miércoles, 30 de julio de 2008

Nuestro Recorrido en Guatemala


Recomendaciones (no tan azarosas) de Viajes del Corazón en Guatemala:

- La galería de Nan Cuz, Panajachel
- Eventos en el Proyecto cultural El Sitio, Antigua
- Gallo en Chicha en la Fonda de la Calle Real, Antigua
- Pie de Capuchino en Café Condesa, Antigua
- Ambiente en Mesón Panza Verde, Antigua
- Ruinas de Tikal, Tikal

Tikal

La memoria suele tener pasajes huidizos; al recuerdo le gusta jugarnos extrañas pasadas...

Jennifer vino por primera vez al Petén a los 14 años. Conservaba de ese viaje la sensación de haber caminado por primera vez en medio de la selva. En su relato todo eran sonidos de guacamaya, coros de insectos, colores de tucán, movimiento de changos...

Yo estaba ilusionado.

Cuando finalmente llegamos ahí, durante los primeros treinta minutos, me sentí decepcionado pues no encontré nada de ello. No encontré todas esas curiosidades que Jennifer había prometido. Tikal era más vivo en el relato que en la realidad...

O a lo mejor sólo era cuestión de esperar. De aguzar el ojo y el oído. Tratar de penetrar la selva. De tener paciencia. De entender que la selva tiene misterios que sólo la presencia continuada desentraña...

Después de seis horas, Tikal empezó a cobrar una dimensión distinta en mi mente.

Hoy, apenas a dos semanas de distancia, cuando lo recuerdo, lo recuerdo exáctamente como lo describió Jennifer. En Tikal todo son sonidos de guacamaya, coros de insectos, colores de tucán, movimiento de changos...

Vista del Lago Petén-Itzá al atardecer



Ceiba gigante a la entrada de Tikal


Vista de Tikal desde el templo VI



Jennifer y Arturo explorando...



Langosta de alas rojas en medio del follaje




Uno de los templos, restaurado en 2002




El amigo Joao, de Brazil, con quien exploramos Tikal





Pasajes mágicos a otro mundo





Jennifer, linda



Y sí, en algún lugar de la selva, un mono araña se desprende del grupo

Con vocación de cuentero: Rodolfo de León

Una de las cosas que me intriga y me fascina a la vez sobre las personas, es la historia sobre cómo emergió su vocación.

En ocasiones la vocación responde a un deseo de reparar algo en la historia de uno mismo, una especie de cuenta pendiente con la propia biografía; a veces la vocación surge de la influencia o de la identificación con algún personaje colorido que se atravesó en el camino y cuya presencia ayuda a aclarar la misión o conecta a la persona en el potencial que tiene; a veces, la vocación surge simplemente como el desenvolvimiento de una aspiración de la persona --es aquello en lo que una persona se ha convertido luchando por ser todo lo que puede ser.

Es sobre todo en estos últimos casos en los que casi siempre las personas encuentran una encrucijada en su camino: continuar la inercia cómoda de lo que están haciendo, o hacer una elección valiente hacia una ruta que en ese instante parece un salto en el vacío.

Al parecer, en este caso igual que en otras elecciones de nuestra vida, como sugiere la película “La confesión” del director David Jones, lo difícil no es hacer lo que uno quiere hacer, sino saber lo que uno quiere hacer. Una vez que uno sabe, lo difícil es no hacerlo.

Así fue un poco la historia de Rodolfo de León, un cuenta cuentos que conocimos en Guatemala. Él era vendedor. Había vendido televisiones. Había vendido seguros.

Una noche vio la película de Tango Feroz, en donde se cuenta la historia de Jose Alberto Iglesias Correa, uno de los precursores del Rock Argentino.

La película lo envistió. Supo que así quería vivir él. Vivir de la música. Vivir del arte.

Al día siguiente renunció al trabajo.

Antes de darse cuenta estaba ya estudiando para convertirse clown y había conseguido aprobar el examen del conservatorio como chelista un año antes del tiempo que usualmente toma a los ejecutantes.

No había pasado mucho tiempo de eso cuando ya estaba viviendo en el país vasco, con los días divididos entre el clown, el chelo y el amor.

De ahí el paso a ser cuentacuentos fue natural, pues él había tenido siempre --desde vendedor--, un algo de cuentero: un cierto romance con la posibilidad que tienen las palabras de tocar a quien las escucha, de convencerlo de algo, de transformar su vida...

De Rodolfo, acaso lo que encontré más inquietante es un concepto, que si la memoria no me traiciona, es más o menos el siguiente: “procuro no trabajar (al menos en el sentido capitalista del término). Más bien, procuro que mi vida esté llena de ocio, llena de tiempo para jugar con las cosas, con las palabras, con las imágenes, con los relatos.”

De ahí, de no dejarse enajenar por un propósito distinto a su curiosidad, brota la inspiración para crear cosas, para construir historias. “Si uno le da espacio a la intuición, y trabaja desde ahí, va a llegar a donde uno quiere. No hay forma de perderse…” --, dice.

Y de ahí, de ese no hacer, de ese no producir, salen, paradójica y asombrosamente, palabras memorables, formas admirables, creaciones hermosas.

Todo eso fue lo que pudimos Jennifer y yo compartir con él en tres encuentros que tuvimos a lo largo de nuestra estadía en Guatemala: los cuentos en la Casa del mango, la función de Títeres Corpóreos que ha montado con Larraitz Iparraguirre, y la velada que pasamos en su casa junto al volcán.

Los personajes de su espectáculo tienen vida propia. Formas inverosímiles que surgen de sus cuerpos entrelazados y danzan al compás de la música. Personajes con carácter y ritmo propios, en quienes palpita una humanidad sorprendente.

Durante la actuación el niño que vive dentro de mí (con mi mismo nombre y treinta años menor que yo), no paró de reírse y de asombrarse…

A varios días de aquella velada, sigo hallando provocativo su trabajo, su historia y los conceptos que compartimos. Como si fuera magia –supongo que ese el efecto del artista, cuando la búsqueda de su obra es genuina— me siento alentado a continuar mi propia búsqueda creativa, a perseguir las notas del tango feroz que a mí también me nace por dentro…


Una velada familiar en La Galería, Panajachel

Fachada de la Galería

De aquella tarde en la que Tomás y Sabine nos invitaron para celebrar la ocurrencia de la segunda contada de cuentos en la historia de la galería (la primera ocurrió hace un año cuando Elizabeth, la amiga de Jennifer estuvo por estos lares), el capricho de mi corazón se ha quedado con algunas estampas:

Jennifer junto con Nan

Nan nos cuenta que nació en la Gran Vera Paz, una región que nunca pudo ser subyugada por el ejército español durante la conquista. Fue solo bajo la influencia de los frailes de la iglesia que los indios decidieron finalmente integrarse al orden de la Nueva España. Cuando Carlos V escuchó la historia declaró que este era un ejemplo de la verdadera paz, la Vera Paz.

La pareja eterna, una de las obras de Nan



A pesar de la trascendencia que la obra de Nan ha tenido en abrir la conciencia en Europa a la relevancia de los grupos indígenas, permanece en todo momento como una persona esencialmente sencilla. “Nunca me he considerado una artista” – dice. “Pienso en mí más bien como pintora”.


Otra pintura de Nan Cuz


Con el mismo candor nos cuenta que a veces un cuadro surge como un flujo, como una energía que se perderá irremisiblemente si no se acomete el lienzo en ese preciso momento. Otras veces las pinturas surgen de un sitio distinto: requieren de un abordaje paciente, de una filigrana de color a través de la cual el pintor explora sus obsesiones.


Me quedo también con los momentos que la cena de aquella noche guardó al amparo de la pasión culinaria de Tomás, quien combina el rol de chef con la labor de curador.


Tomás, hijo de Nan, mostrándonos los secretos de la galería

Colección de máscaras y Artefactos de la galería

Como en las buenas cenas de familia, la plática recorrió laberínticas rutas. La noche estuvo llena de anécdotas curiosas y datos sorprendentes, que fueron surgiendo como si todos nos hubiéramos puesto de acuerdo para asociar ideas libremente:
  • Nos cuenta Tomás que el Beef Wellington que comemos lleva el nombre de un duque que estuvo a punto de no acudir a su cita con la historia en la batalla de Waterloo contra Napoleón, pues su faja se reventó clavándosele dolorosamente una de las barillas en el costado.

