jueves, 4 de septiembre de 2008

Terremoto en Managua

Todo Centroamérica está lleno de actividad sísmica. El paisaje está lleno de volcanes y hemos podido constatar cómo frecuentemente los terremotos forman parte estelar en la historia de las ciudades.

En Managua, como es evidente mientras recorremos la ciudad, aún no se recuperan del todo de aquel terremoto del 72 en que el centro fue totalmente arrasado.

Memoria del sismo del 72

Madeleine, la amiga de Candelas, nos relató una breve memoria de aquel sismo, en la que por puro milagro, sus hijos se salvaron de ser aplastados a pesar de que su casa se cayó.

En la mañana del 22 de diciembre la nana de sus hijos salió, como todas las mañanas, a caminar al parque y se topó con un amigo, un viejo indígena. Intercambiaron chismes, ocurrencias y noticias del barrio.

Mientras hablaban, el viejo hizo silencio pues desde algún sitio remoto en su memoria le asaltó un recuerdo. El viejo dijo que el día estaba exactamente igual a aquella lejana mañana de marzo del terremoto del 1931: la luz del cielo tenía una claridad rojiza particular; la calma era extraordinaria; los animales estaban todos quietos, los pájaros no cantaban.

La nana, que creía en los signos de la tierra, halló en el comentario del viejo suficientes motivos para estar alerta.

Al regresar a la casa, dejó abiertas todas las puertas y las ventanas, para salir corriendo en caso de necesidad.

Cuando Madeleine regresó de su trabajo en el banco a medio día, la nana guardó prudente silencio. Nada mencionó a su patrona, pues sabía pues sabía que a su sensibilidad occidental los signos le parecerían ajenos, y la idea de dejar abierta la casa de par en par, un disparate.

Madeleine regresó entonces al trabajo, donde los preparativos de los festejos para la navidad la consumían y donde estaría ocupada hasta pasada la media noche de ese día.

Señalaba el reloj las 12:35 cuando la tierra tronó. Con la primera sacudida, la nana tomó en sus brazos a los niños y salió corriendo a la calle mientras el resto del barrio moría aplastado.

Madeleine, desesperada, salió del banco, y regresó en paso frenético a su casa. Tuvo que sortear el fuego que se esparcía rápidamente desde las gasolineras incendiadas.

Los lamentos y los llantos se colaban entre los escombros de lo que hace apenas minutos eran casas. Pasó también frente a varios grupos de personas que empezaban a saquear.

Encontró a la nana en medio de la penumbra de la calle, con ambos niños en brazos.

La abrazó con fuerza.

Y en el abrazo se desplomó.

Se dejó cargar en brazos de la nana, apenas un segundo, igual que sus hijos.

La nana, aquella vieja por cuyas venas corría la sabiduría de los indios, que aún escuchan a los viejos y que saben leer los signos de la tierra.

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