World Press Photo 2008
Contra el mandato común en una sala de exhibición, el guardia del Museo de Arte y Diseño Contemporáneo de San José insiste en que utilice mi cámara y tome cuanta fotografía se me antoje de las dos exposiciones temporales que se exhiben en ese lugar: La World Press Photo 2008 y una pequeña muestra de artes gráficas denominada Versus.
Su invitación fue como darle licencia para matar a mi fiebre fotográfica. No tuvo que repetirlo dos veces…
La GuerraContra el mandato común en una sala de exhibición, el guardia del Museo de Arte y Diseño Contemporáneo de San José insiste en que utilice mi cámara y tome cuanta fotografía se me antoje de las dos exposiciones temporales que se exhiben en ese lugar: La World Press Photo 2008 y una pequeña muestra de artes gráficas denominada Versus.
Su invitación fue como darle licencia para matar a mi fiebre fotográfica. No tuvo que repetirlo dos veces…
Padre y niño turco
Balazs Gardi
La Depredación Natural
Gorila atrapado
Brent Stirton
Gorila atrapado
Brent Stirton
La Intolerancia
Pareja de Gays Agredidos
ZSolt Szigetvary
La Radicalización Política
Asesinato de Benazir Bhutto
John Moore
La Demanda del Desempeño Extraordinario
Maratonistas
Erik Refner
La Pedofilia
Versus
Olger Sánchez
Miguel Cortés
Augusto Ramirez
A lo largo de la función presentan su propia versión, ácida y crítica, de lo que ocurre en nuestras terribles ciudades contemporáneas. La ciudad, ese invento que los hombres pensaron originalmente para facilitar la subsistencia, el intercambio y el encuentro, y en pleno siglo XXI se ha convertido justo en lo contrario: la repetición constante y cotidiana del Apocalipsis.
He aquí los retazos de recuerdos que me quedan de aquella velada, que seguramente mi mente esquiva ha transformado hasta el desfiguro. Cuento desde el consuelo que me da la conciencia de saber que lo que ahora recuento no es lo mismo que lo que ellos entonces contaron, pues aquel acto de narración oral --fugaz e inefable— radica ya, en el sitio que está en ninguna parte, y al que las palabras se dirigen cuando mueren…
Fernando Franco
Fernando Franco, que en uno de sus talleres en los que celebra el ritual inagotable de la palabra, nos animó a nunca desesperar en nuestra andanza narrativa, pues un cuentero siempre cae con los pies parados a donde llega. Basta con contar un cuento en medio de la plaza para que –gorra de por medio—caigan del cielo, comida para pasar el día y techo para pasar la noche.
Gustavo Peláez, que nos enseñó cómo se vive a fuerza de palabras. Palabras en la radio, palabras en la televisión, palabras en el cuento, palabras en la sobremesa... Que cree tanto lo que pesan, lo que valen las palabras, que no tiene miedo de poner plata de por medio para demostrarlo.
Ricardo González, que se ha construido, con coraje, una vida de cuento: dejó su trabajo de publicista y se lanzó a recorrer Sur América con la palabra por todo equipaje, una chelista canadiense por toda compañía y cuentos como moneda de cambio.
Adrián Granados, que desde la comprensión de que la vida es un juego, vive su vida en efecto, con la sencillez y la alegría del juego. Adrián que en su recorrido ha hecho de locutor de radio, trovador de bares y escenarios, vendedor de cuero en la lagunilla mexicana, editor de revista de mujeres en cueros, palabrero de una cultura inteligente, hombre cuentero con corazón de niño.
Pues sólo hombres capaces de vivir su vida bajo la luz de los cuentos, con la pugnacidad de la crítica y la intensidad del afecto, pueden verdaderamente abrir un puente al futuro en esta terrible selva de concreto…
Asesinato de Benazir Bhutto
John Moore
La Demanda del Desempeño Extraordinario
Maratonistas
Erik Refner
La Pedofilia
Versus
Olger Sánchez
Miguel Cortés
Augusto Ramirez
Aún cuando en el panfleto de la exposición uno se entera que el jurado de la World Press insiste en que el criterio con que este año eligió a los ganadores se centró más en la calidad técnica de las fotografías y menos en la relevancia de la temática periodística, yo encuentro que el abanico gráfico es una buena muestra de los temas que constituyen el signo de nuestros tiempos.