Tomás en su fasceta de chef, partiendo un Beef Wellington


  • El filete, extraordinario, no es sin embargo su especialidad, sino más bien el cebiche de criadillas, que se prepara con vinagre de champán.
  • El vinagre no se consigue en cualquier sitio, pero existe un almacén en Munich –el paraíso gourmet de la tierra—en donde uno puede encontrar 500 variedades de este preciado líquido fermentado.
  • Sobre la inercia del tema culinario nos comenta que la mejor cocina de Antigua la tienen en el Mesón Panza Verde, con la salvedad del restaurante Nicolás, donde los dueños del Panza Verde acuden cuando quieren comer bien.
  • Los dueños de ambos restaurantes son franceses, igual que Antoine de Sainte Exupery, que encontró inspiración para segmentos enteros de El Principito en Guatemala, en el periodo en que vivió cerca del Lago Atitlán. En particular, los volcanes de aquel pequeño planeta que el principito explora responden a la horografía de la región.
  • No pocos franceses son los que vienen a orillas del lago buscando algo. Algún día Tomás tuvo un cliente que pagó varios miles de dólares por algunos cuadros de la galería y le pidió que los entregara personalmente en París. Cuando Tomás llegó allá, no fue recibido por su anfitrión, a pesar de que obviamente había cuartos de sobra en su castillo. Tomás pasó entonces la noche en un hotelito parisino. Cuando el hombre se presentó tres días después a recoger los cuadros, reparó en una pintura en la recepción del hotel que presentaba la escena de de las masacres que tuvieron lugar poco antes de la Revolución Francesa. Al ver la escena, con una sombra de orgullo aristócrata, el cliente mencionó que fue uno de sus tátaratátaratátaratátaraabuelos quien dio la orden de fuego que arrasó con los campesinos.
  • París es sin duda uno de los sitios favoritos de Tomás en el mundo. No sorprende entonces que Amelié sea una de sus películas favoritas. “Uno puede casi pasar por alto la trama”, dice. “Esa película es una obra de arte por su cinematografía. Cada cuadro es como una pintura. Para quien conoce París, es una especie de festín de imágenes”.
  • La mención de la película nos lleva pronto a barajar las favoritas de cada uno. En la mesa el Paciente Inglés parece tener una gran cantidad de adeptos. Aún cuando todos hemos disfrutado con el filme, hay una coincidencia unánime de que aunque el filme de Minguela consiguió imágenes hermosas, el libro de Michael Ondaatje, el escritor canadienses, es de una belleza indescriptible.
  • La mención de escritores canadienses nos lleva inevitablemente a Margaret Atwood, a quien nosotros no hemos leído, y a Yaan Martel y su entrañable "Vida de Pi", en donde al contar la historia de la sobrevivencia de un náufrago en compañía de un tigre de bengala, introduce sutil mente el planteamiento paradójico de la fe. Así como el lector ha de elegir si cree la versión del protagonista sobre su improbable aventura en altamar y sólo tiene elementos de fe al hacerlo, así también cada uno elige en qué cree, pues a fin de cuentas, casi cualquier versión del universo es improbable e inverosímil...
  • Max, haciendo referencia al repertorio de cuentos de nuestra función que ha escuchado por la mañana, nos comparte un libro de relatos cortos de Murakami. Leemos “El espejo” que borda sobre cómo uno de los peores temores que pueden existir, está ligado al propio reflejo de uno mismo, real y metafórico. Lo más siniestro nunca ocurre en la realidad externa objetiva. Nace, qué duda cabe, en aquello que nosotros mismos llevamos clavados en nuestro interior.
  • La iniciativa de Max anima a Zenón a compartir algunos de sus escritos. Trae a la mesa y lee algunos de sus relatos que son breves, poéticos y potentes.
  • La atmósfera se vuelve entonces íntima. Sabine cuenta cómo fue que llegó al lago, atraída por la misma chispa de reivindicación social que a todos se nos despierta en la juventud.
  • Cuenta cómo se enamoró de Tomás, en Panajachel.
  • Nos cuentan que en su familia la mayoría de los encuentros y las historias de amor --casi siepre entre los lugareños y europeos-- se han dado al pie del lago.
  • Nosotros contamos a dos voces (en donde siempre hay la posibilidad de reedición de algún pasaje) nuestra historia de amor.
  • Hablamos después de las pérdidas. De momentos terribles e inverosímiles que cada uno ha tenido que sobrepasar para continuar viviendo. De cómo hay un instante en el que uno retrocede al punto en que las cosas eran distintas, en que las cosas pudieron ser distintas, y se encuentra lleno de perplejidad, y con una falsa impresión de que uno gobierna todos los hilos de su destino. ¿Cómo es que los eventos tomaron este curso? Si yo hubiera...
  • Hablamos de proyectos para le futuro. De la vitalidad que cada uno de nosotros tiene para continuar hacia delante. De la fuerza que nos nace dentro. De las ganas de tomar las veces que haga falta la pluma de la vida en la mano y volver a escribir...

Arturo junto con Sabine y Tomás

Al final, como se sabe, este vaivén de anécdotas no fue lo más importante, sino lo que se fue tejiendo en el transfondo, con una inercia que fue de la perifercia hacia el centro de nuestras vidas. Lo relevante fue ese vínculo invisible que se construyó lentamente a la vera del calorcito y la intimidad de la charla y la cena. Esta increíble sensación de estar en medio de una familia.

La experiencia puso sin duda relieve a uno de los perfiles más importantes del viaje: la distancia aclara e intensifica los afectos. Paradójicamente nos acerca más a los que amamos.

En medio de esta familia medio alemana, medio indígena, guatemalteca, al pie del lago Atitlán, recordamos a nuestra propia familia.

Esta noche nos dejamos sentir la añoranza de Arturo, Félix, Rebeca, Cecilia, Carla, Ernesto, Andrés…

La casa amenazada

La vulnerabilidad de la vida nómada

Para acceder a la emoción de lo desconocido de la vida nómada del viajero es necesario aceptar uno de los precios asociados: abandonar el margen de seguridad que la vida sedentaria provee.

El riesgo que acompaña la novedad del viaje es sin duda deseable y natural, pues constituye una fuente de vitalidad. Al dejar atrás las certezas y las rutinas del mundo conocido, los sentidos se afilan, el espíritu despierta: en cada ocasión es necesario recomenzar, estar abierto al encuentro, descifrar los signos del entorno, interpretar las voces y los silencios de cada nueva cultura, vivir la vida en presente y no desde la memoria…

La otra cara de la moneda de esta adrenalina exploratoria es sin duda una cierta sensación de vulnerabilidad: vamos cargando el patrimonio a cuestas, como lentos caracoles, en aparatosas mochilas que nos señalan como indudables viajeros; llegamos a sitios habitados por personajes cuyas intenciones permanecen oscuras por un periodo; con celeridad sorprendente aparecen nuevos colchones en nuestras noches; demasiado pronto dejamos atrás amigos que apenas acabamos de hacer.

Hay sitios, como Guatemala, donde esa sensación de fragilidad se exacerba. Más allá de tendencia de los medios alrededor del mundo a asomar la cara en los sitios en donde la muerte ronda, y a administrarnos nuestra dosis cotidiana de miedo y pesimismo, pues de otra manera no habría forma de sostener el rating, aquí todo mundo –el taxista, el camionero, el mesero, el ejecutivo, el promotor cultural—habla de la inseguridad que pervive en el país. Todos han escuchado de alguien cercano que ha sufrido algún siniestro. Todos traen en la punta de la lengua el tema del robo, del asalto, del secuestro, del asesinato.


Brevísima Historia de Guatemala

Dado que la violencia será un tema recurrente en algunos países de Centroamérica, y considerando a Guatemala como un ejemplo paradigmático, acaso valga la pena detenerse un momento en este sitio para encontrar claves. He aquí una síntesis de la síntesis que Peter Hutchinson presenta en nuestra guía Footprint de la historia de Guatemala:

Guatemala comparte con el resto de la nueva España las mismas trazas históricas: un pasado indígena, un proceso de conquista, un proceso de independencia en la primera mitad del siglo XIX, y una tensión pendular entre liberales laicos y conservadores católicos por adueñarse del poder.

Hasta 1871 la balanza, que había estado del lado de los conservadores se inclinó hacia sus opositores, pues en ese año, finalmente triunfó una revolución liberal. La revolución, anticlerical y siempre bajo el ideal de la integración centroamericana, impulsó el desarrollo de infraestructura y le dió al país una posición en la producción de café. Ninguna de las administraciones liberales logró sin embargo resolver la pobreza de la población indígena y menos, lidiar efectivamente con el desplome en el precio internacional del café.

Acaso esas condiciones fueron ideales para que subiera al poder Manuel Estrada Cabrera, el dictador que más tiempo ha durado al frente de un país centroamericano, y que fue célebre por la cesión de derechos monopólicos, prácticamente ilimitados, a la United Fruit Company, una transnacional americana.

Durante los primeros treinta años del siglo la United Fruit gozó de estas prebendas, con una creciente oposición de las comunidades y los grupos de trabajadores que empezaban a conformar sindicatos y a organizar revueltas.


Hacia 1931 Jorge Ubico, un eficiente pero brutal dictador, apagó cualquier ánimo de revuelta. Aplastó movimientos, persiguió intelectuales, restringió derechos, introdujo una policía secreta. Combatió cualquier señal que oliera a comunismo. Fue aliado de los Estados Unidos al grado de expulsar a los germanos residentes en territorio guatemalteco. Frente a las revueltas pidiendo su dimisión suspendió todo tipo de derecho constitucional. La presión fue tal que en 1944 se vio obligado a dimitir.

En 1944, un triunvirato de generales asumió el poder y dio paso, en elecciones abiertas, a Juan José Arévalo, quien reformó el estado, introdujo la seguridad social y diseñó un plan para la reforma social de Guatemala.

