Encontré un lugar en el mundo donde parecen convivir en perfecta armonía el mundo americano y el latino. Encontré una pequeña isla en donde los dos mundos que viven adentro de mí desde que nací aquí van de la mano y se expresan de las formas más originales.
Los puertorriqueños pasan del inglés al español en un instante y sin esfuerzo. La moneda que se usa es el dólar pero lo llaman “pesos”. Los letreros de las carreteras usan kilómetros para indicar la distancia y millas para la velocidad permitida. La gente contesta hello al teléfono para después continuar una conversación en español…
Cuatro siglos de colonialismo español y más de cien años de colonialismo americano han creado esta singular sociedad.
Sin embargo, no puedo dejar de preguntarme qué habrá pasado en la historia de Puerto Rico para convertirlo en lo que ahora es. ¿Qué motiva a un país a querer pasar de un dueño a otro? República Dominicana, Haití, Cuba, Puerto Rico. Cuatro países tan cercanos que han decidido transitar por la historia de maneras tan diversas.
La historia de Puerto Rico me parece análoga a la vida de una persona que nunca se rebeló durante la adolescencia. La rebeldía, un paso obligado para establecer la propia identidad, fue pasada por alto en esta isla. Mientras el Caribe y Latinoamérica lucharon batallas sangrientas contra sus opresores, Puerto Rico pasó de ser la hija de España al ahijado de Estados Unidos.
Puerto Rico se denomina un Estado Libre Asociado, sin embargo, como dicen sus propios residentes: “Ni somos estado, ni somos libres, ni estamos asociados”. Viven bajo el mandato de Estados Unidos. Como un hijo que tiene que vivir bajo las consignas de su padre: “Mientras sigas viviendo bajo este techo…”. Y así, el hijo se muerde la lengua mientras extiende la mano.
La historia de un país se escribe en gran parte a partir de sus batallas; las luchas que ha tenido que sobrellevar para convertirse en el país que desea ser. ¿Y no es igual con las personas? ¿Acaso nuestra biografía no la contamos a partir de nuestras luchas internas?
Es curioso pues en este país con una identidad difusa yo me he sentido plenamente identificada. Mi propia historia personal está llena de mezclas y contradicciones. Mis dos mundos, el americano y el latino, han tenido que luchar para sobrevivir e integrarse dentro de mí.
Pertenecer a dos países me ha llevado a sentir en varios momentos que no pertenezco a ninguno. Estando en México o en Estados Unidos sentía cómo una parte de mi ser tenía que replegarse, empequeñecerse, para pertenecer durante ese instante a un espacio en el mundo. Sin embargo, la parte replegada no moría, simplemente se quedaba dormido por un rato…
Rodeada de americanos el inglés de mi infancia aparece. Palabras, gestos y dichos que no tenía registrados salen automáticamente de mi boca. Como también mi cuerpo, naturalmente, se empieza a mover cuando escucha un merengue o una salsa.
Lenguajes y caderas silenciados por tanto tiempo.
Cuando mi familia se mudó a México yo tenía 9 años y lo único que deseaba era pertenecer; ser como todas las demás niñas de mi colegio. Ellas no pronunciaban en inglés como yo así que gradualmente comencé a dejar de lado mi pronunciación. Escondía mi acento pues hablar así denunciaba mi origen y pronto aprendí que en México ser americano no era siempre bien recibido.
Me propuse –casi como una tarea- aprenderme las canciones que escuchaban mis compañeras: Timbiriche, Flans y Luis Miguel, cuando yo lo que quería era cantar Burbujas de Amor. Quería bailar a unos ritmos que nadie en mi mundo bailaba, pues en el México que me tocó vivir esa música era para “nacos”. Así que yo tenía que bromear, escondiendo a través de la burla, el gozo que sentía con esos ritmos caribeños.
Mi lenguaje y mis caderas parecían siempre fuera de lugar. Resaltaban en el mundo donde crecí. El inglés se fue empequeñeciendo y las caderas dejaron de moverse.
Irónicamente, fue mi viaje a Colombia el que logró romper con esa inercia. Ese año de vida en Colombia se convirtió en un capítulo de mi propia historia personal; una batalla de identidad y rebeldía.
