Entre el invierno de 1995 y la primavera de 1996, cada jueves, tras concluir la jornada de trabajo en el Bachillerato donde trabajaba, recogía yo a Rafa González –mi cuñado, mi amigo— en su oficina en la Comisión de Derechos Humanos para irnos juntos a la universidad, a clase de cuatro.
De camino, comprábamos una pizza de peperoni, masa delgada, extra salsa, que acompañábamos con un par de Coca-Colas bien heladas (Rafa aseguraba que el sabor combinado de ambas era tan celestial que quien patentara un licuado con estos sabores se volvería inmensamente rico), mientras, en mi bochito azul andábamos una ruta alterna desde San Jerónimo hasta Santa Fé, a través del Desierto de los Leones.
Aquellos sinuosos recorridos estaban plagados de charlas serias -confidencias, ideas, planes, historias— y casi la mayor parte de las veces, cosas menos serias -- chistes, referencias maliciosas a profesores, imitaciones de voces, remedos de personajes que ambos conocíamos. Frecuentemente reíamos a carcajadas, de esas que hacen que a uno le duela la panza, y que, cuando ocurren simultáneamente con el manejo, incrementan exponencialmente las posibilidades de chocar.
La complicidad con la que nos escuchábamos y celebrábamos nuestras ocurrencias hacía llegar nuestro entusiasmo hasta niveles estratosféricos, y entonces nos parecía que sería realizable cualquier cosa que confabuláramos. Desde hacer viajes por todo el mundo con nuestras parejas en turno (él se casó felizmente con mi hermana, mientras a mí el destino me depararía un periplo bastante más largo), hasta iniciar una institución de asistencia social que distribuyera entre los desamparados de la ciudad las donas que cada noche sobraban (y se tiraban) en cada sucursal de Dunkin Doghnuts del Distrito Federal.
Entre todas las cosas de las que hablábamos había en particular un escenario que nos provocaba un especial deleite. Un sueño que se materializaría cuando ambos fuéramos grandes...
En tres líneas, nuestro sueño consistía en lo siguiente: Rafael y yo somos los dueños de un sitio bohemio, y cada noche amenizamos la velada con canciones, poemas y cuentos. Una noche, una pareja desgastada y apunto de terminar su relación acude a nuestro sitio. El espectáculo los sensibiliza y los lleva al punto de reencontrarse y refrendar su relación. Salen del sitio reconciliados y juntos.
Aún a riesgo de agotar al lector, a continuación detallo el escenario con amplitud, pues no sólo la anécdota, sino los detalles con los que adornábamos la historia, constituían su esencia. No escatimábamos epítetos, temblores de voz, ritmos o gestos para darle forma:
Un escenario a dos voces
Hasta esa noche ambos han hecho todo lo humanamente razonable. Han hablado, han explicado, han escrito, han platicado, han entendido, han acusado, han rabiado, han gritado, han perdonado, se han arrepentido, han llorado. ¡Cuánto han llorado!
Tanto, que han llegado a la conclusión de que ellos dos son unos náufragos del amor… Que lo suyo, a pesar de las batallas por mantenerlo vivo, está desahuciado. Han terminado casi por aceptar que una cosa es que alguien sea el amor de tu vida, y otra, muy diferente, que una relación funcione.
En secreto, ambos han decidido que la de esa noche será su última velada juntos.
Mientras manejan hacia el sitio donde han acordado encontrarse para cenar, ven pasar la secuencia de cómo todo terminará: Se encontrarán en el sitio acordado, cada uno en un coche diferente. Al principio de la velada ambos serán amables y condescendientes. No se mostrarán demasiado apasionados por nada, pues a toda costa quieren evitar reñir. Serán interesantes e indulgentes. Se sonreirán uno al otro de vez en cuando. Se mostrarán cariñosos; escucharán con atención genuina lo que el otro dice. Pasada la mitad de la cena, el ánimo empezará a pesar. Por momentos sentirán que el tiempo corre demasiado rápido; sólo para verificar que al instante siguiente es necesario contar los minutos, pues el reloj no avanza. Se pararán al baño una que otra vez, como para acelerar el tiempo, como para reafirmar el propósito. Acaso en algún momento de la charla alguno de ellos se encuentre involuntariamente ausente. Hacia los postres, a la menor provocación, de forma estudiadamente espontánea, alguno de los dos propiciará el tema. Uno de ellos tomará valor y vomitará las ideas. Volver a llorar será inevitable. Anticiparán el abismo. Un sabor amargo y granuloso les inundará la boca. Empezarán a hablar de lo suyo en pasado. Recordarán los mejores tiempos. Se abrazarán. Un ángel silencioso volará encima de ellos. Se jurarán amor eterno. Se consolarán en la idea de que hicieron todo lo posible. Él le secará las lágrimas. Le pasará parte del coraje para seguir adelante. Le hará ver las cosas lindas que la vida les depara delante, aunque no estén juntos. Acordarán en mantener la amistad, mientras muy en el fondo sabrán que están mintiendo. Entonces se despedirán con un largo abrazo. Pedirán sus coches al valet parking. Llorarán cuatro días seguidos. Faltarán al trabajo. Un año después todo habrá pasado…
Ella llega al sitio. Es un pequeño restaurante en el patio central de un edificio viejo del centro de la ciudad. Él ya la espera. Hay una vela prendida sobre la mesa y una botella de vino.