A él lo sucedió Jacobo Arvenz, quien impulsó la reforma agraria y se enfocó en terminar con la existencia de negocios monopólicos en el país. Esto, naturalmente, lo enfrentó directamente con la United Fruit. En 1952, con la expropiación de la tierra asociada a la promulgación de la nueva Ley de Reforma Agraria, la tensión creció exponencialmente, pues la transnacional cayó en su propio garlito: obtuvo un precio ínfimo por sus tierras, dado que estas fueron valuadas con los números que ellos mismos habían maquillado sistemáticamente a la baja con el propósito de evadir impuestos.

Considerando las conexiones que existían en el gobierno de EUA y la United Fruit, en las épocas de la fobia anticomunista, fue cuestión de que el gobierno de los Estados Unidos encontrara un pretexto para intervenir. El pretexto lo dio la presencia de un bote checo con misiles en Puerto Barrios. Este dato dio luz verde al apoyo y patrocinio de una intervención militar que puso a Arvenz fuera de la presidencia, so pretexto de que la presencia de armas era un paso para la instalación de una dictadura comunista. (Trama que tiene un increíble paralelismo con la reciente historia del abordaje de Bush y Cheaney en Iraq y sus intereses sobre el petroleo y la industria miliatar.)

El coronel Carlos Castillo Armas tomó entonces la presidencia. Persiguió sistemáticamente a los comunistas, de formas tanto constitucionales como violentas. Varios miles de personas murieron. Su asesinato en 1957, incrementó la inestabilidad en Guatemala, que poco a poco, durante los sesentas y setentas, fue el escenario de una salvaje oposición entre intereses de la derecha dura, enfrentados contra grupos guerrilleros (algunos de los cuales estaban inspirados en el éxito revolucionario de Fidel y sus barbones de la sierra maestra): FAR (Fuerzas Armadas Rebeldes), EGP (Ejército Guerrillero de los pobres), y finalmente el ORPA (Organización del Pueblo en Armas), que para dato cultural, fue liderado por el hijo de Miguel Angel Asturias, premio Nóbel de literatura.


Durante nuestro paso por Panajachel encontramos una exposición del curador Marlón García, que presenta la masacre de Panzós, que es representativa de la época, y que tiene puntos de contacto con otras decenas de historias latinoamericanas:

La mañana del 29 de mayo de 1979, un grupo de 800 indígenas encabezados por Mama Marquín se juntaron en la plaza para protestar en contra de la compañía canadiense Inco, LTD., que con la ayuda del ejército recientemente había expropiado las tierras y la cosecha de los indígenas para abrir una mina de níquel. Al mismo tiempo que el alcalde del pueblo salía a dialogar, la tropa de militares rodeó el rectángulo de la plaza y abrió fuego. Murieron treinta y cinco personas en la plaza y dieciocho más dejaron la vida en el Río Polochic mientras trataban de escapar.

A este ritmo, en los ochentas, con Ríos Mont a la cabeza del gobierno, la violencia de la guerra civil el país alcanzó su máximo nivel de intensidad. Pueblos enteros fueron arrasados. Algunas fuentes señalan que murieron cerca de 200 mil personas durante su administración. El tejido social de Guatemala fue destruido. Siguiendo las consignas de la Escuela de las Américas en Panamá, el ejército apuntaló una estrategia de infiltración en la población: poner a unos en contra de los otros, instaurar el terror como forma de vida, y destruir cualquier sombra de confianza en el vecino.


Fue Mejía Victores, un militar que sucedió a Ríos Montt, quien determinó que era tiempo de que el ejército se hiciera para atrás. Operacionalizó la salida del ejército del gobierno y generó condiciones para iniciar el proceso de democratización y pacificación.

A pesar de sus esfuerzos, restituir la confianza y la movilidad de la sociedad fue un proceso lento y difícil. Durante más de diez años las administraciones de Vinicio Cerezo y Serrano Elías consiguieron pocos avances. El mismo Serrano suspendió la constitución, disolvió al congreso y a la suprema corte, y estableció la censura a los medios cuando fue incapaz de manejar al país, en un movimiento que tenía toda la pinta de un autogolpe de estado.

Tuvo poco éxito y pronto dejó el poder para ser sucedido por Ramiro de León Carpio, el ombudsman, quien después de un periodo inicial de optimismo, enfrentó un país atascado.

No fue sino hasta Arzú, en 1996, que fue posible firmar la paz, terminando con 36 años de conflicto armado. En su administración se promulgó una ley de amnistía y se completó el proceso de desmovilización de la guerrilla.

Con contradicciones enormes, el país ha tenido desde entonces un par de administraciones:

Portillo, un asesino confeso (mató a dos estudiantes mexicanos, compañeros de estudio) llegó al poder en una campaña apalancada, entre otros, por el argumento de que quien había defendido su vida, sería capaz de defender la vida de sus compatriotas. Durante su gobierno se destaparon innumerables escándalos de personas ligadas a gobiernos anteriores. Los crímenes iban desde el fraude y la malversación de fondos públicos (el expresidente Serrano) hasta el asesinato de la antropóloga Myrna Mack (el coronel Juan Valencia).

Lo otra administración reciente es de Oscar Berger 2004-2008, que transitó sin pena ni gloria, lo que en esta secuencia pareciera ser un halago.

Recientemente Álvaro Colom ha tomado al poder rodeado de un aura positiva que parece estarse diluyendo rápidamente. Enfrenta como otros tantos la realidad, cada vez más evidente, de que una campaña soporta cualquier tipo de promesa, pero el gobierno está sujeto a la lenta dinámica de lo posible, no de lo deseable…

Recuento socioeconómico de Guatemala

Si la historia muestra ya un país con inclinación cultural para la agresión, y un tejido que difícilmente superará en el corto plazo los automatismos de la desconfianza, el recuento socioeconómico termina por configurar el panorama en el que la violencia se vuelve parte del paisaje cotidiano y sensación de inseguridad se vuelve una forma de vida:

Un país con una mayoría avasalladora (90%) de mayas e indios ladinos en condiciones de pobreza tremenda y en medio de un conflicto de identidad importante; una minoría encapsulada (3%) de negros garífunas; (2%), otras minorías no significativas de inmigrantes; y, una minoría de blancos (5%), de los cuales una quinta parte concentra el 70% de la posesión de la tierra, y un porcentaje todavía más escandaloso del producto interno bruto…

Un país cuyo principal ingreso es el turismo; con una economía en donde la agricultura sigue siendo el principal motor; y en donde la industria permanece en una etapa inicial –básicamente centrada en el sector consumo—, y donde la alternativa de la maquila para otros países se ha frenado después de un arranque prometedor…

Si sumamos a esta perspectiva que el ejército fue por décadas el único aparato real de movilidad social para el grueso de la población, y que conforme pierde escala ha dejado de ser una válvula de escape real para los pobres…

Si a esto sumamos el complejo proceso que trae al país el fenómeno de las maras –grupos de inmigrantes que han regresado a Centroamérica después de un periodo como ilegales en Estados Unidos— que han aprendido la lógica de la subsistencia armada en los barrios americanos, y no les queda más que asumir, en la pobre marginalidad de desempleo, que nadie les dará lo que ellos no sean capaces de arrebatar…


Pero acaso estos datos no debieran sorprendernos especialmente a nosotros, mexicanos. Por otra vía histórica, pero acaso con las mismas razones en el trasfondo, México comparte con Guatemala y con el resto de Latinoamérica, su propia historia de inseguridad y violencia.

Yo mismo, en 1999, tuve una experiencia al lado de mi familia a través de la cual la inseguridad dejó de ser dato de estadística oficial, titular de periódico amarillista, o relato de lo que le pasó al conocido de un conocido, para convertirse en parte de nuestra historia:

La casa amenazada

Yo había ido a la última función de cine el domingo por la noche con una amiga.

A media noche me estacioné frente a la casa y bajé del coche, mecánicamente, para entrar en la casa, abrir la reja del garage y guardar el automóvil. Cuando abrí la puerta había ahí, en la banqueta, frente a mí, salidos de quién sabe donde, cinco tipos con pistola, apuntándome.

“Un solo sonido y te mueres, hijo de la chingada”, dijo uno.

Entre chocado y calmado, tratando de entender lo que sucedía, contesté sus preguntas y vi cómo metieron el coche al garage, tras de mí.

Les dije que adentro estaban mi papá, mi mamá, mi hermano y la muchacha del servicio. Abrí la puerta para que entraran a la casa.

En un segundo uno de ellos subió las escaleras y amagó a mi papá con una pistola.

Mientras tanto otro me llevó a la sala. Entre amenazas y golpes me quitó la cartera y me hizo arrodillarme. Hundió mi cabeza en uno de los sillones. Me puso la pistola en la nuca. Pensé que iba a morir. No estaba asustado. Lo vivía todo como si fuera un espectador. Entonces, inesperadamente vino a mi cabeza la imagen de una novia a quien había amado. Es increíble la claridad que cobran las emociones en los momentos extremos. Era como si mi vida entera se resumiera en ese registro afectivo, en esa memoria final.

Después, deje de pensar. Todo fue percepción presente, estado de alerta, registro de sonidos imperceptibles, sentido de colaboración para que los asaltantes vaciaran nuestras cuentas de banco, registraran hasta el último rincón de la casa, subieran ordenadamente su botín a mi coche, cuya factura, naturalmente, les sería oportuna y debidamente endosada.

