miércoles, 27 de agosto de 2008

Un delfín en la tina de mi baño



















A la isla de Roatán fuimos exclusivamente por los delfines. Nunca antes habíamos escuchado hablar de esa isla, perteneciente a Honduras, que flota tranquilamente en el mar del caribe. Muy pronto aprendimos que las Bay Islands –de las que Roatán es la más grande- son famosas en el mundo del buceo. Están llenas de joyas submarinas: coral, peces coloridos, delfines y el cotizado tiburón ballena.

En nuestro largo camino hacia Roatán, nos encontramos con varios grupos de europeos entusiastas que se acercaban a esta parte del mundo simplemente para bucear en sus aguas. Aprendimos, gracias a la autoritaria y fuerte voz de una inglesa con quien compartimos la mitad del recorrido, que la mejor isla para bucear es Utila pues a diferencia de la más desarrollada Roatán aquella está repleta de bahías escondidas, arrecifes protegidos y opciones económicas para dormir y comer.

Nosotros, sin embargo, no íbamos en busca de peces ni coral sino en busca de delfines. Habíamos leído que en el Institute of Marine Sciences de Roatán ofrecían varios programas para que la gente “común y corriente” pudiera acercarse a los delfines. Para personas como yo –que desde niña había soñado con ser entrenadora de delfines- existía un programa llamado “Trainer for a day”. Así que a pesar de recibir algunas miradas extrañas de los viajeros que buscaban aventuras de buzo y no podían entender por qué estábamos eligiendo la más cara de las dos islas, seguimos con nuestro propósito de llegar a Roatán.

El programa “Trainer for a day” consistía en conocer los secretos de los entrenadores de delfines; acceder -tras bambalinas- a las instalaciones del instituto para convivir con los entrenadores y sus animales.

Debo confesar que mi corazón de niña brincó de emoción al oír sobre el programa pero inmediatamente mi cabeza adulta se llenó de prejuicios:

¿Y si soy la única ridícula inscrita en el programa?

¿Cómo me recibirán los demás entrenadores?

¿Y si los otros que toman el programa son puros niños?

¿Y si a la mera hora me da miedo y no quiero meterme al agua con los delfines?

Todo esto bailaba nerviosamente en mi cabeza mientras Arturo trataba de animarme a hacer lo que siempre había querido…

De niña me habían fascinado tanto los delfines que en una ocasión le insistí a mis papás que tuviéramos uno de mascota y que viviera en la tina (del único baño que teníamos en casa). Cuando cumplí ocho años me llevaron a ver el show de delfines en Atlantis. Cuando llegó el turno de que un niño pasara al frente preguntaron quien estaba cumpliendo años ese día. Yo decididamente alcé mi mano pero pasó desapercibida entre los cientos de niños que también la alzaron –muchos de los cuales, me sospechaba, no estaban de cumpleaños. Así que los delfines tenían una larga deuda conmigo desde niña.

Me llegó a la mente el libro de Randy Pausch, un profesor que había sido invitado a dar una clase a Carnegie Melon University titulada “Mi última cátedra”. La idea era invitar a ciertos profesores con larga trayectoria para que imaginaran que daban la última conferencia de toda su vida. El asunto especial con Randy era que ésta era en realidad su última cátedra, pues entre el momento en que lo habían invitado y la fecha que le dieron para presentarse, le habían detectado un tumor cancerígeno mortal en el páncreas. Los doctores le pronosticaron unos cuantos meses de vida.

El profesor, de cuarenta y siete años, se debatió durante varios días si debía o no presentarse. Al fin y al cabo todos podrían entender que él querría dedicar sus últimos meses a su familia y no a planear una cátedra. Sin embargo, como lo relata en su libro, decidió que dar esa conferencia era una forma para despedirse de la academia, que durante tantos años había sido su otra familia.

Asumiendo que todos pensarían que optaría por hablar de la muerte, Randy, decidió hablar más bien de la vida. Habló de la importancia de cumplir tus sueños infantiles a lo largo de tu vida pues ahí radica la pasión y la vitalidad. Ahí radica el sentido de estar vivos. En el libro que escribió, “The Last lectura” relata los sueños que tenía de niño y cómo hizo para tratar de alcanzarlos siendo un adulto. En algunos casos lográndolo y en otros simplemente intentando…

En uno de los capítulos habla sobre su sueño de ser astronauta. En realidad, su sueño no estaba tanto motivado por ir a la luna sino por vivir la experiencia de flotar en un ambiente sin gravedad. Siendo adulto, logró cumplir este sueño entrando a una de las cámaras de entrenamiento que tiene la NASA en un centro abierto al turista. Randy logró vivir por unos instantes el sueño de flotar que siempre había tenido.

