La caminata del segundo día en Torres del Paine, que con sus paisajes imponentes se planteaba por la mañana como una experiencia en el ámbito de la geografía, termina inesperadamente con conclusiones contundentes en el campo de la anatomía…
A las siete de la noche, con dolorosa claridad, soy consciente y capaz de discriminar partes de mi cuerpo que hasta hoy por la mañana no eran más que una vaga entidad conceptual estudiada en esquemas y monografías de colores: cada uno de los huesos del tarso, metatarso y falanges; los gemelos; los cuádriceps; los bíceps femorales, el tensor de la fascia lata que cubre la cabeza del fémur; los glúteos; el coxis; cada una de las vértebras del lumbago; el fibroso esternocleidomastoideo que va del cuello al hombro…
Al declinar la tarde, pues, nuestro entero ser se reduce a un par de bultos de músculos dolientes impregnados de ácido láctico, articulaciones y junturas punzantes, y tramos de piel irritada y ampollada.
Y es que acabamos de terminar un recorrido que sólo puede caber en la voluntad de escaladores venturosos, atletas olímpicos o novatos entusiastas:
Diez horas ininterrumpidas de marcha; un recorrido cuya distancia equivale a tres cuartas partes de un maratón; de subida y de bajada por una especie de inmensa escalera de piedras de irregular tamaño en las laderas del macizo montañoso; sobre suelos inestables y resbalosos; con una mochila de diez kilogramos colgando de los hombros.
En realidad hubiéramos terminado frescos como lechuga si no fuera por la decisión imprudente que implicó caminar diez kilómetros adicionales para llegar hasta el mirador del Valle del Francés, esa especie de altar de piedras que se eleva en medio de una herradura de montañas nevadas.
Y es que nos dejamos llevar por el entusiasmo casi infantil de un guarda parques chileno que en el Campamento Italiano –una de las estaciones intermedias de nuestro recorrido— nos hechizó con el cuento de que para él, el Valle del Francés era sin duda lo que más valía la pena de todo el parque nacional, más aún que las mismísimas Torres…
Y ciertamente no se equivocó. La experiencia sensorial de estar ahí parado es impresionante. El efecto dramático de la vista se agudiza además por los graves truenos de las avalanchas que se desgajan de la ladera del glaciar, los vientos helados que soplan a varios kilómetros por hora, y una fina y pertinaz aguanieve que congela los mocos en el bigote y hace llorar los ojos como si uno estuviera picando una cebolla.
Ahora que para ser sinceros, la primera mitad del recorrido (la subida) la completamos llenos de ligereza lúdica y todavía físicamente íntegros. Jennifer se la pasó el camino de subida cazando señales naranjas del sendero entre los árboles, como si se tratara de una pista de comandos. Y yo la completé mitad embelesado con los paisajes increíbles –inmensas masas rocosas coronadas por blancas nieves y hielos azulados; follajes otoñales en una gama que recorre desde el verde brillante hasta el rojo encendido; y, pequeños rinconcitos boscosos que hacen sospechar que un jardinero japonés los mantiene a punto cotidianamente—, y la otra mitad del tiempo, evocando los deleites masoquistas de los largos entrenamientos diarios en los que transcurrió mi adolescencia futbolera en el Cruz Azul.
Fue más bien la segunda parte del recorrido –una vez que se había agotado el incentivo de la cima, se terminó la novedad de las vistas, y caí en cuenta apenas de que había desandar lo andado—, cuando empecé a intuir que la larga bajada la sufriría con la misma intensidad de quien ama a dios en tierra ajena.
Para empezar, de inmediato, la pendiente empezó a instalar en mi cabeza la impresión de que el peso de mi backpack había incrementado súbitamente, como si alguien le hubiera metido piedras, o incluso –así es la mente cuando está cansada—como si en un descuido, el dinosaurio morado Barney de las caricaturas estuviera montado sobre mi lomo…
Con semejante lastre a la espalda, mi rodilla izquierda –aquella en la que tengo un tornillo que sostiene un tendón injertado que suplanta el ligamento cruzado que se me rompió a los veintisiete—empezó a bambolear y a temblar en cada paso.
