I.
A la mañana siguiente del robo –aquel en que desaparecieron los diarios y los cuadernos de notas de todo el viaje, y la fotografía y el video de las entrevistas de Perú y Bolivia— con la sensación de inseguridad pesando sobre la espalda, después del desvelo en la estación de policía y de una noche atroz en los colchoncitos delgados como obleas de pan que había en el Hostal Buenos Aires, Jennifer amaneció con una estaca clavada en el cuello.
Amaneció es un término impreciso, pues sugiere que naturalmente abrió los ojos cuando el sueño se le agotó. Fue despertada es más apropiado: la recepcionista tuvo la delicadeza de sintonizar Telehit a todo volumen a las siete y media de la mañana…
Esa fue la gota que derramó el vaso. Mi hermosa novia, toda dulzura, explotó. Imprimió un puñetazo en la ventana del cuarto que daba al patio común y dio un grito seco y potente, con desenfado de arrabal: “¡Este hostal es una mierda!”
Y después lloró como una hora y media seguidas. La rabia y la desesperación le hacían temblar la barbilla como si fuera un bebé de dos semanas.
Yo la vi hacer con un poco de vergüenza y susto. Enfundado en la impecable prudencia con que suelo reaccionar frente a estos eventos.
En los días siguientes, principalmente dedicados a los trámites, el contraste se mantuvo, pues mientras yo seguí en el mismo tenor de medianía, centrado en actuar y resolver, Jennifer continuó –en los tránsitos y momentos de descanso— con el sano deporte de despotricar contra nuestra suerte…
II.
Cerca de un mes después del incidente, Jennifer está bastante bien. Fresca como lechuga. Viviendo la experiencia viajera con ligereza de ave.
Yo, en cambio… estoy bloqueado.
Me cuesta trabajo inspirarme, me cuesta trabajo concentrarme. Por más que hago no me llegan las ideas. Estoy fastidiado. Cualquier cosa que escribo me parece irrelevante, chata, un lugar común…
Me siento como caballo en reversa.
Y es que claramente ahora puedo sentir, —en algún sitio entre la boca y el ombligo— el quiste amargo de la rabia que desde hace días se quedó guardada y que no permite que nada fluya: ahí está el grito aquel que yo también tendría que haber dado; están las maldiciones; están los puñetazos que tuve que haber puesto en las paredes; están los temblores y los llantos.
Y tengo unas ganas inmensas de gritar.
¡Qué mierda!
¡La puta que parió a los ladrones!
III.
Y es que entre las muchas cosas que fueron robadas estaban todas las entrevistas que había yo hecho a los cuenteros peruanos y bolivianos, y que sin duda representaban el trabajo mejor logrado en lo que iba del viaje.
Momentos íntimos, de belleza irrepetible:
Estaba Cucha del Águila contándome que ella cuenta cuentos porque su mundo está hecho de las presencias mágicas y místicas que desde su infancia acompañaron a su familia mientras vivía en la selva. Me contó que su familia cree que su hermano que murió hace ya varios meses ha reencarnado en un pájaro que los visita cada tarde en el patio de la casa, y que entre su madre y sus hermanas se turnan para que no le falte comida y agua.
Estaba el Chato Miguel, que para que yo lo entrevistara se dio una escapada de la clínica donde su mujer estaba a punto de dar a luz. Me contó que para él este era el momento más extraño de su vida, pues a él, en realidad, le correspondería estar hundido en la tristeza y la angustia –los cuentos deberían haber estado desterrados para siempre de su vida— pues apenas hace algunos meses su hijo de catorce años, Alejandro, murió sin aviso ni explicación, fulminado de un pequeño aneurisma en el corazón, una tarde como cualquier otra. En cambio, estaba esta nueva wawa, a segundos de aterrizar en el mundo, y en ese momento su corazón no necesitaba permiso para estar radiante de alegría. Su corazón se derretía de ganas de contar cuentos otra vez…
Estaba Ángel Calvo que me contó que a él lo de cuentero le empezó desde pequeño, cuando todas las noches sus hermanos que llegaban del trabajo le exigían una reseña precisa y completa de las radionovelas cubanas que milagrosamente captaban en medio de la selva con un aparato viejo y polvoso. Me contó que a los once, recitando el Padre Nuestro en inglés como le pidió que hiciera frente a toda la escuela aquel cura gringo que la dirigía, descubrió que su acento cantadito de la amazonía podría hacer llorar a otros de la risa. Me contó que se convirtió en el cuentero oficial de una de los sindicatos distritales de maestros en Lima, pues se enamoró de una de sus maestras de preparatoria que le doblaba la edad, y por conquistarla, la visitaba en cuanta toma de colegio y huelga ella participaba; y, ya entrada la noche, para combatir el frío y el sueño, les contaba cuentos a los maestros alrededor de los fuegos que armaban en los botes de basura. Como respuesta a la mirada amenazante con que los policías les miraban a la distancia, todos sus cuentos adquirieron un ánimo desafiante. Más aún, ahora piensa que el cuento – incluso cuando se cuenta para niños—debe ser controvertido y confrontante; debe despertar el instinto y revolver el corazón. El cuento no está hecho para divertir, descansar o apacentar, pues para eso los niños y los grandes ya tenemos la tele…