Tanto así que la muestra podría haberse intitulado Cuentos de la Selva de Concreto en la Aldea Global.
Cuentiando la Selva de Concreto
Insisto en esta etiqueta justo porque ese es el título de la función que un grupo de cuenteros que a la postre se convertirían en nuestros amigos, presentó durante nuestra estancia en San José.
Tanto así que la muestra podría haberse intitulado Cuentos de la Selva de Concreto en la Aldea Global.
Cuentiando la Selva de Concreto
Insisto en esta etiqueta justo porque ese es el título de la función que un grupo de cuenteros que a la postre se convertirían en nuestros amigos, presentó durante nuestra estancia en San José.
A lo largo de la función presentan su propia versión, ácida y crítica, de lo que ocurre en nuestras terribles ciudades contemporáneas. La ciudad, ese invento que los hombres pensaron originalmente para facilitar la subsistencia, el intercambio y el encuentro, y en pleno siglo XXI se ha convertido justo en lo contrario: la repetición constante y cotidiana del Apocalipsis.
He aquí los retazos de recuerdos que me quedan de aquella velada, que seguramente mi mente esquiva ha transformado hasta el desfiguro. Cuento desde el consuelo que me da la conciencia de saber que lo que ahora recuento no es lo mismo que lo que ellos entonces contaron, pues aquel acto de narración oral --fugaz e inefable— radica ya, en el sitio que está en ninguna parte, y al que las palabras se dirigen cuando mueren…
Fernando Franco
De Fernando Franco tomo su interpretación de “Algo malo va a pasar” de Gabriel García Márquez (que a pesar de no formar parte de la función, mi inconsciente ha integrado de forma verosímil al hilo conductor de la obra).
En el cuento se reseña efectivamente el miedo que palpita en el corazón de la ciudad, y cómo una fantasía catastrofista se convierte en profecía auto-cumplida de la desgracia. Un cuento que debería movernos a pensar en cómo la cotidiana dosis de amarillismo que los medios nos recetan, va operando lentamente en nuestro ánimo, al punto en que nosotros mismos estamos dispuestos a abandonar nuestros más íntimos espacios, nuestras más queridas posesiones.
El cuento en tres trazos: una mujer se despierta de un mal sueño con la convicción de que algo grave va a pasar en el pueblo. Su paranoia es en principio tomada como signo de locura, pero poco tiempo más tarde todos los habitantes del pueblo terminan contagiados del terror que impregna a sus advertencias.
Empiezan a actuar con el recelo y la suspicacia de quien se ve amenazado, y terminan por salir de su terruño en huida desenfrenada, pues quieren evitar a toda costa el siniestro que se avecina. Movidos por la absurda lógica que se exacerba cuando los hombres conforman una masa, todos los miembros de esa caravana de peregrinos autoexiliados imitan al primer hombre que prende fuego a su casa mientras la deja, previniendo que cualquier vago rapaz la ultraje, ahora que él la ha abandonado.
Y así, mientras observan cómo el pueblo se consume en llamas y todo por lo que lucharon se diluye en un segundo, la mujer del principio del relato, ignorante de la circularidad causal de su temblor inicial, sentencia: “yo dije que algo grave iba a pasar, y dijeron que estaba loca…”.
Gustavo Peláez
Gustavo Peláez, con filos de humor negro, retrata con maestría el destino de quien, en la marginalidad de la economía formal, se ve obligado a hacer de la calle su lugar de trabajo:
Palomo es un lanzallamas, tragafuegos y malabarista piromaniaco que entretiene y amenaza con su rostro tiznado a los agobiados conductores que transitan por las atascadas calles y lo miran desde la brevedad encajonada de sus vehículos, mientras esperan que la luz roja mute en verde, en alguna esquina, de alguna calle, de alguna urbe latinoamericana.