La noche reproduce con precisión el mapa de lo que ambos ya antes habían imaginado. Hasta los postres, cuando cada uno se repliega a su lado de la mesa, pues sólo es cuestión de que alguno de los dos encuentre la más mínima fisura…
De forma inesperada, la luz del sitio disminuye levemente y empiezan a escucharse los acordes de una guitarra. Una luz de apuntador ilumina el balcón desde donde nace la melodía.
"El tiempo pasa,
nos vamos poniendo viejos
y el amor no lo reflejo, como ayer.
En cada conversación,
cada beso, cada abrazo,
se impone siempre un pedazo de razón."
Se ilumina el balcón contiguo, donde el otro cantante acompaña y continua con la interpretaciòn de Años, de Pablo Milanés...
"Pasan los años,
y cómo cambia lo que yo siento;
lo que ayer era amor
se va volviendo otro sentimiento.
Porque años atrás
tomar tu mano, robarte un beso,
sin forzar un momento
formaban parte de una verdad."
(...)
Montados sobre las canciones, los cuentos y los poemas, el hombre y la mujer hacen un viaje, cada uno por su lado, en soledad, al centro de su corazón.Algo se rompe en el pecho del hombre. De pronto todo está claro. Encuentra sentido a cada palabra, a cada explicación, a cada carta, a cada charla, a cada acusación, a cada rabieta, a cada grito, a cada perdón, a cada lágrima. Ve toda la historia en perspectiva, y descubre su inmenso valor. Al reconocerse en cada uno de los capítulos, comprende que su historia es irrenunciable. Descubre que él es imposible ahora sin ella, su testigo, el reverso de su espejo. Al final del viaje, encuentra la fuerza para volver a elegirla, para comprometerse.
Se relaja y se deja mecer por el ritmo de las palabras y el rasgueo de la guitarra.
Entonces, desde su extremo de la mesa, sin mirar, busca la mano de su pareja. Inicia un lento recorrido por la geografía de la mesa: la llanura tersa de la madera, la fría lisura del cubierto, la suave textura de una servilleta, el borde rugoso de un mantel individual.
Apenas ha hecho la mitad del recorrido, cuando se topa con la mano de su compañera. Descubre así que después de todo, su mano, cálida y temblorosa, no ha hecho el recorrido en soledad. Descubre así que no hará solo el recorrido que se abre delante.
Salen del sitio en el mismo coche y con el mismo destino…
Remate y realizaciones
Como he ya anticipado, en este escenario Rafael y yo éramos dueños de aquel sitio bohemio en que la historia tiene lugar. Ambos éramos los personajes que aparecen ya entrada la noche –a la hora de los postres— cada uno en un balcón. Ambos éramos cantantes y cuenta historias….
Y nuestra voz tenía el mágico poder de tocar fibras, de hacer viajar a las personas hacia el interior de su espíritu. El poder de aclarar. El poder de tranquilizar. El poder de transformar. El poder de convocar al amor.
Hoy, poco más de trece años después, mientras recorro Latinoamérica junto con Jennifer contando cuentos, con nuestro espectáculo Viajes del corazón, encuentro que en cierta medida varios de los sueños nacidos en aquellos jueves de camino a la universidad con mi amigo se han cumplido. Hay una hebra indudable entre aquellos sueños y este recorrido nómada de artista en el que todavía a veces tengo que ver las fotografías como para convencerme que soy yo ese que está en los escenarios y en las calles con boina y piocha de Ché Guevara.
Pues justamente hay algo en el sentido que Jennifer y yo hemos elegido para nuestro espectáculo y nuestro viaje –trasladar la magia de un lugar a otro; tender puentes entre corazones y propiciar el viaje interior— que tiene una partecita de deuda con aquellos tiempos…
No puedo entonces sino evocar con alegría a mi amigo, y compartirle que ya de alguna manera vivo de este romance con la palabra hablada que imaginamos juntos. No puedo sino desear que todo vaya bien con sus propios sueños… y continuar pensando que quizá aún no sea del todo descabellado que algún día aparezcamos en balcones contiguos para cantar y contar…
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