lunes, 30 de marzo de 2009

Reporte poético desde el fin del mundo

Cerca del fin del mundo hemos constatado que a diferencia de lo que algún día se pensó, ni Atlas sostiene el globo, ni la plataforma de la tierra descansa sobre el lomo de enormes tortugas...

Lo que sí tiene el límite austral del mundo es un cierto aire propicio a la pregunta. Y si a eso se le suma que en La Patagonia recién cruzamos al Chile de Neruda...


Hombre II

I.

¿Cuál es tu espacio prefigurado?
¿De qué chispa capital se prende tu nombre?
¿Qué deseo te trajo aquí?
¿Qué voluntades se abrazaron en tu origen?
¿Qué verbo te conjuga todo?
¿De los abismos de quién eres espejo?
¿Qué cuerda te lanzó como saeta?
¿En pos de qué blanco, de qué estrella?

II.

¿No es acaso un milagro,
que al borde de un desfiladero
infinito,
este cúmulo de fragilidades
que somos
sobreviva?

jueves, 26 de marzo de 2009

Imágenes desde fin del mundo II

I now belong to a higher cult of mortal, for I have seen the albatros
--Robert Cusham Murphy















Imágenes desde fin del mundo I














Recomendaciones en Montevideo

  • Bar Bacacay en Ciudad Vieja
  • Cotorras en Plaza Zabala
  • Helado en Plaza Matriz, frente a la catedral
  • Café improbable con Galeano en el Café Brazileiro
  • Visita de domingo al Mercado Tristán Narvaja
  • Caminata por la rambla en el atardecer
  • Cervezas en el Bar Tasende
  • Asado en el Mercado del Puerto
  • Hotel Splendido, Bartolome Mitre 1314, Montevideo, Uruguay,
  • Clases de movimiento armónico y acrobacia en telas en el Espacio de Desarrollo Armónico, Río Abierto
  • Charla informal entre los mercaderes de las ferias mientras se compra verdura
  • Psicoanálisis con Ema Ponce de León,
  • Carnaval en febrero, en el Teatro de Verano

A la caza de Galeano

(...) Sin embargo, se supone que los libros de historia no son subjetivos.
Se lo comenté a don José Coronel Urtecho: en ese libro que estoy escribiendo, al revés y al derecho, a la luz y a trasluz, se mire como se mire, se me notan a simple vista, mis broncas y mis amores.
Y a orillas del río San Juan, el viejo poeta me dijo que a los fanáticos de la objetividad no hay que hacerles ni puto caso:
-No te preocupes- me dijo -. Así debe ser. Los que hacen de la objetividad una religión, mienten. Ellos no quieren ser objetivos, mentira: quieren ser objetos, para salvarse del dolor humano.
Celebración de la subjetividad
Eduardo Galeano, Libro de los abrazos




Desde que inicié el viaje tenía un sueño. Encontrarme con Eduardo Galeano. Tomarme un café con él y tener una larga charla con ritmo uruguayo. Y preguntarle sobre cómo ve las cosas ahora, después de todo lo que ha vivido. Y contarle un poco sobre nuestro viaje, cuyo impulso fue atizado por la lectura de sus Memorias del Fuego.

Al llegar a Montevideo nos enteramos que frecuentaba el Café Brazileiro, cerca de la Plaza Zabala, donde nos hospedábamos. Así que me dispuse a cazarlo. En el Brazileiro un mesero nos dijo ellos podrían entregarle un paquete mío y podrían también entregarle mi correo electrónico para que él se comunicara conmigo.

Así que le escribí una carta, le dejé unas postalitas de las que mandamos a hacer con las fotografías con luz y oportunidad al principio del viaje, e imprimí tres textos representativos en los que se nota su influencia, como para hacerle un pequeño homenaje…



Y esperé tres semanas sin tener respuesta...

