Nuestras exploraciones para cubrir el expediente médico, nos llevan al Instituto Nacional de Nutrición. De inmediato me siento abrumado al llegar a las inmediaciones de un hospital público de estas dimensiones:
- Rápido cobro conciencia de la cantidad de gente que requiere servicios de salud y que entrará en un laberinto interminable de trámites y barreras discriminatorias antes de llegar a la ansiada atención médica -- el policía de la entrada agobia a la mayoría de las personas con una metralla de preguntas y requisitos, mientras a mí y a Jennifer nos deja pasar como si fuéramos los dueños del hospital.
- Más tarde, junto a mí, mientras hago la fila para pagar el servicio, infinidad de personas caminan en silencio, como si fuera una procesión --tristes y ojerosos hombres y mujeres para los que la enfermedad, propia o de alguien cerccano, es la coordenada en la que transcurre su vida.
- Mientras recorro la fila para pagar la consulta, desfilan cientos de muchachos en batas blancas. Asumo que todos ellos compiten por una plaza para ser médicos. Pienso que inevitablemente varios terminarán de comerciantes o taxistas.
Este ánimo de pesadez se disipa cuando finalmente llegamos al departamento de medicina del viajero. Nos recibe un joven galeno en bata blanca. Algo en su complexión delgada y bajita, y en sus formas nerviosas mueve a risa. Yo, por alguna razón, no puedo dejar de pensar en Paspartú, el compañero de Phileas Fogg, en "La Vuelta al Mundo en 80 días" de Julio Verne. Nos dice que por lo menos tendremos que dedicar una hora y media a la consulta, pues nuestro viaje está demasiado complicado y él se sentiría responsable si a nosotros nos pasara cualquier cosa. Nos aplicará además el más riguroso estándar de salud pública -- el que usan en Suecia o Dinamarca para orientar a sus ciudadanos, y no los laxos criterios que prevalecen en las prácticas tercermundistas de nuestros países latinoamericanos.
Con cadencia de merolico guanajuatense que cuenta el cuento del callejón del beso, aborda desde ya el asunto que le parece más urgente: el riesgo de contraer paludismo o malaria, una enfermedad transmitida por picadura de mosquito, y que requiere las más estrictas precauciones y engorrosos tratamientos farmacológicos.
Frente a su tono contundente y tufillo pedante, yo siento una cierta indulgencia magisterial (de inmediato lo imagino como si se tratara de uno de los asociados jr. de mi equipo de consultoría que está haciendo sus primeros pininos frente a nuestros clientes, en donde siempre hay un reto inicial de ganar credibilidad y reconocimiento), a Jennifer le irritan sus formas. Ni tarda ni perezosa le deja caer un cuestionamiento: "Yo tengo una amiga bióloga que ha vivido dos años en una reserva de la amazonia ecuatorial, y nos ha prevenido de tomar las medicinas contra la malaria, pues son del todo inútiles y contraindicadas por los potenciales efectos secundarios. Tenemos información además información de algunos campamentos y reservas que explícitamente desincentivan el uso de medicación para estos efectos". El doctor se muestra contrariado, como si hubiera escuchado una herejía.
Con súbita palidez y un visible temblorcillo contesta: "Yo respeto todas las profesiones, pero yo soy médico y ella es bióloga. Los doctores de las reservas son además irresponsables, pues no quieren asustar al turismo." Refiere entonces sus credenciales profesionales: nos hace saber que ha realizado su especialidad de epidemiología en el Laboratoire de Parasitologie - Mycologie del Pavillon Laveran de Paris. Asume que esa mención basta para continuar su monólogo, sin exponer ningún argumento concreto para explicar su posición con respecto al tratamiento recomendado en relación con la malaria y responder la objeción de Jennifer.
Como es obvio que prevalece cierto grado de excepticismo en su audiencia, desliza frente a nosotros una circular del departamento de salud francés (que constituye una especie de arma secreta en contra de pacientes refractarios) en donde se clasifican en tres grupos los países con riesgo de paludismo. Inicia entonces una serie de preguntas retóricas: "¿Ustedes creen que Honduras no tiene riesgo de paludismo?... Pues vean ustedes... Grupo 1... ¿Ustedes creen que el Salvador?... Grupo 1...". Desde luego ha pasado por alto el hecho de que Jennifer es una contrincante admirable: le señala el renglón en el que Mexique aparece también en el grupo 1, y que sin embargo, ningún ciudadano en su sano juicio se sometería a los tratamientos preventivos que él sugiere... El hombre refunfuña, fuerza una sonrisa, murmura algo sobre Veracruz, Tabasco y Chiapas, y continúa con su exposición como si nada...
Vuelve a a rolar los ojos hacia arriba y dejarlos en blanco cuando Jennifer hace gala de su afición adolescente al juego de maratón y le señala que la Quinina -- elemento contenido en la medicina que nos sugiere -- produce ceguera. "Claro -- contesta -- sólo si se toma indiscriminadamente, de forma diaria, por más de seis meses, cosa que ustedes no harán..." .
