Como todo se vino encima demasiado rápido y se complicó la organización del evento en la Casa Teatro de la zona colonial, Luis Miguel propuso que en compensación pasáramos el fin de semana en su departamento de playa en Juan Dolio, a treinta minutos de la capital, y ahí organizar la cuenteada.
Ambos estábamos un poco nerviosos, pues a pesar del tiempo de conoceros y la cercanía implicada en la relación profesional de asesoría que hemos sostenido, esto claramente constituía un paso más allá, y ciertamente el evento revelaría facetas desconocidas en cada uno de nosotros.
Como suele ocurrir en estas ocasiones, fueron las mujeres, que no se conocían de antes, las que en una charla fluida crearon una atmósfera propicia a la nueva relación. En particular Montserrat, con su serenidad caribeña y su charla animada hizo fácil el encuentro. Ella, que en preparación a nuestro encuentro era ya una asidua lectora del blog, estaba al tanto de nuestro interés en las pequeñas anécdotas y datos curiosos, así que en su rol de guía antropológica sumó a nuestras observaciones del pueblo dominicano:
Nos cuenta que recién acaban de automatizar las casetas de peaje en la carretera, de tal forma que si uno lleva el cambio exacto (como requieren los letreros de aviso), la transacción es totalmente automatizada. Resulta que muy por el contrario, en cada casetita de cobro se apuestan cinco dominicanos: uno para recibir el dinero, uno para depositar el token en la canastilla, uno para proveer cambio en caso de que el conductor no disponga de la cantidad justa, y dos ayudantes para reducir el esfuerzo que supone ejecutar tan complejo proceso.
Nos hace observar a dos motociclistas que se desplazan en la carretera justo uno atrás del otro. El de adelante lleva el motor apagado y el de atrás lo empuja poniendo con fuerza el pie en la estructura metálica de la moto de su compañero. Nos señala que hay dos posibilidades para explicar esta inclinación colaborativa: o bien el primero se ha quedado sin combustible, o bien, han acordado ahorrar gasolina. Esta última es una práctica generalizada en la isla.
Estas dos escenas, además de ser respuesta a la escasez, acaso estén asociadas con la mentalidad insular del dominicano, para quien el mundo empieza y termina en la isla, con posibilidades siempre limitadas a lo que se encuentra en su demarcación. Esa mentalidad realista, sin duda genera una cierta capacidad de adaptación, pues se vive con lo que hay y cualquier cosa adicional es motivo de alegría. Pero también ese rasgo apunta a un cierto conformismo: ¿qué sentido tiene esforzarse y aspirar a más cuando al final hay lo que hay?… Desde luego, ese paradigma es un pasaporte al subdesarrollo y un campo fértil para la dependencia.
A propósito cuentan que en el lenguaje coloquial prevalece una expresión de la época de la colonia: “lo que traiga el barco…”: Cuando el navío español hacía su visita anual en el puerto, determinaba con el abasto – se sembraba lo que el barco traía – la vida entera de la isla. Es decir, una variación de la divina providencia, que poco a poco modula las expectativas de la gente, y la lleva a aceptar la vida como viene…
No está demás notar que cuando uno está a la merced de un poder superior – como en la etapa oral del desarrollo infantil -- hay siempre dos posibilidades: o se afirma en uno la fe, o se asienta la desconfianza. Según nos cuenta Montse, los dominicanos se han inclinado del lado de la paranoia. El dominicano es muy chivo: asume por default que todos quieren algo de él y se lo van a sacar por las buenas o por las malas. No es para menos considerando que sus padres han sido conquistadores rapaces o tiranos descarados…
Acaso de ahí les venga la maña fabuladora y la capacidad histriónica, pues para granjearse de la leche necesaria para subsistir todo vale, y siempre es mejor engañar a que lo engañen a uno… Desde ahí, tanto Montse como Luis Miguel se inclinan a pensar que la historia del Muchacho de Aguas Blancas que vivimos en Constanza, tiene visos de manipulación. Todavía demostrando consideración a mi ingenuidad concluyen “Queda desde luego la posibilidad de que lo tuyo se trate de una verdadera coincidencia, un caso entre mil…”
Para cuando llegamos al departamento, Montserrat señala que suficiente hemos tenido de historias de la cara lúgubre de Dominicana. Ella se encargará el fin semana de abrirnos la puerta a la cara luminosa de la isla y sus habitantes.
Sobra decir que en efecto consiguió por mucho su cometido. En primer lugar, porque ama a su país, y como se ha dicho, las cosas son hermosas cuando se ven a través de los ojos de quien las ama. Pero sobre todo, porque a lo largo del fin de semana puso al servicio de su propósito el don de gentes, determinación y generosidad que, ahora sabemos, le caracterizan.
A mostrar esta arista diferente de la isla, ayuda desde luego el escenario de Juan Dolio de quien se dice que fue un italiano – Giovanni Dolio – o un español – Juan de Olio – que hace cien años vivió en aquella costa y se dedicó a plantar cocoteros, lo que junto con el agua azul claro y las arenas blancas asientan su espíritu paradisiaco y su carácter de postal.
