lunes, 23 de junio de 2008

Encuentros familiares, estampas de la jornada masculina

El aire con el que Jennifer relata potentemente la presencia de lo femenino en su último texto sobre la isla, me convoca a hacer lo propio.

Aprovecharé las fotografías de la boda de Carlos y Tamara para hacer una crónica visual del evento, al tiempo que hago un relato caprichoso y subjetivo, de estampas de los hombres de la familia, según las capturamos Jennifer y yo en nuestro encuentro, en Puerto Rico, a donde vinimos explícitamente para su celebración.


Conforme escribo el texto encuentro que, como ocurre en cualquier reunión de familia, es posible organizar el texto con una cierta lógica de estaciones de viaje, pues finalmente cada uno anda bregando en una estación distinta de la jornada de la vida.

Papá, o la reflexión retrospectiva sobre el origen


Papá, Tamara, Carlos y Mamá

El día en que nos reunimos para pasar el día en la playa, encuentro a papá relajado y contento, cosa que alegra, pues desde la muerte del abuelo, y la experiencia del nido vacío – la emigración de Ernesto y mía -- lo persigue una sombra de tristeza.

La madurez que conlleva su momento de vida – que invita necesariamente a mirar en retrospectiva para ponderar cómo se quiere vivir la recta final, antes de que arribe la vejez--, la circunstancia emotiva de encontrarnos en Puerto Rico desde distintos puntos del mundo, y el paralelismo que el paisaje en Viejo San Juan tiene con el Campeche mexicano –con sus murallas y el impresionante casco del morro construido para mantener a los piratas a raya en la época de la Colonia–, concurren para que nos refiera algo asociado al origen de la familia.

Cuenta que la historia de la familia Peón en América se encuentra bien documentada gracias a los esfuerzos Don Álvaro Peón y Peón --un antepasado que en el siglo XVII fue notable por el servicio que brindó a la corona española atrapando piratas en la costa de Campeche, cuya labor fue tan definitiva, que se hizo merecedor de la Cruz de Calatrava. La burocracia de la corona en aquella época, para hacer entrega de la distinción, obligaba a los homenajeados a comprobar de forma inequívoca que en el árbol genealógico familiar, no había sangre judía. Así pues, gracias a esta circunstancia, existe evidencia documental de la traza de la familia hasta cerca del siglo XII.

Sabemos por ese registro – comenta papá mientras la brisa marina nos pega en el rostro y bebemos un par de cervezas bien frías – que “Peón” es una nombre que proviene del italiano “Pedoni” – los que andan a pie, los que caminan. Los Peón fueron originalmente peregrinos que desde la península itálica se lanzaron a recorrer el camino de Santiago de Compostela, en un viaje piadoso. En su trayecto, se quedaron a radicar en el pueblo de Villaviciosa en España, donde echaron raíces. De ahí vinieron a la Nueva España, lo que nos lleva de vuelta a Campeche, el estado más occidental de la Península de Yucatán, donde la familia estableció una serie de haciendas de cultivo de henequén.

“ A mí, una de las cosas que más me impresiona de la crónica genealógica de la familia --dice papá – es el hecho de que al leerla se queda uno con la impresión de que pocas cosas merecen tinta y atención en la vida de una persona más allá de nacer, morirse y heredar, pues para salvo en casos excepcionales, como el de Álvaro Peón y Peón, no se consigna prácticamente nada más de la vida de las personas.”

Manolo y Rafa, o la tarea de ser padres


Arturo, Carlos, Ernesto y Manolo -- los primos en la boda

La convivencia familiar en la playa transcurre de forma relativamente apacible, aún cuando para mí, que no tengo hijos, pasar un día de vacaciones entero junto con tres niños pequeños – mis sobrinos Ana Carla, Paulo, hijos de Carla y Rafa; y Natalia, hija de Manolo y Rosi – es una experiencia ciertamente impresionante.

