Nos hemos apresurado a llegar los primeros, pues los flamencos (flamingos) que reposan en sus aguas tibia se asustan con los turistas, y la demora se paga caro: en el mejor de los casos se aprecian pequeños puntos rosados a lo lejos.
A pesar de que los flamencos se nos alejan un poco, en uno de los recodos de la laguna, nos salen al paso increíbles estampas bolivianas: llamas y flamencos inclinados buscando alimento.
Por cierto que el empalme entre la coloración rojiza de la laguna y el teñido rosa de los flamencos no es casual: se debe al alga con que las aves se alimentan.
Poco más adelante, en el desierto del Siloli nos detenemos junto al árbol de piedra. Una formación rocosa que ha sido erosionada escultóricamnente por los cambios de temperatura, el intenso sol y el viento.
Aprovechamos el alto en el camino para fotografiar a la compañía: Mario, nuestro guía, a quien nunca se le agotan los recursos, al grado que se ajusta perfectamente a la descripción de estuche de monerías que usan las tías viejas para referirse a un hombre que es un buen partido; las dos chicas francesas, que castañean de frío cada vez que hacemos una parada, pues no traen ropa apropiada; Delia, la cocinera, que en cuatro días de camino prácticamente no le escuchamos la voz; y nosotros, que nos comemos todo con los ojos…
Poco más adelante haremos un alto forzado, pues se pincha una llanta. En menos de cinco minutos Mario se enfunda en su overall y la cambia. Me cuenta que este tipo de incidentes es rutinario. Incluso ha habido días en que sufre 7 pinchazos. Para hacer frente a la batalla contra el camino, trae entre sus herramientas parches de caucho y ha adaptado el aire acondicionado del 4 x 4 para que funcione como una bomba de aire que utiliza para inflar y reparar llantas.
Entramos entonces en una secuencia de varias lagunas consecutivas –Ramadas, Chiarcota, Honda, Hedionda y Canapa.
Es en la Laguna Hedionda donde conseguimos acercarnos a los Flamencos. Mario insiste en la versión de que los flamencos de esta laguna están más acostumbrados al contacto humano. En efecto, por su forma de posar parece que no son ajenos a cierto grado de afiliación o vanidad.
Poco más adelante el paisaje cambia y encontramos enormes formaciones de roca preñada de hierro.
En nuestro recorrido encontramos frecuentemente la yareta, una siempreverde perennifolio que crece en matas muy densas para evitar la pérdida del calor, y que los locales utilizan como combustible en sus estufas, pues funciona como carbón.
Hacemos una parada para comer. El hambre apremia, pues por la mañana sólo nos ha tocado pan con mantequilla y té. El menú de la comida es una sorpresa que nos ha estado persiguiendo desde que entramos en territorio andino. Charqui: carne de llama que fue deshidratada y salada hace más de tres meses. Se acompaña con habas hervidas, un huevo duro, arroz y choclo. Nos armamos de un valor que a la postre resulta innecesario, pues el plato es sabroso. Ambos lo devoramos.
Después de la comida, hacemos de un jalón el recorrido hasta el borde del Salar de Uyuni, que será nuestra exploración central del día siguiente. Cerca de tres horas seguidas dentro de la camioneta, a través de desiertos, rocas y salares menores.
Esta parte del trayecto es particularmente incómoda, pues mientras en los días pares nos toca ocupar el asiento medio, (donde uno puede estirar las piernas), los días nones nos corresponde el último asiento en donde vamos recogidos como faquires (las rodillas topando con el respaldo de frente y los pies prensados en un espacio ínfimo). A las diez horas tengo una punzada en la rodilla izquierda (en la que me operaron los meniscos y el ligamento cruzado) y un dolor reumatoide en el pie derecho (seguramente producto de la herencia de los pies engarrotados de mi abuela, la Yeya). Frente a estos dolores sólo sirve la paciencia. Intento meditar en vano, pues la imagen de mi abuela se me aparece constantemente.
La noche la pasaremos en un hostal de sal, que nuestra mente ha decidido caprichosamente emparentar con un iglú. Al llegar verificamos una vez más que las expectativas suelen deteriorar la calidad del disfrute, pues frecuentemente la imagen caprichosamente instalada en la mente impide apreciar la realidad que se abre ante los ojos tal cual es: la sal de los ladrillos está mezclada con capas de tierra, quitándole el prístino encanto idealizado de nuestros sueños…
Como quiera que sea nos instalamos. El hotel es un paraíso las primeras tres horas de la estancia, pues aún no han llegado el resto de los huéspedes. Sin embargo se convierte en una sucursal del infierno hacia la noche, cuando lo abarrotan al menos cuarenta personas.
Algunos de los recién llegados son personajes pintorescos, como la familia de franceses (dos adultos y cuatro niños) que recorren Latinoamérica desde hace cerca de un año en bicicleta, conociendo los rincones de este continente extraño mientras estudian sus lecciones por las tardes y presentan exámenes a distancia, pues el sistema francés lo permite.
Otros, son personajes francamente indeseables… Aunque yo no había querido creerlo, ya Mario y otras personas nos habían contado que entre los grupos de turistas son los israelitas los que representan el dolor de cabeza de todo el resto de los que comparten el espacio con ellos – por su inagotable afán de regatearlo todo, por su egocentrismo, por su tendencia a reclamarlo todo, por su depredación de los espacios comunes…
Por noche verifico como uno de ellos ha desconectado mi laptop del ventiúnico contacto que hay en el hostal para conectar su cámara; mientras escribo un texto en mi laptop tengo que soportar el video que ponen a todo volumen en la televisión del comedor – imágenes inverosímiles de choques, golpes y gente mononeural autoinflingiéndose heridas en el cuerpo—; y siento como me hierve el buche mientras deciden apagar la luz del comedor para mejor disfrutar con la estupidez y la violencia gratuita.
El colmo lo experimento hacia las tres de la mañana, cuando voy a hacer pipí al único baño comunal y me encuentro con que está tapado y rebosado de sustancias cuyo color y olor hacen palidecer al espectro del paisaje mineral de Bolivia.
Entre arcadas salgo al exterior del hostal a buscar un arbolito como se acostumbra en el altiplano, pues la alternativa civilizada es inviable.
Entonces me encuentro con una imagen que de una belleza imposible, semejante a la que Jennifer visualizó el primer día por la noche. La luna llena resplandece en todo lo alto y su luz se refleja en el blanco borde del salar con un brillo intenso. La imagen semblantea a tal grado la escena del nacimiento de Cristo que me quedo un buen rato contemplándola, sospechando que en cualquier momento aparecerán en el horizonte pastores en desbandada y poco más atrás, tres personajes montando un caballo, un camello y un elefante…
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