miércoles, 17 de diciembre de 2008

Tríalogo imaginario entre cuenteros

A Cucha del Águila y al Chato Miguel,
amigos entrañables, personajes de cuento


En los albores de la narración oral escénica, en un país que se abre entre la Amazonía y la Cordillera de los Andes, tres jóvenes cuenteros (en esa época…) departen alrededor de una mesa en donde no falta licor.

Sienten una novedosa pasión por contar cuentos, y todos se agitan con intensidad cuando de comerse el coco alrededor de una cuestión se trata.

Esa noche se han juntado para plantearse un dilema: ¿De entre los tres elementos críticos de la narración oral –el cuento, el cuentero y el vínculo— cuál es el más importante?

Es el cuento –toma la palabra Tingo, la chica de la selva. La historia en sí. Es el contenido el que está destinado a tocar al auditorio. La historia es el espejo en el que el escuchante se refleja. Es la historia la que lleva una simiente que se instala en las tripas de una persona; la que le revolotea, lo trastorna y lo transforma.

Es la historia la que lo interesa, la que lo cautiva: años después de que se ha escuchado una historia, puede haberse olvidado del todo al mensajero y el momento en que ocurrió, pero la historia permanece alojada en la memoria; continúa actuando sobre el pálpito cotidiano del corazón y del respiro.

El cuentero camina siempre sobre los hombros de otros hombres: los antepasados que construyeron un linaje hecho de historias; los escritores que diseñaron castillos de palabras; los viajeros que fatigaron el camino; otros cuenteros –hoy anónimos— que recopilaron la sabiduría de un mundo en que los animales hablaban y no siempre el más astuto y rápido es el que gana. El cuentero tiene una deuda con ellos y debe hacerles justicia en su relato.

Por ello, es esencial el gusto para seleccionar el texto; el cuentero se nutre del lector y del recopilador de historias; la boca del cuentero es la extensión de su ojo, es la otra cara de su oreja. Debe desarrollarse con la devoción de un gourmet.

Justo por ello es tan relevante la pertinencia para traducir un texto en versión oral, pues es el abordaje que el cuentero hace sobre el texto original –lo que se dice, lo que se calla— lo que determinará la potencia que tenga el relato al ser escuchado; siempre bajo el afán de encontrar parsimonia: que no sobren ni falten palabras para decir lo que se quiere decir.

La relevancia del cuento hace que en cierto grado sea deseable la neutralidad en el cuentero, pues nada debe interrumpir el flujo de la historia hacia el público. El cuentero, en le ejecución, sólo un instrumento. Él será tan bueno como lo sea su repertorio.

Vista así la narración oral es, en estricto sentido, el último eslabón de la recopilación etnográfica y de la literatura:

Al final – dice la Chica de la Selva— son las historias las que aceleran el paso del tiempo en los velorios; son las historias compartidas las que salvan a los presos políticos en las cárceles del mundo; son las historias todo lo que en realidad sabemos sobre aquel hombre que murió en Palestina en la cima de un monte árido, colgado en una cruz.

Toulouse, el francés, replica con picardía: “En realidad se trata del cuentero”. ¿No es acaso que la narración oral se trata en último término del juglar que va de pueblo en pueblo trasladando historias? Es el juglar el que con su irrupción en la rutina del pueblo crea un estado de excepción; establece un corte en el la monotonía anímica del hombre del pueblo.

La narración oral se define por este alto ritual forzado por ese personaje que tiene algo de charlatán, algo de bufón, algo de sacerdote.

Es más, apuntala el francés: en última instancia contar es como filosofar. Las ideas (las historias) no son tan importantes, pues ninguna habrá que realmente permanezca; ninguna hay que valga más que la realidad de nuestra muerte... Es más importante el acto de filosofar, verbo que siempre se actualiza en presente, y que es indivisible de aquel que lo encarna, el filósofo (el cuentero).

Si tuviera que conceder unos cuantos palmos, el francés estaría dispuesto a reconocer que acaso la apuesta del narrador (como la del filósofo) es que el escuchante de historias sienta una comezón por emular al cuentero y fabricarse las suyas propias.

Pero por el momento no está dispuesto a ir tan lejos y abrir un flanco débil frente a sus interlocutores. Por lo pronto, como él sostiene que cada uno debe ocuparse de lo suyo, el cuenta cuentos empieza y se agota en sí mismo…

Así, como quien cuenta, filosofa a un mismo tiempo, no importa tanto sobre qué se cuenta –las historias irán y vendrán— importa más bien el hecho en sí de contar. El texto, la anécdota en sí, además, serían pronto olvidadas si no fuera porque la voz, el carisma, el ingenio del cuentero el que la hace asequible, viva, y en última instancia memorable para el auditorio.

Es por el rol que tiene el cuentero como el mensajero, que es esencial que esté listo para la calixtemia escénica, en la que su cuerpo se alíne totalmente a su intención comunicativa. Que desde el dedo pequeño del pie hasta la más insignificante de sus pestañas estén confabuladas para hechizar al público.

Por ello también, es fundamental que la voz tenga el filo que necesita para esculpir el aire y entregárselo al público en un gesto de mago; que la voz pueda fluir con ligereza de brisa, golpear con dureza de mazo, o convertirse en una ridícula piedra inmensa al pie del escenario.