Siguiendo los consejos de algún mentor argentino, Palomo ha sucumbido a la tentación cortoplacista del trabajo en la calle: De a cuarto de dólar el semáforo, a Palomo le basta con trabajar una hora al día para levantar tres veces más de lo que gana el obrero promedio en cualquiera de las industrias que desde la más estricta de las regularidades, pagan el salario mínimo a quien tuvo la suerte de tener cabida en sus monótonas líneas de producción.
Adicto al sabor que le ha impregnado la neurona desde la primera vez que tocó su boca, Palomo no puede vivir ya sin los éxtasis que le producen los octanajes del vapor Premium de la gasolina que ahora necesita para andar.
La vida de Palomo se consume pronta, igual que la flama que desde su boca resplandece entre oscuridades como un relámpago. Muere ahogado por la hemorragia interna; achicharrado por las quemaduras que siguiendo el rastro de la gasolina le han tostado las entrañas…
Ricardo González
Ricardo González, otro de los de Cuentiando, nos brinda una historia que surge en el intersticio de los escapes a los que recurren los longevos matrimonios urbanos para evadirse del mortal aburrimiento de días y noches idénticas en los que –mientras la amargura de los sueños frustrados y las promesas incumplidas de amor se les instala en los huesos— se les escapa la vida.
El relato plantea un conflicto central: un hombre regresa de la oficina a su casa con varias copas a cuestas. Mientras tanto, su mujer, en la alcoba familiar, se entrega a las caricias furtivas de su amante, y al vaivén del adúltero fornicio, vuela con su fantasía favorita. En esa ensoñación su rostro muestra cincuenta arrugas menos; su cuerpo es veinte años más jóven y doce kilos más esbelto. Sus tetas aún se mantienen orgullosamente firmes y de ninguna forma se parecen a ese par de bultos informes que ahora penden derrotados.
Desde ese planteamiento inicial, la historia se desgrana en tres finales posibles, todos, colgados de de una nimiedad azarosa: el repartidor de pizzas que recién acaba de entregar un pedido en uno de los departamentos del edificio empuja la puerta principal mientras sale…
Final número uno. La puerta se cierra. Cuando el hombre arriba, busca tembloroso las llaves en todos sus bolsos, sólo para enterarse de que ha olvidado su llavero por la mañana. Con una neblina alcohólica en los ojos se dispone a cruzar la calle para hablarle a su mujer desde el teléfono que se encuentra al otro lado. Justo se encuentra en el medio de la calle cuando un bus pasa a toda prisa y lo arroya.
Final número dos. La puerta queda entreabierta. Cuando el hombre arriba, empuja la puerta, que se abre para darle paso franco. Sube directo hasta su piso, para descubrir, justo en el momento que sale furtivo del apartamento, al amante de su mujer. Con el golpe de adrenalina el hombre recupera la sobriedad en un instante. El impulso del desengaño le da las fuerzas que todos estos años le han faltado para terminar el matrimonio que hace tiempo está podrido. Da media vuelta y se larga para siempre de ahí a inventarse una nueva vida llena de aventuras. Deja a sus espaldas el campo libre a su mujer y a su amante, que ahora, sin el encanto del encuentro prohibido, terminarán enrollados en una relación de una monotonía desesperante.