Cuando me subieron al segundo piso, a reunirme con mi familia, me encontré con una estampa casi cómica. Estaban los tres sentados en la sala de televisión, cubiertos con sábanas, como si fueran muebles viejos o fantasmas.

A mi no me cubrieron. Me mantuvieron todo con la cabeza gacha y los ojos cerrados. Me usaron como su guía, su recadero.

Reunidos casi como en una velada familiar en medio de extraños visitantes, cada uno tuvo la oportunidad de lucir sus excentricidades: Mi hermano, el bulto más pequeño, temblaba y castañeaba los dientes hasta que uno de los asaltantes se le acercó. Le hizo una pregunta: “¿Tú eres güey o vieja?”.

Mi papá murmuraba cosas todo el tiempo. Yo trataba de descifrar sus seseos para entender si es que había un mensaje, un código cifrado. Los asaltantes no tardaron en captarlo. “¿Tú que tanto dices, pendejo?”. Papá, contestó con una serenidad pasmosa: “Estoy rezando”.

Mamá pidió que no le hicieran nada a la oaxaquita que dormía en la azotea. Mintió sobre la ubicación de mi hermana Carla, recién casada –cuya presencia era obvia para los asaltantes, pues aparecía en una de cada dos fotografías en la casa-- temiendo que la visitaran nada más terminaran el trabajo en nuestra casa. Para cerrar la faena dijo que no había armas en la casa, cuando uno de los asaltantes quiso probarla tras el hallazgo de un viejo revólver que el abuelo le regaló a papá el día que se casó. Su rara colección de intervenciones imprecisas (nacidas de instintos de protección y reflejos paranoicos) le granjearon varios insultos y más de un coscorrón de la banda de asaltantes.

En las cuatro horas que duró el asalto casi no los pude ver. Sólo conservo algunos registros parciales, entrecortados: Una voz rasposa. La nariz ancha en el rostro de uno de ellos. Pelo rubio decolorado. Un par de botas picudas de piel de víbora blanca. Un revólver viejo y largo con un mango como de nácar.

Es posible que en mi mente estuviera también todo el tiempo el constante cálculo del riesgo: ¿Cuándo las cosas han adquirido un cariz suficientemente extremo que amerrita actuar de forma terminante y extrema? ¿Qué signo de violencia ameritaría salir de esta mansedumbre para defender la propia vida, o la de los otros miembros de la familia, si fuera el caso?

Pero no pasó más allá de eso. De la amenaza siempre latente de que nos causaran algún daño irreparable. Al final, cuando se convencieron de que en la casa no había joyas y terminaron de saquear el último rincón, nos metieron a los cuatro en una tina. Nos cubrieron con una colcha. Dijeron que debíamos permanecer ahí durante treinta minutos antes de salir o nos matarían.

Estábamos tan juntos que era casi posible escuchar el pálpito del corazón del cada uno. Nuestras manos se buscaron. En medio de la oscuridad ese tacto familiar nos hizo intuir que habíamos logrado sobrevivir.

Con los primeros rayos de luz del amanecer, todavía temerosos, salimos a explorar la casa. Hay pocas experiencias tan desconsoladoras como encontrar tu casa en ruinas. Todas tus cosas volteadas. Ropa y artefactos en el piso, como si fuera cascajo. Las alfombras y las almohadas con un olor pestilente, pues los asaltantes tienen la superstición de que si mean el sitio que roban, tienen el escape garantizado.

Después llamamos a tío Manuel, para que viniera a ayudarnos. Llegó junto con Carlos y Tía Ana.

Conforme nos relajamos y empezamos a sentir el desgaste de la jornada, los eventos empezaron a cobrar un carácter nebuloso, una secuencia discoontiua. Empezamos entonces un intento de reconstrucción colectiva a través del relato. Cada quien aportó una pieza del rompecabezas: Mamá dijo que cuando llegué ella me vio entrar y pensó que yo había llegado con amigos, y por eso no hizo nada. Ernesto estaba todo el tiempo en silencio. Papá aseguró que él podría haber embestido al muchacho que subió a su cuarto con la pistola y hacerlo rodar escalera abajo. Yo sentía una mezcla de vergüenza y culpa, pues al final, palabras más, palabras menos, fui yo quien los dejó entrar a la casa...

Luego vinieron los judiciales a interrogarnos y a hacer un inventario de las cosas del robo. Entonces la sensación de vulnerabilidad alcanzó su punto máximo. Habíamos perdido el control de lo que ocurría en la casa: gente extraña seguía entrando y haciendo preguntas sobre nuestra vida, sobre nuestras posesiones, sobre nuestros activos.

Los días y los meses siguientes fueron un tiempo lleno de perplejidad. La sensación de trasgresión operó en cada uno de forma distinta. Llantos repentinos. Deseos de venganza. Activismo para organizar a los vecinos de la cuadra. Pesadillas en medio de la noche. Sensación de ser vigilados. Sobresalto frente a cualquier sonido. Llamadas compulsivas cada media hora para saber dónde estábamos. Elaboración de protocolos de seguridad para entrar a la casa. Cambio de cuentas de banco. Establecimiento de códigos de emergencia. Chistes familiares. Relatos en todos los foros.

Hasta que poco a poco, con los años, el olvido llegó. Especialmente porque a nosotros la fortuna nos sonrió. El episodio se limitó únicamente a las cosas materiales, al dinero.

A nosotros nos fue posible regresar a la normalidad. Vivirlo todo sólo como un mal sueño. Recuperamos el equilibrio, y cada uno también reconstruyó una dimensión de seguridad (o una ilusión de seguridad)...

Pudimos regresar a ocuparnos cada uno de los asuntos de nuestra cotidianidad. Volvimos a nuestra vida.

No así, lamentablemente, quienes, como en Guatemala, han atestiguado la cara verdaderamente dura de la violencia.

Estos hombres, estas mujeres, estos niños cuya casa ha sido visitada por la mutilación, la violación, la traición, la tortura, el asesinato, el genocidio…

sábado, 19 de julio de 2008

El tiempo de cada uno

Conocí Panajachel, a orillas del Lago Atitlán por primera vez en el 2003. Por ese entonces estaba yo exhausto, inmerso una dinámica de viajes y proyectos incontables.

El guía que pasó por nosotros al hotel a las 5:30 de la mañana cachó de inmediato en mi gesto el peso de desvelos y tensiones. Como si fuera parte del paquete, se la pasó las primeras dos horas del trayecto sermoneándome sobre cómo un hombre no debe trabajar demás, pues corre el riesgo de enfermarse. En algún momento de su prédica me soltó el cliché aquél de que “o se vive para trabajar o se trabaja para vivir”.

Sus admoniciones le venían muy mal a mi humor que nunca ha sido amable en la madrugada. Peor, cuando su terapia de desaceleración parecía residir en conservarse sistemáticamente por debajo de los cincuenta kilómetros por hora, cuando a mí lo que me interesaba era llegar lo más pronto que se pudiera al lago. Con una mezcla de resignación e indiferencia escuché su acusación de que seguro yo era de los que trabajaba para ser el hombre más rico del panteón…

Más tarde que temprano cayó en cuenta de lo inútil de su fervor, y cambió su letanía de testigo de jehová por algo más parecido al sonsonete de guía oficial de la INAH. Me contó que a unos kilómetros de donde estábamos, debajo de una breve colina en un vado del camino que lleva al pueblo de Santiago Zacatepequez, los indios mayas entierran a sus muertos. Cada primero de noviembre, antes de que caiga la tarde, a lo lejos se pueden ver barriletes de colores volando sobre la loma junto a las tumbas. Los mayas piensan que así, al ritmo del viento fresco, con ligereza de cometa, el espíritu de sus antepasados vuelve a bailar.

Esta pequeña joya inesperada, empezó a cambiar mi ánimo en torno al guía. Así que cuando a las dos horas y media propuso que paráramos a desayunar en una pequeña cabaña en medio del bosque, acepté de buena gana.

Bajé del coche. El frío hacía visible mi aliento. Jugué un poco con él. Las mesas y las sillas estaban hechas de tablones de troncos. El plato consistía en un minúsculo chorizo sobre una tortilla de un grosor intermedio entre un sope mexicano y una pupusa salvadoreña acompañada de salsa tomate.

El contexto entero empezó a operar en mi ánimo una especie de regresión a lo básico. Supongo que el hombre lo intuyó y me llevó a caminar por el campo unos minutos antes de volver al bus. Respiré el olor de los pinos. En un corral vi gallinas conviviendo con un águila. Toqué maíz desgranado.

Una hora más tarde, la vista del Lago Atitlán terminó por desarmarme.

Durante el fin de semana entero, Panajachel --ese pueblo que es casi solamente una larga calle de puestos de indígenas vendiendo textiles, hippies mercadeando alambritos, restaurantes y hoteles-- se convirtió para mí en un sitio de reflexión sobre el rol que el trabajo juega en la vida.

Hice un recuento de los síntomas de mi adicción al trabajo— las jornadas de 15 horas, los sábados en la oficina, la inseparabilidad de la laptop, el poco tiempo dedicado a los amigos. Estaba además demasiado consciente de la experiencia de desamor que residía en el origen de esos síntomas. En realidad, más que denostar mi adicción, le agradecía al trabajo el que me hubiera permitido continuar aprendiendo y haciendo algo provechoso y apasionado cuando mi corazón estaba seco.

