miércoles, 24 de diciembre de 2008

Memorias de Navidad


Jennifer y yo nos preparamos para pasar nuestra primera navidad lejos de México y de nuestras familias.
Estamos en la ciudad de La Paz, Bolivia, que parece estar alejada del resto del mundo.

El día de ayer hemos comprado unos vinos, botanas y algunos ingredientes para cocinar una pasta en la pequeña estufa de dos hornillas del departamento en el que nos estamos quedando en Sopocachi.
En un rato más (escribo esto temprano por la mañana) compraremos un pollo relleno. El pollo tiene su historia, pues la Señora Elena, una viejecita, dueña de una pastelería que queda a dos cuadras donde nos estamos quedando, se solidarizó con nosotros al enterarse de nuestra situación viajera, nos indicó donde podríamos encontrar un ave de proporciones adecuadas y se ofreció supervisar personalmente la cocción en su gran horno pastelero.

Todos estos días, como suele ocurrir en Navidad, y acaso atizados por la distancia, han estado llenos de evocaciones y recuerdos:

Los preparativos

El festejo de navidad empezaba en mi familia el 20 de noviembre, cuando aprovechábamos el día libre por la conmemoración de la Revolución para ir a cortar el arbolito de navidad al parque de las ardillitas, en Chalco, al pie de los volcanes. El ritual consistía en caminar cada uno por su lado en medio del bosque para hallar el pino que estaba ahí esperándonos desde siempre; casi como si él nos hubiera elegido a nosotros para irse a vivir a nuestra casa… Cada uno iba coreando y convocando al resto de la familia a evaluar su elección cuando veía un pino de estatura adecuada para caber bajo nuestro techo; y siempre bajo la condición de que cumpliera las características de ser “pachón” y “sin huecos”.
Una vez que acordábamos cuál era el que nos gustaba, papá se acostaba en el piso y empezaba a serruchar el tronco. Recuerdo la primera navidad que estuve suficientemente grande y fuerte como para serruchar junto con él, con aquel serrucho de hoja curva que parecía una cimitarra. Después, cuando el árbol finalmente caía al piso, lo acercábamos al coche y lo amarrábamos al techo. Entonces regresábamos muy contentos a la casa cantando canciones.

En aquella carretera a Chalco recuerdo haber visto por primera vez un muerto en alguno de aquellos viajes en busca del árbol: aún viene a mí con claridad la imagen de aquel desgraciado, cubierto por una manta ensangrentada, tirado al pie del camino, rodeado de gente. Y veinte metros más adelante, un coche estacionado. El dueño al pie, con cara de angustia, hablando con los policías. Adentro, una familia con cara de susto. En el techo de su coche también había un arbolito de navidad amarrado…

Cuando llegábamos a la casa había que cargar el pino y subirlo hasta el segundo piso, a la sala de televisión. Mientras lo subíamos por las escaleras, las hojas alargadas y puntiagudas solían clavarse en el cuerpo de uno, y meterse en los ojos. Había que montarlo en una base de plástico, sujetándolo con unas cuerdas de jareta y haciendo unos torniquetes con unos pequeños cilindros de madera.
Y sólo entonces, ya montado, con la casa entera inundada del aroma a pino, uno se daba cuenta del verdadero tamaño del árbol, que dentro de nuestra sala de televisión parecía un enorme oso verde erguido.

Típicamente, el fin de semana siguiente poníamos el nacimiento: una vieja artesanía del siglo XVIII que mi papá heredó de su abuelo. Íbamos al mercado de Nativitas, cerca de la casa, a conseguir huacales de madera, costales viejos, musgo, heno y periódico en abundancia. Con esos elementos construíamos los montes sobre los que irían los personajes.
Ahora, montar el nacimiento era una empresa compleja, sobre todo aquellos años en que decidimos utilizar uno de los nichos volados que se le ocurrió diseñar al arquitecto vanguardista qeu diseñó la casa de Quemada.
Una vez que el armazón de los montes estaba listo, había que disponer la instalación eléctrica, que hacíamos con series y foquitos de color ámbar. Recuerdo que me encantaba pelar los cables verdes de las series, colocar enchufes y atornillar bases de foquitos. Comprábamos los materiales eléctricos en una ferretería llamada “El Imán” que estaba en la glorieta de la SCHOP, a la vuelta de la casa, y que atendía un señor amable y platicador que se llamaba “El güero”.