En ese periodo de tiempo Ivonne Pahlen, nuestra amiga bailarina, nos contó que Galeano era su amigo. Que su casa era fantástica, pues estaba toda pintada de monitos iguales a los que él utiliza para ilustrar sus libros. Y que posiblemente se encontraba fuera, en España, donde se atendía un cáncer que desde hace años le jode un poco la vida y con el que el tiene una lucha a muerte...

Pasó la cuarta semana.

Y nada.

La última tarde de nuestra estancia en Montevideo, me dirijo hacia el Brazileiro para ver si la sincronía mágica del viaje está encendida, y acaso me topo con él en este boliche en el que suele encontrarse con amigos y pasar tardes leyendo.



Me siento a esperar. Deliberadamente represento en mi cabeza un pasaje de La Tregua de Benedetti. Aquel en que Martín Santomé fantaseaba con el arribo de Laura Avellaneda hasta la mesa de café donde todas las tardes se sentaba a ver pasar las horas. Igual que Santomé, a cada persona que pasa por la calle le pongo cara de Galeano mientras se acerca, hasta que están tan cerca que es imposible seguirles sobreponiendo su rostro. Así, hasta que se haga el milagro y llegue Galeano, y el rostro que proyecto coincida con el rostro que camina por la calle...



Mientras espero, empieza a sonar Yo no quiero de Joaquín Sabina. “(…) Lo que yo quiero, / muchacha de ojos tristes, /es que mueras por mí. Y morirme contigo si te matas / y matarme contigo si te mueres /porque el amor cuando no muere mata / porque amores que matan nunca mueren (…)"

Verifico el nudo que tengo en la garganta. En el nudo está la intuición de que, a lo mejor, Galeano no vendrá. Está también la despedida de los amigos que por acá hicimos: Iris, Ivonne, Sonia, Gearardo. Y puede ser incluso que algo de la melancolía montevideana se me haya metido en las venas.



De pronto, la atmósfera del café me transporta a mi infancia, a un recuerdo que recién acabo de resignificar, pues acaso sea la primera memoria que tengo asociada a la labor de la escritura: Cuando yo tenía ocho años mi papá y yo teníamos un pacto especial. Cada semana elegíamos un tema por turnos, escribíamos una carta y nos la entregábamos el miércoles por la noche. El jueves cada uno leía su carta. Y el viernes, él salía temprano del trabajo, pasaba por mí, y me llevaba a una cafetería “de grandes”, para platicar sobre lo que cada uno había experimentado con la carta del otro. Mi papá tomaba café y yo tomaba helado. Y pasábamos la tarde del viernes entera, juntos, charlando. Yo me sentía increíble: un poco grande, un poco intelectual, pero sobre todo, amigo de mi papá.

Y en la estela de ese recuerdo, se ha hecho tarde y termino por aceptar que Galeano no llegará a la cita.



Ciertamente me hubiera gustado agradecerle en persona por lo que hizo por mí, sin saberlo: Agradecerle que con su obra y su estilo narrativo –construido en pequeñas viñetas intensas y literariamente coloridas que abrazan y golpean con una fuerza sorprendente—, me ayudó a iniciar el camino de escritura sin tener que responder a la tiránica imagen del escritor-premio-nobel-que-para-serlo-tiene-que-escribir-una-novela-pesada-como-la-biblia-y-densa-como-el-Ulises-de-Joyce. Agradecerle que su voz y su obra fueron siempre un aliciente para afirmar el valor de mi perspectiva sobre el mundo; y también para y considerar mi propia vida –vista a través del ojo de una cerradura— como fuente inagotable de relatos.

Es en este momento en el que caigo en cuenta de que el encuentro cara a cara no es ya relevante.

La magia ha ocurrido hace tiempo, cuando me lancé a andar las venas abiertas de Latinoamérica con mis propios pasos, y escribir mi propia memoria del fuego; cuando elegí estar aquí --esta tarde gris y lluviosa en Montevideo-- viviendo ya como un escritor bohemio...

