martes, 3 de junio de 2008

Salida en Guagua de Constanza



La gente que ocupó la gua-gua de Constanza a Santiago (en su mayoría mujeres) no podía evitar las miradas descaradas hacia nosotros cuando nos bajamos con todo nuestro bultoso equipaje. Mochilas y mochilas que acomodamos en nuestras espaldas y pechos para poder cargar.



Pero del mismo modo que nosotros, con nuestras caras blancas y acento extraño les generamos curiosidad, ellas también me generan lo mismo.


Debo aceptar que más de una vez me les he quedado mirando con total falta de discreción. Me intriga lo que hacen. Su gestualidad y su voz, gritona, intrusiva, que lo mismo grita para expresar enojo que alegría o un simple saludo. Las mujeres dominicanas son ruidosas. No tienen ningún reparo en gritarles a los hombres para reclamar sus derechos. Aunque al final de la discusión terminen cediendo, lo hacen con manoteos y gritos.


Sin embargo, lo más curioso del recorrido ocurrió al principio…


La gua-gua, que debía salir a la 1 de la tarde, salió una hora y media más tarde. Pero no por ningún retraso en el horario, sino por la costumbre inusual que tiene de pasar a recoger a cada pasajero ¡a la puerta de su casa!

Como si se tratara del camión escolar, cada mujer esperaba pacientemente en el patio de su casa, con su maleta (bultos, cajas, niños, bebés, pañaleras…) y en ocasiones con el resto de la familia que había salido a despedirlas. La gua-gua hacía malabares para poder entrar a las callejuelas del pueblo y el muchacho que ayudaba al chofer rápidamente cargaba y acomodaba el equipaje.


Parecía el ritual de todos los domingos por la naturalidad con que todos lo vivían. Pero en este caso tampoco ayudaba mucho que fuera el Día de la Madre en Dominicana y únicamente Arturo y yo, que llevábamos montados desde las 12:50 y habíamos llegado hasta la parada, lo vivíamos como un escena espectacularmente ridícula. ¿Por qué no se habían congregado todos en la misma parada? ¿Qué clase de chiste era este?





Los minutos en mi reloj pasaban uno tras otro mientras la gua-gua seguía pesadamente los vericuetos del pueblo, arrastrándose como un enorme elefante entre caminos demasiado estrechos. Una hora y media después, la gua-gua, aparentemente, hizo la última parada: ¡en frente del que había sido nuestro hotel!

Ya no cabía ni un pasajero más, pues incluso habían desplegado unos asientos adicionales en el pasillo intermedio y las maletas iban debajo de los asientos, a los pies de algunos pasajeros, en los asientos delanteros, en el pasillo y, algunas cuantas, en la sección reservada para equipaje en la parte externa del mini-bus.

Salimos de Constanza y cerré mis ojos para tratar de dormir arrullada por el camino de la carretera ya sin paradas. Pero imediatamente, sentí que la gua-gua se volvía a detener. ¿Y ahora qué?

Las mujeres le habían pedido al chofer que se detuviera en los puestos de la carretera para comprar algunas cosas.

“Es que mi papá está enfermo y solo puede comer rábanos…”

“Sería buena idea llevar fresas de acá que son muy buenas”

“¿Por qué no compramos flores?”

“Yo quisiera un refresco, una botella de agua, unos chicles…”

El chofer se iba deteniendo ante la petición de cada mujer. El muchacho ágilmente tomaba el dinero, bajaba de un salto a la carretera, compraba y trataba de complacerlas: “el ramo que tenga los botones más cerrados”, “no, las de color melón están más lindas”, “mejor las rosas”

“¡Ay, ustedes me están volviendo loco!” exclamaba el muchacho, mientras entregaba el cambio y la mercancía. Y recibía el billete extendido de otra mujer que había decidido que ella también llevaría flores…

Como ni Arturo ni yo estábamos para comprar nada y veníamos más bien fastidiados, el muchacho nos repartía caramelos que sacaba de su bolsillo como intentando decir: “perdonen la molestia”.

Y yo, finalmente, comencé a sentir la amabilidad caribeña.


1 comentario:

Margarita dijo...

Hola :)
Continúen escribiendo...interesante y entretenido... ;)
Cuídense mucho.
Besos.