Cuando yo tenía como ocho años soñaba con tener mi propio estuche de desarmadores y pinzas para hacer las instalaciones eléctricas. Toda la época de navidad aquella me la pasé mirando uno que tenía expuesto El Güero en un aparador de El Imán. En una de las visitas a la ferretería que hicimos en la víspera de navidad, mi papá, que notó que lo miraba con insistencia, me preguntó si quería que me lo comprara. Pero yo (acaso porque me daba pena que mi papá gastara demasiado) le agradecí, y no acepté. Pero el estuchito aquel se me había instalado en la cabeza, y seguí deseándolo. Mi papá lo intuyó, así que el mero 24 de diciembre, cuando llegó a la casa del trabajo, como a las 3:30, me dio dinero y me animó para que fuera a comprarlo. Salí de la casa corriendo a toda velocidad hacia la ferretería, con el corazón saliéndoseme del pecho de felicidad. Cuando llegué al “Imán” sentí un golpe en el estómago: ¡habían cerrado temprano! Regresé a la casa con la mirada clavada en el piso y un nudo de frustración en la garganta… Le regresé a papá el dinero. Aquel estuche nunca sería mío. Supongo que habrá sido tanta mi desilusión, que nunca después se me ocurrió recordarle a mi papá. Además, una vez pasada la navidad, era como si la magia se hubiera diluído...

La atmósfera

Toda la época de navidad la casa estaba llena de villancicos. Papá tenía una vieja grabación del concierto navideño que en 1951 dieron los Niños Cantores de Morelia dirigidos por García Bernal.
Escuchábamos también un disco de los Misioneros del Espíritu Santo, que ya a temprana edad, a fuerza de escucharlo puntualmente todas las navidades, me llenaba de una mezcla de fervor místico y añoranza, consciente, cada vez más, de la inevitable fugacidad con que aquella época transcurría:

“Esta noche es noche buena
Noche de felicidad
Esta Noche es noche buena
Y mañana navidad”

“La noche buena se viene
La noche buena se va
Y nosotros nos iremos
Y no volveremos más”

Un disco de Villancicos de Parchís se agregó más tarde al ritual musical navideño, y no faltó tampoco Bing Cosby, que al parecer, era el favorito de mi abuela, La Gorda.

Muchos años después, ya siendo jóvenes, descubrí que acaso uno de los momentos que más disfrutaba de la navidad ocurría justo en la víspera de la cena, media hora antes de que llegaran los invitados, cuando mis papás y mi hermana terminaban de bañarse y arreglarse en la planta superior de la Casa de Quemada, y toda la casa estaba en silencio...

Entonces yo bajaba a la sala, que estaba adornada con los pequeños nacimientos de mi mamá, brillando en tonos dorados de las velas. Y entonces, mi hermano y yo nos encontramos en la sala (A veces también estaba ahí mi abuelo, El Avión, sentado, taciturno, contemplando los mil fueguitos de las velas).
Entonces Ernesto tomaba su guitarra y llenaba el espacio de la casa…
(¡Haz Click en el Video de Ernesto en la navidad del 2005!)

A veces, mientras iban incorporándose a la sala mi papá y el resto de la familia, todavía antes de que llegara el resto de los invitados, a mi me daba por leer aquel capítulo de Los Miserables de Victor Hugo en que a fuerza de confianza y bondad el obispo de Digne, consigue sembrar una semilla de transformación en Jean Valjean. Siempre me pareció que ese capítulo reseñaba con potencia el espíritu del mensaje cristiano:

A pesar de traer sobre sí el estigma de ser un condenado por robo, el obispo invita a Valjean a pasar la noche en su humilde aposento, contrariando a sus hermanas –Baptistina y Maglorie— que preferirían no tener nada que ver con ese hombre de gesto terrible.
El obispo lo recibe como se recibe a un hermano: prende fuego, le hace sentarse en la mesa para cenar y le cede su cama para dormir. Valjean vive toda esa generosidad con ambivalencia, con sorpresa, con recelo; entre los extremos del sueño y la mentira. ¡Tan acostumbrado está a ser rechazado como un perro vagabundo!
Así que auspiciado por el silencio de la noche, todavía actuando desde el rencor de los años en la prisión, Valjean roba los cubiertos de la vajilla del obispo y abandona el aposento.
No ha avanzado ni siquiera unos cuantos metros, cuando a Valjean lo detiene una patrulla de soldados que descubre que entre sus pertenencias lleva los cubiertos de plata, y lo llevan a casa del obispo para confrontar su historia de que ha pasado la noche en casa del obispo, y su testimonio, según el cual el padre le ha regalado la vajilla. El obispo escucha pacientemente las acusaciones de los soldados, y... confirmando la versión de Valjean, le entrega también los candeleros de plata, diciéndole que los ha olvidado.
Valjean, temblando frente a cada palabra bondadosa de aquel hombre extraño, siente que su destino ha sido transformado por ese acto de perdón. Pues en efecto, el obispo ha comprado para siempre su alma para Dios. Y de Jean Valjean no volverá a salir nada que no sea un reflejo de aquel espíritu de amor y entrega...