Todo esto es en sí, ya, un homenaje... una forma de encuentro.

Desde el diván en la ruta de los hombres notables

I.

Después del trayecto de bus que demoró cuarenta y cinco minutos para llegar a mi primera sesión del psicoanálisis exprés que hice en Montevideo, tengo una experiencia surrealista:

Llego a la dirección que he conseguido en la Asociación Psicoanalítica del Uruguay y me percato que el consultorio se encuentra dentro de la Clínica del Niño – Centro del Adolescente. Ema Ponce de León, mi nueva analista, dirige una institución que trabaja con un colectivo multidisciplinario de profesionales...



Me recibe la secretaria, Ana, y me pide que pase a la sala de espera. Entro en un cuarto amplio. Está repleto de niños. Busco un lugarcito en la esquina y me acomodo en lo que me llega el turno para pasar. Me siento como transportado a un cuento, rodeado de enanos y hadas.

Una niña chupa una paleta. Un niño juega con un pequeño artefacto electrónico. Hay uno, sentadito muy derechito y muy serio, con un solideo sobre la cabeza y observa al resto detrás de sus enormes lentes. Un par de hermanos rubios de diez años molestan molesta a su hermanito pequeño, de seis, diciéndole que él está muy feo. Dos nanas cuidan a uno como de tres años que insiste en correr por los pasillos de la sala de espera y en escalar cada uno de los sillones. Uno, literalmente, se entretiene explorando en las profundidades de su nariz en busca de mocos. Un par de niñas se abrazan a su madre mientras miran con una mezcla de temor y de ganas de participar el hervidero de perversos polimorfos.


Mientras miro la escena, dos pensamientos inevitables me cruzan la mente.

El primero: “Y vaya que si el psicoanálisis procura establecer un setting que fomente la regresión y el contacto con contenidos primitivos reprimidos…”;

y el segundo: “Si me vieran en este momento mis colegas de la oficina de HayGroup en México --un lunes a las cuatro de la tarde en pleno mes de febrero laboral, en medio de esta parvada de pájaros infantiles-- pensarían sin duda que soy un caso sin remedio, que me he deschavetado, y que necesito a gritos el tratamiento que estoy a punto de empezar…”

Me río.

Apenas llegué aquí ya estoy jugando y fantaseando…

Y ¿de qué se trata el psicoanálisis, si no de eso?


Aparece Ema en el corredor y me llama.

Es hora de empezar...






II.

Desde el diván, en el curso de este mini análisis, rescaté diferentes escenas claves de mi vida en donde se me fue anudando un carácter medio extraño, hiperactivo y perfeccionista, heroico y mesiánico.

Entre ellas, evoco una de segundo de secundaria, de los catorce años:

En aquella época en la que barros y espinillas cubrían mi cara, yo no era un adolescente como todos los demás: un intento fallido en el campamento de graduación de sexto de primaria por conquistar a la niña guapa y popular del salón, me había condenado al ostracismo femenino. Al mismo tiempo, aquel rechazo había catalizado en mí la extraña idea de que quería ser sacerdote para ocuparme del alma de mi prójimo, justo a la edad en que el alma de mis compañeros de clase estaba obsesionada con el cuerpo de su prójimo, especialmente con sus curvas femeninas…

Así que, como bicho raro, las mujeres no me hablaban salvo cuando algo lo ameritaba realmente, como aquella mañana de miércoles, cuando se acercaron en multitud muy agitadas a pedirme que, en mi carácter de representante del salón, hiciera algo para impedir la desgracia que se les venía encima.

Cuando se calmaron, pudieron explicarme que de forma inverosímil, el día anterior (yo estuve ausente de la escuela), al profesor de Civismo –P.P.— se le había ocurrido la idea de organizar, el siguiente viernes, el concurso de las piernas más bonitas del salón. De tal forma que todas tendrían que desfilar en minifalda frente a sus compañeritos, perversos lobos adolescentes, hambrientos de carne y emociones intensas. La idea había sido planteada tan de botepronto y era tan disparatada, que ninguna había encontrado la forma de protestar. Pero ahora, por favor, por diosito, yo tenía que interceder, que hacer algo para impedir la masacre.

