martes, 5 de agosto de 2008

Belice, la magia de la selva

“Esta es la razón por la que se habla inglés en Belice” nos dijo Rigo, nuestro guía, al señalarnos un enorme árbol de caoba.

Cuando Europa jugó a repartirse el recién descubierto continente americano, nadie reclamó en principio a Belice. Ese pequeño rectángulo de tierra, acurrucado junto a la península de Yucatán, pasó desapercibido. Ni los reyes españoles ni la corona inglesa quisieron considerarla como suya.

Así que cuando un grupo de ingleses, a mediados del siglo XVII, decidió establecerse ahí para hacerse rico con las maderas de la selva, nadie se opuso. Los ingleses, cargados de esclavos jamaiquinos, penetraron la selva en busca de maderas preciosas. Ya era tarde cuando los españoles decidieron reclamar el territorio, pues los ingleses que la consideraban su hogar, pidieron ayuda a la Corona Inglesa que en 1862, finalmente, la reconoció como colonia.



“Bajo la sombra florecemos” dice la bandera de Belice, que nació junto con su tardía independencia el 21 de septiembre de 1981.

La selva, profunda, intensa, impenetrable.

La selva llamó a los primeros aventureros británicos y desde entonces ha seguido sirviendo como imán para quienes buscan ganarse la vida a través de ella.

Las carreteras en Belice son pocas y pobres. La industria maderera no requería de grandes caminos así que la historia de Belice produjo un país pequeño comunicado únicamente por dos o tres carreteras decentes que la atraviesan conectando las mayores ciudades.



Al recorrer la carretera, el verde es únicamente interrumpido de vez en cuando: casitas de madera, niños jugando y algunos letreros despintados, en inglés, que me hacían sentir por instantes fuera de Centroamérica.

En Belice hay una sensación de que el tiempo se ha detenido. Nadie tiene prisa. Quizás, porque no hay a donde ir. No existen muchas opciones. No hay grandes comercios. Los caminos se sienten largos y tranquilos. La gente se asoma a la ventana para ver a los pocos coches pasar… ¿sabrán lo que se siente estar en un embotellamiento?

Mi vida en la ciudad de México se siente tan lejana. Como inexistente. A mi alrededor todo es verde y parece que así ha sido siempre.



La selva, tupida, generosa, insondable.

Belice tiene verde para regalar. Por eso es que las Montañas Mayas se van llenando, poco a poco, de extranjeros que vienen en busca en aquello que todavía queda virgen en este mundo. Los reductos de la vida como la conocieron nuestros abuelos. Como la vivieron los ingleses del siglo XVII.

Después de haber pasado seis días en la selva puedo entenderlo. La selva atrapa. Tiene un magnetismo que al mismo tiempo que atrae, asusta. Al igual que la sensación de vértigo al estar parado sobre el borde de un edificio muy alto. Da miedo, pero sentimos un jalón que nos invita a saltar.



“El vértigo es algo diferente del miedo a la caída. El vértigo significa que la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados”. (Milán Kundera, La insoportable levedad del ser)

¿Deseamos caer?

Deseamos penetrar lo impenetrable. Deseamos nadar en las entrañas del mundo salvaje, del mundo como fue al principio de los tiempos. Deseamos disolvernos en ese verdor cautivante. Dejarnos envolver por la selva.

La selva me ha llamado desde niña. En general, la naturaleza. Pero la selva, quizás por la lejanía, me atraía aún más. Aunque sólo en libros podía encontrarla. Sobre todo, en la enciclopedia para niños que tenían mis papás en el librero de la sala a una altura desde donde pudiéramos tomarla a nuestro antojo mi hermano y yo.

Abría el tomo llamado “Naturaleza”. Recorría con indiferencia las primeras partes que hablaban de seres unicelulares, hongos y bacterias. Pasaba rápidamente por los insectos y las aves. Y llegaba al capítulo del centro: la selva. Ahí me detenía.


Me dejaba caer. Gozaba de las fotos, los dibujos y las descripciones. Los relatos, literalmente, me encantaban. Me dejaban hechizada, soñando paisajes de la selva que algún día conocería.

