Desde una perspectiva meramente lógica, este dato no deja de ser extraño, pues en última instancia, el juego no varía en sus parámetros objetivos: un rectángulo de pasto y once jugadores que intentan introducir la pelota en la portería contraria, y evitan a toda costa que entre en la propia.
Buscando causalidades, uno podría pensar que los vítores del público ejercen una influencia directamente proporcional hacia la capacidad de los locales, e inversamente proporcional en el ánimo de los visitantes. Podría pensarse también que los jugadores aprenden a capitalizar la familiaridad que desarrollan hacia pequeñas variaciones de la cancha propia.
Sin embargo, si algo está claro es que dichas variables no cuentan toda la historia. Pues la regla aplica aún cuando el estadio está vacío, o bien cuando el equipo se ha renovado.
El asunto es algo que pasa por lo psicológico. Una especie de influjo simbólico, etéreo, inasible: es la sensación de estar en casa…
Esa sensación de hogar que por alguna razón nos hace sentir más seguros, más cómodos, más relajados, más a nuestras anchas para estar, para movernos, para desempeñarnos.
Un vínculo emocional que cada uno de nosotros desarrolla hacia su país, su bandera, su barrio, su cuadra…
Y acaso fue ésta la sensación que nos inundó en San José, cuando contamos cuentos en el Centro Cultural de México, que es una extensión de la Embajada de México en Costa Rica.
Así nos sentimos desde la primera vez que arribamos al sitio y nos saludó el escudo nacional; más tarde, lo reafirmamos cuando el agregado cultural – Pedro González – nos atendió y nos ayudó como si fuéramos un par de viejos amigos; y sobre todo, lo vibramos con intensidad la noche en que el auditorio se llenó de personas que vinieron a escuchar nuestros cuentos, y que para todos efectos prácticos fueron como amigos que invitamos a la sala de nuestra casa.
Acaso fue el efecto de volver a ver un mapa familiar después de tres meses en que diariamente labramos nuestra logística en mapas de otros países; acaso se trató de la sensación que nos entró con la conciencia de que cada vez nos alejamos más de nuestra tierra, y que conforme nos acercamos a Sur América empieza a haber cada vez menos puntos de contacto.
Como quiera que sea, los cuentos de aquella velada tuvieron una electricidad especial. Salieron con pique de chile, con sazón de mole, con calorcito de tortilla recién hecha; con colorido de granada en nogal, empalme de huipil costeño y ritmo de mariachi tequilero.
Así, a varios meses de distancia y cientos de kilómetros de recorrido, en pleno San José de Costa Rica, nuestro corazón desborda una alegría especial. La alegría de volver a pisar, aunque sea por una noche, territorio mexicano…
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