domingo, 21 de septiembre de 2008

En Casa de los Domínguez


Padres por un día

Acaso una de las mejores cosas que puede pasarle a uno cuando viaja es tener amigos en la ruta, pues cuando la confianza es suficiente, le invitan a uno a pasar algunos días en su casa, y con ello, otorgan a los viajeros licencia para matar, es decir, nos permiten entrar en su ordenada cotidianeidad para alterarla y llenarla de marcas de excepción y excentricidad, por lo que dura la visita.

Este fue el caso de Alex Domínguez, nuestro amigo de HayGroup, que en cuanto supo que andaríamos por San José, valientemente insistió en que pasáramos algunos días con él y su familia, en Guachipelín de Escazú, en los suburbios de la capital Costarricense. Y decimos valientemente pues ¿acaso usted, amable lector, abriría la puerta de su casa a un par de intensos psicólogos para que le auscultaran la intimidad?

De los poco más de treinta días que pasamos en este país, la mitad de las noches fuimos huéspedes de los Domínguez, en dos periodos separados – al principio y al final del viaje.

Estos quince días de convivencia permiten formular una idea particular: si cada cosa que cada uno de nosotros hace es metáfora o metonimia de lo que somos, entonces, bastarían estos quince días a una mirada cuidadosa y atenta, para apreciar la vida de los actores que compartieron ese foro íntimo y fugaz.

Si se le considera con cariño, es posible ver en estas dos semanas insignificantes, más allá de la vulgar cotidianidad, y dar cuenta de la trascendencia que tiene la vida de cada uno de nosotros; de cómo cada persona constituye una historia que vale la pena atesorar y relatar.

Alejandro y Jessica, y sus hijos Ale y Ana Lía, nos acogieron y nos asignaron desde el primer momento una identidad mágica: los cuentacuentos mexicanos, sin darse cuenta de que en realidad, al prestarnos sus camitas individuales en sus cuartos de niños, fuimos nosotros los que entramos a una dimensión mágica. Rodeados de sus risas, entre imágenes de princesas y carritos que adornan sus recámaras, volvimos a tener sueños de infancia.

Quiso además el azar que en el segundo periodo de estadía en su casa, Alejandro y Jessica no pudieran estar en San José, pues la mamá de nuestro amigo murió en México, lo que nos convirtió por un periodo breve, en una especie de cuidadores-padres-putativos de los niños. Claro, esto es lo que piensan sus padres, pero en realidad fuimos algo más parecido a sus compañeros de juego…

Va pues una pequeña crónica de las causas y los azares que en aquellos días compartimos principalmente con Ale y Analía.

Analía, la de los cuentos y los festejos

Es posible que si Jessica fuera la autora de esta crónica, el talento para tocar el piano o la dedicación a las clases de ballet de Analía, constituirían el tema central del texto, pues como la mayor parte de las mamás, ha invertido una buena cantidad de energía en tratar de proveerle a sus hijos experiencias que maximicen su potencial.

Sin embargo, para nosotros, su esencia se manifestó menos alrededor de esa agenda extracurricular de notas y pases, y se presentó más claramente en pequeños rasgos que aparecieron en momentos insospechados: la hora del té, la poco atractiva tarea de lavar la ropa y el momento de acostarse.

Cuando decimos nosotros, hay que ser justos y decir específicamente Jennifer, quien se convirtió en la única compañera de Analía, después de que a Arturo le fue prohibido acercarse a menos de dos metros de la niña tras el desafortunado y previsible desenlace del juego de barbas y bigotes de boligoma, que terminaron dramáticamente pegosteados en la real cabellera de la pequeña princesa.

Fue así como Jennifer verificó como Analía, de seis años recién cumplidos, en pleno siglo XXI y rodeada como está por WII´s, WEB´s y WARS sigue asombrándose, como todos los niños de todas las épocas, por los qués y porqués que guarda la cotidianeidad: “¿qué es lo que hay dentro de una bolsita de té? ¿por qué un cubo de hielo se deshace rápidamente en el agua caliente? ¿por qué hay que revisar los bolsillos de los pantalones antes de meterlos a lavar? ¿el cuento que nos contaste, es de verdad o nada más un invento?”

Y es que para nosotros (adultos al fin) --para quienes la vida puede llegar a convertirse en una secuencia de eventos que rápidamente se diluyen en el olvido para dar paso a otra serie de pendientes tan urgentes como intrascendentes-- no deja de sorprender la potencia que un cuento puede llegar a tener en la mente de un niño: un par de semanas después de que dejamos de verla, Analía recordaba con precisión de memorista árabe todos los detalles del primer cuento que Jennifer le contó –el Caballo de los Siete Colores.