Y fue así como el viernes citado, nada más entró el profesor en el salón y frotándose las manos dio indicaciones para que iniciara el desfile, respiré hondo, y me puse de pie desde el lugar en que estaba mi asiento, en el medio del salón de clases.

Se hizo un silencio hondo. El profesor se sorprendió. Me interrogó con la mirada.

Y entonces dije lo que tenía que decir. Duro y a la cabeza.

Le dije que estaba equivocado si en verdad pensaba que alguien iba a seguir su propuesta; le dije que nos parecía indignante su idea del concurso; le dije que en el salón de clases estaba muy claro cuál era su rol como profesor y cuál el nuestro como alumnos; que ambas funciones suponían una cierta distancia; que en su confusión, él estaba perdiendo esa distancia; que nadie en el grupo estaba de acuerdo con su idea, y que le hiciera como quisiera, pero que nadie se iba a parar de su lugar.

Dije esto sin precipitación alguna. Con una serenidad pasmosa y sin que me temblara la voz.

El profesor me miró. Mudo. Temblando, él si. Avergonzado de que un peneque de catorce años con problemas de acné lo hubiera puesto en su lugar. Tenía una mirada en el rostro llena de un odio rabioso que le duraría para siempre.

Los compañeros me miraron. Mudos. Sorprendidos. Incrédulos de que yo fuera tan imbécil como para negarles el placer del concurso y para privarme yo mismo de él.

Las compañeras me miraron. Mudas. Sorprendidas. No creyendo que me hubiera atrevido a desafiar al profesor y defraudar a mis amigos. Agradecidas de que hubiera tenido el arrojo de hacerlo.

III.

Ese rasgo de heroísmo y santidad fue una de las formas que adquirió la necesidad de perfección que ya he reseñado en otro sitio del blog, recientemente.

Ciertamente, en algunas ocasiones, como en la que recién he descrito, mi protagonismo ejemplar tenía el potencial de provocar reacciones de gratitud y una cierta admiración, como pasa con todo lo que tiene una existencia improbable.

Sin embargo, de forma no menos frecuente, aquel impulso perfeccionista motivaba conductas chocantes al punto de desesperar a la gente a mi alrededor. Como aquel sábado por la mañana, más o menos un año antes de la escena que recién he descrito, cuando al entrenador de nuestro equipo de futbol se le ocurrió no presentarse para dirigirnos en el partido que teníamos en el Centro de Capacitación de la Federación Mexicana de Futbol.

Estábamos perdiendo uno a cero contra el equipo contrario, debido a un error de Curro, --un gigantón bonachón, tranquilo y medio lerdo—, que jugaba de guardameta.

En el descanso intermedio, espontáneamente nos juntamos en círculo junto a la banda del campo y hablábamos sobre el accionar del primer tiempo. Estábamos enfrascados en una discusión --evaluando los errores de la primera mitad y discutiendo la estrategia que deberíamos seguir para ofender a los contrarios--, cuando empecé a sentirme desesperado, pues nada más no nos poníamos de acuerdo. Conforme discutíamos, me fue invadiendo una considerable dosis de adrenalina que demandaba un desempeño perfecto y quería conseguir a toda costa la victoria.,,

Entonces, siguiendo el dictado de mis entrañas, se me ocurrió tomar el papel del entrenador ausente, y a repartir indicaciones a mansalva: A uno le dije que se adelantara diez metros en el campo; a otro le aticé un poco, pues no estaba corriendo lo suficiente en el campo; hice un enroque entre dos mediocampistas, y a otro lo mandé a la banca.

