I.
El objeto más preciado que tuve desde pequeño fue un aparatito de radio que me regalaron mis papás. No escuchaba casi música, pues lo que a mí me gustaba era escuchar programas en los que la gente hablaba. Programas hechos de palabras.
Entre los ocho y los doce años, a la hora de irme a dormir, ponía el radio debajo de la almohada y me quedaba horas escuchando la radio.
Escuchaba con fidelidad de genuino aficionado todos los partidos de futbol, así se tratara de la intrascendencia del Curtidores contra el Zacatepec; escuchaba todos los partidos de beisbol de los Diablos y los Tigres de la liga mexicana, y cuando mi radio estaba de buen humor, escuchaba también las transmisiones que Jaime Jarrín hacía de los juegos de los Dodgers, desde Los Ángeles –“la bola se va, se va, se fue… despídela con un beso”—; escuchaba compulsivamente, una y otra vez, las mismas noticias en los resúmenes deportivos de los domingos, hasta bien entrada la noche, a la hora en que se hacía la crónica de la corrida de toros ; escuchaba espantado y con intriga escatológica los casos que se presentaban todas las noches en la W, en un programa llamado Inocente o Culpable en el que el público hablaba para pronunciarse a favor o en contra de los indiciados en los casos del ministerio público; escuchaba programas de mesa redonda a los que de vez en cuando invitaban al Padre Chinchachoma, aquel cura medio loco que trabajó durante años al lado de los niños de la calle de la ciudad de México, tratando de devolverles la sensación de valía en sí mismos con la metáfora de que un diamante es un diamante, aunque esté sepultado por una tonelada de caca.
Y es que el magnetismo hacia el aparatito estaba más allá del interés que podrían haberme generado aquellos programas, por más que genuinamente me gustaran. Escuchaba la radio, sobre todo, porque las palabras me tranquilizaban y me hacían sentir acompañado. Escuchaba la radio porque a mí la angustia no me dejaba dormir.
Era una leve asfixia atenazadora, una especie de inquietud silenciosa y aislante, una melancolía con tonos de soledad que me acompañaba casi siempre, se intensificaba por las noches y se agudizaba especialmente los domingos, conforme la tarde caía.
II.
A propósito de este recuerdo hace poco vino a mi memoria mi profesor de teorías de la personalidad en la Universidad. Noriega, tenía un rollo con la palabra al punto que de todas las escuelas de psicoanálisis eligió la alternativa lacaniana para su práctica, y su trabajo ha estado siempre asociado a las poblaciones de niños sordos.
Una de aquellas cátedras en las que las historias se le desbordaban en cascada, nos contó una anécdota a propósito de la línea que separa la animalidad de la humanidad, la biología de la psicología:
Cuentan que hace varios siglos se asumía que el lenguaje era una manifestación divina que el creador directamente la infundía en el hombre. Cuentan que en algún sitio de Europa surgió una controversia entre los sabios, que no conseguían ponerse de acuerdo a propósito de cuál era la lengua que Dios elegía de forma natural para manifestarse en los hombres– el latín, el griego o el hebreo.
El rey de aquel sitio, un tipo curioso e inclinado a departir con los sabios, ordenó llevar a cabo un experimento para zanjar la cuestión. Mandó llamar a la persona que dirigía el orfanatorio que recibía a los niños abandonados en aquel sitio y le indicó que de entre todos los recién nacidos que fueran recibidos a partir de ese día, fuera separado un grupo de veinte niños. A estos bebés deberían administrárseles los cuidados necesarios para sobrevivir –alimento, cobijo y limpieza—más ninguno de los cuidadores a su cargo podrían hablarles.
La restricción de dirigirles palabra alguna revelaría, después de un tiempo prudencial de crianza, cuál era la lengua que espontáneamente los niños hablaban, y consecuentemente, aquella que era la favorita de Dios.
Cuentan que las cosas ocurrieron según el designio del soberano y los recién nacidos del orfanato fueron tratados según sus indicaciones. A los oídos de ninguno llegó jamás palabra alguna.
Para sorpresa de todos, el experimento concluyó antes de tiempo, pues antes de que se hubieran cumplido los seis meses todos los niños, sin excepción, habían muerto.
Y es que en efecto es sólo al calor de la palabra que la vida es posible; es la red del lenguaje la que nos anida y nos inyecta vida; es ella la que nos arranca de la soledad y nos da cabida entre los hombres, y solamente si la palabra nos alcanza y nos penetra, devenimos ulteriormente humanos.
III.
Cuando cuento cuentos para cualquier auditorio –niños chicos y niños grandes—, imagino que me escuchan a través de un pequeño radio debajo de la almohada. Seguramente también ellos, de vez en cuando, al caer la tarde, necesitan palabras que les acompañen mientras luchan contra una leve asfixia atenazadora entre ombligo y garganta.
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2 comentarios:
Hola Jenny, Arturo:
Tengo poco que llegué a su blog y me gusta mucho leerlos, me parece sensacional e inspirador el viaje -sobre todo el del corazón- en que ahora están inmersos. Les mando muchos saludos y me quedo por aquí disfrutando de más narraciones e imágenes!!!
Con cariño,
Bere Garcia
ex-Hay
Imaginense que se puediera conbinar..el romance del italiano, la alegria del espanol, lo puntual del aleman, lo sencillo del ingles, el aire del arabe... que idioma tan encantador tendriamos!. Seria el idioma de la rosa (aterciopelada y con espinas).
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