No es posible prescindir, en este escenario, de una estrategia histriónica que acompañará la danza del cuentero: la melodía que creará una atmósfera; la luz que acentuará la emoción; el espacio escénico que crecerá o se acortará según la historia requiera intimidad o vulnerabilidad.

La narración oral – dice el francés para terminar pronto— no es otra cosa más que la expresión más simple y pura de un teatro comprometido: El público se quedará al final con la impresión de haber vislumbrado en el rostro del cuentero el reflejo del mundo real que se abre allá afuera de la caverna en donde los hombres estamos encadenados. Recordará al duende mágico, que con un pase de su mano hizo crecer pelo en el desierto canceroso del coco liso de un niño de seis años…

Tarumba, el payaso, escucha y sonríe. Agrega: “Yo apuesto por el vínculo”. Pues contar cuentos se define por la fugacidad del encuentro entre uno que habla y otro que escucha. Pues contar cuentos es siempre el medio para otra cosa; pues la historia tiene sentido en la medida que apela a la realidad de lo que está ocurriendo en la vida de una comunidad o una persona; pues el cuentero no es nadie, a menos que el público le otorgue el permiso para ser su interlocutor. Pues contar cuentos, fue desde el principio, un acto de congregación comunitaria, al final de la jornada, alrededor del fuego.

Por ello contar cuentos es un acto de complicidad, en donde el cuentero es un intérprete que elige una historia para rascarle al público lo que éste ya tiene inscrito de antemano en su conciencia. Pues en el acto de contar cuentos el auditorio es en realidad el sujeto, que aunque permanece aparentemente estático, es quien en realidad cuenta la historia verdadera, en silencio y con un desfase de dos segundos con respecto al relato del cuentero, montado en la traza de su voz. En todo caso, el cuentero lo único que hace es abrir una brecha con el machete de las palabras en medio de la selva tupida que es el silencio, para que el escuchante haga su recorrido personal.

Desde ahí le parece a Tarumba que el cuentero no debe tener un itinerario predefinido cuando se para en un escenario; debe más bien elegir el repertorio conforme avanza, para contar la historia que el público necesita.

Por ello se deben contar cuentos en espacios pequeños, donde el cuentero pueda ver a los ojos al público; espacios donde el cuentero pueda interpretar la respuesta del público y utilizarla; en donde el cuentero pueda construir un giro sorpresivo en su relato detrás del recodo que se abre en el fondo del silencio del auditorio; donde el cuentero esté a tiro de piedra para picarle las costillas al público a partir del primer esbozo de risa; desde donde pueda a atizar en las heridas del corazón cuando la primera lágrima aparezca en la mujer que se sienta en la primera fila del público.

Al final, el público se llevará de la función sólo un rastro afectivo –la esperanza, el desasosiego, la ligereza alegre, la urgencia por hacer algo distinto—, ese registro libre de palabras (más allá de las historias) y libre de imágenes (más allá del cuentero), síntesis de la relación que se estableció en ese momento único e irrepetible.

La narración oral – concluye el payaso– tiene algo de antropología, algo de educación, pero es sobre todo, una extensión de la vida misma –dinámica, imprevisible.

Al final, los cuenteros verdaderamente memorables son aquellos que establecieron un vínculo significativo con nosotros en circunstancias relevantes de nuestra vida a través de los cuentos.
En nuestro corazón prevalece la tranquilidad con la que mamá consiguió cubrir nuestro corazón atribulado cuando el miedo de la noche nos acosaba; la sensación de poder y valentía que papá nos hizo brotar en el corazón cuando bautizó con nuestro nombre al príncipe mata dragones de un cuento; el profesor que con sus relatos nos enseñó que otras vidas eran posibles…

...
En la elección que cada uno hace de los ángulos de este triángulo, intencionalmente deciden ignorar la solución que los padres de la iglesia católica encontraron para resolver el problema que anteriormente planteaba el politeísmo de proporciones escalénicas.

A su solución la denominaron el misterio de la santísima trinidad. Tres dioses, un solo dios. El padre –la potencia creadora; el hijo –el mensaje de la salvación; el espíritu santo – el vínculo amoroso entre los dos que se derrama hasta el pueblo…

Así, los tres cuenteros continúan hablando toda la noche. Aunque saben que los interlocutores tienen parte de la verdad, mantienen deportivamente sus disensiones, pues si acordaran, el vino dejaría de correr en aquella velada, y cada quien habría de regresar, demasiado pronto para su gusto, a dormir a su casa...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Arturo,
efectivamente juguetón.
Aunque asumo la santa Trinidad como postura.
Y del vino que siga, pero del bueno.
Te sigo leyendo.

Rodolfo de León dijo...

Hola, soy Fofo
Que pena lo de su mochila, es una verdadera làstima, pero lo bueno fue que si no les llega ha pasar eso, no me hubiesen alegrado esta tarde de domingo con ese ilarante relato.
Las fotos estan como dicen en su tierra, de poca madre, valla paisaje. Y con respecto del festival que les espera, les deseo mucha suerte, yo estare en uno en Guatemala con narradores de todo el mundo. Asi que espero que todo siga llendo de maravilla, besos y abrazos fraternos.