Entonces noté que Curro estaba medio distraído, pateando un bordecito de hierba mal recortada que había cerca de la línea de banda.

Reventé sin piedad.

Le dije que más valía que se pusiera las pilas, pues por su culpa íbamos perdiendo. Le dije que si no quería estar ahí mejor se fuera a jugar a las muñecas a su casa.

Y seguí. Durante cerca de dos minutos me la pasé increpándolo, electrizado por la energía oscura que me salía desde la panza.

Y estaba en eso, reberberando en mi rollo, cuando de pronto, desde un punto ciego y sin decir agua va, voló un manotazo directo hasta mi rostro. Era Julián, nuestro defensa central,--un mastodonte que desde los diez años nos sacaba a todos veinte centímetros de altura y treinta kilos de peso--, que desesperado por la zurra que le estaba poniendo a su amigo Curro, me dio un cachetadón justiciero.

No conforme con el descontón, mientras yo todavía andaba atontado por el primer golpe, me tomó de un brazo y una pierna, me cargó y me hizo girar en avioncito un par de vueltas, por lo menos. Y por último, culminó su llave de gladiador de lucha libre en la Arena Coliseo, con una patada seca en la entrepierna.

No respondí y ni chance hubiera tenido de hacerlo.

Julián literalmente me cerró la boca.

Resignado al silencio, durante lo que restaba de partido, corrí como un loco --con el fuego que ya antes tenía en la tripa, al que ahora se sumaba la vergüenza inevitable de haber sido sarandeado como un trapo.

Terminamos aquel partido con la victoria a nuestro favor: dos goles a uno.

Cosa curiosa, yo metí ambos goles...

Sea como fuere, aquella mañana, al final del partido, me llevé un mensaje clarito de vuelta a mi casa, pues en un plano profundo, lo que me dijo Julián de forma bastante aparatosa, es que mi necesidad de logro jode a los demás. Que mi perfeccionismo tiene un impacto negativo en los otros.

Que las tensiones que se derivan de mi heroísmo y mi impulso de excelencia estarán muy bien para mí, pero que no ayudan para nada a los otros a resolver y a caminar. Que mis obsesiones son algo que me toca a mí bancarme solito...

IV.

A la siguiente sesión llevé un sueño:

Estoy en un campamento. De pronto, una víbora trata de morderme la muñeca. No lo consigue, pero el puro roce me envenena un poco y me hace marearme. Entro a una pequeña cabañita y encuentro a mi papá que está siendo atacado también por víboras. Me angustio profundamente. Empiezo a jalarles la cola para liberar a papá mientras varias lo muerden. Voy arrancándoselas una a una. Al final me doy cuenta que sólo fue una mordida profunda en la muñeca.

Como en cualquier juego onírico, al contenido del sueño podrían responder muchas explicaciones latentes. Me quedo sin embargo con las asociaciones y líneas interpretativas que siento más provechosas, por sus implicaciones para el futuro:

La serpiente, como en el génesis, es el símbolo del saber; el saber que en un sentido está asociado a la soberbia; la soberbia del desempeño extraordinario.
El veneno que intoxica es la necesidad de logro, el perfeccionismo.
El mareo es el efecto del acelere --signo de una adicción-- que como cualquier otra, destruye.
Yo en el sueño, logro hacerme cargo de mi adicción.
En la muñeca se ponen las esposas que nos encadenan a los otros, que nos conectan .
Mi padre del sueño es una representación de todos los que están conectados conmigo –Jennifer, y mis hijos (proyectados en el futuro)— que terminarán envenenados de ese perfeccionismo, si no me hago cargo de él.
Mi angustia es la representación de la conciencia abismal de lo que puedo terminar provocando en los otros. Es un signo de dolor. Es que algo que antes sintonizaba conmigo, que ahora me resulta ajeno, molesto, distónico...



V.

No es casual que aparezca el padre en mi sueño.

