lunes, 19 de julio de 2010

El desafío de viajar en pareja*

Podría parecer como una larguísima luna de miel: viajar con tu pareja durante un año entero. Sin embargo, lo idealizado rara vez se parece a la realidad. Y más bien, para ser honestos, un viaje así de extenso tiene tanto momentos de encuentro e intimidad como momentos de desencuentro y discusión.


El viaje

Queríamos conocer Latinoamérica. Pero queríamos que el viaje tuviera un sentido. No se trataba de pasar trescientos sesenta y cinco días jugando cartas a la orilla de una alberca y tomando piñas coladas.

Ambos somos psicólogos de formación pero tenemos vocaciones paralelas y decidimos dedicar ese año a desarrollarlas. Darnos un espacio para vivir creativamente y explorar estas aficiones: contar cuentos, escribir y hacer fotografía.

Estos tres pilares se convirtieron en el eje central de nuestra aventura nómada. Vimos Latinoamérica a través de una lente narrativa, deteniéndonos ahí donde creíamos que existía una buena historia y ocupándonos de registrarla con la pluma, el corazón y la cámara.
Antes de salir de viaje recibimos miles de reacciones, algunas inesperadamente negativas. Mucha gente consideró que nuestro viaje era una especie de escape de nuestras obligaciones adultas. Una apuesta irresponsable que ponía en riesgo nuestra estabilidad económica, nuestro futuro profesional o el advenimiento de nuestra familia.

Y desde luego había riesgos, ¿pero acaso no es peor riesgo demorar tanto tus sueños que al final descubras que nunca los viviste?

Adicionalmente, entre las personas que más objetaron nuestro viaje había algunos convencidos de que uno no puede viajar con su pareja durante tanto tiempo sin pelearse al punto de la separación definitiva.

Así que al arrancar nuestro recorrido asumimos conscientemente el tamaño de nuestra apuesta en conjunto. Pues si bien en un extremo podríamos en efecto descubrir que no estábamos hechos el uno para el otro, en el extremo opuesto, el viaje podría transformarse en una oportunidad irrepetible para fortalecernos como pareja. Explorar nuestra relación a fondo, descubrirnos a nosotros mismos a través del otro y abrir las puertas a nuestro proyecto futuro.

Frente a frente

La primera disputa entre nosotros se dio incluso antes de partir. ¿Cuánta cercanía o aislamiento queríamos experimentar frente a lo que dejábamos atrás? Y la implicación concreta: ¿debíamos llevar o no una laptop?

A Arturo no le quedaban dudas para argumentar a favor, pues finalmente la laptop era una herramienta indispensable para nuestro proyecto de escritura. Era innegable además la necesidad de guardar cotidianamente nuestros registros fotográficos o de video. Y en una larga travesía nómada por diferentes países, era indudable que el acceso a internet simplificaría la logística del viaje –en las búsquedas de hostales, por ejemplo—, o permitiría incluso establecer contacto con la red de cuenteros del continente…"

Jennifer, por su lado, estaba en contra. Argumentaba que sería una lata estar cuidando el aparato a donde fuéramos, pues sobre todo, tenía el deseo de viajar ligero y pasar un tiempo verdaderamente desconectados. Pero en el fondo lo que palpitaba en Jennifer era un miedo y una esperanza. Pues si el viaje se presentaba como un pretexto para ensayar gradualmente una vida distinta, ¿acaso mantener el hábito más adictivo de la vida posmoderna -- estar pegado día y noche al teclado y a la pantalla-- no era uno de los obstáculos más grandes para alcanzar ese estado?

También es cierto que al inicio se pusieron de manifiesto las sutiles discrepancias que ambos teníamos con respecto al sentido último del viaje.

Arturo concebía el viaje como una oportunidad excepcional para dedicar un año entero a proyectos largamente anhelados. Y habiendo apostado una parte de su carrera como consultor en ello, no podía darse el lujo de “desperdiciar” el tiempo y la oportunidad. Por lo tanto, quería acelerar el ritmo, apresurar los tránsitos, minimizar el desgaste; llegar pronto a los sitios para tomar pluma y cuaderno y escribir; o hacer fotografía.