La comida

La cena de navidad estaba llena de platos especiales, que --sobre todo en las navidades en las que sólo estábamos nosotros-- terminaban en nuestra mesa gracias a que mi mamá conseguía con precisa coordinación que varias tías cocinaran sus especialidades con proporciones excedentes, de tal forma que hubiera un platón en la Casa de Quemada.

La cena empezaba por las botanas que eran siempre la especialidad de mamá – quesos crema con sabor a ajonjolí, almendra y ostión ahumado, para untar en galletitas filler; papitas ruffles con queso adobado y un dip de cebolla que se hacía mezclando el polvito que comercializaba Sabritas con crema ácida; y aceitunas con limón y salsa maggie.

Pero naturalmente el plato fuerte era el importante. En nuestras cenas había pavo (aunque años después vendría a descubrir la verdadera excelsitud de esta ave en la mesa de los Boni); jamón virginia, que con el tiempo mutó en una enorme pierna cocida de cerdo, con una sutil capa azucarada y finamente rebanada hasta el hueso del fémur, que mi papá compraba en algún sitio alemán; unos enormes camarones que el tío Luis Antonio conseguía en Ciudad del Cármen, en el Golfo de México, y que la Tía Amira aderezaba con ajo y picante; un bacalao delicioso, con papas, aceitunas y piñones, al que la tía Silvia le dedicaba cerca de tres días enteros de trabajo continuo, y que usalmente se acompañaban por unos chiles güeros largos; unos ravioles en una salsa de chile pimiento, tomate, crema ácida y cantidades industriales de queso que mi mamá heredó de la tradición de mi abuela, La Yeya.

Si todos aquellos platos eran deliciosos el 24 por la noche, en la comida del recalentado del 25, sabían todavía mejor. Supongo aquella potenciación de los platillos se debía acaso a que el sabor se acentúa con el reposo trasnochado de los platos; acaso porque al día siguiente del banquete principal, las porciones eran necesariamente más exhiguas, y cuando uno está forzado a racionar cualquier recurso, tiende a disfrutar más su uso; acaso porque nuestros sentidos se afilaban en la conciencia de que no volveríamos a comer aquellos platos hasta el año siguiente...

Mi abuela, La Yeya, tenía una afición adictiva por el bacalao. Cocinaba el doble de cantidad de lo que se consumiría en la fiesta y guardaba el resto en el congelador. Más tarde, durante el año, lo iba descongelando poco a poco y se hacía unas tortas de campeonato. Lo malo es que conforme fue pasando el tiempo, la porción que reservaba para el congelador fue excediendo a la que destinaba a la cena, y consecuentemente, la porción que servía en nuestros platos, se fue convirtiendo en francamente ridícula. Aunque ahora me río con ese gesto, durante mi adolescencia –cuando mi hambre no era menor, y había cultivado durante todo el año el antojo por aquel pez salado—me desesperaba ver cómo servía los platos, con precisión milimétrica y según me parecía, procurando que predominaran las papas por sobre el resto de los ingredientes...

Los regalos

Como varias de las pasiones que he tenido en la vida, de pequeño, la ilusión que sentía por los regalos de navidad era muy intensa. Creo que poco a poco, el interés por las cosas se me fué desvaneciendo y me empecé a aficionar por cuestiones más abstractas.