Una conexión obvia es mi padre, hacia quien tengo la más grande de las admiraciones por su forma de haber sido padre conmigo.


Existe sin embargo otra conexión, menos obvia, y que pasa por la agenda de lectura del viaje. Justo por esos días recién había estado leyendo Encuentro con hombres notables, una reflexión autobiográfica de un psicólogo ruso de nombre Gurdieff, en el que habla de su padre, a quien dedica el primer capítulo de su libro, y sobre el que recuerda:

“(…) Resaltaba la grandeza de la serenidad y del desapego que conservaba mi padre, en todas sus manifestaciones, frente a las desgracias que se abatían en él. (…) A despecho de la lucha encarnizada que llevaba contra todas las dificultades que se derramaban sobre él como de un cuerno de abundancia, nunca dejó de tener, en todas las circunstancias difíciles de su vida, el alma de un verdadero poeta. (…) Reinaba en nuestra familia, incluso en los momentos en que todo nos faltaba, una extraordinaria atmósfera de concordia, de amor y de deseo de ayudarnos los unos a los otros. (…) Gracias a su innata facultad de inspirarse en los menores detalles de la vida, él era para nosotros, incluso en los momentos más angustiosos de nuestra existencia común, una fuente de valor y al comunicarnos su libre despreocupación, suscitaba en nosotros el impulso de la felicidad al cual aludí.”

VI.

Y yo, desde el diván montevideano de Ema Ponce de León, a principios de marzo del 2009, --cuando el mundo se encuentra en medio de una crisis descorazonadora, cuando desde México nos invaden noticias de que nuestra patria se desgrana en medio de la inseguridad, cuando yo llevo un mes trabajando con la tiranía motivacional que me corre por dentro y que me exige alcanzar una perfección imposible— entre recuerdos, evocaciones, proyecciones y sueños, rodeado por niños que ríen a carcajadas y se entretienen sacándose los mocos...

...reafirmo mi aspiración de seguir trabajando con la mirada hacia adentro, para convertirme también, algún día, en un hombre notable...

miércoles, 25 de marzo de 2009

Entre mujeres, sobre las tablas del Paullier

De todas las personas con las que hemos tenido encuentros mágicos a lo largo del viaje y que a la postre se han convertido en referentes de un lugar, es acaso de Ivonne Pahlen sobre la que sabemos menos. Pues, a pesar de que pasamos mucho tiempo con ella durante nuestra estancia en Uruguay, y de que en innumerables charlas de sobremesa nos compartió distintos episodios de su historia, al despedirnos, su imagen permanece rodeada de un aura de misterio...



A lo mejor, esa aura impenetrable es parte del espíritu uruguayo al que ella hizo referencia en sus charlas de sobremesa: Uruguay nunca se revela del todo a la primera mirada; siempre guarda secretos y sorpresas detrás de su fachada; sólo se muestra, poco a poco, para el que tiene la paciencia de seguirle el rastro hasta sus sitios íntimos.

En parte, sin duda, con Ivonne ocurre como con todas las personas cuya identidad está enhebrada de pequeños parches de varios mundos distintos: un poco de la tradición de la vieja Europa que le viene de su padre, austriaco; y un poco de la ligereza de la nueva América que le viene de su madre, uruguaya.

A su caso se suma, sin duda, una cierta mística etérea e inasible que es propia de todos aquellos que pertenecen al universo del arte: desde pequeña vivió en el mundo refinado de la élite cultural a la que su padre, director de orquesta, pertenecía; y más tarde, de la ligereza de bailarina que conquistó por méritos propios, a punta de esfuerzo, en la ardua disciplina de las tablas de una maestra rusa, una madame francesa y un director uruguayo.