A los veinticuatro años, saliendo de la universidad, decidí irme a vivir a Colombia para estar cerca de Fabio, quien entonces era el amor de mi vida. Había terminado la carrera de Psicología pero mi corazón no estaba en el mundo laboral sino en el campo de los sentidos. Quería experimentar el mundo y probarme en él. Aferrada a mi bandera de la libertad y con la fuerza que da el enamoramiento, logré desprenderme de las ataduras sociales y volar hasta Bucaramanga, Colombia.
Mi pasaporte americano fue imprescindible para ayudarme a conseguir trabajo como profesora de inglés. Contratada casi por el simple hecho de ser native speaker, mi trabajo no se podía limitar únicamente a las aulas. Me motivaban para hablarles a los alumnos todo el tiempo en inglés (cosa que además agradecía pues me ahorraba las burlas de mis alumnos adolescentes por mi acento mexicano).
Hablando y enseñando inglés me di cuenta, recordé, lo mucho que me gustaba ese idioma. Un idioma injustamente asociado con la guerra y el imperialismo, pues es también el idioma de Shakespeare y Dickens. Un idioma rico, poético, inmenso… Durante esa época me descubrí muchas veces pensando y soñando en el idioma de mi infancia.
Pasaba todo el día inmersa en el idioma inglés, estudiando su gramática y gozando su literatura. Cuando llegaba la noche me encontraba envuelta en un ambiente caribeño de fiesta y de rumba. La salsa y el merengue se metían por mis poros y mis caderas se sentían libres para moverse de nuevo. Recuerdo mirar a mi alrededor y sentirme extraña entre tanta gente que bailaba la música que yo hubiera deseado bailar toda mi vida.
No sé de donde me vino el gusto por esa música, pero desde pequeña era la música tropical la que corría por mis venas. Mi cuerpo ansiaba menearse pero al hacerlo sentía las miradas extrañas de los otros. Mis caderas estaban vigiladas. Mis caderas, que deseaban moverse, se habían quedado demasiado tiempo en silencio, engordando, calladas, esperando.
Una noche, bailando en Cali Son junto con dos amigas, sentí que mi ser se desbordaba a través de la música. Mis caderas ya no eran extrañas. Mis movimientos eran bienvenidos y mi cuerpo más bien tenía que seguir el ritmo acelerado de los costeños que se movían con extremada soltura. Regresé esa noche con el cuerpo inundado de ritmo, exhausta, pero feliz. Curiosamente sanada.
Gracias a ese año colombiano pude reconciliar dos aspectos de mí que tenía escondidos. Mi parte americana, a través del acento y el lenguaje, y mi parte latina, a través del ritmo y la música caribeña. Recuperé mi voz, mis caderas y mi capacidad para convertirme más en mi misma.
Ahora años después, en esta pequeña isla del Caribe, lo vuelvo a sentir. Sorpresivamente, me he encontrado un rinconcito en el mundo en donde puedo expresar sin prejuicios mis dos realidades.
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2 comentarios:
Me gustó mucho tu escrito Jennifer, creo que todos estamos en busca de reafirmar la identidad que, a veces se desdibuja. Eso de tener atadas las caderas es tan común entre las mujeres de mi generación, de mi grupo de amigas. Y es muy difícil desatarlas. Te felicito por poder hacerlo. Y te doy las gracias por hacerme saber que no soy la única que ha tenido ese problema. Y que se puede superar.
Y GRACIAS POR LLEVARME DE PASEO. BESOS.
Jenny y Arturo,
He leido con gran entusiasmo sus relatos de su viaje desde hace varias semanas. Hasta ahora me he suscribido a Goolge para poder hacer comentarios en el blog.
Les comento que se me ha vuelto un vicio todas las mañanas ver si hay algo nuevo en el blog (lo mismo me pasa con la columna diaria de Dehesa en Reforma), por dos razones: La primera y más importantes porque los extraño, los quiero y me aseguro de que estén bien. La segunda, cuando leo sus relatos siento como si estuviera ahi con mi mochila leyendo el Let's Go Central America y buscando qué hacer en cada lugar; y voy conociendo en sus relatos esa parte del mundo que no conozco.
Peon: Bien por esa Palm Treo... le hubieras pedido a tu papá también una Gold Card, para de repente hospedarte en un hotel tipo LL.
Ahora entiendo porqué a dos minutos de vernos aquí en Vallarta el año pasado, regresaron a atender a Olivia. Seguro que estará bien cuidada.
Les mandamos un fuerte abrazo desde Vallarta, y cuidense.
Moni, Pollo y Pamela.
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