jueves, 25 de diciembre de 2008

El Altiplano boliviano -- De Tupiza a Uyuni -- Día 1

El paisaje del altiplano es terriblemente bello, enfatizando tanto el “terrible” como el “bello”. Imposible describir este paisaje sin usar la palabra belleza. Sin embargo, al hacerlo, siento que estoy dejando de decir una gran parte. Como si la belleza, de cierta forma, ofendiera a la verdad.

Enorme, amplio, desolado. Tan inmenso que uno puede sentir su propio tamaño, minúsculo, ante tanta tierra. Kilómetros y kilómetros de silencio interrumpidos sólo por el viento que sopla a través de la escasa vegetación. Pastos amontonados. Arbustos pequeños. Musgos que crecen aferrados a las rocas. Una pobre vegetación que deja al descubierto enormes pedazos de tierra parda.

Esta tierra difícilmente sirve para cultivar. Únicamente las llamas, alpacas y borregos pueden alimentarse y sobrevivir a estas alturas donde gobierna el viento. El viento que corre, pega, desgarra y marca los rostros de la gente del altiplano.



Arturo y yo salimos de la ciudad sureña de Tupiza (casi frontera con Argentina) para hacer un recorrido hacia el noroeste y llegar después de cuatro días al famoso Salar de Uyuni. Vamos en una camioneta 4x4 pues ningún otro vehículo puede atravesar el camino agrietado y accidentado que nos espera. Adentro de la camioneta, silencio.




Viajamos muchos kilómetros antes de encontrarnos con un pueblo. En el camino aparecen casitas aisladas de adobe que combinan con el color de la tierra. ¿Cómo será vivir tan alejado de todo? ¿Por qué no construyen las casas más cerca? ¿Qué ser humano optaría por la soledad antes que la comunidad?

Hasta después nos explica Mario, el guía, que la gente del altiplano necesita vivir así por sus llamas. Cada rebaño requiere de aproximadamente un diámetro 17 kilómetros redondos para alimentarse en el transcurso del año. Si vivieran más cerca, terminarían robándose el alimento unos a otros. El pastor debe asegurarle a su rebaño el sustento y si para esto necesita alejarse del resto de las personas, lo hará.


El altiplano susurra silencio mientras es atravesado por una pastora y sus llamas. Las pastoras tienen la mirada ausente. ¿En qué pensaran mientras pasan las horas de soledad? ¿En dónde esconderán sus palabras? La vida del pastor nunca me había parecido tan dura, tan solitaria. Tan triste. Y sin embargo, al toparnos con ellas -caras agrietadas que se asoman bajo un gorro de lana- nos regalan una sonrisa. ¿Quién puede sonreír en este clima?

Sus caras quemadas y su mirada anciana indican que nada de su vida ha sido fácil. Caminan sin prisa pero con paso seguro, atravesando las inmensas llanuras inhóspitas cargando bultos, hijos, recuerdos y obligaciones. Caminan con la fuerza de quien ha caminado desde siempre. De quien no conoce otro clima más que este. De quien ha aprendido a no quejarse. Simplemente a avanzar.
Finalmente, llegamos a la primera parada, el pequeñísimo pueblo de Cerrillos (140 habitantes). Al bajar nos vemos rodeados de niños. Una de las niñas me toma de la mano y me lleva a conocer su escuela, sus clases de bordado, la cancha de básquetbol, la bolsa que está aprendiendo a tejer… Sus manos, curtidas por el viento, ennegrecidas por la tierra, tejen con una facilidad envidiable. Siento un poco de vergüenza por mis manos blancas y suaves.


Junto a nosotras se sienta una anciana, que al ver que Arturo nos toma fotos, le susurra a la niña algo sobre el dinero. Que para las fotos es necesario pagar. Pero la niña le dice que no, ella no quiere cobrar, y sigue mostrándome su tejido. De pronto, como sin pensarlo, se atreve. Me pide un poco de crema para sus manos.