Por su parte, para Jennifer el viaje era menos un asunto de conseguir una meta, y más una oportunidad para experimentar un proceso de transformación interior… y por eso para ella los tiempos muertos en calles llenas de transeúntes, los largos recorridos en autobuses atestados de olores, colores y gente, la posibilidad de disfrutar el letargo sin prisa del atardecer, eran el viaje…

O simplemente diferencias implícitas en preferencia y sensibilidad…

Arturo imaginaba semanas enteras flotando en la atmósfera bohemia de Lima, Buenos Aires o Montevideo, escribiendo en los mismos cafés en los que vagaron Vargas Llosa o Benedetti.
Jennifer en cambio soñaba con la soledad del altiplano boliviano, con la vastedad del cielo Patagónico, con la humedad inabarcable del Amazonas.

Así pues, durante los primeros meses la pasábamos discutiendo. Por todo y a todas horas. Y si no lográbamos ponernos de acuerdo en los detalles simples y prácticos --a qué hostal llegar, cuándo comprar los boletos, qué ruta seguir, cómo vender nuestras funciones de cuentos-- ¿qué nos deparaban asuntos más complejos como el grado de apertura o reserva en las crónicas que hacíamos en nuestro blog; o la forma en que nuestra identidad individual se vio puesta a prueba en un largo juego de espejos – ambos viajeros, psicólogos, escritores y cuenteros – pues las definiciones anteriores de nuestros roles en México no aplicaban?

El mismo viaje, sin embargo, nos daría la oportunidad de serenarnos y poner perspectiva a nuestras diferencias…



La lección del kayak


Estando en Puerto Rico decidimos hacer una expedición nocturna en kayak para observar un fenómeno de la naturaleza que se da en muy pocos lugares del mundo: una laguna bioluminiscente.

Para el recorrido compartimos un kayak. El líder de la expedición nos indicó que el hombre debía ir atrás y la mujer adelante. Esto es porque quien va atrás tiene que remar con más fuerza. Pero quien va adelante debe llevar la dirección y el ritmo. “Quien sobrevive al kayak, sobrevive a la vida en pareja”, dijo el guía y todos nos reímos.

Al poco tiempo nos dimos cuenta que éramos los últimos del grupo. No lográbamos sincronizarnos. Arturo quería ir más deprisa mientras que Jennifer quería remar sin prisa, deteniéndose en el paisaje nocturno. El ímpetu masculino de la velocidad chocaba con la placidez femenina. Terminamos atorados en la orilla del río, sin poder movernos para adelante o para atrás.

Empezamos a discutir. Y pocas cosas son tan estúpidas como discutir con tu pareja en un país extraño, a media noche, con el trasero empapado, disfrazado con un ridículo chaleco salvavidas y con un remo en las manos.

Hicimos un esfuerzo entonces por escucharnos. Llegamos a la conclusión de que tocaba aceptar que a cada uno correspondía un rol distinto, como había sugerido el líder. Y así, finalmente, pudimos empezar a coordinar nuestros movimientos, encontramos un ritmo compartido, y logramos avanzar con suavidad, dirección y velocidad.

Liberada la tensión que estaba puesta en la navegación, pudimos empezar a disfrutar lo que pasaba en derredor nuestro: el olor de la espesa vegetación de los manglares, los sonidos de los animales, la ingravidez del kayak flotando sobre las cálidas aguas caribeñas, y sobre todo, el inolvidable resplandor turquesa en medio de la oscuridad cerrada de la noche.

Ritmos y necesidades distintas


El aprendizaje del kayak lo recordaríamos durante el resto del viaje, y se convertiría en una referencia permanente al respeto a las diferentes necesidades y ritmos. Una especie de metáfora sobre la disposición a construir una síntesis provechosa a partir de energías cuyas frecuencias disímbolas nos predisponen a chocar.

A partir de entonces empezamos a ser deliberadamente más conscientes con respecto a los momentos en que tocaba ceder, y los momentos en que tocaba insistir. El balance era clave, pues se había hecho evidente que si ambos no encontrábamos espacio para expresar nuestras necesidades y preferencias, terminaríamos atorándonos o explotando.