La vocación misteriosa le viene también de su juventud que transcurrió en medio de la dictadura. Entonces se involucró en MLN y terminó exiliada, primero en Chile y después en Suiza – estudiando Educación especial, mención psiquiatría y más tarde, ayudando a músicos a encontrar una dinámica de movimiento en la interpretación de sus instrumentos, entre otras cosas. Al igual que a otros uruguayos que vivieron aquella época – presos, torturados y exiliados—, a Ivonne no le gusta hablar mucho de esos años. Flota sobre ella una sombra. Una desconfianza. Una soledad. Un dolor de amigos idos, de años perdidos. Una incomodidad que se cuestiona qué utilidad puede extraerse de historias de hombres injustamente presos, pudriéndose en la oscuridad de un aljibe.

Pero sobre todo –acaso apenas ahora lo comprendo— el misterio era una condición necesaria para nuestro encuentro. Pues el misterio es el que afila la intuición. Y a diferencia de otras estaciones del viaje en los que el encuentro se ha construido a partir de las historias, nuestro encuentro estaba destinado a ocurrir en el terreno del movimiento y del cuerpo; en un lenguaje que antecede a la palabra.


Ahí, en las clases de movimiento armónico que Ivonne dirige en el Espacio Paullier, es el cuerpo el que habla y encuentra eco en otros cuerpos que se formulan preguntas unos a otros; es el movimiento el que cura, al transformar el dolor enquistado en belleza…

II.

En el espacio de las clases de Ivonne, a donde acudí dos veces por semana a lo largo del mes en que estuvimos en Montevideo, el grupo estaba compuesto casi exclusivamente por mujeres. Lo que sin duda representó una experiencia especial para mí, un hombre-viajero-psicólogo-aspirante a escritor y fotógrafo.

¿Qué podemos decir nosotros los hombres de las mujeres? ¿De su mundo espiral que se presenta como un continente extraño y complejo frente al nuestro, masculino, en donde prevalece una cadencia lineal, una inquietud incesante por conseguir algo, y una lógica de certezas causales?

Pues quizá nada que no producto de una encendida ficción…



Es desde ese sitio de ignorancia que me atrevo a aventurar una fantasía de imágenes y palabras que me surgieron desde el lugarcito que me abrieron en medio de ellas para compartir sus búsquedas; para estar, como entre sueños, en medio de sus exploraciones cadenciosas; para fantasear sobre lo femenino y sus filos ordenados, mágicos, intuitivos, diversos, cálidos, íntimos…

Es desde este sitio de ignorancia que me hago preguntas sobre la jornada que estas mujeres han caminado para llegar a este día, en el que se mueven a mi lado, un extraño, un extranjero: las ternuras de sus padres y madres; las exigencias de sus padres y madres; la competencia con los hombres; el enamoramiento hacia sus hombres; el desencuentro con sus hombres; el abuso de los hombres; sus luchas por un espacio de igualdad; sus luchas por ser miradas, consideradas; su agotamiento de parir hijos; sus afanes por hacer crecer hijos; sus soledades al verlos marcharse; sus confidencias a otras mujeres; sus dolores; sus temores; sus silencios; sus valentías; sus emociones….

Es desde ese sitio de ignorancia desde donde me permitieron jugar con ellas y fotografiarlas; y desde donde inevitablemente he caído en cuenta del límite que tuvo todo mi afán para retratarlas, pues las imágenes son en todo caso limitadas para mostrarlas en todo su esplendor y toda su belleza…









III.


Y desde ese sitio de juego, en este viaje, me encuentro también con las mujeres luminosas que me han acompañado a lo largo de mi vida. Y me entran las ganas de nombrarlas, de recordarlas, de agradecerles…

Mi abuela paterna La Gorda que vivió con una intensidad que rayaba en la exageración. Que tuvo cinco hijos con el abuelo, y otros tantos que adoptó temporalmente como parte de su práctica como juez de lo familiar en el estado de Hidalgo. La Gorda, que se torció el tobillo derecho por patear a mi papá cuando lo sorprendió atacando a mano limpia el perol donde cocinaba un guiso de pollo. La Gorda, que pasó varios años acompañada por su diabetes –de la que se tomaba licencias temporales con intensas dosis subrepticias de chocolate—que terminó cazándola hasta la tumba.