A los seis años se me instaló en la mente la idea, --brillante, según aún me parece—, de que quería un reloj mágico que tuviera la cualidad de aparecer de inmediato cualquier otra cosa que yo deseara. Así que en la cartita que todos los años escribíamos en la escuela a Santa Claus, le hice saber mi deseo y le reaseguré que mi comportamiento bien lo merecía.
Amarré la cartita a un globo y lo lancé al aire en la ceremonia en que todos los niños del kinder nos juntábamos en el centro del patio y enviábamos nuestras notas para el santo, ligadas a aquellos ramilletes de bombas de helio, de tal forma que el cielo azul se llenaba súbitamente de alegres motas coloreadas.
Como era de esperarse, la maestra, confabulada con mi mamá, no tardó en informarle sobre mi disparatada idea. Empezó entonces un urgente esfuerzo tanto de mi mamá como de la maestra por hacerme entender que no existían los relojes mágicos.
Supongo que sólo por no contrariar a mi mamá renuncié a mi petición, pero guardaba en secreto la ilusión de que Santa Claus, que recibiría mi cartita por correo aéreo, y que vivía en un mundo de magia, no tendría problema en traerme mi reloj mágico. En mi cabeza nada era imposible para él, que en sólo unas cuantas semanas conseguía fabricar regalos suficentes para todos niños del mundo…
Aquella navidad la pasamos en casa de El Avión y La Gorda en Pachuca. Todavía hoy, mientras relato la historia, puedo detectar en un sitio preciso de mi estómago un rastro de la desilusión que sentí al abrir mis regalos debajo del árbol y descubrir que el reloj que Santa Claus me había traído no era un reloj mágico: ¡Era sólo un reloj Timex, de cuerda, con el Chavo del Ocho en la carátula…!

Supongo que a partir de esa navidad fue que pedí cosas menos ambiciosas:
Una ocasión pedí cincuenta paquetes de Lacitos Larín. Aquellas largas tiras de caramelo macizo de sabores tamarindo, naranja, chocolate y fresa, me duraron más de seis meses, pues más que comerlos, los rumiaba con pequeñas mordiditas, y los mantenía bien escondidos debajo de mi cama.

Otra navidad llegó a mí mi primer radio, que sólo tenía AM y que era grande como un tabique; vino después mi segundo radio, que también sólo captaba amplitud modulada, pero que era ya pequeño, del tamaño de un juguito en tetrapack; y más tarde, mi tercer radio, un walkman marca Brocksonic que captaba AM/FM y podía ya tocar cintas.
El radio fue un instrumento potente y determinó un capítulo fundamental en mi romance con la palabra hablada, pues como contaré en algún otro sitio pronto, podía pasar horas con la radio debajo de la almohada, por las noches, escuchando. Sintonizaba casi siempre programas en los que la gente hablaba (pocas veces sintonizaba música), pues las voces me hacían sentir en compañía; y también calmaban una angustia incisiva que me duró instalada en la tripa toda la niñez y buena parte de la adolescencia.

Recuerdo también el año en que recibí una bicicleta. Con ella pasé horas interminables de juego, dando vueltas alrededor de las jacarandas del patio de mi casa con Carlos, mi primo y Ernesto, mi hermano. Jugábamos a que éramos los Duques de Hazard, y entre pedaleada y pedaleada hacíamos breves paradas para beber en el bar del villano Boss Hogg, y besar a la heroína, Daisy.
La bicicleta fue también un símbolo de que estaba yo creciendo, pues mis papás me permitían andar con en la calle. Poco a poco se convirtió en una rutina frecuente que me mandaran a hacer recados en la bicicleta por la colonia. Así que lo que para ellos era un trámite burocrático de pagar la luz o ir al supermercado, para mí se convirtió en un pretexto para tener aventuras alrededor de la glorieta, o cruzar a toda velocidad la esquina de la muerte, como llamábamos al triple cruce de Luz Saviñón, Cumbres de Maltrata y Quemada.

Ernesto, mi hermano, sentía a los cinco años una pasión irrefrenable por los animales. Mis padres tenían sospechas fundadas de que de grande será veterinario. Es desde ese núcleo de afecto que escribió aquella navidad a Santa Claus pidiéndole que le trajera un par de pericos o cotorras. Su carta llevaba, por más señas, un dibujo de un par de pequeños bultos narizones de color verde para que el Santo no se extraviara. Mis padres visitaron un reconocido criadero de aves en San Jerónimo y escogieron un par de aves de porte real y colorido potente, que mi papá recogería en la víspera de navidad… Amaneció el 25 de diciembre. Mis papás escucharon nuestros los pasitos de duende mientras bajábamos al árbol a ver qué es lo que mágicamente había aparecido ahí. Lo siguiente que escucharon fue un llanto. Ernesto se deshacía en sollozos, pues uno de los pericos que Santa Claus le trajo estba en el piso de la jaula más tieso que pedazo de mármol florentino. Ambos bajaron corriendo a confortar al pequeño. De inmediato mi mamá identificó una brecha considerable entre las cotorras que ella había elegido en San Jerónimo y los escuálidos loritos tísicos que estaban encerrados en una jaula de alambritos. Volteó a ver a mi papá echando fuego por los ojos, pues sin duda él era el responsable de tamaña desventura. En privado, después de una defensa imposible, pues el segundo de los pericos agonizaba ya por el efecto de los balines que le habían alimentado como alpiste, mi papá confesó que en la calle encontró a un indígena que cargaba sobre sus hombros una torre de diez jaulas de bambú. Sintió compasión y decidió mejor comprarle a él a los loros, “¡pobre hombre que necesitaba vender la mercancía para no llegar a la cena de navidad con las manos vacías!”