A este propósito ayudó también el hermoso diseño del Proyecto Heminway. Por la noche nuestros anfitriones nos presentan al responsable de hacer que ese sitio fuera posible: José Antonio Rodríguez. Banquero de profesión, nos cuenta que el conjunto tuvo un origen problemático: habían financiado a un grupo hotelero que botó el proyecto apenas arrancaba. Incapaces de solventar la deuda y con perspectivas de pérdidas monumentales para todos los involucrados, José Antonio decidió transformar el problema en oportunidad y correr personalmente el riesgo del desarrollo inmobiliario, cosa que nunca en su vida había hecho antes. El resto fue encontrar gente con talento que lo acompañara. Años más tarde, el resultado está a la vista…
A pesar de ser una noche ajetreada para él, pues se celebra la inauguración de la casa club, José Antonio se da tiempo para escuchar con atención la historia de nuestro viaje. Con sencillez cuenta que en la adolescencia hizo un viaje semejante al nuestro, con un grupo de amigos del colegio Loyola, que arrancó en el sur de México y terminó en Venezuela. Iban montados en una gua-gua haciendo escalas en todos los sitios en que los padres (asumo que eran jesuitas) tenían casas de retiro. Cuenta que el recuerdo más potente que guarda de aquel viaje de dos meses en que la pasaron fundidos y chamagosos en el calor de la América Central, es el agua. La memoria de un baño glorioso que se dio en la última parada del viaje…
Acaso sea prematuro decirlo, a escasos quince días de iniciada nuestra travesía, pero su relato delinea una verdad que también nosotros hemos empezado a experimentar: los viajes ayudan a apreciar aquellas cosas que uno da por sentadas en su vida cotidiana y que en el viaje faltan: baño propio, cama cómoda, comida caliente…
Este tema será recurrente durante el fin de semana. Más tarde, Luis Miguel nos da su propia versión a propósito de valorar las cosas sencillas de la vida. Nos cuenta que en un país cruzado por la violencia como Guatemala, una persona con su responsabilidad y su perfil, debe por fuerza vivir día y noche rodeado por una escolta de seguridad. Naturalmente en esa circunstancia es imposible gozar de privacidad o experimentar la sensación de libertad. Tarde o temprano ese estilo de vida se convierte en una cárcel. “Justo por eso para mí Dominicana es un paraíso, más allá del lujo o la comodidad, pues aquí puedo andar libremente por la calle; puedo sentarme a comer en un restaurante sin tener en el corazón, todo el tiempo, una pequeña señal de alarma” – comenta.
El tono de intimidad del fin de semana nos lleva inevitablemente a la historia de amor de Luis Miguel y Montserrat. Al poco tiempo de haber comprado Grupo Malla, -- emblemático en dominicana por la identificación que existe de las marcas de galletas Hatuey y de pastas Milano y Milanesa --, Luis Miguel acudió al evento de Acción de Gracias que ofrecía la American Chamber of Comerce, lo que constituía su introducción a la sociedad industrial de la isla.
Por haber llegado con un retraso considerable, Montserrat, la empresaria dominicana que estaba destinada al asiento contiguo, se perdió de las presentaciones. Acaso para subsanar su retraso, Montse se sintió en la obligación de llevar el rol activo en la conversación y dejar a Luis Miguel en el papel de escucha. No habían pasado veinte minutos, cuando ella inició un argumento de defensa de la industria local frente a los intereses extranjeros: Le parecía una desgracia que empresas tradicionales dominicanas estuvieran siendo vendidas. Dijo que ahí estaba por ejemplo el caso de Grupo Malla, que había sido comprado por unos insensibles empresarios guatemaltecos, quienes, qué duda podría caber al respecto, ignoraban la trascendencia que ese negocio tenía para los dominicanos. Luis Miguel, contuvo un poco la risa y la dejó continuar. No quiso revelar su identidad demasiado pronto, pues la combatividad de su interlocutora había empezado a parecerle atractiva y quería disfrutar un rato más el fuego que le crecía en las pupilas cuando defendía la causa de las marcas que ahora él administraba.
Cuando finalmente se presentó, ella no sólo se sostuvo en lo dicho, sino que además le lanzó el reto de preservar la tradición que hasta ese momento había capturado la lealtad del consumo de los dominicanos. Luis Miguel a quien los desafíos le prenden la entraña, no sólo aceptó, sino que se aseguró de encontrarse con ella suficientes veces en los siguientes meses, como para darle oportunidad de verificar personalmente el cumplimiento de su compromiso. Y como todos sabemos, el desafío y el encuentro reiterado, son elementos que tarde o temprano desembocan en el amor… De eso, hace poco más de cuatro años…
La anécdota de su encuentro me da un buen pretexto para traer a la conversación a Oscar Rivera, mi co-equipero en el desarrollo de la relación de consultoría con Luis Miguel. Con un toque de licencia literaria, he transformado su historia en un micro relato intitulado La seguridad que da la ignorancia:
Pasó una vez más la distraída mirada sobre la contraportada de su libro de viajes, mientras esperaba en la fila de migración en el Aeropuerto de Santo Domingo. “¡Vaya imbécil!” se dijo a sí mismo, al percatarse que el pasajero cano y narigón junto a quien viajaba en la primera clase, a quien enfáticamente había recomendado la lectura de “La fiesta del Chivo”, era Mario Vargas Llosa.
Así, poco a poco, entre historias, palmeras y viandas, el fin de semana opera su magia y permite que se cumpla el propósito real nuestro encuentro: celebrar el hecho de que, hace tiempo, somos amigos...
Considerando la belleza del sitio, la calidez y la generosidad de nuestros anfitriones, la idea parece insuperable.
Sin embargo, habrá que esperar, pues no sabemos aún a dónde nos llevará el viaje. Es posible decir, como aprendimos este fin de semana, que hay que esperar, a ver que trae el barco…
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