Mi abuela La Yeya que tenía una convicción invencible por tener una buena vida: que llevó a cuestas las muertes de dos maridos y su único hijo hombre y crió a cinco hijas mujeres ahorrando rigurosamente el diez por ciento de su sueldo de secretaria. La Yeya a quien le gustaban los trajes vistosos de las cabareteras de los cincuentas; que me enseñó a bailar al son de “son tus perjumenes mujer, los que te sulibellan”; y que me hacía rabiar cuando se guardaba la mitad del bacalao navideño, o metía la mano a mi plato de cabrito al horno, para probarlo…

Mi mamá, que nunca pudo ser parte del coro del Colegio La Florida, pues una monja le dijo que ella tenía muchas virtudes, entre las cuales no estaba el canto. Mi mamá, que fue a la universidad a estudiar letras, desafiando a su madre a quien la vida había enseñado el valor práctico de la carrera de secretaria. Mi mamá que eligió para su luna de miel con mi padre la Sierra del Nayar, haciendo misiones con los indígenas. Mi mamá, que soñó con sus hijos desde que ella era niña y nombró Carla a su muñeca preferida varios años antes de que mi hermana llegara al mundo. Mi mamá que ha elegido la vida de una mujer moderna, con el desafío de ser extraordinaria en todas sus canchas: como mamá, como esposa y como profesionista.

Mi hermana Carla que siempre ha sido para mí una ternura y una alegría. Carla, con la que jugaba de pequeño a que éramos amigos, mientras fumábamos cheetos de sabritas en la cajuela posterior de la camioneta familiar. Carla, que de pequeña podía trepar a todos los árboles que yo no podía. Carla, que un día se me extravió en San Juan de los Lagos, en medio de dos millones de jóvenes que querían ver a Juan Pablo II. Carla que eligió ser mamá de Ana Carla y Paulo. Carla que ahora se atreve a seguir su sueño de ayudar a otros a encontrar sentido de vida, como terapeuta.

Mis novias de juventud –Anaí y Galia entre ellas— que me acompañaron en la aventura iniciática del descubrimiento del amor. Mis novias de juventud, mujeres interesantes, vitales, apasionadas. Mis novias de juventud, sobre las que mi primer psicoanalista (hombre), Rocha, creía que compartían con Frida Kalho todas las virtudes recién enunciadas. Queriendo hacerme ver mis propios laberintos de complejidad, una sesión me dijo que yo las elegía tan complicadas que él no las querría tener ni de pacientes…

Raquel , mi segunda psicoanalista, y Ema, mi psicoanalista express uruguaya, que con su escucha interesada me han acompañado en el descubrimiento del que soy y del que aspiro a ser. Que me han enseñado a escuchar la voz sabia que habla en mi interior.

Jennifer, mi compañera de viaje. Jennifer, mi amiga y confidente desde hace catorce años; mi pareja y mi amante desde hace poco más de tres. Jennifer, con su cuerpo hermoso y largo, como una península. Jennifer, Valentina Caza-dragones. Jennifer, pequeña hada que vive en un bosque de árboles y animales mágicos, que hablan con los humanos. Jennifer que de pequeña quería tener un delfín en la tina de su baño, y quería ser gaviota, cuando fuera grande. Jennifer, que tiene una seria convicción de que la mujer adulta que es, tiene una deuda con la niña que fue, y que esa deuda se paga solamente haciéndole realidad los sueños. Jennifer, escritora, psicóloga y cuentacuentos que tiene un talento especial para ayudarles a otros a reconectarse con su cuerpo, a descubrir sus sueños y encontrar su ritmo en el mundo. Jennifer con la que hago una pareja que tiene ganas que alcanzan para ir hasta donde la imaginación nos dé. Jennifer, mi compañera de vida…