Antes de venir a Bolivia la versión que nos llegaba sobre Evo Morales era siempre una variación de la misma escena: Un pequeño hombrecito indígena, departiendo al lado de otras pequeñas mascotas –Correa y Ortega—alrededor de Hugo Chávez, su excéntrico dueño.
Cuando llegamos aquí, y pudimos platicar con la gente, sentir el ánimo que recorre las calles, las plazas y los bares, terminamos por entender que aquella versión tiene un buen grado de distorsión mediática.
Pues hasta donde hemos podido entrever, lo que ocurre en Bolivia va mucho más allá de un movimiento de cúpulas políticas o el capricho veleidoso de una sola persona en el poder. Y, cuando uno analiza cómo es que las cosas han devenido así, entiende que Evo es más una consecuencia que una causa de lo que pasa; que es más bien la cara visible de algo que le trasciende.
Pues centrándonos en lo más reciente –obviando los quinientos años de la historia de explotación que anteceden--, tras un periodo de diez años de dictadura militar (Banzer) y veinte de inestabilidad democrática y neoliberalismo (Siles Suazo, Paz Enestroso, Sánchez de Lozada y Banzer, otra vez), la llegada al poder de Evo se explica por la coincidencia de tres factores:
a. El soporte popular que Evo ganó como el líder del sindicato de agricultores de la hoja de coca cuando su consumo, que constituye una práctica milenaria de los indígenas, fue prohibida por la política antidrogas que EUA, en los noventas;
b. La oposición generalizada a la venta de gas al mercado exterior (particularmente a EUA) en el marco de la demanda popular por la renacionalización de la industria y los recursos naturales –particularmente el petróleo y el gas— que habían sido privatizados una década antes;
b. La movilización masiva de los habitantes de El Alto –la mayor concentración urbana en Bolivia, que se ubica en el margen montañoso que rodea a La Paz— y su demanda de fundar un estado más igualitario a partir de la convocatoria a una nueva asamblea constituyente.
Y son justamente esas tres circunstancias las que se han convertido en los tres pilares de lo que viene ocurriendo en Bolivia en los últimos tres años: El reposicionamiento de lo indígena --que tiene la fuerza que le confiere una generación de intelectuales aimaras y quechuas que fueron formados por jesuitas-- al punto que cuando uno se cruza con uno de ellos por la calle, hay en ellos un aire de autoafirmación, un gesto de orgullo, que en ocasiones raya en lo agresivo; la renacionalización de los recursos, que ha apuntalado las tensiones entre el occidente indígena y el oriente industrial (Santa Cruz a la cabeza), y que ha erizado los pelos de más de uno de los países atenazados por la insaciable sed de su consumo energético; y la refundación del estado, que como hemos visto al principio de esta semana, en el referéndum del 25 de enero, ha dado un paso determinante, al aprobarse la nueva constitución.
Ahora que ciertamente, Evo no deja de ser un personaje interesante, y naturalmente controvertido:
Hay quien ve en él un hombre extraordinario, ungido por los dioses. Se cuenta que el día que iba a dar su discurso inaugural en algún sitio sagrado, caía una lluvia pertinaz y el cielo estaba cerrado de nubes. Quince minutos antes de que iniciara la ceremonia, y conforme él avanzaba en un coche hacia el estrado, el cielo se abrió y dejó pasar al sol con todo su brillo.
Hay quien sostiene, por ejemplo, que esa aura divina es la que le protegió iluminando al pueblo para otorgarle una victoria contundente en el referéndum revocatorio que se llevó a cabo en septiembre del 2008, cuando el conflicto autonómico estaba en su punto más álgido.
Estos partidarios le admiran sobre todo por ser un indio que no se doblega ante nadie, capaz de confrontar públicamente a los reporteros que sugieren que él está involucrado en corruptelas y turbios manejos; capaz de poner en su lugar a algún obispo retrógrada y de complicidades cínicas con los latifundistas locales, sobre quienes pesan acusaciones fundadas de hacer prevalecer esclavitud en sus haciendas; capaz de hacer salir del país al embajador estadounidense (que por cierto prestaba funciones diplomáticas en los Balcanes europeos justo en la época de las guerras civiles) cuando hubieron indicios suficientes de que estaba financiando el movimiento autonómico en las provincias del oriente del país, atizando las tensiones civiles.
Los que se le oponen centran sus críticas en dos direcciones. Por un lado señalan que es inconcebible que un indio que no terminó el bachillerato esté al frente de un país. Pues la máxima investidura del país corresponde a un estadista, no a alguien que es, para efectos de los requerimientos del puesto, prácticamente un analfabeta funcional…
Se le critica también por haber creado un marco jurídico de excepción que lo habilita para repartir recursos económicos extraordinarios (que son cortesía de los petrodólares del venezolano Hugo Chávez), de forma discrecional, a los proyectos de transformación que coadyuvarán mejorar la situación de regiones y grupos atrasados en el país. Quien sostiene esta crítica, piensa, no sin algo de razón, que está perpetuando justo aquello que quiere remediar. Es decir, que sigue apuntalando la cultura de caudillismo, asistencialismo y cooptación clientelar que es en parte responsable del atraso en que se encuentra el país.
Como quiera que sea, más allá de Evo, en Bolivia se respira un aire de cambio, un aire de relevancia, de apuestas altas, pues al impulsar una nueva constitución, aspiran a crear un nuevo contrato social que les permita superar las condiciones que los han postrado y lanzarlos al desarrollo.
Justo por ello es controversial la naturaleza del texto constitucional que ha sido aprobado recientemente durante el reciente referendum:
Pues por un lado está claro que en efecto crea condiciones para superar rezagos– como en la separación de la iglesia y el estado (y la declaración de que el catolicismo ha dejado de ser la religión oficial); el reconocimiento explícito a los derechos indígenas (como el derecho a hablar su lengua, preservar sus costumbres, recurrir a sus métodos de medicina tradicional, etc.) y de otros grupos vulnerables (viejos, homosexuales, etc.); o la adición de las categorías de economía comunitaria y cooperativa a la dualidad limitante que constituía depender únicamente de los formatos de empresa pública y privada.
Pero por otro, hay conceptos que en el mejor de los casos parecen complejos de ser implementados, y en el peor, hay quien los ve como una fórmula segura para el caos y el fracaso. Conceptos como la connivencia de un orden judicial estatal –cortes y policía en un ordenamiento jerarquizado y centralizado a la usanza republicana-- simultáneo al reconocimiento de la justicia comunitaria indígena, donde cada etnia está facultada para actuar bajo ordenamientos e instancias propias. Hay quien sostiene que ese aparente respeto a la diversidad y promoción de procesos más expeditos no hará otra cosa que causar confusión, terminará por lesionar en última instancia la seguridad jurídica de los ciudadanos y posiblemente conducirá a excesos como los linchamientos que han ocurrido en distintos puntos del país.
Conflictiva parece ser también la acotación constitucional del latifundio a un máximo de 5000 hectáreas, y exigir que el propietario garantice que el uso de la tierra cumpla una función social. Pues si bien, por un lado está clara la intención de atajar la desproporción que existe sobre la tenencia de la tierra, la interpretación y aplicación de la segunda condición parece ser compleja en su implementación burocrática.
Así pues, en Bolivia la moneda está en el aire y el resultado es de pronóstico reservado. Pero para los que creemos que cada pueblo tiene derecho a auto determinarse, lo que está ocurriendo en Bolivia no puede ser visto sino con admiración, alegría y deseos de que en efecto, en ese país, la gente pueda vivir mejor, de una forma un poco más justa e igualitaria.
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