Final número tres. La puerta queda cerrada. El hombre cruza la calle para telefonear a su mujer y decirle que ha olvidado las llaves. La llamada alerta a la mujer que despide a su amante, y baja unos minutos más tarde a abrir la puerta a su marido. Mientras suben juntos las escaleras rumbo a su departamento, la culpa aguijonea a la mujer, pues ha estado a punto de ser descubierta. El abismo que siente en la tripa le da fuerza para confrontar al marido y vomitar el desencanto que lleva acumulando durante años. Ambos lloran hasta quedar rendidos. Duermen. Despiertan. Se abrazan. Hacen el amor. Se reconcilian. Renuevan en sus corazones los votos que hicieron frente al altar al casarse…
Apenas un mes después, la relación vuelve al punto en donde se encontraba: mientras el tedio los corroe, hombre y mujer se entregan a un juego de meticulosas movidas destinadas a destrozar lentamente la felicidad de su pareja. Su departamento se ha convertido en una sucursal del infierno, que durará hasta que la muerte los separe, pues está claro que ninguno de los dos tiene la fuerza y el coraje necesario como para marcharse…
Adrián Granados
De los cuatro cuenteros Adrián Granados es quien nos presenta una historia con ribetes más optimistas, pues a pesar de que sus personajes están sitiados –envueltos en el halo de la soledad de los cubos de concreto que se apilan en torres de departamentos; encerrados en el autismo autoerótico de sus fantasías esquizoides; torturados por el sadismo de una burocracia urbana infranqueable— encuentran, en un giro súbito, un camino para romper las barreras citadinas que de principio parecían no plantear salida.
La conclusión de su relato es contundente. La única forma de escapar del manicomio de la urbe de concreto es a través de la puerta que ofrece la más grande locura de todas: atreverse al amor, ese viaje impredecible que una noche, si la fortuna nos sonríe, nos conducirá a recibir la salida del sol con la cabeza de una mujer sobre el pecho, mientras una botella de tinto observa con discreción la escena, y suenan, en el aparato de sonido, las últimas notas de un tango de Gardel…
Los narradores detrás del cuento
Lo verdaderamente asombroso por paradójico, es que cada uno de estos cuatro cuenteros representó para nosotros, a lo largo de la semana que compartimos – paseos, comilonas, cuentos, talleres, contactos, lecturas, charlas, debates, debrayes, cervezas y confidencias de por medio – un rostro urbano exactamente opuesto al que sus cuentos de la urbe de concreto reseñan.
Sea pues esta crónica un homenaje a la cara generosa, abierta, innovadora, desprejuiciada, simpática, colorida, que nos mostraron de su ser urbano. Espíritu que vive en un San José esquiv, al que tres de ellos, colombianos de nacimiento y ticos de vocación, han adoptado como tierra para vivir y foro para contar.
En el cuento se reseña efectivamente el miedo que palpita en el corazón de la ciudad, y cómo una fantasía catastrofista se convierte en profecía auto-cumplida de la desgracia. Un cuento que debería movernos a pensar en cómo la cotidiana dosis de amarillismo que los medios nos recetan, va operando lentamente en nuestro ánimo, al punto en que nosotros mismos estamos dispuestos a abandonar nuestros más íntimos espacios, nuestras más queridas posesiones.
El cuento en tres trazos: una mujer se despierta de un mal sueño con la convicción de que algo grave va a pasar en el pueblo. Su paranoia es en principio tomada como signo de locura, pero poco tiempo más tarde todos los habitantes del pueblo terminan contagiados del terror que impregna a sus advertencias.
Empiezan a actuar con el recelo y la suspicacia de quien se ve amenazado, y terminan por salir de su terruño en huida desenfrenada, pues quieren evitar a toda costa el siniestro que se avecina. Movidos por la absurda lógica que se exacerba cuando los hombres conforman una masa, todos los miembros de esa caravana de peregrinos autoexiliados imitan al primer hombre que prende fuego a su casa mientras la deja, previniendo que cualquier vago rapaz la ultraje, ahora que él la ha abandonado.
Y así, mientras observan cómo el pueblo se consume en llamas y todo por lo que lucharon se diluye en un segundo, la mujer del principio del relato, ignorante de la circularidad causal de su temblor inicial, sentencia: “yo dije que algo grave iba a pasar, y dijeron que estaba loca…”.