Acaso nada haya labor tan demandante como la de la paternidad:

Hay que empacar una maleta del mismo tamaño que el backpack con el que viajamos para pasar el día en la playa; hay que conseguir que los niños coman leche, huevo y verduras en vacaciones, cuando lo único que quieren son galletas, papitas y hotcakes; hay que regular el tiempo de televisión y estar pendiente del contenido; hay seguir la trama de Dora la exploradora, Hi-5, y Highschool musical, con precisión de guionista; hay estar al pendiente para evitar accidentes, y estar prontos para consolar cuando, inevitablemente, alguno termina con la nariz raspada; hay que lidiar con el mal humor del cansancio, mientras no quieren irse todavía a dormir; hay que estar preparado para lidiar con la huelga infantil que surgirá si el restaurante elegido no tiene pizza de peperoni, o si (¡mierda!), la pizza que hacen en este restaurante parece en realidad focaccia; hay que asumir que todas las conversaciones están condenadas a la discontinuidad pues cada tres minutos hay una pregunta, un requerimiento o un asunto que resolver; hay que desplegar una energía interminable para hacer castillos en la playa, nadar en la alberca, jugar en el jacuzzi por la noche, contar un cuento en la cama; hay que tener la paciencia para tolerar pleitos y llantos; para permitir que los niños se arreglen solos, entre niños, y mediar únicamente cuando ha ocurrido algo grave, como el complot que Natalia y Ana Carla, niñas al fin, forman para condenar a Paulo al ostracismo, porque él es niño; y finalmente, hay que saber y aceptar de antemano que, frente a esta tarea titánica, hagas lo que hagas, invariablemente, te vas a equivocar…

Por la noche, comparto con Manolo y Rafael la mezcla de asombro y susto que siento al asomarme a esta faceta de sus vidas. Anticipando lo que me viene a mí adelante, les pregunto sobre cómo cambiaron sus vidas a partir de que fueron padres.

Manolo contesta que a partir de que nacen, el orden de tu vida tus prioridades se revierte dramáticamente. Los hijos se vuelven la prioridad número uno, lo que implica que el resto de tus actividades, intereses y aficiones pasarán a un segundo plano, y que varias deberán ser pospuestas o incluso desechadas.

Ser padre, en una dimensión, consiste en la capacidad de hacer esa renuncia. Y refrendarla todos los días.

Y la única forma de hacerla, consiste en verdaderamente querer tener hijos, desearlos. Pues sin ese deseo, no habría forma de darle sentido a la carga.

Lo otro que cambia -- coinciden ambos -- es la relación de pareja, no sólo porque la llegada del tercero obviamente reduce el tiempo que los esposos tienen para uno y otro, sino porque la relación sufre una transformación energética, en donde antes el rejuego de necesidades y satisfacciones que se da en toda relación, encontraba un relativo balance recíproco mientras ahora, el niño subvierte ese equilibrio.

Los niños, esos pequeños cúmulos egocéntricos de necesidades interminables chupan la energía de las mamás a lo largo del día. Por la noche, las mamás, exhaustas de tanta entrega, se convierten ahora en un núcleo que requiere en mayor o menor medida, reconocimiento y ternura. El papá, que a su vez acarrea la tensión y la frustración del trabajo necesita tranquilidad. El escenario está saturado de necesidades, frustraciones y demandas.

Ambos concuerdan en que es crítico que el hombre reconozca que la mujer lleva la peor parte, y que actúen, según corresponde, para ser una verdadera válvula de escape. El reto consiste en aprender a hablar, a demorar la satisfacción de necesidades, a alternar roles, a encontrar espacios personales que permitan el encuentro con uno mismo, a hallar tranquilidad más allá de la tiranía cotidiana del trabajo
Rafa, o el escape de la tiranía de la vida cotidiana

Rafael haciendo reir a Carla, mi hermana

Desde ahí, comprendo el interés que Rafael, mi cuñado, tiene por el mundo del Clown. Recién se ha hecho tiempo y espacio para estudiar un diplomado asociado, pues para él esta es una forma de afirmar el filo tragicómico de la vida, y constituye, asimismo, su elección cotidiana para evitar que el trabajo le haga olvidar las buenas cosas de la vida, o lo convierta en alguien distinto a quién él aspira a ser.

En una de las sobremesas, nos cuenta una historia que recién escuchó en el diplomado: el director corporativo de marketing de una empresa americana de consumo que acude a un congreso en algún país de Europa del Este. El viernes por la tarde deja el traje y la corbata en el hotel, se viste de clown – maquillaje, nariz y atuendo – y sale a las calles a improvisar algún acto con los que caminan por la plaza.