En parte por ese instinto de supervivencia no podía aún aceptar totalmente las implicaciones de las preguntas que me surgían. Además, a eso se sumaba el hecho de que el escenario de Panajachel presentaba un espectáculo demasiado extremo para hacer consonancia real con mis cuestionamientos. Entonces pensaba: “¿Cómo una vida dedicada a vender pulseritas, fumar mota, renunciar al peluquero y al desodorante, y conectarse con el organón universal puede ser la alternativa de vida que conduzca a la plenitud?”

Así que regresé a darme otras serias dosis de workoholismo antes de comprometerme en serio con un replanteamiento de mi vida.

En el 2004, el infierno de mi adicción al trabajo se materializó. Se canceló mi traslado a la oficina de Boston (donde trabajaría al lado de los gurús de la firma), y terminé dirigiendo el proyecto más grande de la historia de la oficina en México hasta ese momento, con el cliente más difícil que jamás hemos tenido: una gigantesca organización pública, seriamente disfuncional, sin condiciones ni voluntad real para la transformación requerida…

El tamaño del reto que objetivamente excedía lo razonable, en combinación con las ansiedades propias de mi adicción al trabajo, me llevó a convertirme en todólogo en el proyecto: administré el contrato, gestioné al cliente, coordiné la logística operativa, recluté y preparé al equipo de 20 consultores, diseñé la mayoría de los cursos y participé directamente en los equipos que entregaron los talleres…

Durante seis meses trabajé 18 horas diarias. Trabajé todos los domingos. Subí quince kilos. Me convertí en un bulto de cansancio. Me hundí en una relación con una mujer que no amaba.

Me despertaba diario a las 4 de la mañana, con una opresión de angustia en el pecho, consumido por la preocupación de que algo saliera mal.

En la oscuridad de esas madrugadas, con una hora y media de insomnio todavía frente a mí antes de levantarme y volver a empezar, verifiqué que dentro de mi hay un núcleo resistente, capaz de perseverar contra cualquier adversidad y soportar una gran cantidad de sufrimiento. Para motivarme me visualizaba como si fuera Lanz Armstrong –aquel admirable sobreviviente de cáncer-- corriendo el Tour de France, una prueba de proporciones inhumanas. Todos los días me subía a la bicicleta y emprendía una escalada salvaje: ¡Allez Lanz! ¡Allez Lanz!

Pero a la par, visualicé también una dimensión de mi fragilidad. Una noche le conté a Jennifer --entonces mi confidente--, que me sentía al borde de un infarto. Que, por extraño que pareciera, mi mayor deseo era caer gravemente enfermo, para no tener que ir a trabajar. Añoraba que me sedaran para dormir cuatro días de corrido.

Ella me miró con tristeza. Dejó que se abriera un silencio para que mis palabras resonaran con el peso que tenían y me diera cuenta de lo que acababa de decir. Ambos conocíamos el poder de los deseos, y ninguno de los dos es bueno para engañarse a sí mismo…

Acaso esa misma noche, al salir de aquel encuentro, empezaron mis viajes del corazón.

Y ahora, junto con ella, cuatro años más tarde, he regresado a Panajachel, a recorrer la misma larga calle con sus puestitos. Y después de todo este recorrido, sigo sinceramente sin poder entender cómo una vida dedicada a vender pulseritas, fumar mota, renunciar al peluquero y al desodorante, y conectarse con el organón universal, conduce a la plenitud.

Pues, aunque respeto cualquier búsqueda genuina (y soy capaz de ver en la aspiración hippy un paso del proceso en la búsqueda de uno mismo), no deja de darme un poco de ternura y risa el discurso –easy going, pacifista, anticapitalista, feminista, verde, new age, proindígenas-- que se repite como una cantaleta acartonada y previsible en cuanto centro energético hay en mesoamérica, sin excluir los San Cristóbal, Tepoztlán y Puerto Escondido de mi país.

Desde luego, detrás de esa fachada acartonada de algunos de sus personajes, el lago entraña una profunda dimensión espiritual y tiene una energía innegable.

Por lo pronto, mientras no llegue al final de las reflexiones que se esbozaron inicialmente en ese lejano 2003, de este pueblo me quedo con el pequeño hallazgo que hice de una entrevista que Alissa Bohling le hizo a María Sacalxot, una sacerdotisa maya que vive en el márgen del lago:

“El motivo porque me hice guía espiritual fue por mi tiempo. Me enfermé, tres años estuve en cama. Mi esposo, que en paz descanse, me estuvo llevando a tantos médicos. A curanderos. Jamás hubo una curación. Al fin, visitamos a unos sacerdotes y nos dijeron que era mi tiempo, que yo era sacerdotisa y si no hacía mi trabajo, definitivamente no habría curación. Hablamos del tiempo, porque hay una persona nacida para cada cosa. Hay una mujer que nace especialmente para ser comadrona, y si no cumple su misión, esto le causa daño.”

Y sin duda, estos Viajes del Corazón --esta aventura alrededor de Latinoamérica-- son, en pleno sentido, parte de mi tiempo.

El extraño culto a Maximón

Cuentan que hace mucho tiempo vivían en Santiago Atitlán doce sabios -- seis, mayores y casados; seis, jóvenes y solteros -- dotados del poder para gobernar el rayo y el trueno.

Los seis jóvenes estaban ávidos de superar a los mayores y demostrar así su poderío. Para ello, planeaban hechizar y seducir a sus mujeres.

Cuando los mayores descubrieron el plan decidieron tomar venganza por anticipado y proteger a sus mujeres con un ser mágico.

Se internaron en el bosque donde encontraron un árbol largo en forma de falo.. Después de orar y quemar incienso a su alrededor, lo cortaron y esculpieron la figura de Judas Iscariote en el tronco.

Después le insuflaron vida y le llamaron Maximón.

Usaron hechizos para transformarlo en una mujer, y darle la apariencia (una a la vez) de cada una de sus mujeres. Lo enviaron por turnos con cada uno de los seis sabios menores.

Maximón, disfrazado, sedujo entonces a los jóvenes hasta volverlos locos de lujuria. En su desesperación por la mujer, los jóvenes quedaron sometidos nuevamente a los mayores.

De ahí en adelante Maximón se convirtió en el azote de todos los adúlteros en Santiago. Se les aparece como una hermosa mujer ladina que los seduce. En el momento de la consumación sexual recobra su apariencia habitual volviéndolos locos o matándolos.

Se dice que sus acciones no responden tanto al deseo de hacer prevalecer un estándar de moralidad, sino, más bien a la ambición. Quisiera conservar a todas las mujeres para sí.



Si ya la leyenda tiene elementos intrigantes por sus discontinuidades –que en esta versión sugieren que en realidad se trata de varias leyendas fundidas en una sola— el asombro crece al considerar que en Santiago Atitlán existe el culto activo a Maximón, a quien se venera como si se tratara de un santo.

La imagen de Maximón es la de un hombre de cuatro pies de alto, ataviado con varios pares de pantalones, camisas y corbatas, un enorme sombrero, la máscara de su cara y un cigarro.


A Maximón se le ofrenda dinero, cigarros y alcohol.

Le cuida una cofradía de mayordomos, pues a pesar de que su culto ha terminado por ser aceptado extraoficialmente por la iglesia local, no han faltado sacerdotes empeñados en destruir su figura y terminar de una vez por todas con el culto.



La razón de la persecución es que en Maximón se condensan las figuras de un antiguo dios maya, Simón el Mago –que llegó a América perseguido por la inquisición—, Francisco Sojuel –un héroe local que luchó contra los españoles en la época de la conquista— y sobre todo, Judas Iscariote –el desafortunado apóstol de Jesucristo.

¿Cómo es posible, me pregunto, que en algún sitio del mundo literalmente se adore a Judas? ¿Qué entraña esta figura que oficialmente lleva sobre sí el estigma del traidor?

A mí el fenómeno de la traición me genera una terrible curiosidad… Mientras recorremos Guatemala, le doy energía y pensamiento al asunto durante algunos días.

He aquí (para quien tenga la paciencia y el interés de seguir el relato) el resultado de estas reflexiones –subjetivas, arbitrarias— sobre el culto a Maximón. Especulaciones y divergencias que tienen un poco de curiosidad filosófica – entender— y de interés literario – contar. Por anticipado pido entonces se me dispense por las licencias que me tomo…

Empiezo por recorrer la figura de Judas:

Judas, el enigmático

Judas siempre ha sido una figura enigmática, pues el evangelio omite sus motivaciones –que son un elemento indispensable para entenderlo cabalmente– y sólo nos ofrece una crónica de eventos en el terreno de la conducta observable:

Cristo profetiza que será entregado por alguien que besará su mejilla; condena por anticipado al traidor – “a ese más le valdría no haber nacido”—; Judas cumple la profecía y lo entrega por treinta monedas de plata; Judas se cuelga.

Judas, el utilitarista

Tratando de penetrar sus motivaciones me siento escéptico ante la tesis de que Judas entregó a Cristo por un afán puramente utilitarista.