Suena obvio. Sin embargo, expresar las propias necesidades no resultaba tan sencillo como parece, pues el respeto del otro precisa la detección y el respeto a las necesidades propias. Y saber lo que uno quiere (lo que realmente necesita o desea más allá de lo que es supuestamente conveniente o adecuado) es difícil. Y si uno no es consciente, difícilmente podrá expresarlo al otro, y en consecuencia, difícilmente encontrará el respeto al que aspira.

Así pues, durante el camino aprendimos a poner atención primero a nuestros deseos y necesidades individuales y después comunicárselas al otro. Un diálogo que requirió a un mismo tiempo la fuerza de la franqueza para expresar; y la delicadeza de la escucha y el reconocimiento como válido a lo que el otro necesitaba.

Fue en ese vaivén que descubrimos que una pareja sólo puede serlo cuando cada uno asume sus propias necesidades y deseos. Cuando se hace cargo de sí mismo y no espera que el otro lea sus pensamientos. En el momento en que dejemos de esperar que el otro nos resuelva la vida, como cuando éramos niños, entonces estaremos listos para entrar a una relación como dos adultos.

A lo largo del viaje nos transformamos como pareja y fuimos testigos de la evolución del otro. Al final, esos 365 días juntos constituyen una muestra sólida de nuestro potencial para ajustarnos y desarrollarnos como pareja. Pues conocemos el punto conflictivo desde donde arrancamos en el viaje, y hemos experimentado el sitio de encuentro al que arribamos al final. Es decir, compartimos una invaluable certeza sobre nuestras posibilidades en conjunto…

En conclusión

Hoy, en retrospectiva, no es posible precisar exactamente cómo conseguimos trasponer cada uno de esos desfases. Esas brechas que toda pareja debe superar si es que verdaderamente aspira a permanecer a lo largo del tiempo.

Es posible que la clave estuviera, como hemos escrito, en la disposición de ambos a hablar y escuchar al otro tanto como hiciera falta, o quizá el sistemático ejercicio de autoconciencia y autorregulación al que nos esforzamos. Quizá fue la misma trascendencia de nuestra aventura lo que nos ayudó a sobrepasar los desencuentros, o a lo mejor, fue la sensación de vulnerabilidad y de estar solos contra el mundo lo que nos unió en los momentos difíciles. Quizá fue que a tiempo supimos darnos nuestro espacio o que encontramos la forma de que cada uno tuviera espacio en el viaje.

O a lo mejor, simplemente que, conscientes de la fugacidad del viaje, caímos en cuenta del desperdicio que representaría agotarnos en peleas estériles y perdernos de la maravilla de paisajes, encuentros, experiencias que se abrían frente a nosotros en cada recodo del camino.

Lo interesante es que sólo en la medida en que encontramos la forma de transformar el viaje en un larguísimo e in-interrumpido diálogo de un año, fue que se nos reveló su esencia: la posibilidad de dejar atrás la sensación anestesiante de la rutina cotidiana. De vivir de forma ligera y lúdica. De abrir los ojos y dejarnos sorprender. De dar espacio a nuestros sueños. De realizarnos a través de nuestros proyectos creativos.

Sólo a través del diálogo fue posible acompañar al otro en el desafío que representa convertirse en la persona que uno aspira a ser: alguien capaz de abandonar guiones pre-escritos y vivir una vida con una trama única, plena en experiencias potentes y emociones reales.

En una palabra, de devenir adultos que viven sin fecha de caducidad: Pues, ¿por qué pensar que al llegar a la adultez se acaba la aventura de vivir? Cuando en realidad la aventura recién comienza en esta edad, cuando apenas cada uno de nosotros dispone plenamente de los recursos necesarios para hacer realidad sus sueños.

Finalmente el viaje nos permitió comprender el valor de hacernos cargo de la realización nuestros sueños personales, pues de lo contrario estaríamos claudicando a un proyecto de pareja que parece injusto y verdaderamente riesgoso: depositar nuestros sueños en nuestros en nuestros hijos para que ellos los cumplan, lo que los sometería a una situación imposible. O los cumplen aún a costa de enajenarse a sí mismos, o se exponen a nuestro perpetuo resentimiento si los frustran, eligiendo su legítimo camino personal.

*Artículo publicado en el mes de julio del 2010 en la Revista Psychologies México

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