de lluvia! ¡Parece que va a llover!”

Y la tierra se dijo: “¡Lluvia! ¿¡En serio!?”. Así que se apresuró a despertar a todas las pequeñas plantas que vivían debajo de su lecho, resguardándose del sol, para que se prepararan para recibir la lluvia”.

Y las plantitas empezaron a pasarse la voz con una rapidez increíble, pues cuando hay necesidad, la gente se comunica a una velocidad increíble. Y en un momentito, todas estaban enteradas de que iba a llover. Así que en un mismo instante, todas las plantitas levantaron la cabeza, la sacaron de la tierra y se asomaron esperanzadas, mirando hacia el cielo.

Ese instante bastó para que todo el desierto se vistiera de verde. Y ese verde, lo vieron las nubes grandes que estaban sobre las montañas. Y dijeron: “¡Mira, el desierto está verde! ¡Hay vida ahí! Es tierra fértil. Vamos todas a llovernos.”

Y todas las nubes grandes se fueron hacia el desierto. Y llovieron, y llovieron. Un día, una semana, un mes… varios meses.

Y el desierto, se convirtió en una hermosa selva.

Cuando terminaron, las nubes grandes, miraron el trabajo hecho, y se felicitaron entre ellas: “sin nosotras, esto no sería posbile…”. Y partieron.

Y nadie se acordó de la nubecita. Excepto la roca. La roca que guardó esta historia en su corazón, para contársela a las nuevas generaciones de nubes, y a las nuevas generaciones de plantas, para que nunca nadie se olvidara de que a veces, la diferencia entre un desierto y una selva, puede ser apenas una gotita de lluvia.

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