I.
Un par de sábados antes de que emprendiéramos el viaje alrededor de Latinoamérica, me encontré con mi papá en el Starbucks que estaba a dos cuadras del parque de Tlacoquemécatl, para platicar con unos buenos frappuchinos con harta crema chantilly de por medio. El diálogo de aquel medio día estuvo cruzado por una intensidad particular, pues nos ocupaba un tema al que no le faltaba gravedad: en conjunto diseñamos un plan de seguridad para el viaje en el que valoramos riesgos y planeamos alternativas para las contingencias más inverosímiles.
Implícito en ese encuentro había una transacción de beneficio mutuo: la anticipación con que dialogábamos me permitiría ganar a mí –en el caso de un eventual siniestro— un espectro de claridad y minutos de tranquilidad que suelen faltar cuando algo grave ocurre; por su parte, yo le ayudaba a papá a atajar el insomnio que desde que le platiqué del viaje alrededor de Latinoamérica le había dejado varias noches de malos sueños: que en Guatemala caía yo en manos de la Mara Salvatrucha; que en Colombia éramos blanco de las FARC; que en Perú nos cazaba Sendero Luminoso…
Comprendiendo que encontrar tranquilidad en medio de un mundo mediatizado que se regodea en la nota catastrófica, y considerando que los reflejos de mi papá responden al estándar de la compañía para la que trabaja, en donde la seguridad es una biblia, en aquel desayuno sabatino accedí a su oferta digna de la serie televisiva 24´ : Llevaría conmigo una PALM con teléfono integrado, y un GPS capaz de establecer mi ubicación vía satélite en segundos, para comunicarme con él en caso de emergencia, y hacerle llegar, de forma codificada, un mensaje sobre mi localización y la naturaleza de la grave situación que sobre mí se cernía. Entonces –y este es el tamaño de su afecto y su generosidad (y también de su neura insomne)— él lo dejaría todo, como en las películas que hacen llorar, para iniciar una búsqueda que no terminaría hasta encontrarnos…
II.
La verdad es que si bien la cautela me parecía –y me sigue pareciendo— razonable, y que el robo en Cochabamba ha mostrado la pertinencia de aquella reflexión anticipatoria sobre la seguridad, yo no he experimentado una preocupación tan punzante como la que él experimentaba en la víspera del viaje. En una parte, supongo, porque en una relación paterno-filial la preocupación corresponde al primero. En otra parte, porque para vivir la buena vida ha sido preciso transformar el paradigma de la angustia y modificar el umbral de la preocupación.
Ahora que debo de contar que si tuviera que elegir un derrotero novelado para la eventualidad como la que robaba a mi padre el sueño, hubiera elegido aquella historia mexicana que le leí al uruguayo Eduardo Galeano:
“Corría el año 92, Yugoslavia había estallado a pedazos, la guerra enseñaba a los hermanos a odiarse entre sí y a matar y a violar sin remordimientos.
Dos periodistas mexicanos, Epi Ibarra y Hernán Vera, querían llegar a Sarajevo. Bombardeada, sitiada, Sarajevo era una ciudad prohibida para la prensa internacional, y a más de un periodista la audacia le había costado la vida.
En los alrededores, reinaba el caos. Todos contra todos: nadie sabía quién era quién, ni contra quién peleaba, en aquella confusión de trincheras, casas humeantes y muertos sin sepultura.
Mapa en mano, Epi y Hernán se las arreglaron para atravesar los estampidos de los cañonazos y las ráfagas de ametralladoras, hasta que de buenas a primeras chocaron con una cantidad de soldados, a orillas del río Drina. Los soldados los arrojaron al suelo de un empujón y les apuntaron al pecho. El oficial bramaba quién sabe qué, mientras ellos balbuceaban quién sabe qué, pero cuando el oficial se pasó el dedo por el pescuezo y las armas hicieron clic, los periodistas entendieron perfectamente bien que los estaban confundiendo con espías y que ni modo, no queda más que despedirse y rezar por si hay Cielo.
Entonces a los condenados se les ocurrió mostrar sus pasaportes. Y el rostro del oficial se iluminó: - ¡México! - gritó -. ¡Hugo Sánchez!
Y dejó caer el arma y los abrazó.
Hugo Sánchez, la llave mexicana que abrió aquellos caminos imposibles, había conquistado la fama universal gracias a la televisión, que mostró el arte de sus goles y las volteretas con que él los celebraba. En la temporada 1989/90, vistiendo la camiseta del Real Madrid, perforó las vallas treinta y ocho veces. Él fue el mayor goleador extranjero de toda la historia del fútbol español.”
III.
No en vano consigno aquí la historia a la que Galeano tituló Hugo Sánchez en su Futbol a Sol y Sombra, pues ha sido para mí un referente a lo largo del viaje. Mientras viajamos y nos vamos convirtiendo en embajadores de México por donde quiera que vamos, se vuelve pertinente el cuestionamiento de qué es lo que constituye el espíritu de nuestro pueblo: ¿Son los héroes los que mejor representan el espíritu de un país? ¿O es más bien que el espíritu de un pueblo se exhibe en la norma, en la generalidad?