La misa

Cuando la fiesta era en otra casa y salíamos, de camino, solíamos parar brevemente en la iglesia de Churubusco, donde mis papás se casaron. De pequeño a mí me gustaba esa iglesia porque tenía unos cañones inmensos a la entrada. Yo solía escalarlos y usarlos luego como resbaladilla.

Pero en realidad íbamos a misa hasta el día siguiente. Recuerdo con especial precisión las misas de la época de adolescencia: Solíamos ir a La Divina Providencia en la Colonia del Valle, a misa de 1:00 de la tarde. La misa la oficiaba el padre José Luis López, un sacerdote de oratoria potente, cuya fama era tal, que desde bastante antes de que terminara la misa anterior, la iglesia comenzaba a llenarse, seguramente aguijoneando los instintos de envidia de los otros padres.
Durante aquellas misas de navidad, puedo asegurar que ví personas pelear por un asiento con voracidad de pobre y nada de caridad cristiana. Mi abuelo, que pensaba que uno debería de ir a misa más por el sacramento y menos por el carisma del sacerdote lo bautizó como El pico de oro, como para reducir nuestra afición a sus homilías, pero no consiguió sino lo contrario...

Fuera como fuera, ese hombre alto, calvo y nervioso –al que le faltaba la paciencia para ser buen confesor— era imponente cuando se paraba frente al altar a dictar unos sermones siempre profundos e inteligentes a los que nunca faltaban referencias cultas o momentos poéticos.

Montado en la potencia de su voz, y en un espacio que parecía ser abarcado por sus enormes brazos cuando los extendía como clamando al cielo, escuché infinidad de sermones y relatos memorables.
Su voz tenía la cualidad increíble de agitar la imaginación y animar el corazón. Escuchándolo uno sentía que había estado ahí, justo en el sitio donde aquella mujer que pesaba apenas como el perfume subida sobre el lomo de aquel borrico, mientras buscaba posada en algún sitio de Belen; donde aquel hombre sencillo que nació de esa mujer, más tarde, trasformó el discurso de su tiempo a punta de desafiar a los poderosos y cautivar a los sencillos con parábolas; a través de su voz estuve ahí mismo cuando aquel hombre que murió crucificado al lado de dos criminales extraños y, presencié como a aquel hombre a quien ya le faltaba el aire, todavía todavía le sobró generosidad para tratarlos como hermanos…

Las películas

Las navidades, el 25 por la tarde, terminaban invariablemente con la familia – Papá, mamá, Ernesto, Carla y yo— en el cuarto de televisión.
Bien cerrada la puerta de la casa, todos calientitos en pijama y con pequeñas frazadas; con unas buenas bolsas de palomitas frente a nosotros.

Elegíamos las películas democráticamente. Papá siempre proponía títulos imposibles que salían de sus afanes artísticos, o de sus recuerdos infantiles– Un verano con Mónica, Fresas Salvajes, Scaramooch, The Eddie Duchin Story.
Pero casi siempre ganaban películas románticas o películas de corte navideño que sin duda ya habíamos visto una y mil veces... Sin embargo, se sabe que las tramas que ya se conocen de antemano suelen producir una sensación de calor y comodidad, de seguridad y felicidad, de complicidad con el auditorio, que nunca provocan los títulos nuevos, cuya efectividad es un volado, y que son más propicios en las veladas en las que uno tiene ganas de experimentar aventuras...

De cualquier forma, la película era lo de menos. Lo importante en aquellas veladas navideñas era estar juntos... ¿Pues qué es la navidad sino ese deseo potente que va a contrapelo de la fugaz realidad de límites y fragilidades que nuestra humanidad nos impone; qué es sino ese deseo imposible de que todo lo que amamos, dure para siempre?

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