Entre acto y acto, la vecindad y la marginalidad de su rol, lo hacen cómplice inevitable de mendigo que habitualmente merodea la plaza. Espontáneamente, lo incorpora al performance. Juegan, actúan, malabarean. Hacen reír a la gente que se ha reunido alrededor. Ganan una buena suma de dinero.

Al final de la jornada el clown reparte el botín entreambos. El mendigo, que no lo esperaba, en señal de gratitud, lo lleva a cenar esa noche a un sitio sencillo, donde se cocina la comida típica del país.

A medio plato, el director se declara satisfecho, pero el mendigo (que naturalmente asume que ambos comparten el mismo estilo de vida en la calle), lo reprende un poco y le dice que debe comer bien, pues uno nunca sabe si va a haber comida al día siguiente.

Se despiden.

A la noche siguiente, el director y su esposa acuden a la gala de despedida del congreso. Durante la cena la esposa está inapetente y deja el plato apenas se lo acaban de servir.

El la mira. Le dice con un una mezcla de ensoñación, de asombro, de alegría por la vida: “Come. No sabemos nunca si habrá comida al día siguiente…”
Carlos, o el reto de formar un matrimonio
Carlos y Tamara, justo al término de la ceremonia

En el centro del encuentro y del relato está Carlos. Por él hemos venido a Puerto Rico. A su boda con Tamara.

A Tamara la conocí en el 2005, en un viaje de trabajo a Boston. Nos encontramos para cenar. A través de las presentaciones, las risas, las anécdotas, se estableció una conexión inmediata entre nosotros, al grado en que una buena parte de la noche la invirtió en quejarse de Carlos, de lo vago que era para la universidad.

En su queja había algunas cosas implícitas: ella me hablaba como se habla a los hermanos mayores de los novios, es decir, asumiendo todo el tiempo que podía hablar con total libertad, que yo conocía a Carlos, y que nadie en la mesa tomaría lo que ella estaba diciendo como traición o denuncia.

Adicionalmente, por su forma de mirarlo mientras me contaba de él, supe que lo quería, y que su preocupación venía de su capacidad de ver en Carlos un potencial más allá de la fachada deslucida que algunos tropiezos – la crisis vocacional, los amores quebrados-- habían dejado en él antes de que encontrara el camino que en Boston inició para perseguir una carrera en el fútbol profesional.

“He aquí una mujer que podría estar con Carlos. Para siempre.” – pensé.

Y no me equivoqué, pues años después, el sábado 7 de junio, en el distrito de Condado, en San Juan, Puerto Rico, habría de celebrarse su boda.

Durante la recepción que la familia de la novia ofrece en su casa el jueves previo a la boda (en la que un enorme lechón a las brazas convive con los invitados en el centro del patio) nos piden, a varias de las personas cercanas a los novios, grabar algunas palabras en video. Debemos relatar alguna anécdota de alguno de los novios, y expresar algún deseo para la pareja que comienza:

Viene a mi mente la casa de campo que la familia tiene en la carretera vieja a Cuernavaca, el Timbirimbo. Ahí, internada quinientos metros monte abajo, en medio de la espesura del bosque hay una cancha de futbol rodeada de enormes pinos y abetos, en donde varias veces mi papá nos lanzaba a los Peón – Ernesto, Carla, Carlos, él y yo (mamá en la banda echando porras)– contra el resto del mundo – un equipo de entre 8 y 11 comuneros y campesinos de Huitzilac-- pues en este desafío veía la doble oportunidad de fortalecer nuestro carácter y afirmar el orgullo familiar.

Había veces en que papá tomaba la pelota en media cancha y nos lanzaba al frente. Tomaba vuelo y antes de pegarle, levantaba el brazo y gritaba: “¡A la ollaaaaa!”. Si el pase salía bueno, había posibilidades de anotar, pero si salía desviado y caía en un contrario, era necesario tirarse un sprint de ochenta metros persiguiendo al adversario para evitar el gol en contra.

Hubo varias veces en las que estuvimos abajo en el marcador, con el resultado del partido seriamente comprometido. Tengo grabado el rostro de Carlos mientras hacemos el saque de medio campo después de algún gol en contra. Cansado de tanto correr y recibir patadas llaneras en las espinillas, su mirada café verdosa parpadeando de rabia detrás de su rostro empanizado de polvo y sudor. Me mira fijo. Alguno de los dos dice “¡Vamos!”. Y eso basta para seguir corriendo y peleando.

