Mientras es la primera ocasión que Jennifer se monta en un barco de estas dimensiones – y está emocionada como niña chiquita – para mí existe un referente previo: en 1992, en el viaje de mochila por Europa con los amigos de preparatoria, hicimos un recorrido en el Mediterráneo por las islas griegas.
Subo al barco y mientras nos registramos, viene a mí con nitidez un recuerdo de aquella ocasión.
Aquel barco tenía básicamente cuatro categorías de hospedaje: empezaba en el tope superior por la suite, pasaba por el camarote standard, descendía al asiento y llegaba, en el borde inferior, a la cubierta. Dado que el presupuesto entonces era tremendamente ajustado (30 dólares al día en las épocas de holgura y 20 dólares cuando nos vimos obligados a implementar el “Plan machito”), optamos por la cubierta en el primer trayecto que iba de Atenas a Santorini.
Ignorantes de lo que nos esperaba, nos apostamos con entusiasmo como una camada de cachorros recién paridos en una región de la cubierta que habíamos conseguido apartar para nosotros solos, justo al pie de una enorme chimenea del buque.
Pasamos una noche fatal, debido a lo intenso del subibaja marinero, las señales ensordecedoras de la bocina, y sobre todo, porque toda la noche cayó sobre nosotros una persistente llovizna de copos de nieve negra de la ceniza que escupía la chimenea, de tal forma que acabamos todos tiznados.
Tan mala fue la experiencia, que en los trayectos subsecuentes – Santorini a Ios y de vuelta a Atenas--, mejor nos separamos en búsqueda de un rinconcito en el barco dónde acomodarse.
Roberto y José Manuel, menos conformistas que el resto, a la media noche, continuaban recorriendo el barco en busca de un sitio mejor que las barandas y los corredores de cubierta que el resto había elegido. Se toparon de pronto con la recepción, que a esas horas de la noche nadie atendía y en cuyo fondo había un tablero de madera donde perfectamente numeradas colgaban las llaves de los camarotes.
Bastó que esa visión se sumara al cansancio de meses de camas duras y regaderas encharcadas de hostal europeo para que surgiera en ellos un impulso de polizón: En total silencio se escurrieron al interior de la cabina y tomaron una llave.
Recorrieron el barco hasta dar con el camarote señalado. Metieron la llave y la giraron. Pero, por más que giraron y giraron, empujaron y empujaron, la puerta no cedió.
No se dejaron vencer por lo que calificaron como un inconveniente menor, pues una vez que habían vislumbrado una noche horizontal, les fue difícil renunciar a ella. Regresaron sobre sus pasos hasta la recepción con el propósito de repetir la operación (que había sido relativamente sencilla), con la diferencia que ahora intentarían con la serie de llaves de camarotes que tenían una secuencia de numeración distinta.
Sin embargo, para su sorpresa, cuando llegaron ahí, ya el front desk estaba resguardado por un griego vestido todo de blanco, como marino. Después de cinco minutos de esperar en vano a que la vejiga del uniformado lo llamara al baño, llegaron a la conclusión de que no conseguirían su objetivo a menos de que hicieran una apuesta más ingeniosa y determinada.
Así, mientras uno distraía al griego aquél pidiéndole un suministro adicional de toallas (lo que le obligó a meterse al fondo de la cabina adyacente para tomarlas) el otro se estiró por encima del escritorio de la recepción y descolgó con precisión felina un nuevo juego de llaves del ganchillo donde colgaban oscilantes.
Con aplomo de felones profesionales, agradecieron en la lengua local al intendente por las toallas -- ¡parakaló, parakaló! – y se dirigieron al nuevo camarote.
Con el corazón palpitando a mil – no sólo por el riesgo de la empresa en sí, de la que ya habían superado algunos obstáculos, sino sobre todo porque aún podían toparse con una nueva frustración, o más aún, la posibilidad de abrir el cuarto exitosamente, sólo para toparse de inmediato con que este está ocupado por los legítimos pasajeros – llegaron frente a la puerta.
Metieron la llave. Giraron. ¡Clic!
Empujaron la puerta.
¡El camarote estaba vacío! Cerraron la puerta y la atrancaron. Se abrazaron eufóricos y celebraron en silencio como si hubieran metido el gol definitorio del campeonato mundial, y antes de tirarse a dormir a pata suelta mecidos por el oleaje mediterraneo, documentaron la felonía con una fotografía, pues corrían el riesgo de no ser creídos por el resto de los amigos.