Fue acaso esa devoción por los cuentos de Analía que no sólo accedimos a actuar como cuentacuentos en su fiesta de seis años, sino que además, nos comprometimos montar un nuevo espectáculo.
Recordando los años dorados en Colonias de Vacaciones, los viajeros metimos la mano en el arcón de animadores para formular nuestro “Princesas, Piratas y Pericos”, con cuentos, canciones, ritmos y aplausos del manual de nuestra querida escuela.

Fantasy Land, novedoso salón de fiestas, se abría frente a nosotros como un territorio amenazante, pues sus atracciones adictivas como drogas en estado puro, para niños en plena catarsis de viernes en la tarde tras cinco días de encierro escolar -- tres gigantescos inflables con forma de castillo, música a todo volumen, cochecitos chocones y dulces con suficiente glucosa como para echarlos a andar sin dormir durante tres días seguidos– se nos presentaban a nosotros, humildes cuenteros, como monstruos imbatibles.

Tal era nuestro apuro que articulamos una compleja estrategia:

Primero pedimos refuerzos, ampliando el tamaño de nuestro equipo con el infalible Orutra, títere de mano y simpático perrito argentino que debe su nombre a los cuentos que el papá de Arturo inventaba de niño;

Acontinuación, Jennifer hizo gala de las habilidades musicales que adquirió con la pandereta (tamborine) desde su época de kinder en Filadelfia.

Con todo, la clave consistió en la efectiva colusión que armamos con las animadoras infantiles del lugar para que arrinconaran a los niños, apagaran la música, poncharan los inflables, clausuraran los carritos e interrumpieran el suministro de azúcar por el increíble lapso de cuarenta minutos.


Al final se hizo magia, pues la tremenda manada de 45 niños de edades inconvenientemente dispares, se mantuvo atenta y silenciosa a lo largo de tres cuartas partes de la función.

Exhaustos, no pudimos sino reconocer que nuestro colosal reto fue sólo apenas una parte insignificante del estrés que Jessica, la mamá de la fiesta, tuvo que soportar. Pues no sólo organizar la fiesta es una pesadilla de un millardo de detalles, sino sobre todo, hacerlo en tierra ajena --donde el desfile de mamás arregladas como barbies, implícitamente críticas del último aspecto de la fiesta, y de evidentes costumbres que tienen más de xenofóbico que de gregario—es una fuente de agobio, del cual no fue fácil sacudirse para nuestra amiga.

Ale, el apasionado futoblista

Ale, por su parte, como la mayoría de los niños de ocho años de edad, es un pequeño ser hiperactivo que vive futbol, sueña futbol, come futbol… Es decir, desde que despierta con la repetición matutina de el Futbol Picante de ESPN hasta que se duerme con el último partidito de FIFA World Cup del WII de Nintendo, escasamente hay algo más en su cabeza que pelotas y goles.



Quedamos patidifusos al constatar que hay escasas diferencias entre un partido real y las simulaciones con las que Ale pasa horas en su video juego. Al grado que las voces del Perro Bermudez y Ricardo Pelaez comentan con realismo convincente las peripecias que los jugadores virtuales llevan a cabo a través de los controles manuales.

Es preciso emitir una sospecha sobre el valor formativo que puede tener el sonsonete del tirititito, pues casi con seguridad es posible afirmar que sus sandeces tienen un impacto negativo en un cerebro en formación: dosis continuadas de la voz de este locutor pueden llevar a un niño a la oligofrenia, sin paradas intermedias.

Movido por esa preocupación pedagógica, fue que Arturo quiso apartar al pequeño Ale de la difusa virtualidad de la pantalla del televisor, y lo retó a una cascarita callejera, a la vieja usanza.

Pero pronto la picardía futbolera del pequeño amigo, puso en entredicho las 35 primaveras (y los achaques) del exconsultor, quien sintió amenazada su hombría, y terminó recetándole al niño sendas derrotas.

Su argumentación para semejante abuso suena bien construida, pero es indefendible: ¿Qué es más formativo para un niño de ocho años: que el adulto se deje vencer en un pequeño engaño que le permita al niño construir una autoimágen ganadora; o, que el adulto juegue ligeramente arriba del nivel del niño, y que con dosis alternadas de reto y realismo aliente su sentido de logro?