Acaso el dualismo a partir del cual que he planteado el problema es engañoso, y de alguna forma ambas preguntas son relevantes, pues mientras el héroe constituye la aspiración de un pueblo, la norma representa su realidad corriente. Y la brecha que se abre entre ambos es una buena manera de ilustrar el desafío que cualquier pueblo enfrenta para devenir en aquello que desea ser.
En ese sentido, no puede ser menos pertinente la referencia a Hugo Sánchez, quien en su orgullo perseverante constituye la marca del sueño mexicano: la capacidad de triunfar consistentemente; la posibilidad de trascender el karma de la mediocridad que parece caracterizar el quehacer nacional.
Justamente alrededor de Hugo Sánchez giró uno de los episodios más esquemáticos de la perenne incapacidad mexicana para conseguir la victoria. Corría el año de 1994 y disputábamos los octavos de final contra Bulgaria en el Campeonato Mundial de Estados Unidos. Más que nunca teníamos una selección capaz de ganarlo todo, y como siempre, nos quedamos en la orilla.
Los que saben de futbol cuentan que el fracaso se forjó en dos momentos que no pueden ser traídos a la mente sin perplejidad: El primero, en el tiempo extra, cuando al titubeante técnico Mejía Barón, le tembló la mano para ingresar a Hugo Sánchez al juego –a pesar de que su sola presencia hacía temblar a los rivales— con el argumento de que no quería descomponer a un equipo que estaba acomodado en el campo. El segundo, cuando tres de los cuatro tiradores de la serie de penalties definitoria, fallaron sus tiros de forma vergonzosa.
La recurrencia en el padecimiento de esta historia ha sido tal, que hace tiempo la consigné de forma más amplia en un texto de la serie Humana Fauna, que intitulé Psicología del Mexicano. En el viaje he transformado aquel texto en relato oral. Los extranjeros –independientemente de si son hombres o mujeres— se deleitan con las historias de futbol en las que trato de purgar años de pasión frustrada.
De forma muy mexicana, riéndome de nuestra desgracia, termino el relato con unos versos que compuse para la ocasión. Entono al son de la entrañable canción de La Cucaracha:
La cucaracha, la cucaracha
ya no puede caminar.
Porque no tiene, porque le falta
marihuana que fumar…
Cuentan que los mexicanos,
no ganamos los mundiales
porque a la hora buena,
no metemos los penales.
La cucaracha…
Que jugamos como nunca,
y perdimos como siempre…
Dicen que esta maldición,
se aloja en el bajo vientre…
La cucaracha…
Y es que los mexicanitos,
nos las damos de muy machos,
pero a la mera hora
se nos doblan los penachos…
La cucaracha…
Tienes que tener cuidado
de este mal del ratoncito,
que entre miedos y temblores,
te contagia el “ya merito”…
La cucaracha…
Ya viene un nuevo mundial,
ya se acerca paso a paso.
No se hagan ilusiones,
nos espera otro fracaso…
La cucaracha…
“¡Vamos, vamos, sí se puede!”, –
dicen los mas optimistas.
“¡Qué te lo crea tu abuela!, –
contestan los pesimistas…
La cucaracha…
Al final queda el consuelo,
--sabe el aficionado--
que entre cerveza y cerveza,
¿quién nos quita lo bailado?...
La cucaracha, la cucaracha
ya no puede caminar.
Porque no tiene, porque le falta
marihuana que fumar…
IV.
En estos tiempos en donde hasta acá nos llegan sombrías noticias desde México, siento nostalgia por la época aquella en que nuestro desafío más grande consistía en aprender a dar ese último paso para conquistar el triunfo.
Pero como bien dice Gerardo Mendive, un amigo uruguayo que vive en México desde hace cerca de treinta años, y que se ha dedicado entre otras cosas a la pedagogía del relato: “el futuro tiene la mala costumbre de ocurrir”. De tal forma que lo que hace unos años solía ser una vaga y lejana amenaza del narcotráfico, pertenece ya, a la cotidianidad presente de nuestro país.
La omnipresencia de la violencia en la vida mexicana es de tal gravedad que parece que hemos rebasado el punto en donde hasta el truco compensatorio de transformar la tragedia en comedia ha perdido sentido. Lo cierto es que los datos que por todos lados escuchamos a últimas fechas sobre México, no dejan ni tantitas ganas de reír:
- México está en guerra: En lo que va del año han muerto más mexicanos por el narcotráfico que soldados americanos en la guerra de Iraq. En las ciudades norteñas no es extraño presenciar escenas hollywoodenses de persecuciones y balaceras a plena luz del día.
- La corrupción está desbordada: Se estima que el 40% del ejército y el 60% de la policía ha sido comprada por el narcotráfico; leyendas urbanas señalan que todos los gobernadores de estados fronterizos forman parte activa de la red de narcotráfico, ya sea porque tienen intereses económicos, ya sea porque quieren conservar la vida.