Desde mi perspectiva sería rupestre pensar que alguien dedica tres años enteros de su vida en seguir a un maestro, y luego cambia toda esa inversión –
el tiempo, la energía, el afecto-- por treinta monedas de plata.

Judas, el rival

Encajaría mejor una línea explicativa como la rivalidad entre Judas y Cristo –una motivación emocional intensa— pues la competencia entre personajes en condiciones asimétricas es casi siempre un camino que conduce a la traición.

Así tal, tendríamos que imaginar a Judas cansado de aguantar durante tres años el protagonismo de Jesús, su figura de autoridad inmaculada, incuestionable, “perfecta”; tendríamos que visualizarlo harto del sometimiento a los sermones, a los mandatos que el maestro emite siempre desde una posición de superioridad; como objetivo del discurso de Cristo, Judas se sentiría permanentemente tratado como niño, como hombre incapaz de comprender, como que no sabe lo que hace.

Frente a Cristo, a Judas le urgiría un espacio propio, una identidad propia, un lugar de poder para sí mismo.

Ese lugar sólo podría ser tomado a la fuerza, así que Judas da un paso al frente y entrega a Cristo a los romanos en una especie de parricidio.

El suicidio posterior sería evidencia de una culpa insoportable, edípica.

Judas, el chivo expiatorio

Pero, entre los escenarios que se me ocurren, encuentro el de Judas como chivo expiatorio, como el más factible.

En este caso el chivo expiatorio sería una figura que el sistema alrededor de Cristo requería para darle movilidad a la trama de la redención, de la que el martirio era la escena final, indispensable. La palabra de Cristo requería la dramática puntuación de la muerte para adquirir densidad y peso. Cristo había elegido ya la muerte en la cruz. Las apuestas eran altas. Los ánimos estaban caldeados. Sólo faltaba alguien que “jalara el gatillo”.

En esta tesis habría dos vertientes:

O el rol de traidor estaba concebido desde el principio de los tiempos por Dios y a Judas le tocó un juego con dados cargados. Lo que no deja de ser una utilización, una pavorosa arbitrariedad de Dios. Especialmente, si como se ha dicho, acaso Judas sea la única persona en la historia de la humanidad cuyo pecado no tiene perdón.

Para la segunda vertiente no es necesario pensar en la intervención divina. Basta la pura mecánica humana: el sistema de apóstoles encontró en Judas a la persona que tenía características ideales para traicionar al maestro. El amor, la admiración y las tremendas expectativas que Judas cargaba le hacían una bomba de tiempo. Si consideramos que las pasiones existen siempre en pares opuestos, tenemos que admitir que Judas tenía un tremendo potencial para el odio, la envida o el enojo.

Desde aquí se nos abre una ruta con dos senderos:

Judas, el desilusionado

Judas – idealista, nacionalista y protoguerrillero— ya se había desilusionado de Cristo, al comprender, finalmente, que Cristo nunca daría el paso que él esperaba, pues en última instancia, su reino no era de este mundo.

Judas entrega a Cristo en un acto de rabia, de venganza. Este acto sería acaso el único que podríamos realmente calificar como traición.

En este escenario el suicidio sería un acto final de desesperación, pues habiéndolo apostado y perdido todo por el único ser capaz de hacer realidad la promesa revolucionaria, no había sentido alguno para seguir luchando, para seguir viviendo.

Así las cosas, nos resta una última posibilidad:

Judas, el propiciador

Judas – un idealista, un nacionalista, un protoguerrillero— tenía la certeza de que Jesús finalmente daría un paso adelante durante la celebración de la Pascua para encabezar la revolución en contra de los romanos y la oligarquía de los sumos sacerdotes. Judas interpretó las palabras de Cristo de que alguien lo entregaría como una sugerencia velada.

Entregarlo sería ese acto propiciatorio, inaugural que le permitiría a Cristo, al defenderse, manifestarse potentemente frente al opresor, y tener un pretexto para iniciar la revolución.

El suicidio, en este último escenario, sería el último acto de quien, de golpe, ha descifrado su error de cálculo. Judas no puede soportar el dolor que le provoca haber sido él mismo el vehículo para la muerte de su amigo y el motivo por el que toda posibilidad de libertad del pueblo judío ha sido clausurada.

Habiendo puesto un poco de luz sobre Judas, dediquemos un tiempo ahora al culto:

El culto a Maximón como producto del sincretismo

La explicación más inmediata del culto sería la del sincretismo.

Judas sería la fachada católica de alguna deidad maya, lo que le permitiría a los indios perpetuar sus creencias originales y superar la censura de la religión impuesta. Aún cuando Judas será también censurado, sus posibilidades de vivir bajo el ojo español son mayores, pues existe la posibilidad de que tomen el asunto como una excentricidad y no como una abierta herejía.

El culto como alternativa pragmática

Está también la posibilidad de que exista una cierta admiración al pragmatismo de Judas, en quien prevaleció el amor a la plata por encima de la lealtad al amigo.

La tesis, para sostenerse, necesitaría de cierta demostración de que los indios consideran insuficientes las promesas abstractas del evangelio -- la vida eterna en el más allá-- pues para ellos urge siempre lo concreto – el dinero, la comida, la salud en el más acá.

Encuentro un indicio en la entrevista de María Sacalxot, la sacerdotisa Maya:

“Llegaba un día, en el calendario maya cita el tz´ikin, el anual del dinero. Íbamos para poner nuestro sacrificio, y sí, tuvimos nuestro dinero. Llegaba el otro día, el q´anil, poníamos nuestro sacrificio para pedir nuestra cosecha. Tuvimos maiz, tuvimos nuestros frijoles.

Pero ahora que ya no lo hago, todo va para mal. Cosecha no hay, dinero no hay.

(…)

Cuando entró el cristianismo, prohibieron lo que hacemos. Decían que es mejor la misa o el rosario.

Y la misa está bien. El rosario está bien. La diferencia es que éste es para los ángeles que están en el cielo.

Pero nuestra ceremonia es para la tierra, para la cosecha. Porque la tierra es como la madre que le da de mamar a su hijo.

El culto como identificación con un hombre falible

La siguiente posibilidad se asienta en la identificación:

Quienes lo adoran encuentran a Judas como una figura cercana. Es más fácil identificarse con un hombre falible, apasionado, derrotado, que hacerlo con los santos – esos superhombres capaces ver a Dios, hablar con animales, sanar leprosos, soportar en silencio humillaciones y torturas.

Judas está en mejor posición para entender sus dolencias y necesidades, para responder a sus peticiones Acaso ellos puedan confiar en uno que verdaderamente es como ellos, que puede comprender y tolerar sus formas burdas.

Nuestro indicio aquí está ligado a las ceremoniales del culto a Maximón. Hombres que se caen de borrachos borrachos que le demandan al ´pisao´ de Maximón que les componga la cosecha, que les arregle la ‘camiona’, so pena de que le rompan la madre.

El culto como la búsqueda de un paladín contra la opresión

Está también la posibilidad de que quienes lo adoran se identifiquen con quien enarbola un sitio marginal –los judíos pobres, los pescadores, las prostitutas, los indios mayas.

El culto se asentaría en la necesidad de un paladín que mantiene encendidos los instintos de rebelión, de desafío, contra la oligarquía poderosa. Aquella que es dueña del de la riqueza, de la verdad, de la historia – los romanos, los sumos sacerdotes, los españoles de la conquista, la iglesia católica los estadounidenses de la United Fruit, el ejército guatemalteco al servicio de la dictadura.

La condensación en la figura de Maximón de Judas y Francisco de Sojuel –aquel indio que se convirtió en el dolor de cabeza de los españoles y que suscitó la admiración de la guerrilla— soporta esta tesis.

Últimas palabras

No cabe conclusión en este texto de piezas como rompecabezas.

Cabe acaso abandonar la herramienta hiper-racional del pensamiento analítico y abandonarse únicamente al sentimiento.

Cuando así lo hago, siento algo de compasión por Judas, el traidor. Lo veo tan pequeño, tan indefenso, frente a tan grande responsabilidad que le ha asignado la historia.

Incluso, en alguno de estos escenarios, me identifico con él. Veo cómo, en su lugar, también yo podría convertirme en traidor.

En un aspecto, desde esta mirada cercana, compasiva, yo también podría convertirme en amigo de Maximón.

Al final del ejercicio queda irresuelto un asunto que me genera una terrible perplejidad:

¿Cómo es posible que si yo soy capaz de encontrar un camino para la simpatía hacia Judas, Dios –ese ser perfecto que es todo amor— no haya podido hacerlo, y mantenga, a través de sus voceros, la consigna oficial de que a ese, más le valdría no haber nacido…?

Estampas grises de Santiago Atitlán

Dedicamos un día a visitar Santiago Atitlán, uno de los pueblos en el margen del lago.

El pueblo tiene la misma fachada de concreto -- gris y triste— que nos es tan familiar en los países del tercer mundo.


Un muchacho de 16 años se ofrece como nuestro guía. Nos presenta algunos hitos y datos sobre la vida del pueblo.

El recorrido nos ofrece varias estampas de Santiago Atitlán.