Satisfecho el espíritu desafiante de Jennifer acordamos, en un gesto cómplice, que lo dejaremos hacer de ahí en adelante. Ya luego nosotros podremos consultar otras oponiones o tomar nuestra decisión. A decir verdad, el hombre acaba convenciéndonos de usar un cierto tratamiento en los países de riesgo 3, sobre todo para cuando visitemos la selva del Amazonas, en la reserva Palmarí. No deja de ser interesante enterarse que el medicamento que usaremos, la Mefluoquina, está en el mercado desde que el ejército estadounidense empezó a usarlo en los setentas en el Vietcong. No se debe usar este medicamento si uno tiene convulsiones neurológicas, tendencia a la depresión, o escazos recursos, pues cada dosis semanal cuesta alrededor de 15 dólares, y el tratamiento se prolonga por cerca de siete semanas (por cada visita a la zona de riesgo 3).
El resto de la consulta transcurre para mí con una mezcla de interés literario por las palabras exóticas que usa el médico pues todo lo que habla suena a novela de Gabriel García Márquez. Siento también una especie de asombro infantil por redescubrir el cuerpo a través de las posibles afecciones que nos amenazarán en el viaje. Literalmente tomo nota en mi cuaderno de viajero de cada una de estas pequeñas joyas:
- Para el dengue nada sirve más que usar un repelente contra insectos con una concentración de DEET mayor a 30%.
- El riesgo de fiebre amarilla queda sanjado con una vacuna que será formalmente registrada en una cartilla que parece pasaporte, y que habremos de mostrar en las oficinas aduanales al entrar a varios países.
- Debemos evitar sumergirnos en cualquier depósito de agua dulce corriente (ríos, lagunas, cascadas) debajo de la línea del Ecuador, pues corremos el riesgo de contraer Esquistosomiasis, un parásito microscópico que devora lentamente la piel.
- La Larva Migrans, una especie de lombriz que puede ser vista mientras se mueve debajo de la piel es otra de las razones por las cuales debemos evitar cualquier escena erótica al estilo "La Laguna Azul" mientras viajemos en SurAmérica.
- En caso de diarrea grave (abundante, muy frecuente o acompañada de fiebre y/o sangre) uno debe tomar (entre otras cosas) dos tabletas de pepto bismol cada hora y por 8 dosis, que causarán que las evacuaciones se tiñan de ¡color negro!
- La posibilidad de morir por ataque de jaguar o mordedura de anaconda en el amazonas son infinitesimales, pues en realidad no existen casos documentados. Lo de Jennifer López y Marc Anthony es otro mito creado por Hollywood...
A estas alturas, empiezo a sentir franca ternura por este individuo de naturaleza inverosímil. Nos propone enviar por correo electrónico una serie de documentos que ha logrado extraer subverticiamente de la embajada estadounidense para prevenir riesgos. "En estos documentos se enterarán -- dice con aire de autoridad -- que los riesgos más importantes a la salud en un viaje como el que realizarán son los accidentes en actividades de riesgo como el buceo, la escalada o el viaje en parapente. No se debe descartar la influencia del crimen en la región, que ve en el viajero, un bocado apetitoso y seguro". Termina su largo discurso con una sentencia: "Deben cuidarse, pues nadie querría que una experiencia de aprendizaje vital y expansiva como la que ustedes están a punto de emprender, terminara envuelta en una disgracia".
Ya para despedirnos, el aire familiar con el que nos tratamos despúes de casi dos horas de diálogo, me lleva a preguntarle al doctor por su vocación como especialista en "Medicina del Viajero", pues no parece ser una inclinación común. A pesar de que nada en su apariencia o su actitud lo indica, en mi pregunta estoy asumiendo que ha elegido esta temática por alguna afinidad vital, por algún interés en los viajes y en las aventuras (en mi mente no descarto que su abuelo haya sido alguno de los padres de la antropología mexicana que convivió con los Tzetzales en la selva lacandona, o algo por el estilo). "Nada más lejos que eso -- contesta. Despúes de Acapulco, París es lo más lejos que me he aventurado... Mi historia es simple. La Secretaría de Salud Pública necesitaba abrir este departamento. No había nadie que quisiera tomar el trabajo. A mi me eligió el jefe de epidemiología arbitrariamente de entre todos los médicos que formábamos parte de la unidad...".
Su contestación viene acompañada con una risilla que revela un cierto orgullo de burócrata defeño que está plenamente conforme con los riesgos normales de su vida normal: resbalarse con un jabón en la tina de baño, coger una tifoidea fulminante en los taquitos de suadero que venden fuera del Metro Universidad, morir atropellado por un microbusero en el cruce de Tlalpan y Periferico, o recibir un disparo por uno de los asaltantes que circulan a plena luz del día en la esquina de Viaducto y Vertiz.
Su respuesta plana y aburrida es lo de menos, pues al final -- ese es el encanto de la fantasía-- lo he convertido en un personaje de esta crónica en construcción, este diario de viajes por la América Ignota, como le llama mi amigo Gonzálo Soltero...
1 comentario:
jajajaja
Sí, suena como mi amiga.
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