- La imagen internacional del país va en caída libre: en los últimos dos meses ha habido más de una docena de titulares y columnas en periódicos internacionales en donde se afirma que México es un estado fallido. Que la capacidad del gobierno para resolver el problema ha sido rebasada hace tiempo.
- El posicionamiento del presidente es cada vez más débil: Felipe Calderón pasa públicamente por alguien temeroso, inepto y defensivo. Se incrementan sus deslices verbales: en Davos hace el desafortunado comentario de que nunca calculó que gobernar es un infierno. Sus colaboradores son considerados niños de parvulario.
- El gobierno es incapaz de resolver: Sobre el gobierno pesa la sombra de la ilegitimidad electoral. Atado por los pactos políticos que lo llevaron al poder, ha sido incapaz de impulsar las reformas radicales que el país requiere. A medio camino de su mandato, el gobierno no ha conseguido convocar fuerza suficiente en torno a sí para integrar al país de frente en torno a los problemas que le acosan.
- La mezquindad clase política es descorazonadora: Después de pulverizar la institucionalidad electoral que costó décadas de construcción en México, la obcecación de López Obrador consigue también diluir la fuerza y la legitimidad que la izquierda mexicana había conseguido; el PRI se presenta como la alternativa viable para el país, con la cínica implicación de que el brote de violencia actual demuestra que –corrupción y todo— sus métodos de gobierno eran los adecuados.
- La inseguridad escala y asfixia a todos: La gente vive con un escalofrío permanente en la espina dorsal. La gente se pregunta a qué hora un transeúnte le reventará el vidrio del coche para robarle la cartera; a qué hora recibirá una llamada por celular pidiendo un rescate para su hijo secuestrado. La gente vive de facto encerrada en sus casas, en sus escuelas, secuestrada por el miedo. Los empresarios del norte –la historia de siempre— empiezan a proteger sus propiedades con guardias blancas y paramilitares.
V.
La ironía de todo esto estriba en que en un momento del viaje en que el retorno a México está a la vuelta de la esquina, nuestro país vive un momento de violencia e inseguridad tal, que en comparación, el riesgo al que pudimos haber estado expuestos en el viaje parece cosa de niños.
La ironía es que la preocupación de la que mi papá era vocero en vísperas del este periodo nómada alrededor de Latinoamérica se ve minúscula ahora, cuando se le compara frente a la que aparece en sus postrimerías, al considerar la vida sedentaria en el país.
La ironía es, finalmente, que aunque ninguno de los siniestros catastróficos ocurra, vivir en México implica asumir, tristemente, que estaremos un poco secuestrados entre paredes de concreto y que llevaremos a donde vayamos un sobresalto en el pecho, pues ser mexicano es asumir la cosmovisión sangrienta que impone el narcocorrido, en donde literalmente tu vida vale menos que la de una cucaracha…
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3 comentarios:
En estas sociedades el miedo mece nuestras cunas, no dejemos que nos duerma el arrullo!
Recién Enrique Krauze acaba de publicar un artículo en el New York Times...
Vale la pena considerarlo para hacer el balance de lo que se vive en el País...
http://www.nytimes.com/2009/03/24/opinion/24krauze.html?pagewanted=1&tntemail1=y&_r=1&emc=tnt
A.P.
Arturito,
Disfrutè mucho tu texto y me parece que expone ideas muy acertadas. Sin embargo, no estoy de acuerdo con el punto en el que dices: "La gente vive con un escalofrío permanente en la espina dorsal. La gente se pregunta a qué hora un transeúnte le reventará el vidrio del coche para robarle la cartera; a qué hora recibirá una llamada por celular pidiendo un rescate para su hijo secuestrado. La gente vive de facto encerrada en sus casas, en sus escuelas, secuestrada por el miedo."
Creo que esa visión también nos lastima. Yo, desde mi total subjetividad, no veo eso, ni lo siento. Creo que hay gente con miedo, sí. Creo que hay más conciencia y más precaución, también. Pero los parques, las banquetas, los bares, las fiestas, los mercados siguen llenos. La gente se saluda, se dice buen provecho aunque no conozca a los comensales en el puesto de tacos. La ciudad sigue viva, el Festival del Centro Histórico reúne a miles en el Zócalo, en los teatros. Las bicicletas se prestan gratis en reforma, Polanco, Condesa, y el "ciclotón" està a reventar cada domingo. El espacio público se disfruta, los mexicanos disfrutamos la calle y la ciudad, a pesar de los cárteles y del gobierno inepto. Era una pena que, en Cuba, todos preguntaban por Ciudad Juárez, Tijuana, las fronteras, los balazos y nada màs. Eso son los medios, es el morbo que gana y muestra sòlo lo que vende. Amigo, afortunadamente, seguimos siendo un pueblo dicharachero, hospitalario y amigable. De veras, no se siente el ambiente como lo dicen los diarios...ya verán que no :)
un beso a ambos,
Lara
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