La primera selva que pisé fue en El Petén, Guatemala, visitando las ruinas de Tikal. A los catorce años quedé asombrada con los sonidos que provocaba. Los insectos invisibles que se dejaban conocer por su canto. Aquella vez mis ojos se toparon con pocas criaturas pero mi corazón quedó impregnado de una sensación selvática inmensa. Sobretodo al sentirme cubierta por el follaje que apenas dejaba pasar algunos rayos de sol.

A los veintitrés años visité la selva lacandona en Chiapas. Pasamos una sola noche ahí. Aunque en verdad no se puede decir que dormí, pues el ruidazal que hacían los bichos me mantuvo despierta toda la noche, temiendo que alguno, audaz y persistente, lograra penetrar la tela de la tienda de campaña. Pasé la noche atemorizada, pensando que la selva me había gustado más en los libros.

La selva, misteriosa, potente, salvaje.

Esta vez, la selva de Belice me regaló la oportunidad de pasar cinco noches en sus montañas (¡y poder dormir!), pero además me invitó a conocer algunos de sus secretos.


Hormigueros gigantes, árboles estranguladores, nidos de termitas, palmas de tamaños prehistóricos, mariposas azules, serpientes oscuras, chicharras que han mudado de cuerpo… todo era tal cual lo recordaba de los libros.



Entendí a un nivel más profundo y más real la ley de la selva. Todo es alimento para alguien más. Incluso nosotros, petulantes, que nos ponemos hasta arriba de la cadena alimenticia, somos alimento para los mosquitos que requieren sangre tibia para sobrevivir. En la selva nadie se escapa de ser comido.

La selva entera está viva y palpitante. Se transforma. Muda de piel, como los animales, pero su corazón sigue intacto, luchando por seguir en pie. Invisibles, las venas de la selva siguen abarcando espacios para crecer, buscando caminos donde florecer.



Pero al mismo tiempo, la selva mata. Devora. No tiene piedad y sobrevive sólo el más fuerte. Una sola gota de la resina de un árbol puede quemar la piel. Un paso en falso te puede llevar a la boca de una culebra. Un momento de descuido y la selva te cierra las puertas, dejándote adentro para siempre. Los senderos que ayer existían, hoy han sido reemplazados por troncos caídos, lodazales y matas.

Al mirar hacia la oscuridad de la selva no puedo dejar de pensar en los mitos y leyendas que durante siglos han contado los hombres y mujeres de la selva. Los había leído, pero hasta ahora los comprendo.

Lo sobrenatural cobra un sentido distinto en la selva. Deja de ser “sobre” para ser simplemente “natural”.

Cosas que a nosotros, con nuestros ojos citadinos, podrían resultarnos inventos de ciencia ficción son cotidianidades en el mundo de la selva.

Rigo nos cuenta de las hormigas cuando deciden cambiar de hormiguero. La colonia entera emerge a la superficie, tapizando la tierra de movimiento y como si fuera un ejército disciplinado, marcha hacia su nuevo destino. En este camino no importa con quién o con qué puedan toparse. Unidas son más que cualquiera. Y lo saben.

Si las hormigas, en su camino, han decidido pasar por la casa de uno, no queda más remedio que dejarlas pasar. Así, en una ocasión, la familia de Rigo tuvo que levantarse a media noche pues una colonia de hormigas había decidido pasar por ahí.

“¿Y qué haces?”, le pregunto, alarmada.

“Dejarlas pasar”, me contesta, con la tranquilidad de la gente que vive en el campo.

“Además”, añade: “ayudan a limpiar la casa de cucarachas y escorpiones, así que simplemente las ayudamos a pasar”

La selva, cruda, ancestral, mágica.

Escuchando esto, no me sorprende que la gente de la selva vea duendes, espíritus y animales mágicos. Envueltos en ese mundo devorador y hambriento, donde hay más animales que humanos, cualquiera de nosotros sería capaz de contar sobre sus encuentros con la Llorona, el Sombrerón y el Cadejo.

Pero, estas historias y sus personajes requieren internarse aún más en la selva, y seguirme hasta el próximo relato…

1 comentario:

Geraldina GV dijo...

Los sigo...
Es interesante el billete que muestra animales en lugar de héroes. Con todo el simbolismo que esto implica...