Sea como fuere, la verdad es que durante el periodo de convivencia, nos fue posible vibrar muy cerca de Ale y las coyunturas de su vida. Coincidió que durante nuestra estancia nos tocó atestiguar su cambio de colegio. Cambio que respondió entre otras cosas al hecho de que la integración de Ale al colegio anterior nunca fue total. En buena medida, pues, como ya lo hemos dicho, en la sociedad tica hay reflejos endogámicos, y para colmo de colmos futbolero, en el mundo de los ocho años, en nada ayuda venir del país considerado como el eterno rival de la zona.

Con tremendas expectativas Ale entró a un nuevo colegio, que al menos en el papel, representaba condiciones mejoradas: totalmente bilingüe, a dos cuadras de su casa, con una población de niños extranjeros principalmente, con grupos pequeños que favorecen la atención personalizada, con principios ideológicos afines a la familia, con un innovador sistema educativo en el que no hay exámenes ni tareas…

Cierto es que pronto empezaron a diluirse las bondades del nuevo paraíso escolar, y desde la primera semana Ale llegó a casa con la mochila atestada de largos deberes e inminentes evaluaciones. ¡Vaya desilusión! Y vaya dilema para madre y niño, pues claramente las directoras del colegio habían prometido en su mercadotecnia aquellas apacibles tardes dedicadas al esparcimiento extracurricular a los ahora defraudados Domínguez.

En ese contexto es que Jennifer, Arturo y Orutra – la recién conformada Compañía Tlacoquemécatl – nos presentamos en el colegio de Ale con nuestra función de cuentos, canciones y ritmos, con la confianza de que a pesar de lo difícil que es captar la atención de un auditorio lleno de niños, el cuentacuentos siempre llevará una ventaja sobre la señorita profesora. Pues hay un aura en el cuentero que marca indeleblemente al romper la monotonía ritual de la escuela. Así por lo menos recuerda Arturo que fue ver al Tío Patota quien de forma inesperada (como si tuviera órbita de cometa) aparecía de vez en cuando en su escuela para contar sus fábulas.


Las funciones transcurrieron con deleite para niños y cuenteros. El único momento de tensión ocurrió cuando de entre los sesenta niños de los grados superiores de primaria, Arturo eligió a Ale para pasar al frente al acto con Ortra. Ale no lo esperaba y se puso rojo como tomate. Los compañeros empezaron a corear “¡El mexicano, el mexicano!”

Fue una apuesta riesgosa, pues entre niños, siempre cabe la posibilidad de que en lugar de constituirse en modelo admirado, quien pasa al frente, termine estigmatizado.

El pase de mago revela un gesto común a todos los que hemos sido hermanos mayores, o a los que tienen hijos. Nos gustaría estar ahí para defender a los hermanos pequeños, para echar un empujón de aliento a nuestros niños, justo ahí donde es más necesario, en la selva del patio escolar donde se libran batallas de dureza inverosímil.

Al parecer la cosa terminó bien. A Ale le gustaron los cuentos, y desde que estuvimos por ahí, en los pasillos de la escuela se rumora que ser mexicano es ser cool.

Una nota a manera de despedida

Y al final, después de quince días de convivencia bajo un mismo techo con los Domínguez, nos vamos con la sensación de que no sólo nosotros nos asomamos a su intimidad, sino que también dejamos al descubierto un poco de la nuestra: las ternuras y las torpezas que también nos habitan.

Pues inevitablemente, la cercanía con otra persona implica arriesgarse a descubrir y revelar. Un ejercicio que siempre exige el esfuerzo de la apertura y de la aceptación.

Estar cerca de otro, significa, en suma, atreverse a tocar y ser tocado en el centro de nuestra humanidad, rara, imperfecta, efímera, y en última instancia, tremendamente amable…

1 comentario:

Anónimo dijo...

Jennifer, Arturo....me encanta que hayan tenido la aventura de ser papás unos días. Atreverse, como dicen, a tocar la intimidad del niño, de los niños, a vibrar con lo que ellos vibran, tejer notas sueltas al viento...y a descubrir en ellas el ritmo de su propia canción...también con los otros niños, en la fiesta, en la escuela...la magia es lo que lo hace diferente, tocar el ser profundo con la capacidad de imaginar y de crear.....que sigan andando con el corazón en la mano, como esas otras parejas de viajeros que nos comentan...les mando un abrazo, que su sol sea brillante. Victoria