Un poco para distraerme y no tener que cargar con el reproche de mi cuerpo, mi mente inventó un diálogo con el fantasma del profe Rojano, aquel que impartía la materia de física en mi escuela: “la presión que siente usted en su rodilla, Peón, es reflejo de la fuerza que resulta de la masa del reptil que carga sobre su espalda, multiplicada por la aceleración de su movimiento descendente que se suma a la gravedad en el eje de las “Y”. Si usted multiplica el resultado de esta ecuación, por la distancia que le falta para llegar al Hostal Los Cuernos –elegante fórmula del trabajo--, obtendrá el coeficiente de su sufrimiento medido en joules.
El realismo mágico de aquel diálogo preparatoriano tuvo algo que ver para que mi cuerpo evocara de imediato la Ley Boyle-Marriote, aquella que se ocupa del comportamiento de los gases bajo determinadas condiciones de presión y temperatura. Y no por otra razón sino porque, en pleno descenso, la avena, nueces, frutas secas, chocolate y salami que constituyeron nuestra inusual, portátil e hipercalórica dieta durante el trekking en el parque nacional, empezó a producirme los ardores esofacales, los burbujeos intestinales y los eructos sonoros... más intensos, frecuentes y voluminosos que jamás antes hubiera experimentado.
Al punto, que si nos hubiéramos topado con un ciego en ese tramo del camino, con toda seguridad el olor y el sonido que de mí emanaban lo hubieran llevado a confundirme con un borrego patagónico, de esos que con sus regurgitaciones y flatulencias contribuyen al calentamiento global, elevando el carbono atmosférico a niveles inaceptables.
Y así, como un borrego, me sentía además junto a Jennifer, que con su paso seguro y ligero --de pastorcilla curtida en los fríos australes desde su infancia--, pisoteaba mi orgullo viril, residuo inevitable de la época adolescente en la que se asume que por definición las mujeres son incapaces de superar a los hombres en las empresas físicas…
Mi miseria empezó a menguar hacia las siete de la tarde, cuando llegamos finalmente al Refugio Alpino, a orillas del lago Nordenskjol, justo en el momento en que la noche caía envolviéndolo todo con un manto azul pacificador.
Dejamos los zapatos enlodados a la entrada y entramos a un oasis de pisos de madera y calorcito de estufas de leña, para encontrarnos con que no había luz eléctrica.
Tras registrarnos y después de que nos asignaran nuestras camas en el segundo y tercer piso de las literas del cuarto del fondo, me fui directo al baño. En una oscura penumbra, sobre el piso frío, ligeramente encharcado me quité trabajosamente la ropa. Los calcetines parecían pegados a mis pies como una costra de resistol blanco. Me metí a una de las regaderas que se alineaban una junto a otra en como si fueran caballerizas.
Y poco a poco – mientras el agua caliente me caía en la cabeza y en la espalda, sentí cómo el alma me regresaba al cuerpo.
Fue entonces apenas cuando empecé a poner atención a las bromas y tonterías adolescentes que un vasco y un francés que se bañaban en las regaderas contiguas intercambiaban. Uno acusaba al otro de terrorista; y este lo desdeñaba como un campesino de los Alpes que no sabía hacer otra cosa que curtir queso de cabra.
Fue esta enésima referencia a la adolescencia –ya una franca regresión a la etapa de los barros y las espinillas--, la que me convenció de que no se engaña quien piensa que el aire fresco del ejercicio al aire libre en la naturaleza, rejuvenece…
Y con esta ligereza pude finalmente aceptar lo que Jennifer insistía en decirme, unas tres horas antes, para ayudarme a sobrellevar el malestar del descenso por la montaña: “Esta experiencia es justo del tipo de las que se aborrecen mientras ocurren; pero que después, cuando han terminado y se las relata en una crónica a la que no faltan exageraciones --cerveza y amigos de por medio-- se disfrutan enormemente…”
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1 comentario:
jajajajajajaja
ora sì me hiciste reìr, mi peòn.
te vì clarito, clarito, en todas las etapas de la historia.
borreguito... :)
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