Aparecieron al día siguiente frescos como lechugas, con 8 horas de sueño continuo, recién bañados. Muy ufanos de su hazaña frente al resto de nosotros – lagañosos, malhumorados, torcidos, insolados.
Dieciséis años después, en homenaje a aquella picardía preuniversitaria le pido a Jennifer que fotografía este momento en que por cuatro veces el precio y menos de un quinto de la diversión, dormiremos legalmente en un camarote estándar en el barco de la línea de Ferries del Caribe, en la ruta que va de Santo Domingo, República Dominicana a Mayagüez, Puerto Rico.
Tan mala fue la experiencia, que en los trayectos subsecuentes – Santorini a Ios y de vuelta a Atenas--, mejor nos separamos en búsqueda de un rinconcito en el barco dónde acomodarse.
Roberto y José Manuel, menos conformistas que el resto, a la media noche, continuaban recorriendo el barco en busca de un sitio mejor que las barandas y los corredores de cubierta que el resto había elegido. Se toparon de pronto con la recepción, que a esas horas de la noche nadie atendía y en cuyo fondo había un tablero de madera donde perfectamente numeradas colgaban las llaves de los camarotes.
Bastó que esa visión se sumara al cansancio de meses de camas duras y regaderas encharcadas de hostal europeo para que surgiera en ellos un impulso de polizón: En total silencio se escurrieron al interior de la cabina y tomaron una llave.
Recorrieron el barco hasta dar con el camarote señalado. Metieron la llave y la giraron. Pero, por más que giraron y giraron, empujaron y empujaron, la puerta no cedió.
No se dejaron vencer por lo que calificaron como un inconveniente menor, pues una vez que habían vislumbrado una noche horizontal, les fue difícil renunciar a ella. Regresaron sobre sus pasos hasta la recepción con el propósito de repetir la operación (que había sido relativamente sencilla), con la diferencia que ahora intentarían con la serie de llaves de camarotes que tenían una secuencia de numeración distinta.
Sin embargo, para su sorpresa, cuando llegaron ahí, ya el front desk estaba resguardado por un griego vestido todo de blanco, como marino. Después de cinco minutos de esperar en vano a que la vejiga del uniformado lo llamara al baño, llegaron a la conclusión de que no conseguirían su objetivo a menos de que hicieran una apuesta más ingeniosa y determinada.
Así, mientras uno distraía al griego aquél pidiéndole un suministro adicional de toallas (lo que le obligó a meterse al fondo de la cabina adyacente para tomarlas) el otro se estiró por encima del escritorio de la recepción y descolgó con precisión felina un nuevo juego de llaves del ganchillo donde colgaban oscilantes.
Con aplomo de felones profesionales, agradecieron en la lengua local al intendente por las toallas -- ¡parakaló, parakaló! – y se dirigieron al nuevo camarote.
Con el corazón palpitando a mil – no sólo por el riesgo de la empresa en sí, de la que ya habían superado algunos obstáculos, sino sobre todo porque aún podían toparse con una nueva frustración, o más aún, la posibilidad de abrir el cuarto exitosamente, sólo para toparse de inmediato con que este está ocupado por los legítimos pasajeros – llegaron frente a la puerta.
Metieron la llave. Giraron. ¡Clic!
Empujaron la puerta.
¡El camarote estaba vacío! Cerraron la puerta y la atrancaron. Se abrazaron eufóricos y celebraron en silencio como si hubieran metido el gol definitorio del campeonato mundial, y antes de tirarse a dormir a pata suelta mecidos por el oleaje mediterraneo, documentaron la felonía con una fotografía, pues corrían el riesgo de no ser creídos por el resto de los amigos.
Aparecieron al día siguiente frescos como lechugas, con 8 horas de sueño continuo, recién bañados. Muy ufanos de su hazaña frente al resto de nosotros – lagañosos, malhumorados, torcidos, insolados.
Dieciséis años después, en homenaje a aquella picardía preuniversitaria le pido a Jennifer que fotografía este momento en que por cuatro veces el precio y menos de un quinto de la diversión, dormiremos legalmente en un camarote estándar en el barco de la línea de Ferries del Caribe, en la ruta que va de Santo Domingo, República Dominicana a Mayagüez, Puerto Rico.
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