Nunca perdimos un partido, y la ronda de refrescos que papá disparaba a los jugadores al final del encuentro, sabía a victoria, se saboreaba en efecto el orgullo.

La faena terminaba al atardecer con el ritual de hacer el tramo de regreso a la cabaña cargando leña para la fogata, medio kilómetro cuesta arriba, en una parihuela (una especie de camilla de hospital improvisada con dos troncos largos, que permite a dos personas cargar su peso en madera). Carlos fue siempre mi pareja de parihuela…

Deseo que Carlos, que a partir de ahora cargará la parihuela con Tamara, encuentre la forma de hacer de su pareja un sitio de juego que se parezca a la cancha del Timbirimbo en aquellas tardes lejanas…
Ernesto, o el vínculo entre la intimidad y la productividad
Ernesto, posando para Sibel...


Un paso más atrás en la jornada está Ernesto, a punto de terminar un ciclo en Schiefield, Inglaterra, donde emigró para estudiar la maestría en derecho.

Es por todos conocido que una maestría es un artificio académico al que se recurre más para ensanchar la visión del mundo, desarrollar relaciones, tener un argumento para pedir el doble de sueldo en el trabajo, reencontrarse con uno mismo y olvidar un mal amor, que para adquirir un aprendizaje realmente aplicable.

El encuentro con Sibel Bicer -- una linda francesa, estudiante de literatura inglesa, amante de los cuentos de Guy de Maupassant, de la que no se despegó prácticamente desde el día en que arribó al campus y muy caballerosamente se voluntarió para cargar sus maletas mientras ella localizaba su dormitorio – hace pensar que su estadía en el Reino Unido tiene un indudable saldo positivo. Se da por descontado que independientemente del resultado en el exámen de grado, obendrá notas sobresalientes en el estudio del francés…

Ahora que se traslada a Madrid para escribir su tesis, con la perspectiva de regresar a México en Septiembre a enrolarse en el trabajo, habrá de separarse de su amada con la esperanza de que en algún sitio de su destino esté escrito el nombre de Sibel, aunque todo parezca indicar que los “odds are against him”.

Sea cual sea el desenlace, el encuentro ha operado ya su magia, pues acaso lanzados a la búsqueda del otro, el amor, cuando es del bueno, nos ayuda a encontramos a nosotros mismos…

Por lo demás, lo único que viabilizará ese encuentro, es que en efecto Ernesto consiga hacer valer su maestría, para continuar su labor profesional en el trabajo, y ser reconocido, no por sus títulos, sino por su capacidad de producir…

Paulo, o el tránsito de la autonomía a la identidad


Paulo, el más jóven de la familia....

En Paulo, ese pequeño muchacho de cuatro años, que goza de una determinación astronómica, encuentro una diferencia apenas en tan poco tiempo después de la última vez que nos vimos, pues la firmeza con la que apenas hace una semanas su universo consistía en afirmar su autonomía – delimitar enfáticamente su territorio o excluir a otros del contacto con sus pertenencias – ha dado lugar a una nueva galaxia en la que el énfasis está en experimentar, a través de los diferentes roles que trae el juego consigo, un sentido de identidad, un principio de iniciativa.

Así nos la pasamos jugando. “tú eres una ballena”, le digo. “No, responde, yo soy un muchacho”. Revira: “tú eres una tortuga”. Y seguimos: “tú eres un payaso”; “tú eres una mosca”. “Tú vas al baño de niñas”, lo molesto. “¡No!, ¡Voy al de niños! Yo soy un caballerro… (acento castizo, seseando y arrastrando la erre).

Desde la perspectiva familiar, qué duda cabe, en Paulo, el más joven del clan, este juego, en su momento de vida, tiene una significación increíble, pues a través de él se abre la pregunta de la trascendencia: ¿quién eres, Paulo? ¿En quién te convertirás? ¿Qué harás de tu vida, este viaje que apenas comienza? ¿Cómo trascenderás en el libro que narra la historia de los caminantes – los Pedoni? ¿Serás de aquellos cuya aparición en la crónica se reduce a nacimiento, muerte y herencia, o de los que se cuenta que llenaron su vida de aventuras – acaso navegantes del mar tenebroso, caza piratas, caballeros que llevan en su pecho la Cruz de Calatrava?

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