martes, 26 de agosto de 2008

Crónica del viaje y llegada a Roatán, Honduras

Salimos del MET a las nueve de la mañana con rumbo a Placencia en la costa, sitio donde tomaremos un barco hacia Honduras. El nuestro es un trayecto poco usual, pues al terminar el programa a caballo, la gente suele ir a Belice City. Es por eso que Daniel alienta a Rigo –que de Belice no conoce prácticamente nada más que la selva—, que aproveche que vamos para allá y se suba a la camioneta con nosotros, para que por lo menos vea lo que hay en el camino y pase la tarde en Placencia.

Rigo accede y decide llevar a una de sus hijas, una que tiene siete años y que es una copia fiel de la fotografía de su esposa, que un día en la selva sacó de su cartera para enseñárnosla. La niña es súper callada. Durante el trayecto que duró casi cuatro horas se la pasó mirándonos y sonriendo. En la carretera que era de una desesperante monotonía verde, ella encontró motivos suficientes para hacerle a su papá cincuenta preguntas distintas, con su vocecita de duende. “¿Y porqué…?”

En el camino rumbo a Placencia, el conductor pasó por Belmopan para que la conociéramos. Supongo que haber vivido en la ciudad de México toda mi vida, ha desvirtuado mi percepción y expectativa de los lugares. Quien vive en la Ciudad de México está irreversiblemente enfermo de desproporción. Acaso por eso es que me sorprendió que el centro de la ciudad de Belmopan, la capital de Belice, tuviera el aspecto y dimensiones de Tres Marías en la carretera que va del D.F. a Cuernavaca.



La tarde en Placencia cumplió cabalmente la promesa inscrita en su nombre. Hicimos un par de caminatas a lo largo de las dos calles que la constituyen, recorrimos la playa, nos sentamos a comer arroz con frijoles (plato que nos ha seguido persistentemente a lo largo de todo Centroamérica), tomamos un café, compramos fruta, conseguimos un nuevo cuaderno pues el sistema de hacer notas de lo que nos ocurre en la parte trasera de los tickets es ya insuficiente para captar todo lo que nos ocurre. Aprovechamos también para ponernos al día con los correos en Internet y compramos los boletos para el ferry que nos llevará al día siguiente a Puerto Cortés, en Honduras.

La caminata nos deparó también un poco del espíritu caribeño de tomarse la vida con calma. Acaso sea cierto que a los costeños cuentan con una cierta sabiduría sobre como no complicarse la vida demasiado.


Al día siguiente, llegamos temprano al sitio desde donde parte la embarcación. El sentido de desproporción vuelve a hacerse patente: los beliceños llaman ferry a lo que comúnmente se conoce como lancha (por más que se trate de un lanchón).

El paso por migración a la salida de Belice tiene su dosis de asombro: El hombre que conduce la lancha recogió los pasaportes y las cuotas del impuesto de salida de todos los que viajábamos. Un oficial de migración se trepó a la lancha y selló los pasaportes. Lo curioso es que nunca verificó realmente que la identidad de los viajeros correspondiera a la de los documentos. Sobra decir que nadie nunca checó el contenido de las maletas, en las que perfectamente podría haber habido un cargamento de droga, un arsenal capaz de armar a una célula terrorista o, inclusive, un pequeño hombre –con elasticidad de contorsionista- escondido.



El resto del viaje es arduo. Seis horas en camioneta de Puerto Cortés a la Ceiba en la costa Hondureña, noche en un hotelito, despertada temprano para tomar el ferry de dos horas que va de la Ceiba a Roatán.

Cerca de cincuenta y dos horas después de que salimos del MET, llegamos a nuestro destino final.

Así de cansados como estamos nos falta energía para elegir efectivamente un sitio para hospedarnos en esta isla que opera con precios de Cancún. Rebotando de un lado a otro, llegamos a unas cabañitas frente a la playa del West Bay, por las que pagaremos 2.5 veces el dinero que tenemos destinado en nuestro presupuesto diario para una noche de hospedaje.

A pesar de que el paisaje es de sueño, lo pasamos muy a disgusto, especialmente por la desconfianza que nos genera el dueño, un hombre de nombre Foster que representa la enésima generación de una familia que domina estos terrenos frente a la costa, y cuya reputación de pirata es confirmada dos días más tarde por un taxista que nos llevó al West Bay. El taxista nos hizo notar que ninguno de los camareros o los meseros que trabajan para Foster sonríe, porque el hombre los explota, y ellos no hacen más que trasladar su desgracia al turista con malos tratos.

Como suele ocurrir, a partir del comentario, empezamos a ver moros con tranchetes, y nos da incluso la impresión de que aquí hasta los animales se conducen salvajemente, y se prodigan unos a otros un trato inhumano.



Como es rutina en una pareja de psicólogos, es difícil no pasar todas y cada una de las decisiones por el tamiz del análisis, cada una de las sensaciones por el filtro de la interpretación…. Así que esa noche Jennifer y yo nos entregamos al debraye: el haber caído en este sitio de mala muerte se debe a que aún no alcanzamos el status de guerreros itinerantes.

La explicación nos basta para irnos a dormir con la ilusión de que hemos recuperado el locus de control sobre nuestra travesía, pues está claro que esa imagen de guerreros no es otra cosa más que una fantasía. En esa idealización los guerreros itinerantes son capaces de sobrevivir con un presupuesto diario de diez dólares; dormir siete noches consecutivas en una hamaca a la intemperie; sobrevivir el día sólo con una pizza y una cerveza en el estómago; nunca tienen diarrea, son inmunes al rayo del sol, y a ellos los mosquitos les hacen los mandados…

Pero no es sino hasta al día siguiente, con los primeros rayos del sol, que conseguimos capturar una versión de nuestra condición mucho más precisa y ventajosa para nuestros propósitos. En realidad ya somos unos guerreros itinerantes, pues nada nos obliga a permanecer bajo las garras de Foster un solo segundo más (afortunadamente sólo dejamos pagada una noche). Y además, guerrero no es aquel a quien no le da diarrea, sino el que sigue adelante a pesar de que la tiene…

Así pues, nos armamos con nuestras mochilas y nos lanzamos de vuelta –en sandalias, faltaba más-- a buscar otro hotel.

Más tarde tendremos ocasión de comprobar el efecto dramático que esta pequeña valentonada de guerreros itinerantes tuvo en la comunidad turística del West Bay de Roatán, pues al menos un par de parejas que nos encontramos por la tarde nos reconocieron: “¡Ah, ustedes eran la pareja de mochileros que pasó por la playa a medio día…!”

Nuestro nuevo hospedaje es el único Bed & Breakfast que existe por estos lares. Este sitio constituirá por cuatro noches la guarida desde donde estamos seguros, conseguiremos el objetivo para el que dimos un enorme rodeo en el mapa de Centroamérica para venir hasta esta isla a que Jennifer pueda palomear uno más de los sueños de infancia que constituyen su lista de 1000 cosas de hacer antes de morir: nadar, finalmente, con los delfines.

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