A primera vista, estas imágenes sugerirían que este pueblo es un pueblo de sobrevivientes -- hombres y mujeres empeñados en conservar su orgullo y levantarse, una y otra vez de la desgracia.

Mujeres en el lago

Aquí las mujeres siguen lavando la ropa en el río, juntas, como han hecho desde hace siglos. Se resisten a aislarse solas en su casa y a usar detergentes que maten al espíritu del lago.


Panabaj

Panabaj era un segmento del pueblo que estaba construido en una zona de alto riesgo y que el huracán Stan arrasó por completo en el 2005.


Sitio donde estuvo Panabaj




Había llovido seis días consecutivos, de tal forma que la ladera del volcán fue acumulando agua. La tierra fue aflojándose. A las tres de la mañana, mientras todos dormían se escuchó un rugido en lo alto del cerro, y después un rumor. El volcán se desgajó. La avalancha de lodo y piedras se dejó venir con la fuerza de tsunami.

Nadie tuvo oportunidad de salir. Las seis mil personas que vivían en ese asentamiento murieron aplastadas. Ahí donde ahora no hay nada hubo durante meses un pantano pestilente de rocas, madera, concreto, cartón, animales y personas muertas...


Nivel del lodo en la clinica frente a Panabaj despues del Stan

El Parque de la Paz




Cuentan que durante la guerra civil que Guatemala padeció durante poco más de treinta años, el ejército tenía una buena cantidad de enclaves alrededor del lago, el principal de los cuales estaba en Santiago Atitlán, justo frente a donde ahora está el parque.

En la madrugada del dos de diciembre de 1990, el ejército, acorraló y mató a un hombre, pues asumió que se trataba de un cabecilla guerrillero. Asumió mal, pues a todo el pueblo le constaba que era inocente. Se juntaron todos y se dirigieron juntos a protestar frente al campo militar. El ejército no los dejó siquiera empezar a hablar. Cuando los tuvieron cerca les tiraron un par de ráfagas. Trece cayeron muertos instantáneamente. Uno de ellos, Nicolás Ajtujal, era un niño de cinco años.




La paciencia del pueblo quedó colmada. Hartos de la violencia, hartos de los abusos consiguieron sacar al ejército. Ese día llegó la tranquilidad a Santiago Atitlán. Seis años antes que el resto de Guatemala, que no firmó los acuerdos de paz sino hasta 1996.

Niñas en el atrio de iglesia




Niñas que juegan. Niñas que se ríen. Niñas que se divierten.

Junto a los niños siempre hay esperanza...
Mirar…

Al final de la visita se me instala en la garganta una sensación de desasosiego. A pesar de que llevamos apenas una hora y cuarto en el pueblo siento la necesidad de salir pronto de él. Algo semejante sentí en San Juan Chamula, en Chiapas.

En parte esto viene de la pobreza. A uno le gustaría conservar la idea del indígena, feliz, cultivando la milpa, viviendo en consonancia con la tierra. Virgen aún de las perversiones del capitalismo.

Pero la verdad es que las cosas no son así. La pobreza es terrible.

Y los indígenas están cansados de vivir en ella. Ven en el turista –ese animal perezoso, hambriento de emociones sin esfuerzo— una oportunidad de subsistencia. Para capturar su dinero están dispuestos a convertir el pueblo en un mercado, en un museo viviente en donde se combine color, dramatismo y excentricidad.

En el pueblo todos aprenden desde pequeños esta verdad fundamental. Que si uno no desarrolla pronto un olfato hacia el dinero del turista, no sobrevive.

Un niño de tres años se nos pega saliendo de la catedral. Quiere un quetzal a cambio de nada. Porque sí. Porque nosotros también somos turistas. Porque para los turistas, respirar en su pueblo tiene precio.

No le damos el dinero.

Acaso por puro reflejo de persistencia se nos pega. Durante media hora se suma a nuestro contingente de dos. Periódicamente vuelve a pedir el quetzal. Llega un momento en que resulta fastidioso. A mí me gustaría no tener que verlo. No tener que sentir de cerca su hambre. Alejar su demanda.

Pero en este viaje hemos elegido mirar…

Lo miro a los ojos. Se distrae. Es muy pequeño.

Se aleja un poco. Ahora yo lo sigo a él.

Lo sigo, lo sigo, lo sigo…


Ser un gran señor

Hace tiempo un amigo me refirió una historia sobre el Lago Atitlán que evoco ahora, durante el viaje, mientras conocemos los pueblitos de alrededor...


Humana fauna IV. Ser un gran señor


Como con Fernando Paiz en una terraza del Hotel Marriott en San José de Costa Rica. Me dice que el clima es muy parecido en este país al de Chiapas: en un segundo, los montes de verde y tupida vegetación se cubren de niebla y cae un aguacero torrencial. Diez minutos después el cielo se despeja por completo y es inverosímil pensar que en este lugar hubo alguna vez nubes. Desde donde está dispuesta la mesa donde comemos la vista es magnífica. Él no puede apreciarla sin embargo, pues me ha cedido el privilegio de sentarme del lado de la mesa que domina el panorama.

A propósito me cuenta que existe una peluquería en el pueblo de Sololá en Guatemala, que está ubicada justo en la parte superior de un monte desde donde se domina el Lago Atitlán que está cercado en el fondo por volcanes. En la peluquería existen dos hileras de sillas para que los clientes se atiendan. Mientras una de ellas está orientada hacia el interior del salón, la otra permite apreciar la vista. Con el tiempo los peluqueros empezaron a cobrar tarifas diferenciadas para cada hilera: un corte con vista cuesta significativamente más que un corte sin vista. Desde entonces, los grandes señores de la región se aseguran de pagar un corte con vista, pues en el pueblo, este se ha convertido en un símbolo inequívoco de estatus, y los transeúntes que pasan frente a la peluquería, se encargan de hacer correr oportunamente la voz que distingue y señala a los unos de los otros según su jerarquía y señorío.

Los peluqueros –escuchadores profesionales, expertos en las sutilezas del alma humana e intuitivos comerciantes-- han pintado en la pared del fondo de la peluquería exactamente el mismo paisaje que se abre al frente, con los mismos volcanes y todo. Han justificado así un ligero incremento en las tarifas de los cortes sin vista, y permiten, al mismo tiempo, a los clientes menos pudientes, vivir, mientras dura el corte de pelo, la experiencia de ser un gran señor.

lunes, 14 de julio de 2008

El alma de la tierra

Cada parte del viaje tiene un sabor distinto. El caribe, con su alegría desbordante y naturaleza caprichosa, me supo a cadencia y a música. Los caribeños llevan el ritmo en los poros; destilan seducción, gozo, alegría y despreocupación.

En cambio lo primero que me asaltó al llegar al altiplano de Guatemala fue el silencio. Los primeros días en las calles de Antigua me sentía rodeada de miradas silenciosas. Atrás habían quedado los gritos dominicanos y la algarabía puertorriqueña.

Los indígenas, en comparación con los caribeños, son extremadamente callados. Observan en silencio y bajan la mirada. Como si toda su energía estuviera girada hacia dentro. No puedo dejar de imaginar la vida que bulle detrás de esos ojos profundamente castaños. Quisiera adivinar las razones de su silencio.

El caribeño te mira a los ojos, ya sea para seducirte o para retarte, pero te sostiene desafiante la mirada. El indígena, quizás por su historia, no habla a menos de que sea necesario.

Las olas del mar caribe, con su eterno vaivén, pareciera que van meciendo a los caribeños desde niños para impregnarlos de ritmo y movimiento. ¿Será que las montañas de Guatemala, con su presencia sobria, invitan a sus hijos a mirar hacia dentro?

Sentada en el borde del Lago Atitlán me sentí sobrecogida por la cercanía y majestuosidad de los volcanes que lo rodean. Guardianes del tiempo y sus secretos, los volcanes parecen acompañar en silencio a sus habitantes. Inmutables. Ancianos sabios capaces de ver más allá en el tiempo y en la distancia que lo que nuestro ojo humano puede percibir.




Esa tarde, alcancé a adivinar lo que habrán sentido los antiguos que vieron en los volcanes a sus dioses.

De niña siempre me costó trabajo conciliarme con la idea abstracta de Dios. Me esforzaba por encontrar una imagen que pudiera visualizar en mi mente; una imagen hacia dónde dirigir mis oraciones. Sabía que Dios debía ser grande, inmenso, poderoso, infinito… pero el único adjetivo que lograba entender era invisible.

Por más que deseaba relacionarme con Dios, como insistía el Padre, no podía entender cómo mis oraciones serían escuchadas por un ser invisible. Finalmente, me conformaba con la imagen de un hombre de barbas largas, sentado en el cielo en un trono de oro, que con indiferencia me escuchaba.

Qué fácil me hubiera resultado rezarles a los dioses de la naturaleza. A diferencia del dios elusivo al que trataba de encontrar, los volcanes estaban ahí, presentes, visibles, casi eternos. El agua, el viento, la montaña. Esos son los seres con los que yo hubiera podido identificarme; seres a quienes hubiera podido rezar; seres en quienes hubiera podido confiar.