Así que cargada de una mochila con bloqueador, repelente, un sándwich y mucha agua me presenté a las ocho de la mañana de un martes al Institute of Marine Sciences. La otra persona que se había inscrito para el programa de ese día era, efectivamente, una niña de once años. Sonreí. Al fin y al cabo, ese día, yo también tenía once años.

Pasamos todo el día bajo el sol conociendo y trabajando con algunos de los diecinueve delfines que viven en las instalaciones. Me sorprendió la capacidad de los entrenadores para reconocer a cada uno de ellos a partir de las mínimas marcas y cicatrices que tienen en la piel. Yo a duras penas logré identificar a una, la más panzona, que tenía diez meses de embarazo y un hocico coloreado de rosa con pequitas grises.
Las primeras horas fueron dedicadas a conocer la anatomía de los delfines. Como si se tratara de un programa educativo de la televisión, el entrenador nos fue enseñando datos interesantes del cuerpo de los delfines. Por ejemplo, que de los noventa y tantos dientes que tienen no los usan para masticar el pescado. El pescado es tragado entero y los dientes, en cambio, les sirven como protección de su depredador más temible, el tiburón.

Aprendimos que la mayoría de los delfines que tienen ahí nacieron y han vivido en el mar abierto. Esto significa que saben lo que es estar afuera pero prefieren estar ahí. Lo saben porque diariamente se les abre las compuertas para que tres o cuatro delfines salgan al mar abierto, siguiendo una lancha, y permanecen ahí durante las dos horas que dura un programa para bucear con delfines. Cuando han terminado, como si fueran perros, siguen a la lancha de vuelta a su hogar.

Me han contado de algunos delfines que en ocasiones deciden no seguir a la lancha de regreso. Se quedan por fuera durante horas, quizás nadando con otros grupos de delfines. Inclusive se han quedado por fuera durante toda la noche, pero a la mañana siguiente los encuentran ahí de vuelta, rondando las instalaciones. Los delfines saben que vivir en mar abierto implica peligros constantes, pelear por su comida y estar todo el tiempo en estado de alerta. En la institución, en cambio, tienen una vida más fácil. Ahí el reto para los entrenadores está en mantenerlos interesados y activos.


Los delfines pasan todo el día aprendiendo y repasando trucos. Saltos, coletazos, sacadas de lengua, juegos con la pelota son todos parte del repertorio. Incluso nos contaron que ahora están en un programa de investigación para enseñarlos a “leer”, interpretando símbolos impresos en pedazos de cartulina. La idea es lograr que relacionen una señal de mano del entrenador con cierto símbolo.

Otra de las cosas novedosas fue un delfín que estaba aprendiendo la señal de “haz algo totalmente nuevo, que no hayas hecho antes”. El delfín emite un sonido. Cuando la entrenadora le vuelve a pedir lo mismo el delfín se detiene por un instante, como si estuviera pensando, para después emitir otro sonido, distinto al primero. Y así lo hace tres veces.

La entrenadora me dice con orgullo que el delfín está, de cierta manera, aprendiendo el concepto de creatividad (crea algo novedoso, que no hayas hecho antes). Increíble, ¿no?
También me entero de las relaciones afectivas y cercanas que los delfines establecen con sus entrenadores (y me supongo que viceversa también). Cuando uno de los entrenadores se fue de vacaciones, el delfín que estaba a su cargo se apartó del resto del grupo negándose a participar y obedecer a los demás entrenadores.

¿Qué pensaran los delfines de nosotros?

He escuchado varias veces las historias de náufragos que han logrado sobrevivir horas en el mar gracias a que uno o varios delfines los acompañan y en algunos casos, dándoles de hocicazos cada vez que comienza a quedarse dormidos.

Así termino mi día con los delfines, agotada pero feliz (y un poco insolada) pensando que definitivamente no sería capaz de hacer esto todos los días.

Quizás no todos nuestros sueños infantiles se convertirán en nuestra gran pasión de la vida. Pero sí puedo estar segura que todas nuestras pasiones tienen su semilla en nuestros sueños de infancia. Lo importante es atrevernos a hacerlos realidad.

Esa noche, me voy a dormir con sueños de delfines rondando mi mente. Y de algún lugar desde el fondo de mi corazón aparece mi niña para darme las gracias por ese día.



1 comentario:

Paola en alemania dijo...

¡¡¡¡Qué envidia!!! ¡¡Qué emoción entrenar al delfín!! De verdad que todos sus relatos son padrísimos, pero ¡¡Entrenar delfines!!... Estoy segura, amiga, que tu niña interior está increíblemente satisfecha. Toda una experiencia que muchos deseamos en algún momento de la vida. Aunque yo sí pasee en la lanchita en Atlantis en mi cumpleaños... jajajaja