Estaba Javier Echavarría que me contó que para él, menor de tres hermanos, y como suele ocurrirle al más pequeño de la dinastía familiar, la llegada al mundo fue una batalla campal por conquistar la atención y el afecto de su madre, siempre un poco agobiada por los afanes y sustos que acompañan la vida de los niños pequeños. Por la época en la que él recién había aprendido a caminar, su hermano mayor era ya un grandulón de cinco años que seguía usando chupón, igual que el hermano intermedio. Entonces la mamá les preguntó quién sería el más valiente de sus hijos que se atrevería a dejar de usar chupón. Javier se ofreció de inmediato, pues esa muestra de coraje era una oportunidad singular para ganar ventaja a sus hermanos (demasiado cobardes como para dejar atrás su vicio infantil). Sin embargo a los pocos días el sabor del chupete venía con intensidad a la memoria de Javier, pero él prefirió arrancarse la boca antes de defraudar a su madre. Pocos días más y la vista del chupete empezó a hacerle estragos, pero él prefirió arrancarse los ojos antes de fallar a su promesa de valentía. Y así poco a poco Javier se fue arrancando manos, rostro, identidad. Ahora, de grande, cuenta cuentos para ver si en algún sitio encuentra todo aquello que de pequeño perdió a fuerza de valentía…
Estaba El Conejo, un cuentero boliviano, contándome que a sus poco más de cincuenta años y después de veinticinco de carrera en el teatro, el cine y los cuentos, el sueño de su vida es ser un hombre común, pues en medio de tantos personajes que ha interpretado, en medio de la fama y los reflectores, ya no sabe quién es. Conejo, que una tarde de diciembre fue invadido por el fantasma de Pablo Neruda e improvisó frente a mi cámara una variación de su poesía: “Sucede que me canso de ser hombre. Sucede que entro en las sastrerías y en los cines marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro. Navegando en un agua de origen y ceniza. (…)”
Estaban todos ellos –César y aquella versión de La Mamá Raiguana que trabajó con su abuelo; Briscila y su cuento del espadachín que parecía un ballet; Raúl y sus canciones en quechua; Martín y sus afanes andinos; Celia y la herencia que recibió de aquel chamán aimara que fue su abuelo; Sara y la historia de cómo montó el museo de la memoria en Ayacucho; Mirella y el cuento de una sirena japonesa; Ángela y su nubecita guerrillera; Ana Correa y su Jotito cantado a ritmo de cajón peruano -- que se atrevieron a arriesgarse a mi invitación y contar frente a mi cámara, para que yo jugara con su palabra y su historia...
IV.
Y es que en este caso, llueve sobre mojado, pues esta pérdida se suma a otro dolor añejo: antes ya fracasé en un proyecto documental.
En 2003 lancé un proyecto con los jóvenes de Jalalpa –el barrio aquel de Santa Fé cuya vida fue irremisiblemente modificada por la construcción de los nuevos puentes que unen esa zona de la ciudad con Villa Verdún.
“Otros puentes”, como se llamaría el documental, consignaba la experiencia que vivimos juntos en un campamento-taller en Colonias de Vacaciones, en donde en esencia yo pretendía dar cuenta de la lucha salvaje que aquellos jóvenes de barrios marginales experimentan al tratar de edificar puentes que les permitan cruzar los abismos que la vida de barrio les plantea: la escasez de recursos, la falta de oportunidades de educación y trabajo, las barreras de clase, las condicionantes culturales.
Después de años de esfuerzos por tratar de mantener el proyecto a flote, el documental naufragó. Justo para venirnos al viaje terminé por aceptar que el material que recogimos no servía, por reconocer que ya no había ni energía ni recursos para seguir adelante, y que era tiempo de pasar a lo siguiente.
Terminé, en una palabra, por aceptar que defraudaría la promesa que les hice a esos muchachos de que regresaría con un documental sobre la experiencia que vivimos juntos.
En mi corazón me convencí de que la única forma de reparar esa promesa fallida era asegurar que ese aprendizaje no fuera en vano… que ese primer intento fuera en efecto el padre fecundo del nuevo proyecto: el documental sobre el azaroso encuentro con los cuenteros de Latinoamérica.
V.
Y a pesar de que nos quedan cuatro meses de viaje siento que el tiempo –este periodo de experimentación creativa en diferentes pistas (la escritura, la fotografía, la cuentería y el documental)-- poco a poco se agota.
Y si bien en varias de estas canchas será posible cosechar al final del viaje, tengo la impresión de que el robo ha amenazado el proyecto del documental al punto de malograrlo.
VI.
Mientras recorro una vereda ambivalente –continuar neceándole al asunto y ver cómo tapar el agujero que el robo hizo en mi proyecto; o rendirme a la evidencia de que al menos por el momento este sueño ya se fue al carajo y que habrá que guardarlo para otro momento en la vida— tengo una certeza:
O me permito sufrir la pérdida, mentar madres y llorar a pata suelta… o lo que terminará por quedarse atorado y podrírseme en el pecho es la posibilidad de continuar disfrutando y creando en las canchas que quedan intactas…
Así que en aras de proteger el filo creativo, lo que hoy toca es caminar la misma ruta que labró aquel poeta chiapaneco, cuando murió su padre, el Mayor Sabines:
“¡A la chingada las lágrimas!, dije,
Y me puse a llorar
como se ponen a parir.”
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