domingo, 5 de octubre de 2008

Vivir como Gitanos

Como hemos dicho en el capítulo anterior, nuestra interpretación del ser gitano está asociado a la vida al margen de la aldea global: con tal de conservar la libertad que requiere, el gitano se las arregla sin las estructuras y las instituciones que sin duda brindan seguridad a los habitantes de la aldea, pero que frecuentemente lo hacen a costa de enajenarlo…

Y aunque Jennifer encuentra con mayor facilidad la lógica en la elección del gitano, desde mi óptica --acaso demasiado urbana, aún demasiado influida por ciertos acentos de la convencionalidad-- hay algo en los valores que esta forma de vida supone, que me confronta, me sorprende y me emociona:

El día que la conocemos, Tzila, de la Casa del Arcoiris nos cuenta una breve anécdota de su hija Antú, que vino al mundo hace siete años auxiliada por una comadrona del Caribe costarricense.

Antú es, como su madre, artista de las telas y bailarina.

Después de un esfuerzo importante, Tzila consiguió que Antú ingresara en la mejor academia de danza del país. Una especie de internado público que imparte la currícula tradicional al tiempo que expone a los niños a una ardua rutina de entrenamiento para que se desarrollen como artistas. La escuela (a la que solo acceden unos pocos) cuenta con reconocimiento y prestigio en el medio por haber formado a varios de los bailarines más destacados de Costa Rica.

A los dos años de estar en la escuela, Antú habla un día con su mamá y le dice que está harta de profesores exigentes y malencarados que no saben hacer otra cosa más que regañar. Ella necesita profesores que sean verdaderamente apasionados de su arte. Profesores que enseñen desde el corazón.

Le dice que ella (a su increíblemente corta edad) está lista para tomar su vida en sus manos. Que no quiere seguir más en la escuela. Que está lista para dedicar todo su tiempo a hacer telas y bailar por su lado, al ritmo que dicta su propia inspiración.

Tzila duda en un primer momento, pues la educación formal es acaso la última estructura --el último tabú-- del que es difícil separarse. Además, no está excenta (como cualquier padre) de los escalofríos que siempre trae consigo una decisión que inevitablemente alterará el rumbo de la vida del vástago hacia una siempre incierta dirección.

Sin embargo escucha con seriedad lo que su hija ha dicho, pues está convencida que no existe sabiduría sobre la vida que supere el instinto que cada uno tiene sobre su propio destino. Entiende además que la petición de Antú no nace desde su rebeldía, sino que viene de una genuina intención creativa.

Termina pues dándole crédito a la petición su hija. La saca de la escuela y decide que aprenderá en la casa, mientras dedica la mayor parte del día a bailar.

La abuela, pintora, será su maestra de artes gráficas. Ella, bióloga de profesión, le enseñará ciencias...

Pocos días después, al minúsculo cuerpo docente de este par de mujeres valientes y solitarias, se une espontáneamente un pequeño batallón solidario de otros amigos que comparten la ruta gitana: uno enseñará matemáticas, otro enseñará geografía, una más será la maestra de yoga…

Y Antú aprende y crece.

Y baila como solamente los ángeles bailan.

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