domingo, 12 de abril de 2009

Dos caminantes inexpertos en Torres del Paine - Día 4 - Crónica y Foto

"¡¡¡¿No van a subir a Las Torres?!!!!" - exclamó el canadiense, cuando supo que después de haber recorrido cerca de cincuenta y cinco kilómetros de la "W" habíamos decidido no hacer el último tramo para ver las míticas tres Torres del Paine que se alzan detrás de una laguna verde azulada.

"Pues así es..." - contestamos con serenidad. En el viaje hemos aprendido finalmente a no dejarnos llevar por las exigencias del personaje viajero, y hemos terminado por escuchar a nuestro corazón.

Estábamos reventados, aún nos punzaban las rodillas de nuestros excesos de los días anteriores, el día estaba nublado y nada garantizaba que no nos tocara la misma mala suerte del holandés. Además, la pequeña sherpa Dayanín, (alias con el que Arturo ha bautizado al alter ego aventurero de Jennifer), había hecho indagaciones sobre un sendero poco explorado en el parque, donde se supone podríamos hacer avistamientos de la fauna patagónica que se nos había escondido durante los tres días anteriores.



Empezamos a caminar. Los guanacos -primos salvajes de las llamas andinas- nos salieron al encuentro de inmediato, con su mirada profunda, enmarcada por largas pestañas coquetas.



Poco más adelante, una parvada de petirojos pasó en vuelo rasante delante de nosotros y se detuvo apenas unos segundos...

Seguimos caminando...

Y de pronto, unos cientos de metros más adelante, nos sorprendió una vista dramática. Carcasas de guanacos pudriéndose como en sabana africana.


Eran tantas y estaban alineadas con tal precisión en el borde del sendero, que no era posible atribuir su presencia a un azar. Arturo sostuvo una teoría improbable para una reserva en la que justamente el punto consiste en no alterar las relaciones de la cadena de la vida: los guardaparques las echaban como carroña para los cóndores. Pasó a desechar las explicaciones de Jennifer de que probablemente había un depredador merodeando en las inmediaciones. Arturo especuló que probablemente se trataba de un cementerio de guanacos....

Después de varios kilómetros sin tener ningún otro avistamiento, empezó a crecer la frustración del hombre de la pareja... "¡Qué chafa este sendero de avifauna!... puros guanacos y cadáveres..." espetó.

Jennifer escuchó y propuso ser pacientes: "Tranquilo... caminémos quince minutos más, como dijimos. Y luego volvemos a tiempo para tomar el bus..."

"Bueno... está bien... me conformaré a la idea budista de que la meta es el camino, no es cierto?..."-- dijo Arturo.

Seguimos quince minutos más.

Y entonces, una aparición mágica a la distancia...

Un zorrito.

Arturo empezó a jugar con él. A seguirlo con la cámara. A hablarle. A caminar junto a él por un periodo como de veinte minutos.

A tener una especie del diálogo como el que el principito de Antoine de Saint Exupery tuvo con su zorrito: "para mi no eres todavía más que en muchachito semejante a cien mil muchachitos. Y no te necesito, y tu tampoco me necesitas, no soy para ti más que un zorro semejante a cien mil zorros, pero, si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro, serás para mí único en el mundo, seré para ti único en el mundo”.
De tanto en tanto el zorrito se detenía. Rascaba en el piso. Husmeaba. Se ponía alerta...



Arturo terminó por darse cuenta de que con tan poco tiempo sería imposible domesticarlo, pues los zorritos no caben en los backpacks de los viajeros.

Entonces decidió dosmesticar por lo menos su imágen...


Seguimos caminando. Ya de regreso. Ligeros. Contentos del encuentro mágico que esos quince minutos extra nos regalaron.

Y entonces Arturo dejó de sentir que el camino era monótono. La vuelta, a pesar de pasar por las mismas estaciones, le empezó a parecer nueva del todo...


Como si algo hubiera sido desvelado en el parque y mostrara su cara oculta lentamente....