Gustavo Peláez
Gustavo Peláez, con filos de humor negro, retrata con maestría el destino de quien, en la marginalidad de la economía formal, se ve obligado a hacer de la calle su lugar de trabajo:
Palomo es un lanzallamas, tragafuegos y malabarista piromaniaco que entretiene y amenaza con su rostro tiznado a los agobiados conductores que transitan por las atascadas calles y lo miran desde la brevedad encajonada de sus vehículos, mientras esperan que la luz roja mute en verde, en alguna esquina, de alguna calle, de alguna urbe latinoamericana.
Siguiendo los consejos de algún mentor argentino, Palomo ha sucumbido a la tentación cortoplacista del trabajo en la calle: De a cuarto de dólar el semáforo, a Palomo le basta con trabajar una hora al día para levantar tres veces más de lo que gana el obrero promedio en cualquiera de las industrias que desde la más estricta de las regularidades, pagan el salario mínimo a quien tuvo la suerte de tener cabida en sus monótonas líneas de producción.
Adicto al sabor que le ha impregnado la neurona desde la primera vez que tocó su boca, Palomo no puede vivir ya sin los éxtasis que le producen los octanajes del vapor Premium de la gasolina que ahora necesita para andar.
La vida de Palomo se consume pronta, igual que la flama que desde su boca resplandece entre oscuridades como un relámpago. Muere ahogado por la hemorragia interna; achicharrado por las quemaduras que siguiendo el rastro de la gasolina le han tostado las entrañas…
Ricardo González
Ricardo González, otro de los de Cuentiando, nos brinda una historia que surge en el intersticio de los escapes a los que recurren los longevos matrimonios urbanos para evadirse del mortal aburrimiento de días y noches idénticas en los que –mientras la amargura de los sueños frustrados y las promesas incumplidas de amor se les instala en los huesos— se les escapa la vida.
El relato plantea un conflicto central: un hombre regresa de la oficina a su casa con varias copas a cuestas. Mientras tanto, su mujer, en la alcoba familiar, se entrega a las caricias furtivas de su amante, y al vaivén del adúltero fornicio, vuela con su fantasía favorita. En esa ensoñación su rostro muestra cincuenta arrugas menos; su cuerpo es veinte años más jóven y doce kilos más esbelto. Sus tetas aún se mantienen orgullosamente firmes y de ninguna forma se parecen a ese par de bultos informes que ahora penden derrotados.
Desde ese planteamiento inicial, la historia se desgrana en tres finales posibles, todos, colgados de de una nimiedad azarosa: el repartidor de pizzas que recién acaba de entregar un pedido en uno de los departamentos del edificio empuja la puerta principal mientras sale…
Final número uno. La puerta se cierra. Cuando el hombre arriba, busca tembloroso las llaves en todos sus bolsos, sólo para enterarse de que ha olvidado su llavero por la mañana. Con una neblina alcohólica en los ojos se dispone a cruzar la calle para hablarle a su mujer desde el teléfono que se encuentra al otro lado. Justo se encuentra en el medio de la calle cuando un bus pasa a toda prisa y lo arroya.
Final número dos. La puerta queda entreabierta. Cuando el hombre arriba, empuja la puerta, que se abre para darle paso franco. Sube directo hasta su piso, para descubrir, justo en el momento que sale furtivo del apartamento, al amante de su mujer. Con el golpe de adrenalina el hombre recupera la sobriedad en un instante. El impulso del desengaño le da las fuerzas que todos estos años le han faltado para terminar el matrimonio que hace tiempo está podrido. Da media vuelta y se larga para siempre de ahí a inventarse una nueva vida llena de aventuras. Deja a sus espaldas el campo libre a su mujer y a su amante, que ahora, sin el encanto del encuentro prohibido, terminarán enrollados en una relación de una monotonía desesperante.