A las dos francesas que vienen con nosotros, Laura y Fanny, les parece muy curioso que sólo nos reciban niños en los pueblos. ¿En dónde están los adultos? A mi no me había parecido extraño hasta entonces; los pueblos latinoamericanos están repletos de niños, pero tiene razón. Los dos pueblitos que pasamos parecían estar únicamente habitados por niños y ancianos.

Varias horas después, llegamos a San Antonio de Lípez, el pueblo donde pasaremos la noche, a 4200 metros de altura.

“Rápido”, nos dice Mario: “Tenemos que apartar la mejor habitación para nosotros. ¡Antes de que lleguen las demás camionetas!”.

Para Mario, todo el recorrido parece una carrera contra reloj. Ser los primeros en el hospedaje, los primeros al llegar a los flamingos, los primeros en entrar a las aguas termales… Como si fuera animador de campamento nos trae cortitos para que aprovechemos todo al máximo.

Después de instalarnos en “el mejor cuarto del hospedaje” salimos a dar la vuelta. A estas alturas, el cielo tiene una luminosidad distinta, mágica. Sin embargo, no puedo dejar de preguntarme quién elegiría vivir a estas alturas. El pueblo me da una sensación de triste belleza. Aunque las fotos reflejan unos paisajes de ensueño, es imposible retratar los latigazos del viento…



Por la noche, Mario nos responde sin querer varias de las preguntas que teníamos en la mente. ¿En dónde están los padres de los niños? Lo más seguro es que el padre esté trabajando en una mina y la madre pastoreando llamas, quien sabe por qué lejano páramo, quien sabe si regresará hoy mismo o hasta mañana o al final de la semana. Los niños, crecen solos en el pueblo junto a los profesores y ancianos.

En parte por eso, nos explica Mario, decidieron fundar este nuevo San Antonio de Lípez hace 15 años, dejando atrás el San Antonio antiguo. Aquel pueblo estaba en un sitio más alto donde el frío, el viento y la ausencia de los padres generaba enfermedades y “traumas” en los niños. Mario nos explica que los niños se inventaban amigos imaginarios que los ayudaban a sobrellevar la ausencia de los padres.



Este nuevo San Antonio de Lípez es una especie de pueblo piloto, un intento por hacer que la gente pueda vivir en un clima más amigable y donde los padres no tengan que separarse de sus hijos. Incluso el que nosotros, turistas, estemos ahí es signo de que están buscando formas alternativas para generar dinero. El turismo es una de sus fuertes apuestas.

Mario nos cuenta que hace unos años no estaba tan desarrollado el turismo. Los pocos aventureros que llegaban hasta acá pasaban la noche tendidos en uno de los salones de la escuela. La gente del pueblo se acercaba a las camionetas de turistas para rentarles las pieles de llama que necesitarían para soportar el frío del cemento.

Mientras Mario nos cuenta esto, volteo a ver el cuartito en el que estamos acurrucados en nuestros sacos de dormir Laura, Fanny, Arturo y yo. Un cuarto con cinco camas duras. Una mesa con sillas. Sólo hay un baño para compartir con las demás camionetas de turistas… De pronto, este hospedaje “muy muy básico” (como dice el folleto de la agencia turística, como para que uno no se sorprenda demasiado y quiera reclamar después) se convierte en un hotel de lujo al escuchar las historias de Mario.

Nos preparamos para irnos a dormir temprano. Además de que no hay mucho que hacer una vez que se ha puesto el sol, al día siguiente comenzaremos el día a las cuatro de la madrugada. Nos espera un largo día. Doce horas de camino de terracería. Y Mario insiste en que debemos ser los primeros en arrancar.

Antes de cerrar el día, tengo que salir al frío de la noche para ir al baño. Mientras espero a que se desocupe, me asomo hacia el paisaje, ahora completamente oscuro. Mientras mis ojos se acostumbran, me doy cuenta que no es una alucinación. Al fondo, entre la negritud, brilla la nieve de la montaña como si tuviera luz propia. Una franja blanca en medio de la noche. Me voy a dormir con la sensación de que estamos alejados del resto del mundo…

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