jueves, 21 de mayo de 2009

Lecciones culinarias y otras recetas con los de la Torre Aguirre

El enemigo es la rutina. El enemigo es el cansancio. El enemigo es el estrés. El enemigo es el desbalance. Hay que combatirlo sin piedad. Aunque sea martes. Aunque sea miércoles. Hay que darse tiempo para apagar las luces. Para prender las velas. Para hablar. Para escuchar. Para mirarse a los ojos. Para sentir al otro y no convertirse en un desconocido. Para no encontrarse de pronto en la tumba, y darse apenas cuenta de que uno ha sido ajeno a su propia vida. Que la existencia se le escapó a uno en medio de la frustración, el miedo y la prisa.



El secreto de la comida ya está todo inscrito en su interior. Como una perla dentro de una ostra. Si uno la elige bien, lleva el setenta por ciento de la prueba de la cocina superada. En Chile la materia prima ayuda. Los chilenos son obsesivos de sus insumos. En las fronteras son fieros para impedir que a nadie se le ocurra introducir nada que vaya a echarles a perder la cosecha, a enfermar el ganado. Las conchas de borde negro de Chiloe son pedacitos encapsulados de cielo.



La comida empieza desde la preparación. Desde los colores y los olores en la visita al mercado. Desde los recorridos entre los anaqueles que exhiben ingredientes. Preparar comida es un acto de amor. Es un pensar en otro que se estira en el tiempo. Preparar comida es honrar a quien nos regaló el fuego. Preparar comida es hacer magia con fuego. Se cocina platicando. Riendo. Recordando. Con una copa de vino tinto al lado. Eso sí: No importa cuán grande sea el espacio de la cocina, en realidad es tan pequeña que sólo cabe en ella una voluntad. Habrá que elegir a quién le toca mandar. Y el otro, dócilmente, deberá limitarse a seguir instrucciones: a picar cebolla, a limpiar las ostras. Se cocina experimentando, tomando riesgos. No es cocinero quien no se avienta al desafío sobre la montaña rusa del ensayo y el error.



El vino es luz líquida. Tonos de arcoiris en el espectro superior del rojo rubí. El vino se muestra mientras acaricia las paredes de la copa. El vino es música líquida. Sus sabores se escriben como en pentagrama. Notas de moras silvestres, roble y caja de habanos. El vino tiene más cosas que contar en la medida que acumula experiencia y edad. Hay quien antes de tomar el vino hace un recuento de la historia que guarda la tierra en que creció la vid. Hay quien orienta el sabor del vino por los recuerdos que el año de la cosecha le traen a la memoria. Pero en realidad, del vino sólo importa una cosa: que guste. Si no gusta, vale lo mismo que agua de charco.


El espacio y el tiempo son esenciales. La historia que cuenta la luz y cuenta la sombra. El rinconcito del patio, que es un universo en sí mismo, un escondite, una guarida. El jarrón sobre la mesa. Las velas. El cojín mullido. Uno se pierde a sí mismo si no encuentra un sitio donde las cosas estén quietas. Donde el verde de la enredadera haga su trabajo de crecimiento silencioso. Un sitio para detener la mente. Para estar tranquilo. Para leer el periódico del sábado o una novela. Sin prisa, dejando que los ojos corran sobre las palabras a su ritmo. Dejando que el respiro encuentre su cadencia.

Un lugarcito para tomar el té en el estricto cánon con el que los que saben preparan el agua de hierbas: calentando la tetera antes de vaciar el agua. Sumergiendo las bolsitas de hierba sólo lo necesario para que le den al agua su aroma y no amarguen su sabor. Tomándolo en pequeños sorbos y dándose tiempo para respirar profundo. Sonriendo porque uno está vivo.



Y finalmente uno tiene que desamodorrarse. Encontrar cualquier pretexto para salir de la ciudad. Para vencer el magnetismo del concreto. Para escapar del aire negro de la selva de asfalto. Y encontrar algún lugarcito desde donde mirar sin que la vista sea bloqueada por ningún obstáculo. Un sitio que huela a tierra y huela a frutos. Un sitio en que uno pueda palpar el tiempo. Darse cuenta cómo el otoño es el hijo del verano.



Y entonces, sólo si uno ha hecho la tarea de espantar a los fantasmas; sólo si uno ha construido la atmósfera hasta el último detalle; sólo si uno ha dispuesto el espíritu... el encuentro ocurre.

Ahí, en ese espacio que con perseverancia de carpintero uno le ganó a la desidia, al estrés y a la angustia, es posible compartir. Sobre ese mantelito que parece el escenario de un pequeño teatro, uno siente el impulso de volar. Ahí, uno puede volver a regodearse con los amigos en las historias que lo reseñan a uno como quien es, más alla de toda pretensión.


Y uno siente se siente alegre y parlanchín. Y a uno le dan ganas de decir, sencillamente, gracias...

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