Final número tres. La puerta queda cerrada. El hombre cruza la calle para telefonear a su mujer y decirle que ha olvidado las llaves. La llamada alerta a la mujer que despide a su amante, y baja unos minutos más tarde a abrir la puerta a su marido. Mientras suben juntos las escaleras rumbo a su departamento, la culpa aguijonea a la mujer, pues ha estado a punto de ser descubierta. El abismo que siente en la tripa le da fuerza para confrontar al marido y vomitar el desencanto que lleva acumulando durante años. Ambos lloran hasta quedar rendidos. Duermen. Despiertan. Se abrazan. Hacen el amor. Se reconcilian. Renuevan en sus corazones los votos que hicieron frente al altar al casarse…
Apenas un mes después, la relación vuelve al punto en donde se encontraba: mientras el tedio los corroe, hombre y mujer se entregan a un juego de meticulosas movidas destinadas a destrozar lentamente la felicidad de su pareja. Su departamento se ha convertido en una sucursal del infierno, que durará hasta que la muerte los separe, pues está claro que ninguno de los dos tiene la fuerza y el coraje necesario como para marcharse…
Adrián Granados
De los cuatro cuenteros Adrián Granados es quien nos presenta una historia con ribetes más optimistas, pues a pesar de que sus personajes están sitiados –envueltos en el halo de la soledad de los cubos de concreto que se apilan en torres de departamentos; encerrados en el autismo autoerótico de sus fantasías esquizoides; torturados por el sadismo de una burocracia urbana infranqueable— encuentran, en un giro súbito, un camino para romper las barreras citadinas que de principio parecían no plantear salida.
La conclusión de su relato es contundente. La única forma de escapar del manicomio de la urbe de concreto es a través de la puerta que ofrece la más grande locura de todas: atreverse al amor, ese viaje impredecible que una noche, si la fortuna nos sonríe, nos conducirá a recibir la salida del sol con la cabeza de una mujer sobre el pecho, mientras una botella de tinto observa con discreción la escena, y suenan, en el aparato de sonido, las últimas notas de un tango de Gardel…
Los narradores detrás del cuento
Lo verdaderamente asombroso por paradójico, es que cada uno de estos cuatro cuenteros representó para nosotros, a lo largo de la semana que compartimos – paseos, comilonas, cuentos, talleres, contactos, lecturas, charlas, debates, debrayes, cervezas y confidencias de por medio – un rostro urbano exactamente opuesto al que sus cuentos de la urbe de concreto reseñan.
Sea pues esta crónica un homenaje a la cara generosa, abierta, innovadora, desprejuiciada, simpática, colorida, que nos mostraron de su ser urbano. Espíritu que vive en un San José esquiv, al que tres de ellos, colombianos de nacimiento y ticos de vocación, han adoptado como tierra para vivir y foro para contar.
Fernando Franco, que en uno de sus talleres en los que celebra el ritual inagotable de la palabra, nos animó a nunca desesperar en nuestra andanza narrativa, pues un cuentero siempre cae con los pies parados a donde llega. Basta con contar un cuento en medio de la plaza para que –gorra de por medio—caigan del cielo, comida para pasar el día y techo para pasar la noche.
Gustavo Peláez, que nos enseñó cómo se vive a fuerza de palabras. Palabras en la radio, palabras en la televisión, palabras en el cuento, palabras en la sobremesa... Que cree tanto lo que pesan, lo que valen las palabras, que no tiene miedo de poner plata de por medio para demostrarlo.
Ricardo González, que se ha construido, con coraje, una vida de cuento: dejó su trabajo de publicista y se lanzó a recorrer Sur América con la palabra por todo equipaje, una chelista canadiense por toda compañía y cuentos como moneda de cambio.
Adrián Granados, que desde la comprensión de que la vida es un juego, vive su vida en efecto, con la sencillez y la alegría del juego. Adrián que en su recorrido ha hecho de locutor de radio, trovador de bares y escenarios, vendedor de cuero en la lagunilla mexicana, editor de revista de mujeres en cueros, palabrero de una cultura inteligente, hombre cuentero con corazón de niño.
Pues sólo hombres capaces de vivir su vida bajo la luz de los cuentos, con la pugnacidad de la crítica y la intensidad del afecto, pueden verdaderamente abrir un puente al futuro en esta terrible selva de concreto…
Coreógrafo Ruso
Vladimir Vyatkin
No hay comentarios:
Publicar un comentario