En pocos minutos, el tiempo se despejó. Salió un poco el sol. Todo empezó a iluminarse.

Entonces nos cruzamos con un par de chicas europeas que caminaban el sendero en sentido contrario. "¡Hay un puma adelante, en el camino, en una piedra que está como a medio kilómetro!"



"¿¡Un puma!?" -- dijo Jennifer emocionada.

"Un puma" -- reafirmó una de ellas todavía temblando por el encuentro.

Nos explicó que estaba en un peñasco metido en una especie de cueva. "Si ponen atención podrán distinguir una silueta cafecilla en medio de la piedra."

Y siguieron adelante deseándonos buena suerte y sugiriéndonos que no abandonáramos el camino y no nos detuviéramos demasiado a mirarlo…

Golpe de adrenalina.

Fueron diez minutos vertiginosos. No hablamos mucho. Caminábamos rápido y nos volteábamos a ver, emocionados.

Si un felino le ataca cúbrase con un brazo la garganta y con el otro repélalo decía la tarjetita de un juego de preguntas y respuestas sobre casos extremos de sobrevivencia que encontramos en la sala de un hostal en algún momento del viaje...
Un hombre puede matar con sus manos a un león recorrió la mente de Arturo, quien recordó la bíblica historia de Sansón.

Jennifer, mientras tanto, afinaba sus capacidades telepáticas para comunicarle al puma que veníamos en son de paz.

Llegamos a la piedra.

Miramos.


Al principio no distinguíamos nada. ¿Se lo habrán imaginado las europeas?

Aguzamos la vista. Jennifer sacó sus lentes de la bolsa.

Nos salimos del sendero. Caminamos hacia adentro varios metros.

Y poco a poco se fué aclarando una forma felina como en alto relieve sobre la piedra.


Estaba descansando como hacen los gatos durante el día.

Ya no pensábamos nada. Entramos en una especie de momento de contemplación. Agradecidos, nerviosos, sorprendidos, excitados.

Jennifer se quedó sentada esperando a que Arturo se acercara todavía unos metros más para sacar una fotografía digna de National Geographic.

Arturo llegó a un punto en que con tres saltos, en un instante de agilidad, el puma fácilmente podría haber cubierto.

Jennifer lo miraba todo mientras tanto. Disfrutando el silencio. Observando cómo el puma lentamente se desperezó y abrió sus ojos para mirarnos... medirnos... entender qué era lo que queríamos.... saludarnos de vuelta.

Y así pasamos cerca de un larguísimo minuto. Reverenciándonos mutuamente.

Nosotros reconociendo que ahí en ese pedazo de tierra patagónica, él es el rey. Él, reconociendo la buena intención de nuestra mirada de niños curiosos.

Regresamos caminando de la mano por el sendero. Alternando el silencio con comentarios emocionados.

Fue entonces que Arturo aceptó por primera vez la idea, al regreso a México, de tener un gato como mascota en casa, si no por otra cosa, por aquella frase que se le atribuye a Borges: "Dios creó al gato para que el hombre pueda acariciar al tigre"...

4 comentarios:

Paola en alemania dijo...

Foto digna del National Geographic... Me he emocionado muchísimo con el relato. Sigan disfrutando.

ágora dijo...

Ay chicos!
esta entrada me gustó de arriba a abajo, empezando con el tema del perfil viajero que reivindico radicalmente, y por terminar con un deseo a futuro..
ya los veré,amarán a los gatos tal como me pasó a mí!
les cuento que la chirri (mi gata blanca) tuvo 5 hijos totalmente blancos y de ojos azules ^^ y los estoy disfrutando los momenticos que puedo.
Saludos
abrazos, fuerza
Ai

Anónimo dijo...

increíble chicos
besos
Jimena S.

jimena lara dijo...

ufff
qué historia.

amiga, fizz le clavaba las uñas a los huèspedes coyones que se dormían en tu sofà, pero ya se lo perdonamos :)

besos,
JL