miércoles, 28 de mayo de 2008

Constanza, Republica Dominicana

Santo Domingo pronto nos cansa. La dedicación de Jennifer para comerse la guía de viajes nos conduce a Constanza, un pueblecito alejado del turismo en un valle alto en el centro de la isla.


Llegamos primero a Jarabacoa en un autobús de línea. El siguiente trayecto lo hacemos en una gua gua – una pickup estaquitas – que no levanta arriba de los 50 kilómetros por hora en un camino deteriorado y con segmentos de terracería. Vamos ocho personas y un bebé apretujados dentro de la cabina. En la canasta viajan al menos cinco más junto con nuestras mochilas. Jennifer hace meditación para lidiar con la claustrofobia. A mi las vistas y el olor a pino me ponen alegre.

Constanza es un valle verde rodeado de montañas boscosas. El aire es templado y transparente. Está lleno de campos arados. La ciudad vive de la agricultura.


Llegamos a Altocerro, un hotelito con cabañas. Cada cabaña tiene un balcón con vista al valle, chimenea y cocineta con un refrigerador.

Por la noche platicamos sobre cómo cada uno visualiza que conoceremos gente. Llegamos a la conclusión de que no debemos forzar la entrada. Los encuentros ocurren con naturalidad azarosa.



Al dia siguiente, mientras buscamos alguien que nos auxilie para conectarnos a la red inalámbrica, inesperadamente conocemos a Noboru Hojo. La pantalla de su laptop es dos veces más grande que la nuestra y exhibe grafos ilegibles.


Noboru es un profesor nipón que después de años de enseñar Business en Tokio, ha ingresado en un programa de voluntarios que el gobierno japonés financia para ayudar a promover el turismo en Dominicana. Lleva ya cuatro meses de los dos años que pasará en Constanza. En pleno rol de promotor turístico, no pierde tiempo para hablar con cariño de este terruño, mientras nos muestra las fotos que ha tomado de la ciudad y sus alrededores. Más tarde comentaremos Jennifer y yo cómo las cosas se vuelven lindas cuando son vistas a través de los ojos de quien las ve lindas.

El relato de Noboru es animado – se conoce que hace meses no tiene oportunidad de charlar con alguien, pues el inglés de los locales es pobre, y su español, incipiente. Nos cuenta las cosas que le han llamado la atención de República Dominicana: la cantidad de agua que la gente gasta en limpiar – todos riegan la banqueta y la fachada de sus casas con singular alegría; los tonos de colores chillones y brillantes que los dominicanos eligen para sus casas; el que haya montes verdes sin árboles, pues en Japón toda la orografía está cubierta de pequeñas agujas.

Noboru nos cuenta la historia de Constanza: En 1952 los gobiernos japonés y dominicano suscribieron un acuerdo de cooperación. El gobierno japonés invitó a 200 familias de campesinos japoneses a emigrar a este valle. La propaganda lo presenta como una pequeña maravilla secreta enclavada en el Caribe. Cuando los inmigrantes arriban, descubren que la zona dista del paraíso prometido -- la tierra es dura para arar y terca para producir. Defraudados, reclaman al gobierno japonés. La burocracia se desentiende. Algunos deciden regresar a Japón, otros van hacia el sur y se establecen en Brasil. Poco más de la mitad deciden quedarse y trabajar la tierra.



Logran arrancar al valle las primeras cosechas, sólo para descubrir que en Dominicana no se comen vegetales. Aquí la gente come puerco, pollo, res y lo acompaña con frijol, arroz, plátano verde y yuca. Se proponen entonces educar a la gente a comer vegetales, con la dificultad adicional de que no hablan español. Los dominicanos miran con extrañeza a estos raros campesinos de ojos rasgados que les proponen ingerir hierbas con sal. Sin embargo la curiosidad es mayor. Poco a poco, demostración tras demostración, los orientales consiguen crear en la gente un gusto por la lechuga, la espinaca, el pepino, la zanahoria.

A la vuelta de los años todas esas familias pioneras han prosperado. Forman una colonia de casas grandes cuyo éxito es medido en el pueblo por la presencia de sus antenas parabólicas. En varios casos se han mezclado con los dominicanos. La tercera generación habla un español fluido.

Pero acaso su herencia más impresionante sea el hecho de que el 75% de la producción entera de vegetales que se consumen en la isla proviene del Valle de Constanza.

Más tarde, mientras comemos en la Fonda Luisa (Luisa es una lugareña cincuentona y malencarada que tiene un sazón de hada indiana) Jennifer y yo discutimos la pobreza en la variedad de grupos alimenticios en la dieta dominicana. “Detrás de estas caderas descomunales, estas nalgas de campeonato de las dominicanas está sin duda la afición al chicharroncito de puerco y los tostones fritos” – comento mientras mastico un bocado de res guisada y arroz blanco. “Debe ser” – responde Jennifer --, sin embargo, pudiera haber una explicación alterna para estas protuberancias que pudiera resultar aún más interesante…” – agrega, como hace siempre cuando se dispone a contar una historia:

“Íngala, mi maestra de Constelaciones Familiares, trabajó mucho tiempo en comunidades Brazileiras y Caribeñas. Algún día expuso la existencia de una tesis bioenergética para explicar la forma y postura corporal de estas mujeres. La explicación es contraintuitiva, pues uno supondría que sacan las nalgas para seducir al macho: en realidad, al hacerlo, esconden el pubis entre las piernas. Lo hacen así como un reflejo inhibitorio de la expresión sexual, de la posibilidad de entrar en un contacto sexual pleno, real… El efecto es entonces de seducción histérica: “te muestro, pero no te doy; ofrezco, pero no otorgo; de lejos te calientas, pero si te acercas te enfrío…”

Si no fuera porque soy psicólogo, creería que Jennifer me ha inventado un cuento para que deje de mirarle el trasero a las dominicanas…

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