Desde niña me ha costado trabajo identificarme con la religión católica. Las historias de la Biblia me parecían igual de fantásticas que los mitos griegos que me contaba mi abuelo. ¿Por qué debía creer en Adán y Eva en lugar de creer en Zeus y Hera? ¿Qué diferencia había entre la religión y la mitología? Para mi todo eran cuentos.

Creer en un dios protector que me cuidaba pero que permanecía invisible a mis sentidos me parecía injusto. Las historias de vocaciones y llamados que nos contaban las monjas me resultaban fabricadas. Invenciones que pretendían acercarnos a un dios enigmático. Yo nunca había sentido nada cercano a lo que ellas contaban y para mi mente experimentadora, lo que no pudiera sentir y vivir en carne propia, simplemente no existía.


Cuando supe que los indios americanos en lugar de adorar al Dios que yo conocía adoraban a la naturaleza y a sus criaturas, me sentí engañada. Estaba segura que de haber nacido en cualquier rincón del continente americano hace más de quinientos años no hubiera tenido las dudas que me acompañaron durante mi infancia y adolescencia.

Creer en el viento y en el sol, pedirle ayuda al espíritu de los animales, me hubiera hecho todo el sentido. Esa era mi religión. Mi alma seguramente pertenecía a esa estirpe de humanos que dialogaban libremente con la naturaleza. A mi me había tocado vivir bajo una religión encerrada en estructuras de piedra y ladrillo.

Las canciones de misa que verdaderamente me movían hablaban de la naturaleza: …And He will raise you up on eagle's wings, Bear you on the breath of dawn, Make you to shine like the sun, And hold you in the palm of His Hand…

Esas imágenes, de águilas y amaneceres, eran las que resonaban con mi alma. En esos momentos podía sentir un chispazo de lo divino, de lo sagrado y un deseo profundo por unirme con esa inmensidad…

¿Y no debería acaso ser esa la función de la religión? ¿Resonar con el espíritu de cada persona? ¿Ayudarnos a entrar en sintonía con la sensación de infinidad? ¿Acompañarnos en nuestro recorrido solitario por la vida?

Creo que nunca fui capaz de sentirme acompañada por el dios cristiano que me fue inculcado de niña. Pero así como los hombres antiguos buscaron en la naturaleza las respuestas a los enigmas de la vida y así como algunos cristianos han necesitado de las metáforas de la naturaleza para transmitir la sensación de divinidad, yo también he tenido que escaparme de vez en cuando a la naturaleza para sentirme acompañada, protegida y guiada por un ser superior.


Al llegar al aeropuerto de Guatemala me llamó la atención la frase publicitaria que usa el instituto de turismo para promover al país: Guatemala, alma de la tierra. Al principio me pareció un poco arrogante. ¿Quién les había concedido el derecho de autonombrarse el espíritu de la tierra?

Sin embargo, con el paso de los días, empiezo a ver que quizás tengan razón. En un sitio como Guatemala, impregnado por el espíritu indígena y rodeado de naturaleza, es difícil no vibrar con el alma del planeta.

Posiblemente los indígenas no sólo dejaron su huella con sus idiomas y vestidos, sino que también dejaron abierto el camino de reconexión con la naturaleza. Por lo menos yo, sentada frente a los volcanes de Atitlán, pude sentir la presencia majestuosa del alma de la tierra.

Desde México: Un comentario sobre el Plurilingüismo

Siempre me ha venido bien jugar diferentes roles simultáneos en mi vida (igual que a Jennifer). Ahora en el viaje, esto está claro, pues un día jugamos a ser escritores, otro día a ser cuenteros, fotógrafos, documentalistas...

Creo que en mi caso, esa vocación por lo diverso me viene en parte de la adolescencia, cuando para ganarme unos pesos, mis papás inteligentemente procuraron involucrarme en todo tipo de oficios y talachas.

Así, pasé por contador extraoficial calculando y llenando las formas de impuestos de toda la familia; albañil que remozó y pintó todas las paredes del patio; gestor que hizo todas las colas de cuanta tesorería y banco hay cerca de la casa de Quemada; maestro de álgebra de mi hermano...

Pero sin duda, el trabajo que me pareció siempre el más disfrutable, pues tenía un incentivo más allá del dinero, fue el de escribano pasante de lingüista. En este rol me tocó transcribir entrevistas que mi mamá hizo a niños de primaria para investigar el proceso de adquisición del lenguaje, teclear su tesis doctoral y ayudarle a corregir en la computadora innumerables ponencias y trabajos sobre el plurilingüismo y la evolución de la política linüística en México.

De aquellos afanes de adolescencia y de mi admiración permanente a su labor profesional me nació la gana de pedirle a mi mamá que escribiera un comentario para el blog, aprovechando la coincidencia que los Viajes del Corazón por Latinoamérica tienen con su especialidad...

Vaya pues el comentario, con algunas fotos que hemos tomado en Guatemala, durante nuestra estancia...


El plurilingüismo por Rebeca Barriga Villanueva




Los Viajes del corazón me han causado todo clase de sentimientos que van de la sorpresa a la admiración, pasando por la incertidumbre, la curiosidad y la preocupación Una suerte de arco iris emocional con toda la gama de tonalidades y matices en los sentimientos. Desde que supe de ellos, vivo estos viajes intensamente y los sigo como mamá, amiga, lectora, lingüista. Es un hecho, sacuden desde muchas perspectivas, mi capacidad de asombro. Dentro de toda esta gama de sentimientos mezclados hay uno que me conecta especialmente con los itinerarios anunciados: el encuentro inminente con la diversidad cultural y lingüística que en el trayecto de este especial viaje aparecerá una y otra vez.

En Puerto Rico saltó sin más, la paradójica realidad bilingüe que propicia vivir dentro de los parámetros muy norteamericanos que delimita el inglés, no obstante se siente, se baila y se sueña en español. Bilingüismo éste entre dos lenguas poderosas y de prestigios que contrasta radicalmente con el que se da en República Dominicana, Guatemala, Belice, Perú, Salvador, Colombia, Brasil, Argentina “naciones” eminentemente plurilingües que albergan en su territorio múltiples lenguas de diversas familias y variantes dialectales múltiples que propician complejas situaciones de contacto, tan complejas y extremas que pueden conducir a la pérdida de identidad. Cualquier país de Latinoamérica que toquen los viajeros del corazón encerrará, con mayor o menor visibilidad los paradójicos e inextricables rasgos de la multiculturalidad y el plurilingüismo;

los de su cara luminosa: innumerables etnias y lenguas con sus propias visiones del mundo que permean de diversidad y riqueza mítica el ambiente que circundan;

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pero también los de su cara oscura: el contacto con la cultura occidental inserta en el español, que conlleva, las más de las veces, conflicto, negación, deslealtad étnica, desplazamiento lingüístico, bilingüismos dudoso y la terrible invisibilidad del otro, el indígena.








Países cuya diversidad lingüística se ha vivido ya como Babel, castigo divino por el que “Yavhe embrolló las lenguas de los hombres”, ya como Pentecostés, la alegría exultante e incontrolable de los apóstoles que de pronto y merced al soplo del Espíritu de Dios hablan y entienden las lenguas de los otros, ya no hay embrollo, hay comunicación…

Estos países, los de los Viajes del corazón se entraman con México en una compleja historia de dominio, sujeción y silencios preñados de impotencia, al tiempo que de resistencia y de una inexplicable sobrevivencia indígena. Tras poco más de cinco siglos y siglos de lucha, hasta los inicios del XXI. Los indoamericanos apenas logran arañar las promesas de los derechos lingüísticos y el reconocimiento de su existencia, al menos en el discurso constitucional. Como México (con 63 lenguas indígenas admitidas oficialmente) estos países cuentan con un apabullante número de lenguas indígenas cada con una, tres o quince variaciones dialectales, que pertenecen a familias lingüísticas distintas, cada una de ellas con organizaciones estructurales diversas:

se interroga, se afirma y se niega con muy distintos mecanismos de combinación de elementos; se narra y se describe el mundo a partir de significados absolutamente lejanos a una concepción occidental: ni el tiempo ni el espacio se vive y se construyen de igual manera; ni la vida y la muerte, las estaciones y la lluvia tienen el mismo sentido.



El indígena vive entre tensiones y fracturas que lo llevan irremisiblemente a asumir que si no habla la lengua mayoritaria no alcanza ni el desarrollo ni el progreso; que su lengua se “sabe” pero la que se “aprende”, la que tiene en sí misma el conocimiento y la ciencia es la otra, la que es dueña del poder y de la ideología dominante, la que apresa las verdades en la lengua escrita.


¿Cuántas lenguas y cuántas culturas indígenas aparecerán en convivencia con el español, el inglés o el portugués en los Viajes del Corazón? Si estos Viaje en verdad son del corazón, serán congruentes con su nombre, sabrán buscar, descubrir, reconocer, vibrar con los ecos del maya en Guatemala y Belice, del quechua, aymara, en Perú y en Bolivia, del mapudungun en Chile y del tehuelche en la Argentina. Los viajeros, cuenteros de corazón, pasión y convicción habrán de entretejer sus historias en español con los elementos mágicos y míticos de las leyendas amerindias, y quizá así logren dar pasos seguros hacia la prometida y aún inalcanzable interculturalidad, panacea de los discursos oficiales que nos circundan hoy en día.